El fuego aéreo echó por tierra el casamiento entre Sebastián y trinidad en junio de 1937, pero finalmente hubo boda
Un reportaje de Iban Gorriti
En tiempos de guerra, el amor está tan ausente como presente. Sea en Bilbao en 1936 sea en Siria, Irak o Yemen en 2019. Un ejemplo es el enlace matrimonial que protagonizaron Sebastián Ezquerro y Trinidad Fernández en una hoy desaparecida iglesia de Indautxu. Estos dos primos por vía materna se vieron en la tesitura de suspender la ceremonia de la boda en dos ocasiones por el bombardeo que sufrió la villa capitalina el 4 de junio de 1937, tal y como recuerda su hijo Mikel Ezkerro, conocido euskaltzale y promotor de la diáspora vasca en Argentina.
“El sacerdote era Don Jesús, no recuerdo el apellido. Era monárquico. Cuando sonaban las sirenas de alerta por el bombardeo, el cura, los novios y los padrinos tenían que salir corriendo de la iglesia hasta un refugio cercano”, precisa Ezkerro. La pareja estaba empadronada en la actual calle Pablo de Alzola, cantón con Autonomía, y tras un primer intento fallido, tuvo que regresar al templo en una segunda ocasión.
Sanos y a salvo, salieron del templo casados, como días antes habían lo habían hecho por lo civil. “La ceremonia la hicieron en el Consulado argentino, país del que era natural mi padre a pesar de su ascendencia vasca. De este modo le concedieron el pasaporte argentino a mi madre”, apostilla Ezkerro. Con aquel documento logró llegar al Estado francés, días antes de la ocupación de Bilbao el 19 de junio de 1937 por los franquistas.
Mikel Ezkerro nació 1938 en Rawson, provincia bonaerense. Anunciado el final de la guerra en el Estado español el 1 de abril de 1939, la familia regresó a Bilbao. Su padre, Sebastián Ezquerro nació en Buenos Aires en 1909 pero se crió en Euskadi desde 1915, en Olabeaga. Era técnico industrial. La madre Trinidad Fernández Azpiroz nació en 1910 en Bilbao, estudió mecanografía y dactilografía. Llegó a ser secretaria apoderada de la empresa en la que trabajaba.
Mikel, entretanto, cursó estudios primarios con los Jesuitas de Indautxu. “Cuando iba a cumplir 12 años regresé con mis padres a Argentina donde estudié todo el bachillerato con los Jesuitas”, rememora. Fue gerente de ventas y estudió Historia Vasca y colaboró con el mensuario Eusko Lurra Tierra Vasca, dirigido por José Antonio Olivares Larrondo, Tellagorri, y, más adelante, por Pello Mari Irujo Ollo, “hermano menor de Don Manuel Irujo”. Ezkerro se dedicó a impartir conferencias en las Euskal Etxeak de Argentina.
Sebastián no era partícipe de la política vasca “aunque sí era demócrata, y por ende antifranquista” recuerda Ezkerro, para a renglón seguido ensalzar que su madre “era muy vasquista, nacionalista vasca; de soltera tenía amistades tanto en el PNV como en el Jagi-Jagi que siguió teniendo bajo el franquismo hasta el regreso a Argentina”. No estaba afiliada a Emakume Abertzale Batza, pero sí lo estaba su mejor amiga, María Rosa Aguinaga. “Desde muy pequeño me enseñó un repertorio de canciones cuyo autor era Sabino de Arana y otros hombres del primitivo nacionalismo vasco”. Tenía advertido por sus mayores que solo las cantara en casa y “en ninguna otra, que no fuera la nuestra”. De hecho, ella en la posguerra pasaba octavillas clandestinas impresas en Iparralde a su confesor en la Quinta Parroquia. “Llegaban a su poder por un miembro de la Resistencia que era de Gernika”, apostilla.
Mikel se crió en ese ambiente mientras que en los Jesuitas sus compañeros “eran unos monárquicos: alfonsistas y carlistas que vivian en Neguri”. No obstante, precisa que también había del PNV, aunque mayores que nosotros, e incluso el hijo del tenebroso gobernador civil de Bizkaia, Genaro Riestra”. El pequeño Mikel fue testigo de la huelga del 1 de Mayo de 1947 y vio volado el busto del general golpista Mola en el Arenal. “También vi caer ikurriñas en San Mamés cuando jugó el San Lorenzo de Almagro, de Argentina, en 1947. Mi madre era la sembradora de lo vasco y mi padre de lo argentino”.
Ezkerro recuerda otro episodio trágico del Bilbao franquista. El asalto a las cárceles del 4 de enero de 1937. Como consecuencia de los bombardeos de la aviación franquista sobre la ciudad algunos ciudadanos republicanos dieron muerte a presos afines a los golpistas. “Entre los fusilados, herido gravemente por la metralla se salvó haciéndose el muerto el entonces novio de una hermana de mi madre que profesaba ideas afines a los sublevados”, relata y va más allá: “Al enterarse del hecho y ante el riesgo al ser llevado a un hospital público, mi madre fue a ver al dirigente del PNV, Julio Jauregi, al que conocía. Este logró que fuese trasladado al sanatorio del Doctor Yarza, teniendo incluso un gudari de custodia para guardar su seguridad personal. Mi madre, incluso, logró además que la recibiera el entonces consejero de Justicia, Jesús María de Leizaola, para agradecerle el gesto humanitario”.
Lehendakari aguirre El hijo de Trinidad y Sebastián ha conocido a grandes personalidades vascas. En 1955, con 17 años escuchó un discurso del lehendakari Aguirre en el centro vasco Laurac Bat. “Quedé impactado por su carisma y oratoria”, destaca y recuerda cómo también visitó la casa en Donibane Lohizune de Telesforo Monzón. “Me mostró la habitación donde fue velado el cuerpo de Aguirre tras aceptar la viuda del lehendakari que lo hiciese”.
Conoció, además, al lehendakari zarra, Leizaola, también en el Laurac Bat. “Me lo presentó mi mejor amigo aquí, Pedro María Irujo y volví a verlo en París, en la sede del Gobierno vasco. Poseía una erudición notable y una memoria fuera de lo común recitando a bertsolaris…”, Tambien ha podico conocer a los lehendakaris Garaikoetxea e Ibarretxe.
El matrimonio que se casó bajo las bombas perdió al marido en 1978 en Argentina. “Mi madre viuda, volvió a Euskadi. Habia jurado no hacerlo mientras Franco estuviera en el poder y lo hizo en 1980 y en 1981”, evoca. “Yo, mientras mi salud me lo permita quiero regresar a la patria de los vascos, por aquello de que el tronco vuelve al tronco y la raíz a la raíz”.
Dos curas que celebraban misa y más de una docena de monjas perecieron hoy hace 82 años en el ataque aéreo fascista que asoló la villa vizcaina
Un reportaje de Iban Gorriti
Hoy se cumplen 82 tristes años del bombardeo en el que tres estados antidemocráticos masacraron la villa de Durango: la España militar golpista de 1936, la Italia fascista y la Alemania nazi. “Las fuerzas aéreas atacarán sin consideración de la población civil”, dejó ordenado con saña el coronel Vigón, tras firmar su compañero Franco las operaciones el 21 de marzo de 1937.
De ese irracional modo, con 281 bombas y numerosos cazas italianos ametrallando, asesinaron al menos a 336 personas de todas las edades y de los dos bandos de la Guerra Civil. Los proyectiles no hicieron distinción entre molistas y republicanos. Es más, como el propio jefe del estado mayor de la Legión Cóndor, el nazi Wolfram von Richthofen recogió en su diario, “es como si las bombas hubiesen buscado precisamente las iglesias”. Así fue y en un instante sagrado: a la hora de comulgar. También fueron destruidas 285 casas.
En las iglesias perdieron la vida numerosos fieles católicos y también sacerdotes y monjas. Es el caso del asturiano Carlos Morilla en la parroquia de Santa María de Uribarri, de Rafael Villalabeitia en San José Jesuitak y de más de una decena de agustinas en la iglesia Santa Susana del convento Santa Rita. Otros religiosos también fueron protagonistas aquellos días por diferentes curiosidades. Así lo narran a DEIA el investigador iurretarra Jon Irazabal Agirre y el responsable del Archivo Municipal de Durango, José Ángel Orobio-Urrutia. Ambos citan a curas de la villa vizcaina como Miguel de Unamuno -no confundir con el famoso literato bilbaino-, José Echeandía o José Dañobeitia.
Poco se ha escrito sobre esta comunidad religiosa bombardeada precisamente por el bando que lanzó un órdago a la legítima Segunda República y que se postulaba como “cristiano, apostólico y romano”. Carlos Morilla Carreño ha sido el más conocido. Incluso en la prensa internacional se le citaba como el sacerdote que murió bajo las bombas mientras alzaba la forma sagrada en Santa María de Uribarri.
Lo que no explicaban es que llegó a Durango gracias a su hermano Guillermo que, como aporta Orobio-Urrutia, era el “notario” del municipio y miembro del partido Izquierda Republicana. “Llegó a representar a Bizkaia en actos de Madrid”, subraya Irazabal, y detalla que “vino a Durango por tranquilidad. Los curas en Asturias no lo tenían fácil”.
“En un documental que hicimos en Gerediaga -habla Irazabal- grabamos al monaguillo que quedó sepultado entre los escombros junto al cura, Rafael Cuevas. Decía que tras el bombardeo rezaron un rosario juntos hasta que el sacerdote dejó de hablar”. El Gobierno vasco editó una revista con una imagen de aquel monaguillo como portada.
El gobierno franquista de Durango, más adelante, elaboró un informe sobre Guillermo Morilla en el que le citaba como presidente del Comité de Durango afecto al Frente Popular que en Bilbao ocupó un alto cargo. Añadía que había sido designado asesor jurídico de la Consejería de Abastecimiento y Comercio de Ramón Aldasoro. “Orientador de todos los partidos políticos izquierdistas de la villa; director de todo movimiento antifascista, no se hacía nada sin contar con él. De una conducta muy mala políticamente y muy peligroso hacia el Glorioso Movimiento Nacional”, según el Archivo Municipal de Durango.
Formas sagradas La figura de Rafael Villalabeitia Maurolagoitia, muerto en la iglesia de San José, está sin estudiar. Se sabe que fue sepultado en el panteón de los jesuitas de Durango, que acogió restos de 27 religiosos que se han exhumado y ahora reposan en Loiola. Algunas fuentes aseguran que no quedaban religiosos ignacianos tras ser expulsados por la República en 1932.
Consultado al respecto, el superior de la comunidad de Durango, Koldo Katxo, confirma que “sí era jesuita. Tras la expulsión, algunos fueron acogidos por las clarisas, es decir, se quedaron aquí de forma clandestina. Villalabeitia fue uno de ellos”. Katxo apostilla que en una lista de fallecidos del bombardeo se citaba “a un hermano jesuita”. Aunque ya no queda constancia de ello en el cementerio de Durango, la fecha de enterramiento de Villalabeitia “era incorrecta”, recuerda Irazabal.
Otro cura recordado es José Dañobeitia. Fue quien recuperó las formas sagradas y cálices tras el ataque. Una fotografía muestra cómo algunos hombres las custodiaban a la altura de la actual biblioteca municipal de Komentukalea. “Don José fue a por las formas y le pararon los pies porque iba vestido de civil debido a que era capellán militar, y solo los curas podían tocarlas. Al presentarse pudo hacerlo. Había acudido a Jesuitas a ver qué era de sus hombres porque el templo era también cuartel”, matiza Irazabal.
Orobio-Urrutia agrega a la lista al cura durangués Miguel de Unamuno, capellán de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de Tavira. Del bando golpista, fue fusilado por los republicanos el 4 de enero de 1937 en Larrinaga, Bilbao. José Echeandía era carlista y párroco de Santa Ana de Durango, encarcelado el día 24 de julio de 1936 y puesto en libertad en abril de 1937. Escribió y publicó el libro La persecución roja en el País Vasco, memorias de un ex cautivo. “Se arrepintió de editarlo e intentó hacer desaparecer todos los ejemplares. Hacía la revista Tavira”, explica el archivero. Irazabal coincide con él. “Sí, ejemplar que veía lo compraba y lo quemaba”.
Las religiosas de Santa Rita también conocieron la muerte. El rotativo Eguna comunicaba “la muerte de monjas agustinas de Santa Susana con plomo y hechas pedazos entre polvo, sin pies, sin manos. Sus inmaculados cuerpos llenos de sangre. Un total de 12 monjas y su ayudante. El resto, vivas y heridas”. La duranguesa Paula Azcárate vivió con estas agustinas: “Dicen que en el bombardeo murieron 13 monjas, con la muchacha, Mari Bergara, pero no, fueron 17. Algunas por la tarde cuando escapaban”, asevera.
La Iglesia vasca afrontó a partir de 1963 el reto de traducir al euskera los textos litúrgicos, empeño en el que coincidió con la unificación de la lengua desde sus dialectos
EL pasado jueves, día 28, tuvo lugar en la sede de Euskaltzaindia un sentido acto de reconocimiento a la labor realizada por quienes tras el Concilio Vaticano II tradujeron los textos litúrgicos oficiales al euskera. La iniciativa llevaba por título Euskararen ibilbidea gure elizbarrutietan: itzultzaileen e(us)karria. Se trataba de recordar a curas y religiosos pertenecientes a las diócesis de Baiona, Iruñea, Donostia y Bilbao, cuya aportación al mantenimiento y al desarrollo del euskera (ekarria eta euskarria) es indiscutible. A la mayoría de ellos el reconocimiento público les llega tarde. Ya no están entre nosotros. Viven la liturgia definitiva. Perviven en nuestra memoria.
Aun ciñéndose el acto principalmente al grupo mencionado, su trasfondo evocaba la labor de traducción llevada en otros ámbitos como la Biblia, la catequesis, las pastorales de los obispos y los textos de religión, entre otros. Más aún, el contexto más amplio se refería a la aportación de la Iglesia y de sus diferentes sujetos y entidades al cuidado y desarrollo del euskera. Ello no se reduce a traducciones, por creativas que puedan ser, sino que abarca auténticas creaciones en el ámbito de la teología y de la acción pastoral.
Con todo, las siguientes líneas se refieren principalmente a la aportación del primer grupo de traductores, cuya área se desarrolló en un marco de impulso al euskera, en el inicio del proceso de unificación de la lengua.
Recorrido histórico El 4 de diciembre de 1963, la asamblea del Concilio Vaticano II aprobó el primero de sus documentos. Se trataba de la Constitución Sacrosanctum Concilium, que proponía la reforma de la liturgia, tomando como un principio básico la participación plena del pueblo en las celebraciones. Consecuencia de ello fue la inclusión de las diversas lenguas en los ritos que hasta entonces se celebraban únicamente en latín. De este modo, el Concilio venía a proclamar la oficialidad de toda lengua en la Iglesia. Tal reconocimiento se producía en pleno franquismo, en un contexto sociopolítico en el que al euskera no solo se le negaba carácter oficial, sino que se pretendía su debilitamiento. Se dejaba ver la contradicción de un régimen que, por una parte, se consideraba confesional católico y, por otra, no podía asumir lo que la Iglesia católica declaraba en esos momentos. La Iglesia acababa de admitir lo que el Estado no dejaba de reprimir.
La proclamación conciliar abría la puerta a las traducciones. Pocos días después de la aprobación de la citada Constitución, por iniciativa del obispo de Donostia, don Lorenzo Bereciartúa, en una de las capillas laterales de la basílica de San Pedro, tuvo lugar un coloquio al que asistieron los obispos de las diócesis vascas y obispos vascos que ejercían su ministerio en otros lugares. Fue un primer intercambio de impresiones acerca de los pasos a dar para la aplicación de la reforma litúrgica y el empleo del euskera en la misma.
A lo largo de 1964 se fueron creando en las diócesis comisiones para la traducción de los textos litúrgicos al euskera. La primera de ellas se reunió en el monasterio benedictino de Belloc. En esta primera fase, en la que en cada diócesis se elaboraba la traducción más apropiada para su realidad lingüística, coexistieron cinco versiones de la eucaristía en euskera. No resultaba nada extraño, conociendo la realidad dialectal, pero tropezó con serias dificultades para su aceptación por el Consilium, organismo creado por Pablo VI para la aplicación y acompañamiento de la reforma litúrgica. Su presidente, el cardenal Lercaro, había propuesto a los presidentes de las Conferencias Episcopales la unificación de las traducciones y la conveniencia de una única traducción por idioma. Este principio, reiterado por Pablo VI en su alocución a los participantes en un congreso organizado en 1965 para los traductores, dejaba en el aire la aprobación de los textos en euskera.
Los problemas quedaron resueltos en una reunión de los equipos diocesanos con el secretario del Consilium, Annibale Bugnini, celebrada en Iruñea en otoño de 1967. Se adoptaron dos criterios que debían guiar las traducciones: máximo de uniformidad para el texto ordinario de la Misa y flexibilidad para el empleo del dialecto propio en lecturas y oraciones. El mayor bien colateral del encuentro fue el impulso definitivo al trabajo conjunto, que pocos meses después adquirió carácter institucional.
1968, referente para la historia reciente de Europa, resultó ser de especial relevancia también para el tema en cuestión. Confluyeron, en efecto, acontecimientos de diversa índole: en Roma se publicaron nuevos textos para la Misa diaria y se aprobó la traducción al euskera de la primera plegaria eucarística, en tres diócesis hubo relevo episcopal -en Iruñea, con don Arturo Tabera; en Donostia, con don Jacinto Argaya, y en Bilbao, con don José María Cirarda como administrador apostólico- y Euskaltzaindia tomaba la decisión acerca de la lengua común o euskara batua.
En estas circunstancias, y a propuesta de los obispos, se creó en enero de 1969 un único equipo de traductores para las cinco diócesis, al que se le encomendó la responsabilidad sobre las nuevas traducciones y la supervisión de las versiones realizadas anteriormente en las diócesis. Pronto se tomó la decisión de publicar en el futuro tres variantes de un texto base elaborado conjuntamente: una para la diócesis de Baiona, otra para la de Bilbao y otra para las restantes. Esta última era muy afín a la forma unificada propugnada por Euskaltzaindia. Con ello quedaban a salvo tanto la unicidad del texto como el respeto a la variedad dialectal.
Mención aparte merece la labor de la comisión encargada de musicalizar los textos del ordinario de la Misa y de componer himnos y cantos para las celebraciones. También esta labor tuvo carácter interdiocesano.
Los frutos del trabajo conjunto no se hicieron esperar, de modo que en pocos años quedaron aprobados un gran número de textos. Con todo, la labor coordinada requería una institucionalización que asegurara una respuesta conjunta adecuada a los retos culturales y lingüísticos. El proceso hacia el euskera batua, a pesar de las dificultades pedagógicas del proyecto, seguía su curso y exigía una respuesta positiva y unitaria por parte de la Iglesia, ya que no faltaban en ella núcleos frontalmente opuestos a la unificación. En este contexto se creó Eliz-idaztien Ba-tzordea, comisión para publicaciones eclesiásticas en euskera, que adoptó un doble criterio para sus trabajos, teniendo en cuenta a los destinatarios: en lo tocante a la liturgia y a la catequesis, se ratificaron las opciones ya adoptadas; para los ya alfabetizados se adoptó fundamentalmente el euskera unificado.
La diferenciación de ambos criterios no resultaba siempre fácil, como lo muestra la publicación de la Liturgia de las Horas (Breviario) en 1977. Al ser muy limitado el número de destinatarios (básicamente curas y comunidades religiosas), era impensable la aparición de diferentes versiones, por lo que la comisión interdiocesana se decantó por una única traducción, aunque no asumió las reglas ortográficas del batua. La h era la manzana de la discordia. La comisión optó por no incluirla. Más tarde, algún miembro de la comisión aducía la razón con un toque de humor: bastantes destinatarios del Breviario no iban a hacer uso de él en caso de incluir la h, mientras que la mayoría de defensores de la h no iban a hacer uso del Breviario.
Los dos proyectos más importantes en aquel entonces fueron la traducción del Nuevo Testamento y la del Misal Romano, promulgado por Pablo VI en 1969. Gran parte del primero era ya conocida a raíz de su empleo en las celebraciones litúrgicas, pero se trataba de tres versiones distintas. Se echaba en falta una traducción en euskera batua. Para ello, la comisión partió del texto original griego y vio coronado su esfuerzo en 1979 con la aparición de un único texto accesible para todos. La traducción del Misal se prolongó hasta su aprobación en agosto de 1983 en las tres variantes antes citadas.
Esta fue la etapa inicial. Desde entonces hasta hoy ha sido incesante la cascada de traducciones de los textos bíblicos, litúrgicos, catequéticos y pastorales llevada a cabo en colaboración entre las diócesis.
Lecciones de la historia El recorrido histórico descrito en grandes trazos y limitado a una primera época, permite extraer una serie de enseñanzas de corte lingüístico y teológico, que pueden servir para iluminar el presente y poder encauzar acertadamente el futuro.
La traducción de textos oficiales de la Iglesia muestra que su universalidad se juega en la localidad y que la concreción local enriquece el patrimonio común. Dicho de otro modo, con la inculturación del mensaje salen ganando tanto la lengua y cultura propias como la inteligibilidad del mensaje cristiano.
El hecho de realizar la labor de modo compartido entre diócesis con variantes dialectales muestra que la Iglesia es comunión en la diversidad, unidad en la pluralidad. Quienes han formado y forman parte de los equipos de traductores pueden dar fe sobrada de ello. Sus diálogos y debates pueden verse como maqueta de lo que quiere ser una Iglesia en búsqueda permanente de la verdad, con vocación de ser factor de unidad.
La traducción no es un mecanismo automático, sino un proceso creativo. Ahí reside su belleza. Su calidad queda determinada por una doble fidelidad: al texto original y al genio de la lengua, para facilitar la comprensión de aquella gente a la que va dirigida. Resulta clave la mirada a las personas y comunidades destinatarias, sin menoscabo de la calidad literaria. Una acertada traducción de cualquier género literario permite pensar a oyentes y lectores que se encuentran ante el texto original. En este sentido, los equipos de traductores han asumido ayer y hoy un criterio netamente pastoral. Ello ha sido posible gracias a su conocimiento del sentido de la liturgia, de la lengua en sus variantes y del pueblo al que iba dirigida su tarea. También es cierto que, aunque no siempre, han contado con unas directrices de Roma que permitían conjugar letra y espíritu, posibilitando de este modo versiones mejor aplicables a cada lugar.
No es solo historia y tradición. Es presente y está asomando el futuro. La Iglesia no puede menos que utilizar, cuidar y promover el euskera allí donde se encuentra, para ser así fiel a su misión original: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Evangelio de San Marcos 16,15).
Goya Ruiz bordó una enseña que fue incautada por los franquistas en 1937 y que ha vuelto al municipio minero de forma temporal 82 años después
Un reportaje de Iban Gorriti
Dejó su firma bordada en la bandera de la casa del pueblo de Ortuella en 1932 sin prever que cuatro años después aquella inscripción la podía delatar durante la estallada Guerra Civil. A sus 25 años, cosió su nombre con mimo en el borde superior derecho de aquella seda roja. Era Goya Ruiz Ibarra, nacida, crecida, fallecida y sepultada en el barrio Nocedal del municipio minero.
“Lo interesante en este caso es que detrás de la bandera no hay solo un pueblo o una ideología, sino una persona, una mujer, y hemos podido saber quién era y contactar con su familia”, detallan satisfechos Pablo Domínguez y Aiyoa Arroita, miembros de la Mesa de la Memoria Ortuella e investigadores del blog Crónicas a pie de fosa.
El estandarte sindicalista ha estado expuesto en Ortuella este mes y volverá al centro que la conserva, a la colección del Museo de la Sociedad Amigos de Laguardia. “Para antes del 31 tengo que bajar a entregarla”, agrega Domínguez.
Goya Ruiz Ibarra llegó al mundo en 1907. Bordadora, elaboró la bandera de la “U.G. de T” -como se lee en el paño- para la casa del pueblo del PSOE de Ortuella. “La bordó de forma gratuita, ya que ella era militante del sindicato obrero socialista”, aportan los investigadores.
Fue ella misma quien relató a su familia su labor al hacer la bandera y el suceso de su desaparición. Consultada al respecto su sobrina Mari Cruz, relata a DEIA que “nos hablaba muchísimas veces de ella, pero pese a que vivió sus últimos años en mi casa no sabía cómo era y verla en la exposición ha supuesto una emoción terrible. No sabía ni que pudiera estar bien conservada”, enfatiza Mari Cruz Fernández Ruiz, de 83 años y residente en la actualidad en Castro Urdiales.
El estandarte tiene cuatro años más que Mari Cruz, 87. “La historia -expone Domínguez- nos cuenta que tras ser incautada como trofeo de guerra por los soldados franquistas el 23 de junio de 1937, quedó en posesión de alguno de ellos. Los soldados las vendían o cambiaban por comida a quien las quisiera, al igual que cualquier otro material que cayese en sus manos. De esa forma nos cuentan que llegó la bandera a la colección de la Sociedad Amigos de Laguardia”.
Goya sufrió represalias por haberla bordado y por su afiliación sindical republicana. “Algún vecino o vecina la denunció por ello ante las nuevas autoridades franquistas, aunque al final la soltaron a los pocos días”, según explican desde la Mesa de la Memoria Ortuella.
La sobrina de la bordadora cuenta que sus dos hermanos Jesús y Flora también abrazaban el dogma socialista heredado de sus padres Cruz Ruiz, de Güeñes, y Dolores Ibarra, de Sodupe. “Goya fue siempre de UGT. De hecho, nos contaba que con la bandera solía salir en aquellos tiempos a las manifestaciones. Ella misma la portaba con su forma de ser alegre, de cantar en todo momento. Siempre fue socialista”, recalca Mari Cruz. A continuación matiza que “la bordó en su casa, no en la casa del pueblo como he leído por ahí. Así nos lo hizo saber ella, una mujer que dibujaba muy bien”. Después de la guerra regentó un pequeño local de bordado en Ortuella para tener su jornal. “Cosió mucho para Las Arenas, Algorta, Gallarta… Mi hija, tras haber visto sus bordados y dibujos, en cuanto vio la bandera en la exposición supo a primera vista que aquella era la letra de la tía Goya. La reconoció al instante”.
Encuentro emotivo Este “trofeo de guerra” se ha expuesto en varias ocasiones (1994 y 2016) en Laguardia y esta ha sido la primera vez que ha partido de su lugar de custodia para regresar a la localidad donde fue capturada hace ahora 82 años. En Bizkaia ya estuvo en Maruri-Jatabe, y en Gipuzkoa en Oñati.
El contacto con la sociedad de Laguardia fue muy amable y cortés. “Extendimos suavemente la bandera como si fuese el último objeto conservado de nuestra historia. El momento fue muy emotivo para nosotros, alejado de cualquier interés político. Era la bandera de un sindicato de Ortuella desaparecida durante la guerra y con eso nos bastaba, historia primero y memoria después. Regresaba a Ortuella tras 82 años de exilio forzoso en concepto de cesión para la muestra”, subrayan Arroita y Domínguez.
La bandera es de gran tamaño y está realizada en seda de color rojo con la leyenda bordada en mayúsculas Casa del Pueblo U.G. de T Ortuella y “unas manos en el centro dándose la bienvenida también bordadas. Sobre y bajo ellas tienen lo que suponemos son dos ojos bordados esquemáticos”.
La familia de aquella luchadora antifascista agradecería que la bandera se conservara en Ortuella. “A mí me gustaría que se quedase aquí, aunque ya me han dicho que se la llevan de nuevo”, lamentan. Los investigadores aseguran que en el municipio no hay delegación de UGT y que el Gobierno español decretó que no se han de devolver los trofeos de guerra. “Sería bonito que el Museo la donara al pueblo, eso sí”, concluye Domínguez.
Los restos hallados en las cuevas de Santa Catalina y Lumentxa, en Lekeitio, atestiguan la actividad pesquera en el golfo de Bizkaia ya desde el final del Paleolítico superior
Un reportaje de José Luis Arribas Pastor y Eduardo Berganza Gochi
LA pesca ha sido, hasta un pasado muy reciente, una de las principales actividades económicas de los pueblos costeros del territorio vasco. Numerosos documentos de la Edad Media certifican que ya en aquella época se capturaban, entre otros, merluza, besugo y sardina. Pero, sin duda, la presa que podemos considerar más emblemática, a juzgar por el impacto que tuvo en la economía de aquellos siglos y por los abundantes testimonios que han llegado hasta nosotros a través de la heráldica o de la tradición oral de numerosas localidades, es la ballena, que se cazaba cuando este cetáceo se acercaba al litoral cantábrico o cuando fue preciso buscarlo en aguas lejanas del norte de Europa o de América. Su carne, grasa, huesos y barbas fueron apreciados bienes de consumo y comercio.
La investigación arqueológica ha puesto al descubierto restos materiales que permiten retrasar varios milenios los inicios de esa actividad pesquera. Los hallazgos de utensilios de hueso y asta a los que se les atribuye la función de instrumentos de pesca -arpones o anzuelos-, se han interpretado como vestigios materiales de una elaborada tecnología desarrollada para una práctica eficiente de la pesca en las fases finales del Paleolítico superior. Las imágenes grabadas o pintadas de peces en paredes de cuevas o en pequeños objetos portables, también datadas en esa misma época paleolítica, indican que quienes las realizaron tenían un conocimiento, y una muy posiblemente intensa relación, con ecosistemas marinos. Ahora bien, la más amplia y precisa información sobre la práctica de la pesca por las comunidades prehistóricas se obtiene de los restos esqueléticos de los peces, algunos de ellos de muy reducido tamaño, que quedaron sepultados junto con otros desechos de comida entre los sedimentos arcillosos acumulados en el interior de las cuevas en las que fueron procesados y consumidos. Su recuperación es posible aplicando minuciosas técnicas de excavación arqueológica y su detallado estudio aporta un amplio abanico de conocimientos sobre el medio marino y litoral existente hace miles de años, las especies que lo habitaban y las preferencias y estrategias de quienes lo explotaban.
Hasta hace unas décadas la pesca practicada por comunidades prehistóricas de cazadores-recolectores se asociaba principalmente a la captura de salmónidos, apresados en los cauces de los ríos en su habitual migración para el desove. La pesca de especies marinas, incluso por parte de grupos que ocuparon asentamientos costeros cantábricos, se consideraba una actividad compleja, extraordinaria y difícil de acometer debido a la falta de medios que permitieran la navegación en mar abierto.
Esta percepción está cambiando a partir del estudio de los restos piscícolas recuperados en dos asentamientos de la costa vizcaina: las cuevas de Santa Catalina y Lumentxa, ambos en la línea de costa lekeitiarra. En el primero de ellos, abierto al mar en el corte del acantilado que prolonga las abruptas laderas del monte Otoio, se ha conservado un excepcional conjunto que supera los 4.600 restos, de ellos más de 3.200 identificables, correspondientes a unas cincuenta especies diferentes, cifras que convierten a este emplazamiento en uno de los más potentes y variados registros de paleoictiofauna del Atlántico europeo y, en consecuencia, referencia imprescindible para el estudio de la pesca en la Prehistoria. Esta excepcional acumulación se explica por su localización geográfica y nos permite valorar la importancia de las pesquerías en la variada dieta de las poblaciones prehistóricas. La situación actual de la cueva no se corresponde con la que tuvo en tiempos paleolíticos, ya que el efecto de la glaciación sobre los mares supuso un alejamiento de la línea de costa varios kilómetros mar adentro con respecto a la posición que ocupó tras el deshielo de los casquetes polares. En términos reales, la cueva de Santa Catalina, en los siglos en que dio cobijo a grupos de cazadores-recolectores, no estuvo al borde del mar. Por el contrario, la mayor depredación de restos de origen marino se produjo en unas condiciones medioambientales en las que la costa distaba algo más de cinco kilómetros de la boca de la cueva.
En el segundo asentamiento, localizado en la cara sur del monte Calvario, a muy pocos metros de la desembocadura actual del río Lea, desde las pioneras excavaciones de Telesforo de Aranzadi y José Miguel de Barandiaran, cuyos resultados fueron publicados en 1935, se señaló la existencia de restos de merluza, pez agua y maragota. Las intervenciones más recientes, realizadas por los autores de este artículo, han incrementado notablemente la colección de restos y especies procedentes, tanto de ocupación más o menos contemporáneas a las de Santa Catalina, como de otras posteriores, correspondientes a culturas Neolíticas y de la Edad del Bronce.
Pescar en aguas frías
Hace unos 13.000 o 15.000 años, los rigores de la última glaciación azotaban el golfo de Bizkaia. Con una temperatura media anual que no superaría los tres grados centígrados, una pluviosidad abundante y una temperatura superficial de las aguas del mar de unos 7,5 grados, las condiciones climáticas y ambientales serían similares a las que en la actualidad se producen en la costa del norte de Noruega. En los acantilados, ensenadas, estuarios y playas que ocuparían el espacio entre la línea de costa en época glaciar y la actual, hoy sumergidos bajo las aguas del Cantábrico, proliferaban aves marinas propias de ecosistemas árticos, que fueron capturadas y consumidas, como lo prueban las marcas de corte observadas en sus huesos producidas en su manipulación -desollados, troceados…- con afiladas láminas de sílex. Destacan, por la abundancia de restos, el alca gigante, especie extinta de pingüino, y, por su singularidad bioclimática, el búho nival.
La pesca en estas gélidas aguas durante el final del Paleolítico tuvo una presa excepcional: el bacalao, capturado de forma reiterada y procesado para su consumo. Las numerosas vértebras y piezas craneales recuperadas nos permiten afirmar que ejemplares enormes, de más de un metro de longitud y quizás treinta kilogramos de peso, fueron acarreados enteros hasta los asentamientos, manipulados para arrancar sus agallas, troceados y consumidos en fresco o, muy probablemente, cocinados con ayuda del fuego. El elevado porcentaje de fragmentos con huellas de chamuscado lleva a pensar que estuvieron próximos a las brasas y la abundancia de cantos rodados de arenisca cuarteados y disgregados como consecuencia de un choque térmico producido por la introducción de las rocas incandescentes en líquidos para conseguir su ebullición. No se puede descartar que parte de las capturas fueran ahumadas para su conservación y posterior consumo.
Algunas incógnitas quedan por despejar: ¿tuvieron necesariamente que navegar para acceder a los caladeros, o pudieron atrapar los ejemplares desde la orilla?, ¿cuáles pudieron ser los métodos de pesca? El bacalao es una especie que vive en aguas profundas, muy cerca del fondo. Sin embargo, en determinadas condiciones del agua, puede habitar en capas superficiales, lo que abre la posibilidad de su captura desde uno hasta 600 metros de profundidad. Nos inclinamos a suponer que, en el caso que nos ocupa, las presas se adentraban por entre los canales y estuarios que se abrían en la franja litoral hoy sumergida y en ellos eran capturados en superficie o en rebalses de agua con poco fondo. Muy pocos de los aparejos que pudieron emplear han superado el paso de los tiempos. Posibles redes, cercas o trampas de materia vegetal con flotadores de madera, anzuelos de madera… son instrumentos muy difíciles de recuperar por la investigación arqueológica. Sí se han recuperado, tanto en Santa Catalina como en Lumentxa, diferentes tipos de arpones de asta de ciervo que, muy probablemente, fueran destinados a impactar y retener las presas. Pescar en aguas templadas
Hacia el 10.000 antes de Cristo se inició un progresivo cambio climático, no exento de fluctuaciones, que moderó los rigores glaciares hasta alcanzar unas condiciones similares a las actuales. Esta moderación de la temperatura ambiental suavizó la de las aguas marinas del golfo de Bizkaia. Las especies animales que se habían refugiado en ellas durante la glaciación emigraron hacia latitudes escandinavas. Estos cambios en el ecosistema del territorio costero no frenaron la captación de recursos marinos. Por el contrario, los registros arqueológicos acumulados en esos momentos muestran una intensificación de la recolección de moluscos, crustáceos y equinodermos -erizos de mar-, que no necesariamente debe interpretarse como una obligada alternativa a la ausencia de otros elementos esenciales de su dieta, caso de la caza de ciervos y renos, sino, más bien, como una confirmación de que las áreas de captación de los mismos, las zonas intermareales, estaban más próximas a los asentamientos una vez que la línea de costa se había acercado a ellos. En consecuencia, el testimonio del consumo de un alimento que requiere el acarreo de valvas y caparazones poco aprovechables se constata en el interior de cuevas que, como consecuencia de la subida de las aguas, se encontraban muy próximas a la costa. En épocas anteriores, con el mar a una mayor distancia, el marisqueo se practicaría en áreas más distantes, que habían ido quedado sumergidas. Tanto en Santa Catalina como en Lumentxa se acumularon depósitos de conchas muy potentes, similares al que se descubrió en la cueva de Santimamiñe, en Kortezubi.
Las vértebras de peces recuperadas en los sedimentos cuyas dataciones de carbono 14 nos sitúan en el Epipaleolítico y en épocas posteriores -Neolítico, Calcolítico…-, pertenecen a especies marinas adaptadas a temperaturas templadas. Desaparece el bacalao e incrementan notablemente su presencia el pejerrey, la sardina, la caballa y la anchoa. Esto indica tanto el cambio en la temperatura del mar como la captura de animales de menor talla, lo que introduce un interesante factor a considerar, el de la posible captura de peces por parte de aves u otros animales que añadirían sus desperdicios a los generados por la actividad humana.
Entre los restos encontrados en Lumentxa destaca la abundancia, sobre todo desde el Neolítico, de merluza, especie que ha sido determinada solo en un limitado número de yacimientos arqueológicos europeos, algunos en el Mediterráneo oriental y otros en las costas del sur de Suecia. También en Santimamiñe se ha recuperado una pequeña cantidad de vértebras de esta presa en tiempos más o menos coetáneos. Como ocurre con el bacalao, la profundidad en la que habita la merluza -unos 200 metros de media- y las características de la plataforma continental frente a Lekeitio nos plantean el interrogante de cuáles fueron los métodos de captura usados por aquellas gentes. En la resolución de este enigma no debemos descartar la más que probable circunstancia de que los comportamientos de las especies animales se hayan modificado con el paso de los tiempos no solo por las cambios ambientales sino también por la presión antrópica de la pesca. Igualmente debemos considerar las variaciones estacionales que afectan a la mayor o menor proximidad de los peces a las costas. Atendiendo a estos factores, y no desterrando de forma absoluta una posible navegación muy primitiva por estuarios y lenguas de mar, cabe suponer que las merluzas se aproximaran a la costa lo suficiente para ser capturadas sin gran dificultad.
Finalmente, queremos valorar la importancia de la aportación nutricional del pescado y, en particular, de las especies marinas, a la supervivencia de las comunidades prehistóricas. La pesca ha sido considerada una actividad secundaria con respecto a la caza e incluso a la recolección de vegetales. Sin embargo, este paradigma debe ser matizado para comprender las formas de vida de los grupos que habitaron espacios litorales en cualquiera de los mares del planeta. En el territorio de la costa cantábrica y del golfo de Bizkaia en particular hubo pesquerías paleolíticas de las que los asentamientos de Santa Catalina y Lumentxa son claros ejemplos. La vinculación al mar y a la captación de recursos no solo está atestiguado en ellos por el marisqueo y la captura de peces y aves marinas que hemos descrito, sino también por la caza de focas -cerca de cien restos en Santa Catalina- o el acarreo de notables fragmentos de costillas de cetáceos, muy probablemente destinados a la conformación de útiles, algunos de ellos, quizás, destinados a la pesca.
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