Desertores e insumisos vascos de la Gran Guerra

El elevado número de insumisos y desertores en el territorio vasco continental muestra el desapego hacia el conjunto ‘nacional’

Un reportaje y fotos de Jacques Garat

El 29 de julio de 1914, el subprefecto de Maule advirtió al prefecto sobre los preparativos de éxodo hacia la frontera española de un numeroso grupo de hombres jóvenes preocupados porque la movilización pudiera llegar a darse. Ese año, desde que se instaurara el servicio militar obligatorio y personal para todos los franceses, en 1872, la Oficina de Reclutamiento de Baiona registraba la tasa de insumisión más elevada de Francia y la noticia provocó preocupación de las autoridades.

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La insumisión consiste en no responder a la orden de llamada y en no integrarse en la unidad a la que se está adscrito. Con la ley de 1872 la insumisión de los vascos tuvo, en efecto, proporciones desmesuradas. Hasta tal punto que, en 1889, la Ley de Reclutamiento del Ejército dispuso, en su artículo 50, que los jóvenes franceses menores de 19 años de edad residentes fuera de Europa podrían ser dispensados del servicio militar durante su estancia en el extranjero y que, en el caso de que retornaran después de cumplir los 30 años de edad, no tendrían que realizar ningún servicio activo. Con esta disposición liberal, suprimida en 1905, el legislador pretendía facilitar la instalación de sus nacionales en el extranjero, preservando sus lazos con la nación y favoreciendo su retorno.

Todos estos insumisos, evidentemente, no se encontraban ya en Francia, donde serían buscados y perseguidos implacablemente. Eran emigrantes, establecidos en el extranjero, insumisos en tiempos de paz que continuaron siéndolo al declararse la guerra. Dicho esto, a partir del reemplazo de 1903, un claro ejemplo de hombres obligados a participar en activo en el ejército, pero que habían huido del reclutamiento, podía verse en el cantón de Donibane Lohizune. El número de insumisos pasó, de hecho, de 21, en 1902, a 43, en 1903, para estabilizarse después en 38 por año, de media. El subprefecto de Maule precisó, a finales de 1916, que “un tercio [de los insumisos] huyeron en el momento de la llamada a su reemplazo, desde la movilización”.

Al prolongarse la guerra más allá del invierno 1914-1915 se instauró un sistema de licencias legales e, inmediatamente, en el País Vasco se habló de deserciones. Al finalizar los permisos, algunos combatientes pasaban la frontera y se refugiaban en España, país neutral. Desde ahí, los que querían, y podían, preparaban el embarque hacia América.

Para estos hombres la huida hacia España era algo natural, no un salto a lo desconocido. Conocían por tradición todas las redes que les pudieran permitir encontrar refugio fácilmente, viviendo con naturalidad, sin cambio cultural, su identidad vasca. De todas formas, esta huida se enmarcaba dentro de una larga tradición de emigración: todos sabían que encontrarían al otro lado del Atlántico un hermano, cuñado, tío o vecino, o una oficina de colocación.

Control de la frontera En 1915 y 1916 las autoridades conocían las verdaderas dificultades para controlar las deserciones al extranjero y hacían lo posible para cerrar la frontera. Se multiplicaron los puestos de control, aumentaron regularmente los efectivos y se retiraron los pasaportes a todas las familias de desertores o insumisos. En 1916, se procedió a la destrucción de todas las pasarelas privadas para cruzar la frontera. Todos los movilizados de origen vasco en servicio en los puestos fronterizos fueron reemplazados por soldados procedentes de otras regiones y se creó un fondo especial para gratificar a los agentes más celosos en la vigilancia de la frontera; sin embargo, insumisos, desertores y sus familias continuaban pasando la frontera con facilidad, quedando a menudo sus hijos escolarizados en Francia ante la indiferencia general. Aún en 1919, el subprefecto de Baiona constataba que “la vigilancia en la frontera es un poco ilusoria”.

El Estado Mayor se inquietó: “la búsqueda de desertores no se hace actualmente en las condiciones previstas por los reglamentos y esta laguna puede ser gravemente perjudicial para mantener la disciplina” y, a partir de octubre de 1915, se tomó la decisión de prohibir a los militares vascos que estuvieran de permiso, heridos o convalecientes ir a sus casas o ser enviados a formaciones sanitarias del País Vasco. Esta medida concernía a los hombres originarios de los cantones de Donibane Lohizune, Uztaritze, Ezpeleta, Baigorri, Donibane Garazi y Atharratze.

La subdivisión militar de Baiona incluía los distritos vascos de Baiona y de Maule y el de Dax, en Las Landas, además de, como departamento de Bajos Pirineos, los tres bearneses de Pau, Orthez y Oloron. Ninguna de las cifras publicadas permite encontrar el rastro de los rebeldes de los catorce cantones vascos. Solo podemos conocerlo analizando la documentación de las Matrículas de Reclutamiento que registraban el total de la población masculina del cantón. Nuestra base de datos informática exhaustiva referente a los hombres de los reemplazos entre 1887 y 1919 movilizados durante la guerra está aún sin concluir. Esta base nos permitirá conocer a esas personas por su nombre y, al mismo tiempo, localizarlos uno por uno y nos dará información acerca de las estrategias desplegadas por el Estado para nacionalizar su población. Se podrá hacer un seguimiento de las salidas, temporal o en función de la evolución de la guerra, y se podrá, sobre todo, evaluar el número de retornados.

Sin rastro de antimilitarismo ni de pacifismo en estas renuncias, la administración denunciaba “la inercia y la incapacidad de los municipios del País Vasco”, “el estado de espíritu lamentable de los habitantes de esta región, incluso de las clases dirigentes”, que “no consideran la deserción como un crimen”. Su actitud se caracterizaba por una “indiferencia” culpable. Algunos informes de la policía, más minuciosos, señalaban, sin embargo, que las familias vascas hablaban la misma lengua, vivían indistintamente a un lado y otro de la frontera y recordaban la importancia de la emigración tradicional de los vascos “a las Américas”.

Tras una primera aproximación cuantitativa provisional a un informe de gendarmería de noviembre de 1916, constatamos que fue el distrito de Maule el que ofrecía las cifras más elevadas, en particular los cantones de Iholdi, Donibane Garazi y Baigorri. Este último contaba 45 desertores y 1.302 insumisos, mientras que solo tenía censados 594 movilizados.

Pocas detenciones Un segundo informe de 1916 referente a todo el departamento mostraba que apenas un 2,3% de los insumisos fueron detenidos, que los insumisos eran cerca de quince veces más numerosos que los desertores y que si el Bearn, que tenía también una tradición de emigración muy importante, conoció una insumisión nada despreciable (38% del total), solo el País Vasco estaba realmente tocado por las deserciones (90,5% del total).

Para el autor del informe, las comunas de Arnegi, Urepel, Banca, Lasse y Aldude probaban que la insumisión era un fenómeno fronterizo. Sin embargo, sus cifras, tan elevadas, se explicaban de otra manera; eran el resultado de la verdadera hemorragia demográfica que había golpeado a estas comunas hasta el punto de aproximarse al 4% de la población total en los años 1899 y 1900.

Por último, una estadística del 30 de noviembre de 1918 mostraba para todo el departamento de Bajos Pirineos, un total de 1.086 desertores y 16.889 insumisos, de los cuales 10.445 eran anteriores a la movilización, lo que muestra claramente que había, al menos, 6.444 insumisos, esto es, más del 38% del total, tras la declaración de guerra. Esta estadística, vinculada a los resultados de Jules Maurin sobre los insumisos de las oficinas de Béziers, 0,89%, y de Mende, 2,73%, y a los de Miquèl Ruquet para todo el departamento de Pirineos Orientales: 777 desertores y 1.232 insumisos para toda la guerra, muestra bien que, lo que pasó en el País Vasco, no tiene equivalente en el territorio nacional francés.

Contar la historia consiste, en primer lugar, en hacer visible lo que está oculto y, después, en reflexionar acerca de las razones del silencio. Al buscar y encontrar la manera de comprender a estos rebeldes accedemos a un punto de vista privilegiado que nos permite ver cómo el hecho de que Francia se convirtiera en un Estado-nación unitario a lo largo del siglo XIX pudo afectar concretamente a la población vasca. Una pertenencia local muy fuerte, una identificación débil con el conjunto nacional francés y una desconfianza marcada hacia un aparato de Estado en vías de modernización son elementos a tener en cuenta si queremos comprender la gran cantidad de salidas y el elevado número de insumisos. En esta Gran Guerra, que será la matriz trágica del siglo XX, estas deserciones son un signo de la débil integración de una minoría fuertemente particular en el conjunto nacional establecido por el Estado francés y la expresión de una forma de resistencia cultural.

Poniendo en valor a estos excluidos de la historia, no se pretende, evidentemente, oponerles a la gran masa de todos aquellos que, en el País Vasco, aguantaron la prueba y marcaron los recuerdos de sus grandes acciones. Al ir a su encuentro, sin embargo, hemos descubierto que la memoria colectiva es más bien, a menudo, un conjunto de olvidos más que una suma de recuerdos y, quizás, con estos apuntes, hayamos dado un paso hacia la recuperación de un pasado específico.

El último gudari del San Andrés

El periodista Fernando Pedro Pérez presenta una biografía de José Moreno Torres

Un reportaje de I. Gorriti

HABRÉ matado personas en el fragor de la batalla, pero nunca maté a nadie con un tiro en la nuca, que es lo que hacían ellos”, en referencia a los golpistas, a los a la postre franquistas. El testimonio es de José Moreno Torres (Deusto, 1918). Es uno de los muchos que dan forma a la biografía que le ha escrito en formato de libro el periodista bilbaino Fernando Pedro Pérez y que ambos protagonistas presentaron el jueves en Portugalete.

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El título de la publicación es José Moreno Torres. El último gudari del batallón San Andrés, dato que instituciones e historiadores consultados confirman no saber si es cierto. Quizás el jarrillero lo es en un campo de estudio, el de los listados de gudaris y milicianos del Euzko Gudarostea, poco investigado.

El libro se arma de 106 páginas a modo de reportaje y entrevista directa y con material fotográfico únicamente firmado a la Sabino Arana Fundazioa. Además, el autor ha hecho uso del archivo familiar de Moreno, así como de imágenes del periodista Aitor Azurki, autor del reconocido libro Maizales bajo la lluvia (Alberdania, 2011), de quien, por ejemplo, se reproduce una foto del gudari jeltzale junto al miliciano Paco Barreña, de Durango. También ha utilizado fotos publicadas en DEIA de Moreno con el anarquista Félix Padín o con el gudari del batallón Abellaneda Manuel Sagastibeltza y el exalcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna.

El periodista diferenció los trabajos hechos hasta ahora sobre Moreno. “Mi libro repasa toda la vida de José, desde niño hasta después de la guerra y día de hoy. Otros libros han informado solo sobre el tiempo que pasó en la guerra”, estima este naturalista que ha firmado “más de cien libros del mundo animal”, y otros sobre los últimos mineros, por ejemplo. Con el de Moreno ha abierto una senda de biografías de gudaris y también de milicianos, “porque no todos son gudaris”, precisa.

Valor incalculable “Hoy su testimonio, narrado de primera mano, adquiere un valor inmaterial incalculable porque el paso de los años le ha convertido en un auténtico referente histórico, que será recordado siempre por las generaciones venideras como el último gudari del batallón San Andrés, de STV”, prologa Fernando Pedro Pérez en su libro.

Durante la presentación en los locales de la asociación Aterpe 1936 que, según se dijo, preside Moreno a sus 96 años, y que forman parte de las dependencias del grupo de danzas portugalujo Elai Alai, una veintena de personas aplaudieron la salida del libro que se vende a 20 euros. El autor ensalzó la labor de Moreno, quien el 18 de junio de 2006 “hizo realidad un sueño”.

El periodista hace referencia a que Moreno Torres logró inaugurar en Artxanda un monumento en memoria de todos los miembros de los batallones vascos que combatieron en la Guerra Civil. Una gran escultura metálica, consistente en una huella, de ahí su nombre Aztarna.

Presenta a un Moreno nacido en Zorrotzaurre, dantzari en Erandio, sus viajes por mar, cómo conoció la Italia del dictador Mussolini, Cardiff, su alistamiento voluntario al batallón San Andrés y su paso por la guerra, episodio recogido en libros, prensa y otras publicaciones -como apunta el autor-, así como su reincorporación a la vida civil, las penurias de la posguerra, su matrimonio con Carmen Gutiérrez, su residencia en Barakaldo… Y otros capítulos como una excedencia para salir a navegar, cómo “se hace cargo del sindicato ELA-STV-A”, según queda reflejado en el libro. “Mi intención al redactar el libro ha sido bajar al detalle, a conocer por ejemplo sus sentimientos. Es una forma de conocer lo que pasó de primera mano, no contado por otras generaciones. Es una biografía con toda su vida, importante antes de que por ley desaparezcan”, declaró el escritor.

Ibarretxe y Azkuna El volumen también narra la constitución de la asociación Aterpe 1936, cómo conoció al lehendakari Ibarretxe, su aprecio por Azkuna… e incluso envía un mensaje a la juventud: “Les diría que luchen por la paz”. También opina, como ya hacía en el documental foral Zerutik sua dator, que no quiere que “la juventud pase lo que pasamos nosotros. Deberían saber lo que sufrimos los mayores, deberían saber lo que sufrimos en las cárceles franquistas”.

El libro se hizo durante tres meses con dos visitas semanales de Fernando Pedro Pérez a José Moreno. “No le conocía de antes. Ahora ando hablando con el gudari Manuel Sagastibeltza que tiene un año más que Moreno y también está fenomenal”, avanza. “Hemos hecho una pequeña tirada de cien ejemplares y no está a la venta en tiendas. Por ello es mejor hacer el pedido”, aconseja. El día de la presentación tuvo una buena acogida.

Euskal ezteiak

El ritual del matrimonio tradicional vasco contiene una gran riqueza de peculiaridades que retratan la idiosincrasia del país

Un reportaje de Amaia Mujika Goñi

En El País Vasco, al igual que en resto de Europa, los modos de vida tradicionales como la ganadería y el pastoreo, la agricultura y la pesca o las artesanías y oficios están en vías de extinción y con ellos esquemas mentales y creativos, técnicas de trabajo, léxico, ritos y rituales individuales y colectivos, convertidos en sujeto de investigación antropológica y objeto de museo.

Algunas de estas costumbres y prácticas de gran relevancia comunitaria, despojadas hoy de su utilidad, carácter y simbolismo, son recreados en el presente como fiesta-espectáculo de cohesión social identitaria. Así, ritos de paso como el matrimonio se escenifican bajo la denominación de Euskal Ezkontza en numerosos municipios como parte de las fiestas locales, o como una puesta en escena por jóvenes novios a la hora de celebrar su enlace civil. Una representación que tiene su origen en los cuadros teatrales de las Euskal Jaiak de Zarautz, promovidas por el pintor Mauricio Flores Kaperotxiki para la festividad de la Virgen de Arantzazu en 1924 y que siguen celebrándose con gran éxito en la actualidad.

Gizona agea esta andrea aizea. Eulalia Abaitua
Gizona agea esta andrea aizea. Eulalia Abaitua

En la cultura tradicional, el matrimonio –ezkontza– es el rito de paso más importante del ciclo vital del hombre y la mujer, es el tránsito a la edad adulta, la sexualidad y la procreación, así como el de mayor prestigio social al erigir a los contrayentes tras los esponsales, en jaun y andere de una casa, Etxe. Un etxeko jaun y una etxekoandre que, al margen de si son propietarios o simples inquilinos, ricos o pobres, son la cabeza y los brazos de una de las unidades básicas que han sustentado la sociedad vasca en la era moderna.

Herrik bere legue… Etxek bere astura. La casa –etxea– en el País Vasco, no es solo edificio y morada sino el núcleo físico, mental y simbólico sobre el que se sustenta su cultura. Su prototipo es el caserío –baserria– una explotación agrícola-ganadera de producción, reproducción y consumo, autosuficiente e indivisa que se ha de preservar y mejorar para ser transmitida de generación en generación.

Un complejo económico, autónomo y disperso en el paisaje pero integrado en su comunidad –herria– por vínculos materiales y simbólicos que rigen los modos de relación, colaboración y celebración entre vecinos.

Sugabeko etxia… odolgabeko gorputza. Un inmueble multifuncional vertebrado con el medio, de ahí las variedades constructivas existentes en el País, y con una distribución interior adaptada a las necesidades de habitación, trabajo y sepultura. Una vivienda cuyo corazón es la cocina en torno al hogar (luz, calor y alimento) custodiado por la etxekoandre al ser espacio para evocar, rezar y transmitir en euskera, y lugar donde la familia reunida, convive, trabaja y recibe.

Un casa asentada en la tierra y fundida con ella al cobijar un mundo animado de seres invisibles y familiares difuntos a los que se habla, respeta y venera al formar parte de los principales acontecimientos de la existencia de los vivos, mediante los ritos en torno al fuego sagrado del hogar y su prolongación en la sepultura de la parroquia, enlazados por el –hilbide-. Una casa habitada –etxekoak– cuyos miembros son identificados por su nombre y a los que proporciona personalidad jurídica y social.

Una familia extensa, que aglutina a todos los nacidos en ella y que al abandonarla en aras de su viabilidad económica siguen vinculados por una teja, árbol o dote, símbolo de la mutua reciprocidad con la casa a la que pertenecen y en la que serán siempre acogidos/as. Y por supuesto a los que moran en ella, la familia del elegido/a por los padres –etxenausik– como sucesor para la gestión, continuidad y transmisión del mayorazgo.

Con este fin, el heredero/a –zu etxerako– contrae matrimonio, en general de conveniencia, con la firma de un contrato en cuyas capitulaciones se especifican las respectivas aportaciones de los contrayentes y las servidumbres para con el Etxe (padres, hermanos, criados). Unos deberes que en el caso de la mujer son más explícitos ya que erigida en el eslabón entre pasado y futuro, recaen en ella el desempeño de los ritos funerarios para con los antepasados –sepultura hartze– y la maternidad con el fin de asegurar la sucesión.

Una de las estipulaciones primordiales del contrato matrimonial será la dote que supone la aportación de dinero, tierras o animales por parte del novio/a que llegaba de fuera, constituyendo una fuente de ingresos para el etxe y, en algunos casos la compensación para el resto de los hijos, que a su vez debían generar su propia dote para abandonarla. A veces por separado y a veces formando parte de ella está el arreo integrado por los muebles y enseres que el novio/a llevaba a su nueva casa y cuyo traslado, después de las proclamas, era un acto ritual y simbólico, que en el caso femenino finalizaba en torno al hogar con el rito de –etxe-sartzea– entre la etxekoandre mayor y la entrante o, en el establo con la entrega del palo –makila– cuando el traspaso de poderes era entre el etxeko jaun y su sucesor.

Eztei-gurdia El arreo tradicional, en el caso del novio se componía de ropa para sí, regalos para la prometida y aperos o herramientas de algún oficio por ser estos sus cometidos en su nueva casa. El de la mujer, en aras de su naturaleza, atributos y destino se habría ido preparando desde temprana edad y estaba constituido básicamente por la cama completa y el arca, expresión ambas de su futura vida conyugal; los elegantes y primorosos útiles de hilar como símbolo de las cualidades de feminidad y diligencia, y el ajuar textil fruto de años de aprendizaje y trabajo, para los que habrá contado con la enseñanza y colaboración del resto de las mujeres de su familia y vecindad.

La fabricación industrial, una mayor disponibilidad económica y las modas de la sociedad urbana influyeron, con el tiempo, en el número y tipología de los muebles integrantes del arreo incorporando cómodas, plateros, armarios, relojes, vajillas, sillas, aguamaniles y espejos con los que amueblar la casa. Si el mobiliario era imagen de la fortaleza doméstica de la casa no lo era menos el ajuar textil, al constituir ambos la suma de los sucesivos arreos llegados con cada nuevo matrimonio. Un ajuar que era trasladado en un arca específicamente construida para la novia y colocada en la habitación del nuevo matrimonio conteniendo, además de las varas de lienzo sin cortar, el ropero femenino, con el traje de boda que mudará en mortaja a su muerte, la lencería y la ropa de diario; el ajuar doméstico (ropa de cama, mantelerías y toallas) para el día a día y las celebraciones familiares, y los paños rituales, en especial los funerarios (sudarios, paños de ofrenda) de gran calidad y riqueza ornamental.

Gure amak, kutxean… noizko oialak ditu / Amonen amonekin nik galdu dut kontu. El traslado del arreo de la novia a su nueva casa se realizaba con anterioridad a la boda, habitualmente en día de labor y, dependiendo del nivel económico de la familia, en uno, dos y hasta en tres carros de bueyes. Un acto festivo de ostentación y notoriedad del etxe comunicado a los ancestros y a la comunidad mediante el chirrido estridente de los ejes de los carros y el bullicio, los cohetes y la música que acompañaba al cortejo de padres, hermanos y primeros vecinos.

Las parejas de bueyes, elegidos por su porte, se engalanaban cubriéndolos con lienzos de rayas o mantas de colores, hermosos collares de campanillas al cuello o con la costumbre vizcaina, de cubrir el yugo tallado con una piel de tejón y coronarlo con una –azkonarra– de hierro forjado y campanillas de bronce a fin de ahuyentar los malos espíritus. En algunos pueblos de Navarra y Zuberoa abría la comitiva el hermano de la novia llevando un carnero con los cuernos adornados con cintas rojas que, llegados a la casa, se convertían en objeto codiciado por unos y otros terminando, en general, sobre la boina del que sacaba a bailar a la recién desposada tras la boda.

Gurdi erdian… kutxa, aurrean arda-tza / ta lilai-muturrean amuko mata-tza / Gurdi atzean suila ta tupiki per-tza / ogekoz edertzen da gurdiaren ertza. La disposición del arreo sobre los carros, como en todo acto ritual, estaba codificada con un lenguaje simbólico compartido por la comunidad. Así la cabecera del carro estaba presidida por la rueca y el huso, situando a la cola, el espejo, haciendo referencia con ello a las cualidades que debían prevalecer en la mujer casada: laboriosidad sobre coquetería; centrada y en alto, la cama vestida con jergón de perfolla de maíz, cuatro colchones y almohadas de lana con sus correspondientes haces de lienzo de lino (sábanas, fundas de edredón y almohada). Y bajo ella el arca de novia con el ajuar textil que al llegar a la casa era desplegado, enumerado y elogiado por la costurera que lo había cosido, empezando por las sábanas y terminando por las camisas para el novio, entre las que destacaba una de elegante pechera para lucir en la boda.

Aurrean-aurren… oazala / Ederra eta zabala / Badakizue zer amoreri / Eginen dio itzala. En los otros carros, habitualmente prestados por los vecinos, se disponía el resto de los muebles, aperos de labranza, enseres de cocina, calderos y herradas de cobre, presididos por el torno de hilar mecánico y una estampa religiosa enmarcada. Atados al último carro una novilla, yegua u ovejas que se aportaban como dote, y cerrando el cortejo un grupo de mujeres que llevaban tortas y viandas para el banquete nupcial, siendo en Bizkaia las amigas de la novia, las encargadas de trasladar sobre sus cabezas los presentes de los familiares y las delicadas piezas de vajilla, paños de iglesia y candeleros de bronce.

Eztai-eguna… baita jairik alaiena / Anka jaso bage ez da gelditzen gai dena. Llegado el arreo a su destino, se celebraba el matrimonio en la iglesia y tras la bendición sacramental se volvía a la casa para disfrutar del banquete nupcial en torno a una gran y copiosa comida dispuesta para la ocasión, no siendo ni la primera ni la última con la que se agasajaría a los invitados. Al caer la tarde, los recién casados con amigos y familiares se fundían en una soka dantza, enlazando pasos y vidas en una suerte de compromiso colectivo ante un futuro incierto y a la vez prometedor: la continuidad del Etxe.

Las escuelas de barriada, una puerta al mundo para los núcleos rurales de Bizkaia

Hace 95 años nacieron las escuelas de barriada, que contribuyeron a reducir el analfabetismo, instaurar la educación bilingüe y abrir estos núcleos al mundo

Un reportaje de Gregorio Arrien

el pasado 26 de noviembre se cumplieron 95 años de la presentación de la llamada Moción Gallano, que dio lugar a la creación de las escuelas de barriada. La Corporación provincial tomó en consideración la Moción el 9 de diciembre del mismo año 1919, y con el objeto de tramitar con urgencia los primeros pasos y trabajos se nombró, a principios de 1920, una Ponencia ejecutiva conformada por Luis de Eleizalde, Eduardo de Landeta y los diputados Juan Gallano y Práxedes Aránsolo. Como fruto del interés y entusiasmo con que trabajó la Ponencia, en enero de 1921 ya funcionaban las dos primeras escuelas, la de Albiz de Mendata y Belendiz (Arratzu).

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Destinadas a suplir la ausencia estatal, las escuelas de barriada trataban de corregir los altos niveles de analfabetismo y, en general, el desajuste educativo-cultural de Bizkaia, reflejados, sobre todo, en las zonas rurales y los barrios minero-industriales. La geografía del país, montuosa y abrupta, salpicada de caseríos agrupados en pequeñas barriadas, hacía que los niños no pudieran asistir, por la distancia existente, a las escuelas situadas en los centros de la población. Entre los demás factores y elementos que estaban en la base de la creación de estos centros, hay que mencionar los siguientes: La necesidad de enseñar a los niños en la lengua materna, el desarrollo del pensamiento escolar y la conciencia cada vez más clara y exigente en materia cultural, en la línea de los países más cultos de Europa, el pensamiento e ideología del nacionalismo y la relativa riqueza del país a estas alturas del siglo XX. Todo ello entendido en el marco del empuje autonómico del momento.

Rápida construcción Las escuelas fueron levantándose e inaugurándose de forma muy acelerada. Ya antes de 1925 se habían construido 77 escuelas, con 114 clases y otros tantos profesores. En 1929 se completaron las 100 escuelas que estaban previstas en el plan de la Diputación, alcanzando un censo escolar de más de 5.000 alumnos. Eran unas escuelas simpáticas que se extendían por todo el territorio de Bizkaia, principalmente en las barriadas y pueblos más necesitados de centros de enseñanza; previamente, los pueblos o barriadas que aspiraban a tener la prometida escuela primaria, debían cumplir varias condiciones: las agrupaciones de vecinos debían constar de más de diez vecinos; sus viviendas debían distar, por lo menos, un kilómetro de la escuela más próxima, y, por último, la barriada o el ayuntamiento debían proporcionar un local adecuado.

Durante la II República tuvo lugar una nueva ampliación de 25 escuelas, que se unieron a las ya existentes del plan anterior; al término del proceso constructivo en 1936 el número de alumnos ascendió a 6.321 y el de maestros a 162.

Concebidas en los orígenes como verdaderas escuelas vascas o ikastolas, pronto sufrieron importantes modificaciones en su orientación, en función de la diversidad de políticas educativas radicadas en la Diputación y ejercidas desde la misma. Ya en la primera etapa, de 1920 a 1923, se abandonó la educación bilingüe de los inicios y se inutilizaron los textos euskéricos preparados por la propia Diputación unos años antes, permitiéndose en adelante el uso del euskera sólo como vehículo o medio de enseñanza. Tras estos pasos, el pensamiento inicial de Eleizalde, Landeta y otros, de desarrollar la escuela vasca, quedó, en gran manera, desnaturalizado, pero decidieron seguir adelante en su afán de lograr una parte de lo que aspiraban.

Los cambios en la orientación no terminaron aquí, ya que durante la Dictadura se acentuó la marginación de la lengua vasca, imponiéndose la estricta obligación de seguir el régimen general de enseñanza de las escuelas nacionales. Por fin, y antes del definitivo cambio de carácter en 1937, durante la II República se abandonará la enseñanza religiosa y se aplicará el laicismo escolar.

Pese a las anteriores modificaciones, la institución de las escuelas de barriada tenía una evidente personalidad, como fruto de su particular organización y su peculiar arquitectura, adaptada al paisaje del entorno; aparte estaba la envidiable adhesión popular.

El apoyo popular El apoyo otorgado a estas escuelas fue verdaderamente admirable. Según los testimonios de la época, fue emocionante ver en muchas barriadas cómo jóvenes y ancianos, hombres y mujeres quisieron tomar parte directa y activa en la construcción del edificio escolar, algunos aportando su dinero, producto de muchos sacrificios, y otros su esfuerzo personal, su propio trabajo. No faltaron quienes ofrecieron la madera de sus bosques o la piedra de sus canteras y sus yuntas y carros acarrearon los materiales a pie de obra. A este respecto, se suele situar esta obra escolar colectiva en el contexto de una antiquísima costumbre popular de organizar las prestaciones sociales en común, en auzolan.

Edificadas en estas condiciones, no es de extrañar que muchas escuelas contaran con el más sincero afecto de sus respectivas barriadas; por eso, las cuidaban con cariño, respeto y consideración.

Aunque la mayoría de las escuelas fueron construidas por los ayuntamientos, una buena parte de ellas fueron levantadas directamente por los vecinos, y eran, por ello, propiedad de los vecinos.

Además de proporcionar el plano de construcción y gestionar después la cesión gratuita de los locales, la Diputación se encargaba también de costear el material de enseñanza y el sostenimiento de los maestros.

Personal docente Por la importancia que se daba al profesorado en la organización y funcionamiento de las escuelas, la Diputación planificó todos los medios para atraer a sus centros lo mejor de las normales, en base a unas retribuciones y derechos que, a las alturas de los años 20, se consideraban bastante ventajosas. El ingreso en el cuerpo del profesorado estaba precedido de una depurada selección de los aspirantes. La provisión de plazas se hacía por medio de un concurso público y general, convocado con arreglo a una serie de bases entre las que primaban los valores personales, los conocimientos profesionales y el dominio de la lengua materna del niño. En las zonas de habla euskaldun, donde trabajaban la mayor parte de los maestros, estos debían conocer el euskera para emplearlo como vehículo de enseñanza.

El profesorado de las escuelas de barriada estaba conformado por un escogido cuadro de enseñantes, caracterizado por un alto interés docente y una verdadera vocación y entusiasmo. A muchos les tocó trabajar en apartados lugares y en medio de grandes incomodidades, a veces en montaña y otras en cerrados valles; por eso, su labor educadora se vio deslucida, en ocasiones, por la deficiente asistencia de los niños, quienes por las condiciones del lugar y el medio de vida del vecindario, dejaban de asistir a las clases.

Había bastantes figuras, que aparte de las labores escolares propiamente dichas, se dedicaban a otro tipo de quehaceres como escribir en la prensa y otras actividades sociales y culturales; Julene de Azpeitia fue quizás uno de los casos más conocidos en el campo cultural.

Actividades escolares La edad escolar, comprendida entre los 5 y los 14 años, abarcaba ocho años de duración en la escuela, a razón de dos años en cada uno de los siguientes grados: preparatorio, elemental, medio y superior. Las sesiones eran de tres horas de duración, interrumpidas por los recreos ordinarios, mañana y tarde. El censo escolar nunca debía superar los 48 alumnos por aula.

Las escuelas estaban clasificadas en mixtas, unitarias y especiales o graduadas; la mayor parte de estas últimas eran de dos grados.

Los programas de enseñanza, elaborados a partir de 1928, adolecían en general de los mismos defectos de los demás programas nacionales: sus contenidos eran demasiado amplios y complejos. Se incluían en los mismos las disciplinas habitualmente estudiadas en la escuela nacional. Los mejores alumnos de las escuelas eran ayudados y asistidos por medio de becas y ayudas de estudio para proseguir la enseñanza superior.

El uso del material escolar, proporcionado gratuitamente por la Diputación, fue una de las destacadas características de las escuelas; se les dotó del material fijo y móvil más moderno y más útil al fin que se perseguía. Entre el cúmulo de materiales servidos, eran los medios intuitivos y de proyección los que más se distinguían por su modernidad, si bien se procuraba que no faltase cosa alguna de necesidad o conveniencia para la enseñanza. En las clases donde se hallaba instalada la luz eléctrica, se contaba con el aparato de proyecciones y un surtido completo de placas de asuntos geográficos, históricos, agrícolas y demás.

Las excursiones escolares con fines educativos y las enseñanzas de carácter agrícola encontraron en las escuelas de barriada una verdadera oportunidad para su implantación y práctica.

Entre las actividades complementarias cabe mencionar la mutualidad escolar, las bibliotecas circulantes, las clases de adultos, los museos y exposiciones.

La cantina escolar constituía una institución necesaria y eficaz para el funcionamiento de las escuelas.

Los frutos del esfuerzo Aparte del esfuerzo organizativo, que fue realmente enorme, la Diputación gastó anualmente grandes sumas de dinero en el sostenimiento de las escuelas de barriada, siendo los sueldos de los maestros la partida más importante del presupuesto anual.

En el libro que publicamos en 1987 sobre Educación y Escuelas de barriada de Bizkaia (Escuela y Autonomía, 1898-1936), se hace una breve valoración de los principales resultados y frutos obtenidos; a saber: La reducción del analfabetismo, la instauración de la educación bilingüe y una apertura de las barriadas a un mundo de relaciones humanas, sociales y culturales. Con todas las limitaciones ya conocidas, se había reservado al vascuence un lugar que antes no había podido encontrar. Los motivos de índole política nacional y la cuestión del fuero de la lengua castellana, impidieron una mayor introducción de la lengua vasca en la enseñanza. En general, fueron escuelas generadoras de cultura y civismo, cuya acción no debe desligarse de los demás avances tecnológicos, económicos y de estilos de vida efectuados en las zonas rurales, a lo largo de todos estos años.

Derecho, Historia y Nacionalismo vascos: Ildefonso de Gurrutxaga

Fiscal superior durante el Gobierno de Agirre, Ildefonso de Gurrutxaga administró justicia y profundizó en la historia vasca

Un reportaje de Luis de Guezala

El pasado día 3 de diciembre se cumplió el cuarenta aniversario del fallecimiento en Donostia de Ildefonso de Gurrutxaga y Ansola, quien fuera un destacado abertzale, abogado e historiador guipuzcoano. Había nacido en Azpeitia al comenzar el siglo XX, un 22 de agosto de 1902. Estudió Derecho en la Universidad de Deusto y allí conoció a otros jóvenes de su generación que acabarían siendo destacados líderes del naciente nacionalismo vasco como José Antonio de Agirre. Su compromiso con la política se produjo en 1930, en el contexto de la reunificación de Aberri y Comunión Nacionalista Vasca que refundarían un nuevo Partido Nacionalista Vasco al cual se afilió, poco antes de la proclamación de la II República española.

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Al comenzar la guerra provocada por una sublevación militar contra la República y constituirse, en octubre de 1936, el primer Gobierno vasco, fue nombrado fiscal superior de Euskadi, al haber quedado la Justicia como una atribución exclusiva del Gobierno autónomo. Desempeñó este cargo acorde con la mentalidad que predominaba en el Gobierno presidido por Agirre, procurando moderar, humanizar y civilizar una situación terrible en la que tendían a prevalecer los odios y los actos criminales. Como dijera Manuel de Irujo, la guerra es la negación del derecho, y la labor para los hombres de leyes, más aún con la responsabilidad encomendada a Ildefonso de Gurrutxaga, resultaba extremadamente difícil en el contexto bélico. Como él mismo definiría, la justicia aplicada desde el Gobierno vasco fue “justicia enérgica, pero sin crueldad, ponderada y humana, pero sin impunismo”. Se mantuvieron las garantías procesales en juicios públicos, con jueces, magistrados y fiscales profesionales, a los que pudieron asistir personalidades y corresponsales extranjeros, y no hubo restricciones para la defensa de los acusados, asistidos por los abogados más notables de Bilbao. El lehendakari Agirre, asesorado por una Comisión de Justicia, decretó además algunos indultos.

Los juicios en los que se condenaron a algunos acusados de traición o espionaje a la pena capital tuvieron lugar en los cuatro primeros meses del Gobierno vasco. Esta rápida y fundamentada actuación de la justicia vasca fue, en opinión de Gurrutxaga, efectiva y suficiente para atemorizar y contener a los adversarios y tranquilizar a los leales. Perdida la guerra en Euskadi, continuó trabajando como magistrado para Manuel de Irujo, nacionalista vasco ministro de Justicia del Gobierno republicano, en Ciudad Real, Alicante y Tarragona. Después marchó al exilio en Francia, desde donde acabó viajando a Argentina, en el vapor Alsina, que zarpó de Marsella en enero de 1941.

Artículos y estudios históricos En Buenos Aires colaboró con la Delegación del Gobierno vasco y trabajó como administrador y redactor de su periódico Euzko Deya. También colaboró con Tierra Vasca con el seudónimo de Iñigo de Uranga. En 1943 fue uno de los fundadores del Instituto Americano de Estudios Vascos junto a otros destacados miembros de la comunidad vasca en Argentina como Justo Garate, Isaac López de Mendizabal, Andrés Mª de Irujo, Bonifacio de Ataun o Pedro de Basaldua. En el Boletín de este Instituto, del que fue secretario general, escribió numerosos artículos muy destacables sobre historia y cultura vascas. Fue además, como afiliado de EAJ/PNV, miembro de Acción Vasca de la Argentina, y socio del centro Laurak Bat, del que llegó a ser secretario, vicepresidente y presidente el último año de su estancia en Argentina. De carácter tranquilo y hasta parsimonioso, destacó por su espíritu comprensivo y apaciguador, no haciendo diferencias con otros exiliados de distintas ideologías políticas.

Su dedicación a los estudios históricos durante el exilio en Argentina fue cada vez mayor. Coincidió con José Antonio de Agirre en la idea de la necesidad de la realización de una Historia vasca. Mantuvieron entre ambos una activa y abundante correspondencia sobre esta cuestión a la que Agirre se dedicó en los últimos años de su vida, con el asesoramiento y colaboración de Gurrutxaga. Este también se encargó de realizar un capítulo de esa Historia sobre la época romana, así como sobre otros temas que formarían parte de un primer volumen desde los orígenes hasta el siglo XIII.

En 1959 regresó a Euskadi, pasando a residir en Donibane Lohizune, donde ya había vivido tras el final de la guerra. Este retorno pudo deberse, entre otras razones, a la petición del lehendakari Agirre de que colaborara más directamente en su proyecto histórico. Así lo sugiere la historiadora María Luisa San Miguel, que ha investigado sobre la figura de Ildefonso de Gurrutxaga y editado la reedición de algunas de sus obras con los títulos Reflexiones sobre mi país y Aprendamos nuestra historia. Es posible que también se le encomendara la presidencia de Sabindiar Ba-tza, ya que este mismo año regresó a Bilbao de su destierro en Iparralde Javier de Gortazar, que había sido hasta entonces presidente de esta institución, constituida en 1950 con el objetivo principal de reunir y publicar las obras completas de Sabino Arana.

El fallecimiento de José Antonio Agirre en 1960, que fue una terrible e inesperada pérdida para todos los abertzales, supuso sin duda un gran golpe para Gurrutxaga. Perdía no solo al lehendakari sino también al amigo y al intelectual con el que había compartido su proyecto histórico.

En 1965 Sabindiar Batza publicó, con motivo del centenario de su nacimiento, las obras completas de Sabino Arana, siendo Ildefonso de Gurrutxaga su presidente, responsabilidad que no abandonaría hasta su muerte.

Críticas a Otazu Al final de su vida conoció el inicio del desarrollo de una nueva historiografía españolista, que tenía como principal novedad su metodología marxista, y que, por lo demás, coincidía con la tradicional negación desde el nacionalismo español de la existencia de una nación vasca con una historia e identidad propias. Una de las primeras publicaciones de esta corriente fue la monografía de Alfonso Otazu titulada expresivamente El ‘igualitarismo’ vasco: mito y realidad, con la que pretendía demostrar que los ordenamientos forales vascos que se habían distinguido por establecer la igualdad jurídica de todos los habitantes de los territorios en los que se aplicaban no eran sino mitos o invenciones del nacionalismo vasco.

Posiblemente la última aportación de Iñigo de Uranga pudo ser una crítica a esta obra y a sus tesis, publicada en el número de Alderdi fechado en agosto-octubre de 1974. En ella Gurrutxaga razonaba, entre otras cosas, que a pesar del esfuerzo de Otazu en resaltar las desigualdades económicas y sociales que pudo haber en el pasado en el País Vasco, que estas existieran no convertía la hidalguía universal en un mito. También opinaba que hubiera sido interesante que se hubiera esforzado igualmente en comparar estas desigualdades con las de otras partes. Cosa que, sin duda, estaba muy lejos del ánimo de Otazu, atisbando que los resultados no le hubieran satisfecho.

Gurrutxaga concluía su artículo anunciando su continuación en el siguiente número de Alderdi, pero esta continuación nunca llegaría. Padecía un cáncer de estómago que avanzó muy rápidamente. Ya muy grave fue trasladado a la clínica de la Esperanza en San Sebastián, donde falleció el 3 de diciembre.

Ildefonso de Gurrutxaga nunca vio terminar la dictadura franquista que había condicionado tan terriblemente su existencia. Como tantos otros abertzales. Teodoro de Agirre y Lekube había muerto en octubre. Y, también en diciembre de 1974, fallecieron Lucio de Artetxe, José María de Lasarte y Antonio Ruiz de Azua Ogoñope. Para todos ellos y tantos otros, luchadores toda su vida por la causa de la libertad vasca, que nos dejaron sin poder volver a ver ondear libremente su propia bandera sobre su propia tierra, sea hoy, cuarenta años después, nuestra admiración y nuestro recuerdo. Agur eta ohore.