Atzokoan finkatuz, gaur biharkoa bultzatu

Hace 110 años el PNV creó el primer Archivo-Biblioteca General Nacionalista, que hoy sigue creciendo

Un reportaje de Eduardo Jauregi

LA necesidad de conservar nuestra memoria e historia para el futuro y garantizar así nuestra supervivencia no es una idea que haya surgido últimamente; ni siquiera a finales de los años 80, la recién creada Fundación Sabino Arana fue la primera entidad en abordar este compromiso con el nacionalismo vasco. Pretendió -y lo consiguió- poner en valor y reactivar nuevamente una iniciativa surgida nada más comenzar el siglo XX.

Al año de fallecer Sabino Arana Goiri, el delegado y máxima autoridad del Partido Nacionalista Vasco, Ángel de Zabala Ozamiz-Tremoya, firmó un artículo publicado en el semanario Patria, el 5 de noviembre de 1904, en el que anunciaba la creación de un Archivo-Biblioteca General Nacionalista.

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Aludiendo a la fidelidad, el patriotismo, a la “pertenencia a un partido serio”, y a la necesidad de una cada vez mayor organización del mismo -“sin organización (siquiera sea ella mediana) no es posible avanzar sino muy paulatina e imperfectamente”- se transmite la idea útil y conveniente de fundar “un Archivo-Biblioteca general, que pueda servir para la mejor conservación, guarda y custodia oficial de todos cuantos documentos, así manuscritos como impresos, puedan interesar al Nacionalismo Vasco”. Su primer responsable sería Félix de Pertika y Matzo.

Con ello se quería evitar que por causas como “la desidia o el abandono, instrumentos de gran valor científico y libros llenos de profundas sabidurías y provechosas enseñanzas, se perdieran para siempre por falta de Bibliotecas oficiales que les dispensaran una benévola acogida en un apartado rincón de sus estanterías”. O que les ocurriera lo mismo a los documentos y toda clase de escritos concernientes al PNV, “tan caros y tan útiles a él y a sus adeptos”.

Así, el llamamiento del delegado del Partido se concretaba en la obligación de que, a partir de aquel momento, se remitiera al recién creado Archivo-Biblioteca General:

“1) Por la Administración del semanario Patria: a) Tres colecciones completas de los periódicos Bizkaitarra, Baserritarra, El Correo Vasco y La Patria; b) Tres ejemplares de cada número de Patria, de los ya publicados, y de los demás, a medida que vayan viendo la luz de la imprenta; c) Uno o más ejemplares, caso de poseerlos, de Lecciones de Ortografía del Euzkera bizkaino, Umiaren Lenengo Aizkidia, Etimologías euzkerikas, Análisis y corrección del Pater Noster del Euzkera bizkaino, El Partido Carlista y los Fueros Vasco-Nabarros, Bizkaya por su independencia, y demás obras de Arana Goiri´tar Sabin.

2) Por los administradores de las demás revistas o publicaciones nacionalistas, tres ejemplares de cada número de las mismas: Euzkadi, de Bilbao, Irrintzi y La Baskonia, de Buenos Aires, y El Euskalduna, de La Habana.

3) Por todo nacionalista que posea dos o más ejemplares de un mismo libro escrito y publicado de doctrinas nacionalistas, uno de ellos, a lo menos.

4) Por todo autor o editor nacionalista, tres ejemplares impresos del libro, folleto, artículo, composición poética o musical, y en general de toda publicación nueva de que sea autor o editor, cualesquiera que sean su carácter y su denominación, debiéndose incluir en este caso o número el Himno Nacional.

5) Por las Juntas Directivas o de Gobierno de Batzokis, cada año un ejemplar impreso de las listas de los socios.

6) Por quienes los reciban o los tengan recibidos, los autógrafos de las personalidades del Partido y los demás documentos que entrañen cierta importancia, presente o futura, para el mismo.

7) Por las autoridades, Comisiones y Academias del Nacionalismo, existentes o por existir, los documentos oficiales que en cumplimiento de su deber redacten, tales como reglamentos, instrucciones, decretos, actas, memorias, balances, presupuestos, recibos, proyectos, conferencias, discursos, peticiones, credenciales, planos, circulares, listas, oficios, comunicaciones, escrituras, pactos, dictámenes, inscripciones, etcétera”.

Mirando al futuro La sensibilidad hacia la protección del patrimonio documental del aquel joven Partido Nacionalista Vasco quedaba de manifiesto en estas palabras. Pero como se ve, no solo importaba conservar el presente; las menciones al futuro demuestran lo avanzado de su pensamiento de cara a los años venideros, jóvenes generaciones, etc., así como la diferenciación entre los materiales que forman parte de una Biblioteca (todo lo que se publica y por lo tanto, en general, hay más de un ejemplar: periódicos, revistas, libros…) y los documentos de Archivo (originales únicos que se crean en cumplimiento de un deber, es decir, tienen un origen orgánico y/o funcional y son prueba de una actividad desarrollada).

Es significativo, por otro lado, que gracias al texto anterior sepamos de la existencia de una publicación que desconocíamos (Euskalduna, de La Habana) y de la que hoy no tenemos noticia de que se conserve ningún ejemplar.

En la actualidad es casi imposible llegar a conocer en su totalidad la repercusión que tuvo el llamamiento de la dirección del Partido Nacionalista Vasco y cómo evolucionó el Archivo -Biblioteca General Nacionalista desde su creación. Pero lo cierto es que su mensaje no cayó en saco roto. A lo largo de los años se fueron recibiendo y conservando no solo los materiales citados sino los nuevos números de las publicaciones y documentos que se fueron generando en las décadas posteriores: Aberris, Euzkadis, Eusko Deyas, Informes, correspondencia del Secretariado General Vasco, y un largo etc. La documentación originada por la actividad política, económica y social del nacionalismo vasco se concentró -al igual que hoy en día- en las sedes locales y territoriales de la organización y en manos de particulares -archivos privados- estrechamente vinculados con el partido y que siempre demostraron tener una mayor vocación hacia la conservación de la historia para el futuro.

Sin embargo, el estallido de la guerra en el verano de 1936 provocó la ruptura de aquel proceso natural iniciado años antes. Con la confrontación bélica y el triunfo del franquismo, comenzó otro proceso en relación al patrimonio documental: destrucción, expolio, dispersión, persecución, exilio y clandestinidad. La dictadura provocó que la situación de los fondos documentales del Nacionalismo vasco, una vez iniciada la transición a la democracia a finales de los años 70, fuera caótica, en relación a su localización geográfica, difusión, conocimiento y accesibilidad.

Como ya hemos comentado en otras ocasiones, la Fundación Sabino Arana (1988) en estrecha colaboración con el Partido Nacionalista Vasco, quiso cambiar radicalmente aquella situación con la creación del Archivo del Nacionalismo Vasco. Y lo primero que hizo fue recuperar todo el patrimonio documental -herencia de lo solicitado en el llamamiento de 1904- que permanecía semioculto en muy diversas ubicaciones, tanto de Iparralde como de Hegoalde, para reunirlo en unas nuevas instalaciones.

El Archivo, como no podía ser de otra manera, respetó la clasificación original de las series de documentación histórica localizadas (decenas de volúmenes de periódicos encuadernados, revistas, monografías, y fondos de Archivo) y estableció inmediatamente las bases para la creación de un Archivo, Biblioteca y Hemeroteca donde conservar, reunir, organizar y difundir tales materiales.

Pero nuestra acometida no se limitó a esta vasta labor con la documentación ya existente. Recuperando el espíritu del mensaje de Ángel de Zabala, desde la dirección de la Fundación se hizo un nuevo llamamiento al PNV, a particulares y entidades, para volver a provocar la necesidad de conservar nuestra memoria, nuestra historia. Y enviando al Archivo del Nacionalismo ejemplares de las publicaciones que se editan, la documentación que ya no presenta un valor o uso administrativo pero sí histórico (correspondencia, informes, actas…) o incluso aquellos documentos privados que forman parte de nuestra historia familiar y personal (fotografías, carnés, etc.), contribuimos poderosamente a ello.

Donaciones Es necesario establecer con las organizaciones más asentadas procesos vinculados de producción documental-conservación, casi casi automatizados. Y la informática que impregna nuestras vidas y en muchos casos nos puede desbordar con la facilidad de multicopiar cualquier documento, nos puede y debe ayudar a mecanizar inteligentemente estos procesos. Desde sus inicios, el Archivo del Nacionalismo ha recibido más de 1.560 donaciones de particulares. En los último meses, entre otras, documentación personal de Miguel Olaskoaga Mitxelena (1937-1982), Monica Lecunberri (1939-1943), Clandestinidad en Donostia (1948- 1951) o testimonios de gudaris de Gogoan Sestao Elkartea.

Nuestro centro se enorgullece de ser la continuación de aquel primer Archivo-Biblioteca General Nacionalista de principios del siglo XX, del Secretariado General Vasco de los años 30, o del Instituto sabiniano-Sabindiar Batza de 1950 nacido en el exilio. Todos tuvieron la misma finalidad: recuperar y conservar el patrimonio documental del nacionalismo vasco. El Archivo y Museo de Sabino Arana Fundazioa siguen sus principios e incluso van más allá y los amplia interesándose por todo documento relacionado con lo vasco y la historia contemporánea y moderna de Euskadi (desde el punto de vista político y social principalmente) independientemente del soporte en el que esté reunido (papel, fotografía, libro, cinta de casete, revista, DVD, película, objeto de museo, etc.).

El lema de nuestra Fundación, Atzokoan finkatuz, gaur biharkoa bultzatu, recoge la idea que motivó, ahora hace más de 100 años, la creación de un Archivo. Como dijera Jesús Insausti Uzturre en su inauguración, todos quedaremos, de alguna manera, con nuestros éxitos y fracasos, grandezas y miserias, en estos viejos papeles… En un Archivo que sigue creciendo gracias a las donaciones de organizaciones y particulares y que sigue el camino emprendido por Ángel de Zabala en 1904.

Las mentiras del ‘Sierra Aránzazu’

Se cumplen 50 años de un ataque anticastrista a un barco vasco en el que asesinaron a tres tripulantes

Un reportaje de Iban Gorriti

El hermano de uno de los asesinados en el barco Sierra Aránzazu continúa reivindicando 50 años después que el episodio histórico sufrido por el mercante vasco a 70 millas de Cuba “se silenció y se ha olvidado” y va más allá en su denuncia: “¡Y peor, se ha tergiversado!”.

Pero, ¿qué ocurrió aquel 13 de septiembre de 1964 en el enclave centroamericano hace precisos 50 años? El buque Sierra Aránzazu era un mercante de la compañía vasca Marítimia del Norte que transportaba con destino La Habana material general, sobre todo alimentos. El gobierno de Estados Unidos ya aplicaba al la isla antillana el aún existente bloqueo económico. Sin embargo, a las 13.00 horas de aquel mediodía, un avión de la Navy estadounidense sobrevoló el buque.

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Imagen del ‘Sierra Aránzazu’ que se dirigía a La Habana cuando fue atacado. Fotos: Tiscali

A las 19.50, una lancha con desconocidos se acercó al barco y confirmó alumbrando el nombre del flotante que era el Sierra Aránzazu. Pasados diez minutos, dos lanchas, una a babor y otra a estribor, ametrallaron el navío. Tanto disparo acabó con la vida -no en el momento- de tres tripulantes: el capitán Pedro Ibargurengoitia, natural de Plentzia; el segundo de puente Francisco Javier Cabeldo, de Vigo, y el tercer maquinista, José Vaquero Iglesias.

Habla a DEIA el hermano de este último, Julio, originario de Villablino -provincia de León- y residente en Oviedo. “Han silenciado, olvidado y tergiversado lo que pasó. Se ha mantenido la mentira, la versión dominante, falsificada. No fueron los castristas quienes atacaron al mercante como se difundió al mundo, sino los anticastristas. Hemos demostrado con documentos desclasificados que fueron miembros del Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR) financiados por la CIA, dirigido por Manuel Artime”.

El ataque acabó en tragedia al impactar tiros y cañonazos contra el casco y el puente del buque. Desmembraron la chimenea y originaron un incendio, así como hirieron a parte de la tripulación. A tres de muerte. En los primeros momentos, sus tripulantes trataron de quitar agua haciendo uso de zapatos y platos. No fue suficiente y los heridos leves arriaron un bote salvavidas al que subió una veintena de hombres. Los dos marineros más graves murieron desangrados en aquella barquichuela agujereada a la deriva. Entre ellos, el hermano de Julio Vaquero, José, de 23 años, con un impacto de bala que le perforó el abdomen.

El capitán vizcaino Junto a él, también falleció asesinado Pedro Ibargurengoitia, el capitán vizcaino, herido “por una bala explosiva”, mantiene Julio. Francisco Javier Cabello, el segundo oficial por su parte, también resultó herido de gravedad y perdió la vida horas más tarde de ser rescatados por un barco de bandera holandesa. “Mi hermano falleció en el bote salvavidas”, lamenta Julio.

La mala noticia tardó en llegar a las familias de los asesinados “tres o cuatro días”. El leonés rememora que la repatriación de los tripulantes se llevó a cabo en dos tandas. El primero, fue en un avión que trasladó a aquellos no heridos de gravedad. Aconteció el 17 de septiembre. Y el 19, aterrizaron en Barajas, los que habían sido heridos con más gravedad, “tratados en Puerto Rico, y con los ataúdes de los tres asesinados”, entre ellos el capitán vasco. “Pedro Ibargurengoitia se mantuvo aún herido de muerte, dando órdenes hasta el final. Fue una gran persona y un buen marino”, valora

José Vaquero encontró la inesperada muerte a los 23 años. “Mi hermano era un hombre muy inteligente, un estudiante espléndido que había hecho Marina y se preparaba para dejar el Sierra Aránzazu y continuar sus estudios, en esta ocasión de Medicina”, explica Julio, historiador y catedrático.

Mentiras desmontadas Con el tiempo, el MRR asumió la autoría del embate, no sin antes argumentar “con mentiras desmontadas por nosotros” que no acertaron el objetivo: no iban a por el Sierra Aránzazu, sino a por el Sierra Maestra, buque referente de la flota cubana, cinco veces mayor que el mercante vasco. Trataron de justificar que anochecía y que el nombre Sierra les confundió. Sin embargo, el Sierra Maestra -“como bien sabían los estadounidenses”- había atravesado el canal de Panamá una semana antes con destino China.

La familia Vaquero llegó a investigar documentos desclasificados de la CIA que detallan que el sistema de comunicaciones de las lanchas del MRR había sido facilitado. Este legajo, como curiosidad, contiene también la documentación sobre el asesinato de John Fitgerald Kennedy, presidente de EE.UU. asesinado el 22 de noviembre de 1963.

“Acabamos hartos de que se mantuvieran las mentiras del Sierra Aránzazu. Además, lo hacían de forma intencionada. Pero lo desmontamos”, valora orgulloso y da a conocer que en un documento de la Agencia Central de Inteligencia quedó para la historia que un miembro cubano del MRR, informó desde París de que un radiooperador informó de las coordenadas del Sierra Aránzazu el día de los asesinatos.

Julio concluye: “Durante medio siglo este vandálico acto de terrorismo de Estado se ha mantenido oculto con la connivencia del Gobierno español franquista de aquel tiempo tras un espeso e interesado manto de silencio”.

Ley de 25 de octubre de 1839, una historia de fueros y desafueros

Hoy se cumple el 175 aniversario de la Ley de 25 de octubre de 1839, una ley de la que hay dos visiones contrapuestas: Para unos, fue la ley confirmatoria de los Fueros del pueblo vasco. Para otros, sin embargo, fue la ley derogatoria

Un reportaje de Santiago Larrazabal

HOY, 25 de octubre de 2014, se cumplen 175 años de la Ley de 25 de octubre de 1839, que marcó un antes y un después en nuestra historia. Y es que si bien las instituciones forales labortanas, suletinas o bajonavarras habían sucumbido ya en 1789 a la Revolución Francesa, por el contrario, las vizcainas, guipuzcoanas, alavesas y navarras habían sobrevivido casi intactas hasta que, finalizada la Primera Guerra Carlista, todo empezó a cambiar. En efecto, al terminar la guerra, el famoso Convenio de Bergara, de 31 de agosto de 1839, oficializó de alguna manera la paz entre carlistas y liberales y en su artículo 1º recogió un “alambicado” compromiso de respeto a los Fueros (“El Capitán General D. Baldomero Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros…”). El Gobierno, controlado por los moderados, presentó en el Congreso un Proyecto de ley para “cumplir” el Convenio de Bergara, pero la mayoría en las Cortes era de tendencia progresista y no precisamente proclive a la causa de los Fueros. Y como ha ocurrido siempre, la discusión en las Cortes del tema foral trajo consigo una polarización de posturas en torno a un asunto crucial tanto entonces como ahora: la compatibilidad entre los sistemas constitucional y foral. El texto comenzaba confirmando los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, pero la discusión en el Congreso concluyó con la incorporación al Proyecto de Ley de la famosa coletilla “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”, y una vez remitido éste al Senado, el debate en la Cámara Alta se centró, como era previsible, en qué había de entenderse por “unidad constitucional”. Finalmente, se aprobó la Ley con el siguiente texto:

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Grabado de la Casa de Juntas de Gernika, que alberga el mítico roble juradero, símbolo de los Fueros y las libertades vascas.

Artículo 1º: “Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.

Artículo 2º: “El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclame el interés general de las mismas, conciliado con el general de la nación y de la Constitución de la Monarquía, resolviendo entre tanto provisionalmente, y en la forma y sentidos expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes”.

Como han subrayado algunos autores, la Ley de 25 de octubre de 1839 no es una ley más sino, a pesar de su brevedad, mucho más que una Ley, y acerca de ella existen dos visiones totalmente contrapuestas entre sí: por un lado, quienes han defendido que se trataba de una ley “confirmatoria” de los Fueros, consideran que suponía el cumplimiento del compromiso adquirido en el Convenio de Bergara; que trataba de acomodar el sistema foral al sistema instaurado por la Constitución “progresista” de 1837; que incluso podía ser considerada como una especie de Disposición Adicional de dicha Constitución sobre esta materia y que su pretendido carácter “confirmatorio”, explicaría que la Ley de 16 de agosto de 1841, la denominada Ley Paccionada de Navarra, se fundamente, precisamente, en la Ley de 25 de octubre de 1839. Por el contrario, quienes han sostenido que la Ley de 1839 fue, en realidad, una ley “abolitoria” de los Fueros, la analizan en el marco de un proceso histórico de debilitamiento progresivo de la “foralidad” que, al menos en los Territorios de Araba-Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, había comenzado ya con la Ley de 16 de septiembre de 1837, anterior al Convenio de Bergara y a la propia Ley de 25 de octubre de 1839, siendo esta última, en su opinión, el siguiente paso en este proceso, continuado a su vez por el Real Decreto de 29 de octubre de 1841, que suprimió desde ese momento gran parte del contenido tradicional de la foralidad, pues entienden que, a pesar del parcial restablecimiento en 1843, el viejo roble foral estaba ya muy herido y recibiría el golpe de gracia con la Ley derogatoria de 21 de julio de 1876.

Para intentar arrojar un poco más de luz en este intrincado debate, resumiré a continuación mi visión personal del asunto: excepto la mención a los Fueros (sin adquirir compromisos concretos) del art. 144 del Estatuto de Bayona de 1808, ni la Constitución de Cádiz de 1812, ni tampoco el Estatuto Real de 1834, ni la Constitución de 1837 aludieron al tema foral. Sin embargo, en plena guerra carlista y antes del Convenio de Bergara, se había dictado la Ley de 16 de septiembre de 1837, por la que se habían disuelto las tres Diputaciones Forales vascongadas, suprimido la libertad de comercio y se había autorizado al Gobierno para establecer jueces de primera instancia (lo que era contrario al sistema judicial foral). En la práctica, esta Ley no tuvo demasiada repercusión en el País, sobre todo por lo establecido en el Convenio de Bergara, la propia Ley de 25 de octubre de 1839, y por la restauración de las instituciones forales por Real Decreto de 16 de noviembre de 1839, en aplicación del artículo 2º de la Ley de 1839. Pero, aun así, las cosas no volvieron a ser lo mismo.

El siguiente episodio crítico tuvo lugar con el conflicto surgido a propósito de la Ley Municipal de 1840, que acabó con la Reina Regente en el exilio y el nombramiento de Espartero como nuevo Regente. El enfrentamiento entre las autoridades forales vascas y Espartero fue intensificándose, pues éste entendió que la modificación de los Fueros de Araba/Álava, Gipuzkoa y Bizkaia debía seguir el camino de lo previsto para Navarra, camino que desembocaría en la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841, pero los comisionados de los tres Territorios no estaban dispuestos a aceptarlo. Así las cosas, el Gobierno presentó unilateralmente un Proyecto de Ley de Modificación de los Fueros que, en resumen, ofrecía únicamente una autonomía administrativa al País. Y fue en este contexto cuando tuvo lugar el levantamiento militar de O’Donnell contra Espartero, con el apoyo de la Reina Regente desde el exilio. Las autoridades forales cometieron un error garrafal al apoyar el levantamiento, pensando que, de triunfar éste, los Fueros quedarían a salvo. Pero el levantamiento fracasó e, inmediatamente, el Gobierno dictó el Real Decreto de 29 de octubre de 1841, que supuso un enorme mazazo para el sistema foral vascongado: se suprimieron las Juntas Generales y Particulares, las Diputaciones Generales, los Ayuntamientos forales, la figura del Corregidor, el sistema judicial foral, el pase foral y se trasladaron las aduanas a la costa y a la frontera.

A partir de 1843, cuando los moderados, encabezados por Narváez, derrocaron a Espartero y volvieron al Gobierno, se restablecieron las Diputaciones Forales y las Juntas Generales, en virtud del Real Decreto de 4 de julio de 1844 (el denominado Decreto Pidal), pero no se recuperaron los demás contenidos del sistema foral anteriormente suprimidos. Del viejo edificio foral solamente quedaron en pie la foralidad institucional (Diputaciones y Juntas), la Hacienda propia y el sistema militar propio. Lo que quedó era una especie de foralidad diluida o “neoforalidad” que sobreviviría hasta 1876, cuando tras la definitiva derrota carlista, la Ley de 21 de julio de 1876 derogó totalmente los Fueros de los tres Territorios.

cONFIRMATORIA o derogatoria Pero volvamos a la Ley de 25 de octubre de 1839: si retomamos la pregunta sobre si dicha Ley fue “confirmatoria” o “derogatoria” o intentamos explicarnos cómo una misma Ley puede ser considerada confirmatoria y abolitoria a la vez, la respuesta depende del punto de vista que adopte cada uno al respecto. Por ejemplo, muchos navarros consideran que esa Ley, que es el fundamento de la Ley Paccionada de 1841, ayudó a salvaguardar sus Fueros, y, de hecho, ambas leyes son citadas en el artículo 2 de la Ley Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, cuando dice que: “Los derechos originarios e históricos de la Comunidad Foral de Navarra serán respetados y amparados por los poderes públicos con arreglo a la Ley de 25 de octubre de 1839, a la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841 y disposiciones complementarias…”. Sin embargo, la opinión mayoritaria al menos en los otros tres Territorios Forales, considera que la Ley de 25 de octubre de 1839, fue el principio del fin de su foralidad. Así que no es casualidad que el párrafo 2º de la Disposición Derogatoria de la Constitución Española de 1978 derogue dicha Ley a modo de reparación histórica (“en cuanto pudiera conservar alguna vigencia”), pero solamente en lo que afecta a estos tres Territorios y no a Navarra.

Con el máximo respeto hacia quienes piensan que pudo haber servido para lograr el “arreglo foral” en las “Provincias Vascongadas” y hacia quienes consideran que sirvió para proteger el sistema foral de Navarra, creo que el problema no es tanto lo que esta Ley pudo haber supuesto sino lo que supuso en realidad. Y a mi parecer, al menos para Araba/Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, la Ley 25 de octubre de 1839 supuso el comienzo de un proceso de declive del régimen foral hasta su completa desaparición en 1876. Creo que la derogación foral provocó la ruptura unilateral de un pacto ancestral y estoy convencido de que la herida que abrió no se ha cerrado aún del todo. Desde entonces, y de modo constante, se reclamó en el País la restauración foral plena, pues el pueblo vasco no ha renunciado jamás a sus derechos históricos, derivados de los Fueros, como expresión de su constante deseo de autogobierno. Por ello, y como dice el lema del escudo de armas del municipio alavés de Urkabustaiz: “Iragana buruan, geroa eskuan”, convendría tener bien presente el pasado para construir nuestro futuro, un futuro que debería estar en nuestras manos. Después de 175 años, ya va siendo hora de buscar acuerdos y cerrar heridas, ¿no?

‘Tiragomas’, el gudari de hierro clave en la liberación de París

Se cumplen este mes 47 años de la muerte de este vizcaino de Arrazola, en el mismo año que se conmemora el septuagésimo aniversario de la liberación de la capital gala

Un reportaje de Iban Gorriti

tiragomas’’, un hombre de hierro, “el vasco que más valor demostró en la liberación de París de los alemanes”. Así lo definió José Miguel Romaña Arteaga en su libro La Segunda Guerra Mundial y los vascos (Bilbao, 1988). La figura de este vizcaino ha sido una de las que han podido caer en el olvido cuando las crónicas y los testimonios de quienes lucharon junto a él contra el fascismo y el nazismo le ensalzan como héroe. El gudari del batallón Arana Goiri y del Rebelión de la Sal es recordado por ejemplo porque durante la liberación de París de los alemanes, “durante el ataque a la Cámara de los Diputados, dio pruebas de un gran espíritu combativo matando a seis alemanes y apoderándose del armamento”, queda impreso en el libro de Romaña Arteaga. Por otra parte, el secretario y responsable del grupo de recreación histórica de la asociación Sancho de Beurko, Guillermo Tabernilla, también tiene palabras taxativas sobre esta figura histórica: “A gudaris como Tiragomas no los paraba nadie”.

Emeterio Soto Campesino, ‘Tiragomas’, rodeado con un círculo junto a otros gudaris del batallón Arana Goiri.Foto: Juan Bilbao Yarto
Emeterio Soto Campesino, ‘Tiragomas’, rodeado con un círculo junto a otros gudaris del batallón Arana Goiri.Foto: Juan Bilbao Yarto

El acta de nacimiento de Tiragomas, al que ha tenido acceso el apasionado de hechos históricos vascos Juan Luis García, le pone nombre y apellidos. La partida de nacimiento de la anteiglesia de Arrazola -valle de Atxondo- deja constancia de que el 3 de marzo de 1909 nació Emeterio Soto y Campesino en el enclave vizcaino. Hijo de Robustiano Soto (30 años), jornalero llegado a Arrazola de un pueblo de Palencia, y casado con María Nieves Campesino (23 años). Euskaldun desde niño, a pesar de que su madre y padre eran castellanos, Emeterio residió años más tarde en Santurtzi y falleció el 6 de octubre de 1967, por lo que se cumplen este mes 47 años de su defunción.

Durante la Guerra Civil, Emeterio Soto Campesino fue gudari del batallón Arana Goiri, de la compañía Kortabarria. Además, en la Sabino Arana Fundazioa cuentan con una nómina de junio de 1937 a su nombre del Batallón Rebelión de la Sal, compañía Urtusaustegi, la cuarta del citado grupo. El libro de Romaña Arteaga señala que Emeterio Soto era un “ferviente abertzale” que se alistó en 1936 a las filas del batallón Arana Goiri, “donde dio sobradas pruebas de su arrojo. Era un vasco de hierro, indomable como Lezo de Urreztieta, alto, fuerte y muy bragado”, según testimonio de Juan José Arriola Ugalde.

Guillermo Tabernilla, de Sancho de Beurko, aporta, por su parte, datos que contextualizan la presencia en la Resistencia de Tiragomas en Francia. Así, explica que cuando el Consejo Nacional de Euzkadi firmó el pacto con la Francia Libre de Charles De Gaulle para incorporar voluntarios vascos a una unidad de combate en mayo de 1941, “quizás ni se imaginasen las dificultades que ello supondría”, valora; unas de orden político -la negativa del Gobierno británico por las presiones de las autoridades franquistas-, y otras de orden práctico, pues fue muy difícil la recluta de hombres para esa nueva unidad y tuvo que recurrirse en gran medida a sudamericanos -soldados de fortuna y aventureros, no necesariamente de origen vasco-, frustrándose lo que podía haber sido una realidad: el 3º Batallón de Fusileros Marinos Vascos, que no pasó de la fase de organización al ser disuelto en 1942.

Tabernilla precisa que dos años antes De Gaulle ya había experimentado “la enorme dificultad” de crear un ejército que combatiese a los nazis al margen de la Francia del armisticio, y se tuvo que conformar con poco más de 1.200 voluntarios, de los que la mitad eran antiguos republicanos españoles que combatían en la 13ª Demi Brigade de la Legión Extranjera.

Tras la guerra civil Tras la que califica como “durísima” Guerra Civil, con los miembros del Ejército de Euzkadi “en la cárcel o en vías de ser liberados, no pocos de los mejores muertos y todos ellos sometidos a feroces represalias, el vasco se había desmovilizado psicológicamente y ya no tenía mentalidad de combatir en una guerra lejana, aunque fuese contra un enemigo común, salvo aquellos más irreductibles e indomables, gran parte procedentes de la izquierda, que estaban repartidos por todo el mundo, no pocos de ellos malviviendo en la Francia ocupada y otros en las filas de la Legión Extranjera. Tiragomas era uno de esos irreductibles”.

El secretario de Sancho de Beurko adjetiva a Emeterio Soto, Tiragomas, como un “nacionalista vasco, gudari voluntario que luchó en los más feroces combates” de la campaña de Bizkaia formando parte de la compañía Kortabarria del batallón Arana Goiri. Superviviente del Saibigain.

“Su recuerdo -agrega Tabernilla- nos ha llegado a pinceladas y, en mi caso, a través de su compañero, el gudari de Trapagaran Juanito Bilbao Yarto, que siempre me habló con admiración de su valentía. Ese es el gran mérito de Tiragomas, formar parte de ese núcleo de irreductibles que no se rindieron nunca. Si el Consejo Nacional de Euzkadi hubiese contado con ellos en 1941 quizás la historia hubiese sido diferente, pues tuvieron que pasar casi cuatro largos años hasta que se hiciese realidad el batallón Gernika. Lo que sí estaba claro es que a gudaris como Tiragomas no los paraba nadie”.

En el libro La Segunda Guerra Mundial y los vascos, de José Miguel Romaña Arteaga, se cita un testimonio aportado por Juan José Arriola Ugalde, gudari y compañero de este guerrillero en la compañía Kortabarria del Arana Goiri de Felipe Bediaga. “Tiragomas fue el máximo exponente del heroísmo vasco en la conquista de la capital francesa, fue un tipo irrepetible: era un valiente y un buen compañero, muy apreciado por todos”.

El 25 de agosto de 1944, día de la liberación de París, Tiragomas estaba allí, “un curtido gudari que se batió como un león”. Pons Prades escribió en su libro Republicanos españoles en la II Guerra Mundial: “En los combates de Luxemburgo, fuertemente fortificado por los alemanes, luchan codo con codo hombres de Fabien, entre los que se encuentran los españoles Huet, Pachón, Zafón y Tiragomas, y soldados de la Novena”. El vizcaino ayudó a poner en libertad a guerrilleros españoles presos de los nazis en la Ópera y en la entrada a la Cámara de los Diputados, en el cuerpo a cuerpo, dio muerte a seis alemanes. “Y se apoderó de su armamento”, agregan.

En la referencia bibliográfica citada de Romaña Arteaga lamentan que el vizcaino, ya residente en Santurtzi, falleciera en 1967, tan pronto para la memoria histórica, “pues podía haber aportado sin duda valiosos datos de las Resistencia y de otros vascos que lucharon junto a él”.

Abbadia, templo del conocimiento y embajada universal

Antoine d’Abbadie vivió con pasión sus facetas de explorador, geógrafo, astrónomo y lingüista, con una especial atención al euskera, pero muchos le recuerdan sobre todo por el castillo que mandó construir hace 150 años

Un reportaje de Viviane Delpech

150 años ya, o mejor, 150 años solo, que fue solemnemente implantada la primera piedra del castillo de Abbadia por su extravagante propietario, Antoine d’Abbadie. Solo, porque, a pesar de su apariencia de recuerdo medieval perdido en unos acantilados oceánicos, este fascinante edificio es de verdad una construcción moderna, que refleja las preocupaciones de una época de búsqueda identitaria y de progreso de la industria en Francia.

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La construcción del castillo de Abbadia abarcó veinte años, de 1864 a 1884. Foto: C. Rebière-Balloïde Photo

Pero, ¿a quién le surgió esta idea loca de edificar un castillo neogótico, decorado con un extraño bestiario de piedra, compuesto por salas islámicas, pinturas etíopes, un observatorio astronómico y una capilla medieval y orientalista? Interesarse en Abbadia implica obligatoriamente conocer a su emblemático creador, Antoine d’Abbadie (1810-1897), quien fue un protagonista de ámbito internacional tanto por sus centros de interés como por sus orígenes.

De hecho, la historia empieza durante la Revolución Francesa de 1789. Oriundo del pueblo de Arrast, en Xiberoa, su padre Arnauld-Michel, hijo de un notario real monárquico, huyó a Andalucía y luego a Inglaterra para escapar del requerimiento militar revolucionario. En el Reino Unido, esposó a una irlandesa católica, llamada Elizabeth Thompson, en 1807. La pareja tuvo seis niños, de los cuales Antoine, nacido en 1810 en Dublín, era el mayor.

El restablecimiento de la monarquía en 1815 favoreció la vuelta de Arnauld-Michel a Francia. Su familia y él se instalaron entonces en Toulouse, en 1818, y en París, nueve años más tarde. Su doble nacionalidad de facto proporcionó a Antoine una cultura rica y diversificada. Ya de niño, sus principales rasgos de carácter eran la curiosidad y la apertura al mundo. Tenía como libro de cabecera el relato de viajes del explorador escocés James Bruce, quien había descubierto en 1790 la fuente del Nilo azul en Etiopía. También era un apasionado de la literatura clásica y moderna, en particular de los autores románticos como Chateaubriand o Walter Scott.

Leyenda del Nilo, un motor de vida Cuando finalizó el bachillerato en el colegio real de Tolosa en 1827, decidió realizar su valiente sueño de toda la vida, que, por vergüenza, solía esconder: descubrir la fuente del Nilo blanco. Efectivamente era un desafío tan viejo y mítico como el mundo, en el que fracasaron numerosos exploradores, algunos tan legendarios como Alejandro el Grande o Ciro II de Persia. También representaba una pugna de política internacional contemporánea que oponía especialmente a Francia y a Gran Bretaña e implicaba el progreso industrial, el ascenso científico y el control -y el poder- de territorios desconocidos. Desde ese momento, su vida cotidiana de joven romántico se vio condicionada por sus clases de Derecho y de Ciencias en la Sorbona. También preparó su ambiciosa expedición con ejercicios físicos, corriendo por ejemplo decenas de kilómetros en las montañas vascas. Y encontró a exploradores experimentados que le relataban sus peregrinaciones arriesgadas a través del mundo.

Así, después de una primera expedición a Brasil, d’Abbadie se reunió con su hermano Arnauld (1815-1891) en Egipto en 1837. Durante once años permaneció en África oriental y en la región del mar Rojo, recorriendo los montes, las selvas y las sendas etíopes, negociando con los soberanos locales y mezclándose con la población indígena. Se le puede imaginar deambulando descalzo, vestido con ropa oriental, la cabeza cubierta con un turbante, hablando fluidamente cuatro idiomas etíopes, y, al contrario de sus congéneres europeos, rechazando las armas en favor de un bastón.

Los principios de su expedición se apoyaban en valores e intereses que ilustran fielmente la personalidad de fuertes contrastes de d’Abbadie. Se dedicó simultáneamente al estudio etnográfico y lingüístico del pueblo, a la práctica cartográfica y también, dando un aspecto político-religioso a su estancia, al desarrollo de misiones católicas y a la expansión diplomática francesa en esta parte estratégica del mundo. Por todo eso, la población local le consideraba a la vez como un sabio y un monje, un tanto extraño porque se movía siempre con sus instrumentos de astronomía y de cartografía.

Sus años de investigación acabaron por llevarle a una ubicación hipotética de la fuente mítica en el centro de Etiopía, donde su hermano y él plantaron la bandera francesa en 1846. D’Abbadie empezó entonces su vuelta a Europa, que completó tres años después.

Así, al principio de los años 50 del siglo XIX, tuvo que familiarizarse de nuevo con el modo de vida occidental. Procedió a la valoración de sus extractos etnográficos y geográficos, por ejemplo trazando el primer mapa de Etiopía o redactando el primer diccionario amárico-francés. Pronto recibió premios prestigiosos por su descubrimiento -erróneo- del Nilo, como la Gran Medalla de Oro por la Société de Géographie de Paris o la Legión de Honor por el Estado francés. Además, la Académie des Sciences, a quien ulteriormente legó su castillo, le eligió corresponsal en 1852 y miembro titular en 1867.

El renacimiento vasco Paralelamente, d’Abbadie supo situar en primera línea sus propios orígenes, siguiendo sin duda el ejemplo de su padre quien había contribuido en las primeras publicaciones sobre el euskera. Un año antes de su viaje, d’Abbadie publicó, en colaboración con su amigo xiberotarra Agustín Xaho, un estudio gramatical del idioma vasco.

Tras el paréntesis africano, volvió con mucha más fuerza y motivación para reavivar el interés por su cultura paterna. En pleno contexto de emergencia de los regionalismos, se encontró con una audiencia particularmente receptiva. Organizó a partir de 1851 en Urrugne sus famosos concursos de poesía y de pelota, donde entregaba premios. Esos juegos, llamados Lore jokoak, se diversificaron rápidamente incluyendo bertsolaris, irrintzina, ezpata-dantza, aurresku, carreras de portadoras de agua o de natación… y se exportaron a los dos lados de los Pirineos. En resumen, se convirtieron en lo que Pierre Bidart calificó de “fiestas totales” celebrando la identidad y el alma vascas. En 1892, los euskaldun rindieron homenaje a d’Abbadie ofreciéndole un makila de honor y el afectuoso apodo Euskaldunen aita, durante las fiestas de San Juan de Luz organizadas bajo su famoso lema Zazpiak bat.

A esta valoración social y tradicional se asoció una dimensión intelectual, que concretó d’Abbadie con su estudio filológico y su colección de 1.136 obras en euskera, porque defendía la tesis de que idioma, cultura y biología son interdependientes, como lo formularon más eficientemente Aranzadi y Barandiaran. Lógicamente intentó identificar, aunque vanamente, los orígenes del euskera, usando extractos antropológicos y comparaciones con idiomas etíopes, ya que se adhería a la hipótesis usual de la época, la que tomaba partido por sus raíces africanas.

El castillo, encarnación artística Además de su sacerdocio científico, d’Abbadie tenía supuestamente planes personales, que comenzaban por la construcción de una burguesa residencia de veraneo en la cornisa oceánica de Urrugne. Este símbolo de estatus social le metía igualmente en una búsqueda más impresionante que, desde su punto de vista, los cocodrilos del Nilo, y que era el matrimonio…

Tras nueve años de tramitaciones complicadas por su perfil de explorador y su edad mayor, encontró a Virginie Vincent de Saint-Bonnet, oriunda de la zona de Lyon, con la que se casó en 1859. Desde entonces, organizaron sus vidas entre ciencias y formulismos mundanos. De esta manera persiguieron el proyecto de residencia ya empezado por el arquitecto Clément Parent en 1858 con un observatorio astronómico en forma de torre almenada.

Ante la despedida de sus dos primeros arquitectos, la pareja recurrió urgentemente, en 1864, a Eugène Viollet-le-Duc, el líder carismático del movimiento neogótico, quien, de entrada, tomó cartas en el asunto. Bajo la égida de las teorías arquitectónicas del racionalismo nacionalista, las obras se compartieron entre el genial maestro, autor del plan, de las elevaciones y del bestiario esculpido, y su talentoso discípulo, Edmond Duthoit, quien atendió las obras y concibió la decoración, el mobiliario y el nuevo observatorio.

D’Abbadie decidió bautizar su imponente mansión El castillo de Abbadia en homenaje a la casa de sus ancestros en Arrast. El castillo vincula sus gustos y sus valores como si fuera una fantasía biográfica y arquitectural. Eso se manifiesta en primer lugar en el plan funcionalista organizado entre tres alas, dedicadas a la devoción, la acogida y la ciencia, haciendo coexistir singularmente el observatorio con una amplia capilla y apartamentos burgueses.

Por lo que se refiere al formidable mestizaje de fuentes geográficas e históricas, se inscribe en la moda del eclecticismo expandida bajo el Segundo Imperio francés. No impide la originalidad de ciertas influencias, como las escenas etnográficas etíopes del vestíbulo, o al contrario, explica el conformismo con otros estilos en boga, como el fumadero o el salón árabe. Pero la inclinación del neogótico y la organización casi-feudal de la propiedad, con su trentena de aparceros, revela una posición política reaccionaria, idealizando el Antiguo Régimen, que a menudo trasparece en la correspondencia de d’Abbadie. Por fin, su retrato se lee poderosamente en las innumerables inscripciones sembradas en el edificio, declinadas en los catorce idiomas que controló el explorador, tanto más cuanto que realzan sus valores morales fundados en una austera filosofía católica y una sorprendente apertura a la alteridad.

Entre aquellas virtudes, una sentencia destaca la humildad; la del erudito frente al conocimiento y la del hombre frente a la existencia. Diciendo Ez ikusi, ez ikasi, se refería a un experimento desafortunado, en que d’Abbadie había literalmente perforado las paredes del castillo para construir un telescopio desde el que observar el monte Larrun y que nunca pudo funcionar. Un fracaso desastroso que quiso asumir públicamente con esta sabia inscripción. Como un compendio literario, Abbadia recopila así montones de cuentos insólitos, al igual que Las mil y unas noches que alimentaron en parte el imaginario de sus propietarios.