Las autoridades golpistas manipularon la fecha en la lápida de Manuel Idoiaga como forma de negar una vez más el bombardeo de Gernika.
Un reportaje de Iban Gorriti
Parafraseando y variando la letra de Nun hago, la emotiva canción de Xabier Lete, su familia se preguntaba el 26 de abril de 1937 dónde estaba, en qué prado, el pastor americano de Forua. Subiendo por las laderas de las montañas escapaba, huyendo del bombardeo de Gernika. En aquel episodio bélico de la Guerra Civil, perdió Manuel Idoiaga Madariaga su último latido, y su viuda, al padre de sus tres hijos. Uno de ellos prolonga a día de hoy la llama de su memoria encendida: el ingenioso y hospitalario Juan José Idoiaga Larruzea. “No guardo -se lamenta- recuerdo alguno de mi padre ni del bombardeo. Yo tenía 2 años. Ahora, 84”, sonríe amablemente aunque el corazón se le encoge por el recuerdo de una familia con numerosos represaliados del franquismo.
A su lado, le presta suma atención su sobrino-nieto Mikel Magunazelaia Pinaga (Forua, 1996), quien perdió en la guerra a sus dos bisabuelos: al citado Manuel Idoiaga asesinado bajo las bombas de Gernika, localidad vecina de Forua; y a Santiago Pinaga, fusilado. “En casa se ha hablado de todo esto, pero gracias a la segunda generación, y la tercera tirando de la primera. Había que tirarles de la lengua”, espeta Magunazelaia, profesor de Primaria y concejal de Forua, candidato para alcalde por el PNV en las elecciones municipales del domingo 26 en la localidad de la comarca de Busturialdea. Es además, miembro activo de la asociación memorialista Gernikazarra.
Magunazelaia recapitula la vida de Manuel, también candidato a alcalde entonces y concejal de Forua por una Agrupación Republicana. Padre de tres niños, tras ser asesinado por una bomba -”tal y como recoge un testimonio del escritor estadounidense William Smallwood, Egurtxiki– murió escondido en unas cañerías del depósito de aguas de Lumo. Testimoniaba el escritor que él se había unido a un grupo de personas que se refugiaron bajo un plátano grande. Conocía a algunas de ellas. Cita a Cipri Arrien, Jose Intxaurrandi y a Idoiaga a quien se refiere como “el americano de Forua, muerto a mi izquierda”. Hace referencia a que Manuel, siendo el quinto de dieciséis hermanos, optó por “hacer las Américas” como pastor y regresó en 1923 con un capital que le posibilitó escriturar a su nombre el caserío alquilado en el que vivían (Etxebarri) y comprar uno anexo más: Jauregizar-Arrekoa.
El joven edil se apena al recordar ante la sepultura de Idoiaga en el cementerio de Forua dos muestras del proceder de los antidemócratas en el marco de guerra. “Las nuevas autoridades de Forua, franquistas, enterraron a mi bisabuelo sin ceremonia religiosa por considerar que, al ser republicano, no tenía alma; además, manipularon su lápida con el fin de tapar el número de víctimas del bombardeo de Gernika”, asevera mientras con su mano derecha muestra sobre la piedra en la que tallaron la fecha “26 de abril de 1936”, cuando el ataque aéreo aliado aconteció el mismo día, pero de 1937.
El núcleo familiar que en 1923 había adquirido los inmuebles y unas tierras con plena alegría tras regresar de Estados Unidos, se vio de pronto destrozado. “Su mujer, Leandra Larruzea Uriarte se quedó sola con sus hijos. En aquella época, sin hombre en casa, siguió vendiendo lo que podía de la huerta en el mercado y poco a poco también vendió terrenos para salir adelante. Se mermaron las tierras y sus posibilidades con tres hijos en el hogar”, subraya el alcaldable.
Y no fue el único caso. El pueblo de Forua perdió a su alcalde José Ortuzar Atxirika, muerto en el exilio; padeció al menos tres fusilamientos (Santiago Pinaga Foruria, Juan José Basterretxea Arrospide y Serapio Urrutxua Aldekozea); y dio sepultura a una lista de muertos por los bombardeos como Idoiaga y gudaris en la temible línea del frente.
El biznieto de Manuel baraja dos hipótesis de cómo murió Idoiaga. Una la adjetiva de “épica”, pero no la valora real:. “Que Leandra fue a la plaza, y que vio el comienzo del bombardeo y con el tumulto salió hacia Lumo. Entonces, Manuel partió en busca de su mujer dejando a sus tres hijos en casa y murió por ella”.
Sin embargo, cree más verosímil que “Leandro acudió al mercado, pero los gudaris no le dejaron entrar en Gernika. Sonaban campanas, ya habían suspendido el partido de pelota de la jornada, y acabó en casa. Manuel había salido a visitar a una hermana y a comprar tabaco. Al estallar las primeras bombas, huyó hacía Lumo donde tras esconderse murió. Yo creo que los bombarderos quisieron acabar con el depósito de aguas en cuyas cañerías se escondían para dejar sin abastecimiento a Gernika”, apostilla.
Su hijo Juan José, 82 años después, se muestra más tranquilo al recordar la vida de su padre en Estados Unidos antes de la guerra. “En una ocasión, contó a la familia que atacó un lobo a sus ovejas”, recuerda junto a su esposa Dolores Erkoreka, y continúa Mikel: “Cuerpo a cuerpo”, sonríen ambos. El mayor le puntualiza que aquel animal le mordió en el brazo y por ello “aita cogió la rabia”. Años después, aquel hombre sentiría otro tipo de rabia en su ser y la impotencia e, incluso, la muerte en prados como los que cantaba Xabier Lete, pero lejos de Urepel: en Lumo, el 26 de abril de 1937.
Isabelle de Ajuriaguerra, sobrina de Juan de Ajuriaguerra, ofrece en este reportaje una visión íntima de su relación con el histórico líder del nacionalismo vasco, en el ámbito familiar y también en el intelectual
Un reportaje de Isabelle de Ajuriaguerra
Para entender las relaciones que tuve con mi tío Juan hay que comprender de dónde vengo.
Mi padre, Julián, el más joven de los chicos, se formó en Neuropsiquiatría en París, donde llegó en 1927. Conoció a mi madre France Alberti cuando ella hizo unas prácticas en el Hospital Sainte-Anne, en 1934. Ella era trotskista; él se había alejado de la Iglesia y era próximo a los movimientos de izquierda, pero sin ninguna afiliación. Los dos participaron en la guerra civil como milicianos miembros de los servicios de Salud en el desembarco de Baleares, donde mi madre fue herida, y aita siguió, después, en el frente de Huesca hasta 1938. Posteriormente, llegarían el exilio y la Segunda Guerra Mundial.
Mi hermano Mikel y yo nacimos cuando mi padre era todavía apátrida, con un pasaporte Nansen, creado para los refugiados en 1924 por el diplomático noruego del mismo nombre y después de la Segunda Guerra Mundial reemplazado por un título de viaje: aita siempre se negó a pedir papeles oficiales en el consulado español. Se definía siempre como “vasco peninsular”.
Entre mis seis y dieciocho años la familia se instaló en Ginebra. Hasta entonces habíamos hablado en francés, aunque siempre en un ambiente cosmopolita donde se cruzaban acentos muy diversos. No obstante mi madre, que era corsa, sin comprender la letra, me enseñó mis primeras canciones en euskera. Y estaba ese apellido tan exótico que nadie conseguía decir correctamente y también el acento de aita, que formaba parte de mi identidad sin que me diera cuenta.
Con mayo de 68 se abrió una puerta y los jóvenes empezaron a cuestionar la historia oficial hablando con los padres. Y empecé a preguntar. Estaba la Historia (con mayúscula) y quería saber qué les había pasado a ellos, y a Juan. No era tan fácil, porque aquella generación estaba acostumbrada a callar. Viejas heridas todavía dolorosas que no querían transmitir, dejándonos las puertas abiertas para elegir.
Hasta ese momento, las relaciones con la familia en Bilbao fueron pocas. La frontera… hasta que tuvimos una casa en Iparralde, Hegoa, en Milafranga, cerca de Baiona. Los tiempos también estaban cambiando. Eso fue al principio de los 70; tenía 16-17 años. Entonces pudimos hacer familia.
JUAN En Milafranga veíamos a menudo a Rufino Rezola. Un día le pregunté cuándo había conocido a Juan. Me contestó: “Es impresionante. Le conocí durante la guerra civil. Yo era comandante de gudaris y un día nos llamó para decirnos que si perdíamos un metro de terreno, nos mandaba al paredón. ¡Te imaginas! Realmente, un tipo formidable”
Con Juan nos conocíamos poco entonces, pero parece ser que le gustó mi voluntad de saber y de comprender. Quizás por su parte había también curiosidad. Yo venía del exilio, casi analfabeta, como un marciano.
El último año de Liceo en 1970, para las vacaciones de Pascua, fui a Bilbao. Fue mi primer Aberri Eguna. En el coche con las tías, Juan me enseñó el Agur Jaunak. Me explicaba todo con una paciencia que muchos no habrán conocido, y creo que era feliz.
Los tres, Juan, Marina y Rosario, en el coche eran todo un poema, primero porque Juan conducía muy mal: mi madre, que era alguien muy concreta, solía decir que no se podía entender cómo un ingeniero que sabía cómo funcionaba un motor podía ser tan malo conduciendo. Las tías, detrás, daban indicaciones contrarias y me daba la impresión de estar ¡en una película de Buster Keaton!
Un día, no me acuerdo cuándo fue, estando yo en Alameda Recalde, me dijo: “Vamos a tomar algo con mis amigos antes de comer”. Las tías se quedaron perplejas: ¡la niña en un bar! Ese día me sentí adoptada; él, orgulloso presentando la pequeña ¿sobrina? ¿nieta?
CLASES Después del Bachillerato, me matriculé en Filosofía y Letras y fui a Madrid. Juan me suscribió a Cuadernos para el diálogo. Parece ser que quería que siguiera informándome, leyendo y aprendiendo. Como diciendo: “¡Hazte una opinión, nena!” Cuando él pasaba por Madrid, nos encontrábamos en un restaurante bueno, jamás el mismo, y teníamos temas de discusión.
A partir de este momento, durante siete años, nos encontramos más a menudo, cuando él iba a Bruselas pasando por París donde seguía yo mis estudios de Arqueología e Historia; en Bilbao, cuando yo iba a pasar unos días, o en casa, en Milafranga. Conversaciones, no; discusiones animadas, pero siempre con ternura y respeto mutuo. Y yo preguntando: ¿qué fue de Flavio, dos años más joven que tú, el pillo de la familia? -con Flavio, Juan, el hermano mayor, tenía complicidad y siempre le sorprendía-… Cuéntame cosas de la Dama de Anboto… ¿Qué pasó en Santoña?… ¿Por qué no lo escribes?… Hablábamos también de los estudios, de los libros que estábamos leyendo y que nos intercambiábamos. Mostraba una cultura muy amplia, un espíritu muy abierto, y también alegría con chistes malos.
Respecto a Santoña, volví a la carga varias veces. ¿Por qué negociaste? ¿Por qué firmaste? ¿Por qué tú? No logré que lo escribiera, pero sí tuve respuestas: “Había que salvar vidas, pero las negociaciones con los italianos serían fuente de polémicas. José Antonio Aguirre tenía que quedar fuera de las polémicas y quedar como un faro que podía juntar a todos”.
También nos enfadábamos, ¡y cómo! “Basta de tópicos, nena!”, me espetaba. Y un día que estábamos debatiendo, se echó a reír y me dijo: “Tú eres joven, y los jóvenes tienen que ser excesivos, pero un día terminarás con nosotros”.
El hombre que he conocido y el hombre oficial eran completamente distintos. Con nosotros podía ser un hombre normal, se permitía reír más, ser tierno, discutir de todo, y contar también, en confianza. Era libre. Y yo también.
DISTINTOS CON VALORES COMUNES Tenía enraizados sus valores de abertzale, demócrata, cristiano, humanista y profundamente europeísta.
Esos valores los compartía con mi padre, aunque de manera distinta. Aita le admiraba y le quería mucho. Cada uno de los dos o, mejor dicho, los tres, porque no quiero olvidar a Flavio, fallecido prematuramente en 1945, hicieron lo que les parecía bien. Y las tías, también. Como decía el abuelo carlista: “Cada uno debe actuar según su conciencia”.
Y quiero añadir, que los compartía también con mi madre. Cuando le pregunté a ella por qué nos había enseñado canciones vascas, me contestó: “Porque los vascos no tienen mentalidad de ocupados, combaten y se defienden”.
Quisiera que no olvidáramos lo que hicieron esas generaciones en la guerra civil, la resistencia y en el exilio y que no caigan en el olvido sin que se haya hecho Historia.
El histórico delegado de Cruz Roja Marcel Junod se jugó la vida para entregar a Ernesto Ercoreca a cambio del futuro ministro de Justicia Esteban Bilbao en Donibane Lohizune
Un reportaje de Iban Gorriti
El canje de prisioneros durante la Guerra Civil no fue empresa fácil en un marco en el que las personas perdían la vida a diario en trincheras de ambos bandos. Uno de aquellos trueques humanos tuvo como protagonistas al alcalde republicano bilbaino Ernesto Ercoreca y al durangués Esteban Bilbao, futuro ministro de Justicia y presidente de las Cortes franquistas. Según fuentes consultadas, fueron parte activa en las entregas la Cruz Roja Internacional, con el médico suizo Marcel Junod (1904-1961) al frente, y el despacho de abogados bilbaino de Nazario de Oleaga, por el que pasó brevemente José Antonio Aguirre antes de ser lehendakari.
El doctor Junod, que prestó ayuda en Hiroshima tras la bomba nuclear, informa en su libro El tercer combatiente (1985) cómo hallándose en Donibane Lohizune (Lapurdi) recibió un encargo: se le solicitó mediar en el canje de Bilbao por Ercoreca. El primero, según detalla el investigador Jon Irazabal Agirre, “cayó prisionero de los sublevados el 19 de julio de 1936 en Miranda de Ebro cuando regresaba a Bilbao de un viaje a Madrid”. Ercoreca, por su parte, se hallaba preso en Iruñea.
Comunicada la posibilidad del canje, “los dos bandos dieron el plácet”, confirma el miembro de Gerediaga Elkartea. Sin embargo, ahí surgió el primer desacuerdo. “Nadie quería ser el primero en liberar a su prisionero”, enfatiza Irazabal, autor de libros como La Guerra Civil en el Duranguesado 1937-1937.
Tras diez jornadas de intensas negociaciones, las autoridades de Bizkaia -aún no se había configurado el Gobierno provisional de Euzkadi- aceptaron liberar a su rehén. Habría una condición sine qua non: “Esteban Bilbao se debía quedar en San Juan de Luz hasta que Ercoreca saliera de Nafarroa”. Así las cosas, Junod se desplazó el 24 de septiembre con el embajador de Francia, Jean Revete, de Lapurdi a Bermeo, en lancha. El delegado de Cruz Roja se reunió con las autoridades y en ese mismo momento se recibió un inesperado mensaje. La Radio de Burgos emitía el siguiente recado: “¡Atención! ¡Atención! Se ruega al doctor Junod que, si aprecia su vida, salga de Bilbao antes de la una de la mañana”. Los presentes dedujeron que el bando de Mola estaba anunciando un “gran bombardeo” sobre la capital de la “traidora” y republicana Bizkaia.
Junod se disculpó y aseguró no conocer las intenciones de los golpistas y sus aliados. “Logró que las autoridades republicanas dejaran en sus manos a Esteban Bilbao y le solicitaron que disuadiese a Mola de bombardear la capital vizcaina porque temían que la reacción de la población pudiera ser terrible con los prisioneros”, apostilla Irazabal. Bilbao se mostró temeroso, y “creyendo que ya estaba en capilla”, fue trasladado en un taxi, escondido entre el embajador y Junod, al puerto de Bermeo. En la lancha rápida llegaron a Donibane Lohizune. “Esteban prometió esperar allí hasta la liberación de Ercoreca”. Pero, ¿cumpliría su palabra?
Traidor al Carlismo Mola no dio su brazo a torcer y el 25 de septiembre de 1936 bombardeó desde el aire Bilbao y Durango, “precisamente las dos localidades relacionadas con Esteban Bilbao”. Y se cumplió la venganza prevista: “La ciudadanía asaltó las cárceles, entre ellas el barco-prisión Altuna Mendi, en el que había estado encerrado hasta horas antes Esteban Bilbao”.
Irazabal destaca la importancia de este tradicionalista para el bando militar que un mes antes había dado el golpe de Estado. “La no concesión del tiempo necesario para llevar a buen término la misión negociadora, el bombardeo de las dos villas vinculadas con él, radiar el mensaje dejando clara de antemano la intención de bombardear… inducen a pensar que la vida de Bilbao no era de gran interés para algunos mandos sublevados”, analiza, y va mucho más allá: “Quizás su muerte hubiera sido bien recibida por alguna o algunas facciones en liza”.
El investigador hace referencia a que la colaboración del durangués -presidente de la Diputación de Bizkaia entre 1926 y 1930- con la dictadura de Primo de Rivera y con el rey Alfonso XII le había granjeado enemistades dentro de su ámbito político, llegando incluso a ser calificado como “traidor al carlismo y expulsado de la corriente carlista afín al pretendiente Jaime de Borbón y Borbón-Parma”.
Para entonces, Marcel Junod se trasladó a Iruñea para concluir el canje pactado: recoger a Ercoreca con el fin de retornar con él a Donibane Lohizune, localidad en la que había prometido esperar Bilbao. A su llegada a la capital navarra, se le notificó que había una orden reciente del general Mola de “no liberar a ningún prisionero político”.
Junod debió gestionar el imprevisto con trámites en Valladolid y Burgos. Logró su fin. Mola liberó a Ercoreca y el delegado de Cruz Roja reanudó el acuerdo. “En San Juan de Luz -precisa Irazabal- se encontraron los dos exprisioneros y se comprometieron a trabajar para que cesasen las matanzas, pero según Junod, Esteban Bilbao se olvidó muy pronto de sus promesas”.
IÑAKI OLABEAGA, HERMANO DE LA SALLE QUE FUE DESTERRADO POR LOS FRANQUISTAS POR HACER DEL EUSKERA SU LUCHA VITAL, ABRIÓ UNA LIBRERÍA EN LA QUE ACOGIÓ A REPRESALIADOS
Un reportaje de Iban Gorriti
Como la librería de Amsterdam del Diario de Ana Frank, la librería de la Editorial Bruño de Iñaki Olabeaga también escondió a personas perseguidas, en este caso no por los nazis sino por la Policía franquista. El donostiarra conocido como Txotx fue un religioso de La Salle y escritor abertzale que en los trémulos días de la Guerra Civil y el régimen totalitarista se mantuvo como ferviente activista del euskara, a pesar de que décadas antes, de joven en Madrid, lo llegó a olvidar del todo.
Por esa entrega nada clandestina sufrió el destierro y en 1977 le rindieron un homenaje en Zarautz, donde había impartido docencia. No faltaron dos ilustres del municipio como el portero José Ángel Iribar y el lehendakari ohia Carlos Garaikoetxea. Este último también estuvo presente en su entierro, tras fallecer el 2 de febrero de 1983.
El funeral se ofició en el Colegio La Salle de Irun, con asistencia del presidente del Parlamento Vasco Juan José Pujana y del obispo de Annecy, Jean Sauvage, entre otros, con palabras laudatorias a su entrega por su país, lengua, cultura y religiosidad. Iribar le recuerda 36 años después como “un hombre entrañable” y pondera “su defensa del euskera en años nada fáciles”. “Aunque no estaba permitido que nos diera las clases en euskera, él nos reunía aparte y nos enseñaba las canciones populares. Lo tenía muy metido. Fue un gran hombre”, explica a DEIA.
Iñaki Olabeaga Aldanondo Txotx nació en Donostia el 14 de octubre de 1901. Se consagró a la enseñanza en La Salle. Con motivo de la guerra de 1936 viajó a Francia, completando sus estudios en la Universidad de Lille. Siempre negó que se exiliara. “Mis acciones no tuvieron nada que ver con la política. Algunos dicen que me exiliaron por ser abertzale. No es verdad. Mi reto era el euskera y por eso tuve que marcharme, mis superiores me obligaron”, alegó.
Vuelto de ese no-exilio se estableció en Zarautz, dedicándose a la enseñanza de la Lingua Navarrorum hasta que le desterraron a Zaragoza. Colaboró en las revistas Eusko Gogoa, Egan, Olerti, Nora y El Bidasoa. Publicó Salle’ko Juan Bautista’ren bizitza laburra, Irun y Maite dedana, ensayos y poesías.
El exsenador Iñaki Anasagasti saca a la luz su figura y analiza a Olabeaga como “una persona coherente con sus ideas y por eso fue perseguido. Expulsado en tiempos de guerra hizo de espía. En Zarautz se le quería mucho por la labor docente que desarrolló y por su militancia en favor del euskera que le ocasionó ser destituido”. Evoca a su vez sus años en la Comunidad de Santiago Apóstol Ibarrekolanda en Bilbao.
“Txotx ayudó en los cantos y epístolas de las misas de los domingos en San Anton a aquel hombrachón de voz de trueno, el párroco Don Claudio Gallastegi, que convertía sus sermones en mítines políticos. Bajo la dictadura esa misa fue un faro para toda la semana y como escritor en euskera fue un activista del idioma y un abertzale que escondió en su almacén de libros Bruño a perseguidos por la Policía”, evoca.
Colegio quemado De padre mutrikuarra y madre de Astigarraga que no sabía castellano, acudió a los colegios que abrieron en 1905 unos hermanos de La Salle desterrados de Francia, lo que le hizo dejar de querer ser carmelita. En este noviciado les prohibían hablar en euskera, por lo que él y los euskaldunes del centro fueron perdiendo el idioma. Tras cambiar de colegio, en 1931, mientras se vivía la reivindicación vasca del Estatuto, fue quemado el colegio de Las Maravillas de La Salle en Madrid, donde era profesor.
Por esta razón, retorna y otra experiencia “le marcó muy fuertemente y estableció su relación con el euskera y la cultura vasca, lo que definió la esencia de su vida y trabajo posterior”, valoran sus compañeros de La Salle. Ocurrió el día en que Iñaki fue a visitar a su familia. Su padre le recibió con esta frase: “Aquí está nuestro castellano instruido”. Más adelante, cuando en octubre de 1935 su madre estaba moribunda, el religioso no pudo rezarle ninguna oración en euskera. “Su resolución fue tajante, tenía que recuperarlo, costase lo que costase”.
Y así lo hizo, publicando libros, algunos de los cuales quedaron sin ver la luz por el estallido de la Guerra Civil. Se desconoce lo que hizo Iñaki aunque se cree que estuvo en Zarautz con la familia de su hermano Patxi. “Sí sabemos que ayudó a Monseñor Gandasegi, obispo de Valladolid, a trasladarse desde Donostia a la zona nacional en Beasain, atravesando el monte Murumendi. También ayudó a su sobrino Joseba, periodista, a esconder documentos y luego pasarlos a Francia”, detallan desde La Salle.
En el Colegio San José de Zarautz, se vio obligado a salir a Annapes, en Francia. Fueron, según sus palabras, “los días más felices de mi vida”. Sin embargo, añoraba a su familia y tierra. Como cuenta su amiga Maurice Boccaren, “nos dejó clara su opinión sobre Franco. Tampoco le gustaban los alemanes nazis y, como nosotros, estaba deseoso del triunfo de los aliados”.
En 1944, cruzó la frontera para volver a casa. Pero fue destinado a Zaragoza como profesor y no volvió a Zarautz hasta 1948. Fue director del Colegio San José, donde comenzó a potenciar el euskera. El hermano Joxepe Roa recuerda que decía al estudiantado: “Entre vosotros tenéis que hablar en euskera y cuando escribáis a casa hacedlo en euskera, yo os ayudaré”. Pero llegaron la denuncias. Desde Madrid ordenaron alejar a Iñaki por ser un “nacionalista radical” y adoctrinador. En 1954 partió, pero fue acompañado a la estación por zarauztarras como reconocimiento a su labor. En 1959 llegó a Bilbao y se puso al frente de la Editorial Bruño, donde ocultó a perseguidos.
Los sucesivos alcaldes franquistas desarrollaron en Bilbao, de forma paralela a la gestión municipal, una intensa labor de propaganda para justificar y ensalzar la dictadura
Un reportaje de Antón Pérez Embeita
El 19 de junio de 1937 el ejército franquista toma Bilbao por la fuerza de las armas. Desde aquel fatídico día y durante más de 40 años la dictadura franquista gobernó la capital vizcaina, imponiendo políticas cuyo objetivo no era otro que la propaganda y el control social ejercido por los poderes públicos. Durante el periodo que denominamos primer franquismo, desde el comienzo de la dictadura hasta el año 1959, 113 hombres formaron parte del personal político del Ayuntamiento de Bilbao, manejando los destinos de la villa en nombre del dictador. Decimos hombres no por englobar al ser humano en tal acepción, sino porque ni una sola mujer formó parte del consistorio durante aquellos 22 años. Seis alcaldes estuvieron al frente de las corporaciones municipales bilbaínas: José María Areilza, José María González de Careaga, José Félix Lequerica, José María Oriol, Tomás Pero-Sanz y Joaquín Zuazagoitia. No obstante, tan solo el último, Zuazagoitia, se mantuvo en el puesto durante un periodo prolongado de tiempo (muy prolongado, eso sí, ya que fue alcalde durante casi 17 años).
Los primeros alcaldes franquistas de Bilbao fueron cargos provisionales, nombrados con la guerra civil todavía en curso y cuyos mandatos se caracterizaron por su brevedad. Sobresale la primera comisión gestora, nombrada en junio de 1937 y disuelta en febrero de 1938. Aquellos primeros gobiernos municipales tuvieron un carácter claramente temporal (el primero estuvo formado por tan sólo cuatro personas) y fueron renovándose al obtener los alcaldes cargos más relevantes en el organigrama franquista.
Tras el final de la guerra civil se comenzó a buscar estabilidad en el consistorio bilbaino, y tras el paso de J. M. Oriol Urquijo por la alcaldía (1939-1941) parecía que su sucesor sería un alcalde longevo. Sin embargo, durante el mandato de Tomás Pero-Sanz sucedieron los llamados Sucesos de Begoña, que supusieron la cristalización de las tensiones existente entre carlistas y falangistas en un atentado contra los primeros a la salida de la basílica de Begoña el 16 de agosto de 1942. Una bomba de mano provocó 70 heridos y una escalada de la tensión, solucionada por las jerarquías franquistas mediante la destitución del alcalde y la transformación profunda de la corporación municipal al completo. El tradicionalismo salió sin duda peor parado, ya que a pesar de que el atentado fue llevado a cabo por un falangista fueron los carlistas los que prácticamente desaparecieron del Ayuntamiento durante un tiempo.
La salida de Tomás Pero-Sanz supuso la llegada del farmacéutico Joaquín Zuazagoitia, que se mantuvo al frente de la alcaldía hasta 1959, cuando también fue cesado tras un trágico suceso, un incendio que acabó con varias vidas y que no se pudo extinguir por los problemas de abastecimiento de aguas que sufría la ciudad.
Como era habitual en las instituciones franquistas, en el Ayuntamiento bilbaino se produjo un equilibrio de fuerzas entre las diferentes familias de la dictadura, destacando el papel del carlismo, del falangismo y del monarquismo, representado este, principalmente, por personas provenientes del partido Renovación Española. El tradicionalismo era una fuerza política con peso en la zona, frente a una Falange impuesta desde el poder, pero la diferencia entre Bilbao y otras ciudades de su época se encuentra en la importancia de los monárquicos de Renovación Española.
Alta burguesía Este partido apenas tenía representación social en Bilbao, y estuvo formado en buena medida por miembros de la alta burguesía industrial vasca, que durante este periodo controlaron tanto el poder político como el económico a nivel local. Una parte de dicha burguesía había apoyado e incluso financiado a Franco desde el primer momento y, a causa de ello, recibirían después cargos políticos como estos, a lo que había que sumar el poderío económico que ya ostentaban. Cuatro de los seis alcaldes del primer franquismo en Bilbao pertenecieron a Renovación o estaban vinculados a sus miembros, los otros dos fueron carlistas, que sin duda era la fuerza de mayor peso tradicionalmente en la zona de entre las que formaban parte del consistorio. Por lo tanto, el Ayuntamiento de Bilbao estuvo controlado principalmente por la alta burguesía vasca proveniente de la ultraderecha monárquica o del carlismo, con predominio de los monárquicos.
El Ayuntamiento de Bilbao, y es posible que esta situación se diese también en otros casos, tenía diferentes niveles de responsabilidad y de poder. Por un lado estaban los tenientes de alcalde y los propios alcaldes, que eran quienes de facto controlaban la institución, presidían las comisiones municipales y tenían los puestos de responsabilidad del consistorio, y por otro los concejales rasos, por denominarlos así, que tenían un papel testimonial en la mayoría de los casos. Si analizamos el perfil social del personal político del Ayuntamiento, veremos que hay marcadas diferencias entre ambos grupos, aunque en términos generales la gran mayoría eran personas de clase alta o al menos media-alta, trabajadores liberales y empresarios en muchos casos (destaca especialmente la cantidad de abogados), con un nivel de vida muy por encima del de la población sobre la que gobernaban. Como ejemplo, en una época en la que apenas el 1 por ciento de la población podía acceder a la universidad, cerca del 70 por ciento de los ediles bilbainos tenían estudios superiores, en algunos casos incluso habiendo estudiado dos carreras diferentes. Otro aspecto reseñable en las características de los concejales es la vinculación entre ellos y el Banco de Bilbao y el Banco de Vizcaya, que nos indica la relación entre el poder político y el económico. En cada una de las corporaciones municipales de ese periodo, al menos un edil estaba vinculado de manera directa (por él mismo o por un familiar directo) con los consejos de administración de dichos bancos. Bancos que, además, tenían operaciones de crédito abiertas con el Ayuntamiento. No es el único ejemplo de la connivencia entre el poder político y el económico, y son muchos los ediles dedicados al mundo de la empresa, ya fueran negocios más bien familiares o grandes compañías.
Gestión y propaganda En cuanto a la gestión política, las iniciativas del Ayuntamiento de Bilbao pivotaron sobre dos ejes: por una parte, la gestión diaria de la ciudad, es decir, políticas relacionadas con salubridad, higiene, vivienda, educación, abastecimiento de aguas, transporte público y otras infraestructuras; y, por otro, sin duda la labor más importante del consistorio, la propaganda. El objetivo principal de los ayuntamientos franquistas fue el tratar de convencer a la población de las bondades de la dictadura, realizando políticas de memoria, toda clase de cambios en el callejero, monumentos y efemérides o entregando medallas creadas ex profeso para honrar a los combatientes franquistas de la guerra civil, por ejemplo. El consistorio contribuía también al control social ejercido por los poderes públicos (se realizan informes de las personas que vivían en las chabolas e informes políticos de los vecinos) y era también un método de recompensar a los veteranos de la guerra, ya que una parte de los puestos de trabajo que se ofertaban desde el consistorio estaban legalmente reservados para ellos.
En el caso concreto del Ayuntamiento de Bilbao, se llevaron a cabo políticas propagandísticas de todo tipo, comenzando por los cambios en el callejero, que fueron además la primera acción del consistorio, ya que el 21 de junio de 1937 se acordaron ya los primeros nombres con pretensiones propagandísticas. En este sentido destaca el uso propagandístico de la destrucción y reconstrucción de los puentes de Bilbao, dinamitados a la entrada de las tropas franquistas en la villa. Los puentes fueron reconstruidos y se cambiaron los nombres de todos ellos a excepción del de San Antón, debido probablemente al carácter religioso del mismo. Así, se llamaron Puente de la Victoria, Puente del General Mola o Puente del Generalísimo, uniendo la reconstrucción y la vuelta a la normalidad con la dictadura frente al periodo de destrucción y barbarie de la República. Los puentes de Bilbao son un gran ejemplo de propaganda y de la creación de un metarrelato en el que se vinculaban ciertos aspectos positivos (reconstrucción) a la llegada del franquismo, frente a lo negativo (destrucción de los puentes) vinculado a la etapa precedente. Las políticas propagandísticas fueron el principal quehacer del Ayuntamiento, pero desde luego no el único, debido a lo precario de la situación en la que se hallaban Bilbao.
El consistorio era una institución subordinada a la jerarquía del régimen, con poco margen de maniobra y una financiación deficiente, lo que le obligaba a buscar el apoyo de otras instituciones a la hora de llevar a cabo proyectos de mayor envergadura (en este aspecto los contactos personales de los alcaldes y del resto de ediles tenía un gran peso). Bilbao era una ciudad industrial con una masa de trabajadores que vivía hacinada en unas condiciones muchas veces deplorables, con grandes problemas en cuanto al abastecimiento de agua y la vivienda. La proliferación de las chabolas fue una de las características urbanas y sociales de la época, con lo que los problemas de higiene no hacían sino aumentar, provocando situaciones de emergencia sanitaria que el Ayuntamiento no podría controlar.
La situación del consistorio hace imposible pensar que se podría haber dado una solución definitiva a los problemas de la ciudadanía, pero la cuestión es que apenas si se hizo nada, y las soluciones que se plantearon no fueron ni mucho menos suficientes. Las ayudas del Estado eran también mínimas habida cuenta de la situación, y fueron utilizadas también como método de propaganda, pero no acabaron con el problema y las chabolas continuaron siendo parte del paisaje bilbaino décadas después de la llegada de la dictadura, por mucho que las borrasen de las fotografías cuando Franco visitaba la ciudad. Un claro ejemplo de ello es la construcción del barrio de San Ignacio, realizada con ayuda del Gobierno y para cuya inauguración Franco visitó Bilbao, aprovechando para otorgar a los nuevos propietarios las llaves y las escrituras de sus casas, una imagen del Franco protector y bondadoso que el régimen quería vender.
En definitiva, el Ayuntamiento de Bilbao fue una institución con muchas limitaciones, que se dedicó principalmente a la gestión diaria de la ciudad y a la propaganda, pero una entidad clave en la construcción municipal del franquismo, en su consolidación a nivel de ciudad y en la puesta en marcha de políticas que marcaron la vida de las y los bilbainos durante cuatro décadas.
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