Bilbao 1983: destrucción y catarsis

Las inundaciones de 1983 dejaron a Bilbao y Bizkaia bajo un manto de lodo y destrucción del que sus ciudadanos supieron salir a base de mucho trabajo y solidaridad

Un reportaje de Luis Bilbao Larrondo

En los días posteriores a las inundaciones, en sus ediciones especiales, los periódicos bilbainos publicaron que entre la media tarde del viernes 26 y las primeras horas del sábado 27 de agosto de 1983, tuvo lugar la mayor catástrofe de la historia de Bilbao y que este hecho quedaría impreso en la mente de los vizcainos.

Describieron los medios, con todo lujo de detalles, cómo las lluvias torrenciales se fueron trasladando desde Gipuzkoa a Bizkaia, de este a oeste, en un recorrido de destrucción y muerte. Bilbao, mientras disfrutaba de sus fiestas, quedó, en tan solo unas pocas horas, completamente aislada. La ría se desbordó en ambas márgenes. En El Arenal el agua arrasó las txosnas, llevándose toda clase de equipos estereofónicos y electrodomésticos de grandes dimensiones. Incluso reventó las puertas de metal del mercado de la Ribera y arrastró dirección al mar sus cámaras frigoríficas.

Una cascada impresionante descendía desde el Monte Arraiz, arrasando con todo a su paso. Unos 5.000 vehículos habían quedado anegados en la autopista Bilbao-Behobia y el túnel de Malmasin se había convertido en un río. En Matiko se produjeron avalanchas de tierra que arrastraron todo tipo de piedras y materiales por las laderas. El vestíbulo de la Estación del Norte era una inmensa cascada y las vías del tren eran en realidad un río canalizado hasta el centro de Bilbao. Los ríos vizcainos empezaron a desbordarse de sus cauces, se cortaron las carreteras por los continuos desprendimientos de tierras, los vehículos quedaron totalmente inmovilizados, lo que provocó un colapso total. Mercabilbao había quedado completamente inundado. Desde el Valle de Ayala a Bilbao numerosas industrias ubicadas en las orillas del Nervión quedaron completamente devastadas en unas pocas horas. Bilbao se quedó sin comunicaciones, sin medios de transporte, sin gas, sin luz, sin agua, y miles de bilbainos, sin vivienda. Un periodista manifestó que Bizkaia se había convertido en un gran mar plagado de pequeñas islas.

¡Que nadie salga! Se transmitieron durante esas angustiosas horas, constantes avisos por radio y megafonía pidiendo a la gente: “¡Por favor que nadie salga de casa! ¡Aléjense de Bilbao! ¡Manténganse fuera de Bizkaia! ¡Que nadie se acerque!”. La incomunicación fue tanto física -desprendimientos de tierra, carreteras desaparecidas, rotura de puentes, inundaciones de túneles, fábricas arrasadas-, como mental -llegaban consignas de que nadie se aproximase a la villa ni a la provincia, porque, de lo contrario, podría suponer su fin-, produciendo una sensación en el bilbaino, en el vizcaino, de aislamiento y soledad.

Una oscuridad como nunca antes había conocido Bilbao se apoderó de toda la villa. De repente, apareció un ataúd que era arrastrado por las aguas del Nervión. Muchos lo tomaron como un hecho premonitorio de lo que estaba sucediendo. Las lunas de los vehículos no dejaban de estallar y las casas de crujir, a lo que se unía el estrépito producido por los coches arrastrados por las aguas, al chocar entre sí o contra las viviendas. En Sendeja, Esperanza y Askao, hubo casas que, por la fuerza de las aguas, quedaron completamente destruidas.

La oscuridad de la noche se vio únicamente interrumpida por las luces de las velas que se vislumbraban por algunas ventanas, por las de las linternas de los socorristas y por los rayos que caían de vez en cuando sobre Bilbao. También se sumaban a estos, otros sonidos a los que no estaban acostumbrados los bilbainos, los producidos por los gritos de auxilio de la gente; unos pedían socorro para que les ayudasen a bajar de los tejados; otros, simplemente, gritaban: “¡Queremos vivir!”.

La poca gente que aún caminaba por las calles se agolpaba en las aceras, tan curiosas como perplejas, tratando de llegar a sus casas. En las calles Cortes y San Francisco no había ruidos, ni palabras, ni música ni luz, todo lo cual no suscitaba ningún atisbo de confianza cuando se veían las caras los vecinos. Un silencio ensordecedor se palpaba en todas las callejuelas. Una psicosis de catástrofe lo inundaba todo. Aquellas calles eran sitios inhóspitos. Cada esquina, cada sombra, generaba incertidumbre.

El informe técnico del Ayuntamiento de Bilbao del domingo 28, señalaba cómo habían quedado los barrios de Bilbao: el Casco Viejo, anegado por el barro y todo su comercio destruido. Rekaldeberri había quedado inundado de lodo y destrozado -la tierra, la chatarra y los coches averiados cubrían las calles-, lo que había arruinado a talleres y a empresas. Los desprendimientos de tierras eran toda una estampa en la carretera a Larraskitu y el camino de Iturrigorri, con muchas casas en peligro de derrumbarse. Bilbao La Vieja se encontraba en estado catastrófico. Las unidades del ferrocarril del muelle de Ibeni estaban volcadas en la ría. El muelle de Urazurrutia tenía levantada la calzada 200 metros y varias viviendas estaban a punto de derrumbarse. Además, los vehículos se encontraban destrozados, apilados y cubiertos de barro. En Atxuri, las calles estaban invadidas de barro y de escombros. El acceso al alto de Miraflores estaba interrumpido por el desprendimiento de tierras; el muelle de Uribitarte, lleno de lodo, así como todo el Campo Volantín, incluido los hoteles Nervión y Conde Duque que habían quedado totalmente inundados. Elorrieta estaba inundada, incluso había desaparecido el embarcadero Lutxana Zorrotzaurre. En la Vía Vieja de Lezama hubo varios corrimientos de tierras, así como en la carretera de Zorrotza a Kastrexana, al igual que en Camino de la Estación, en camino de la Ventosa y en la avenida Montevideo. En los accesos a la villa, desde la autovía a la avenida de Zumalakarregi, los bloques de asfalto estaban levantados, todos los semáforos de la Gran Vía estaban derribados y se había cortado la carretera de Ibarsusi a Otxarkoaga, barrio que había quedado arrasado por la fuerza de las aguas. En la zona de Larraskitu-Peñaskal los derrumbamientos de tierras provocaron hasta cuatro metros de altura de rocas y escombros. Las familias más humildes de Bilbao lo habían perdido todo. De hecho, en el Peñaskal solo había rabia y desolación. Sus habitantes se habían quedado sin lágrimas de tanto llorar. Atrás quedaban los años de lucha, reivindicando vivir bajo unas condiciones dignas. Los medios de comunicación sostenían que en los barrios pobres de Bilbao se había desatado el infierno.

Acto seguido se publicaron toda una serie de palabras que se repetían reiteradamente en los distintos medios de comunicación: “Imagen dantesca, situación dramática, catástrofe sin precedentes, aspecto desolador, escena desgarradora, sensación de terror, devastación, flotaban los cadáveres, olor apestoso, miedo, pánico, terror, incertidumbre, psicosis, apocalipsis, nervios, tensión, rabia, desolación…”, o frases tales como “las cercanías a la ría eran lo más parecido a los restos de una ciudad en guerra”.

Cierre de empresas Los efectos, según la prensa, se dejarían sentir en muchas empresas; de hecho, algunas de ellas no pudieron reiniciar su actividad, quedando cerradas para siempre. Las autoridades dieron otras cifras, 34 muertos, 500.000 millones de pesetas de pérdidas y 26.000 puestos de trabajo perdidos.

La ayuda llegó desde todo el Estado. Miles de voluntarios llegaron desde los pueblos de ambas márgenes de la ría. Unos lo hicieron en camiones; otros, en autobuses. También lo hicieron desde Araba, Gipuzkoa y Nafarroa. Además de todas las fuerzas de la administración, tanto estatal como local… estaban las cuadrillas de limpieza, con las comparsas a la cabeza, en las que predominaban los jóvenes, sin miedo al barro, ni al olor putrefacto, con la única protección de las mascarillas de papel o cartón. Entre ellos había estudiantes, oficinistas, camareros y parados. El popular payaso Tonetti y los artistas de su circo, que se hallaban en Bilbao por sus fiestas como todos los años, bajaron al Casco Viejo para ayudar en las tareas de limpieza.

Las emisoras de radio lanzaban mensajes para recabar materiales de primera necesidad, medicamentos, agua potable y potitos para niños. Se habilitaron comedores, camas y se distribuyeron ropas en colegios y en casas particulares, en donde fueron acogidas miles de personas. Hubo propietarios de bares y restaurantes quienes, al encontrarse sin electricidad en los congeladores, cocinaron todo lo que tenían almacenado y regalaron a esos centros improvisados kilos y kilos de alimentos recién cocinados.

La prensa sostuvo que en los bilbainos se despertó su lado más humano. Pero tan humano era un lado como el otro, porque mientras unos ayudaban desinteresadamente, con una gran solidaridad ciudadana, acogiendo a las familias desamparadas, mostrando un civismo maravilloso; otros, en cambio, se dedicaban al robo y al pillaje, asaltando lo mismo comercios que casas particulares. Una vez descendieron las aguas, en el kiosco de El Arenal apareció Marijaia, medio enterrada entre los escombros, los desechos y unos hierros torcidos, toda despeinada, rota y con los ojos desencajados.

En esos momentos, mientras unos bilbainos, muy nerviosos, deambulaban, buscando agua, alimentos y noticias, otros, ayudaban en las labores de limpieza. Muchos de ellos, mientras lo hacían, no dejaban de mirar al cielo. Lo hacían cada poco tiempo. Se podía vislumbrar en sus miradas -según palabras de alguno de los allí presentes-, un enorme temor a que volviera a llover, cuando un haz de luz apareció tímidamente entre aquellos nubarrones cargados de incertidumbre. Una luz que proporcionó una pequeña tregua y cierta esperanza a la que aferrarse. No fue más que un anhelo, uno más, y al mismo tiempo, una única frase se repetía en voz baja entre los allí presentes: “Bilbao resurgirá de sus cenizas cual ave fénix”.

Maritxu Anatol, el último eslabón de la Red Comète

Eisenhower y Marshall reconocieron el valor de esta mugalari por pasar a 113 aviadores y 39 judíos de Iparralde a Hegoalde durante la II Guerra Mundial

Un reportaje de Iban Gorriti

El viernes hubiera cumplido 111 años. De talante especial y sin afiliación ni simpatía a siglas políticas o sindicales, María Anatol Aristegi murió a los 72 años, «vieja, ciega, reumática», como ella se autocalificaba, «pero con las botas puestas y la cabeza bien alta». Todo ello, después de que pasara la muga de Iparralde a Hegoalde a «113 aviadores y 39 judíos», según declaró a Vicente Escudero en DEIA en 1978. Falleció tres años después: «Mi testamento ya está escrito. No quiero funeral ni entierro. Tampoco que escriban epitafio alguno en mi tumba», manifestó quien nunca tuvo ni sintió «miedo por nada».

Tan desentendida en su último aliento como generosa en su vida de aventura diaria, aquella bronca mugalari de Irun formó parte de la histórica Red Comète, organización franco-belga que germinó en Bruselas en 1940 con el fin de evacuar a combatientes aliados perseguidos por los nazis, y que podría traducirse libremente como camino a la libertad.

El objetivo de esta organización clandestina-defiende el historiador Juan Carlos Jiménez de Aberasturi- era poner a salvo a estas personas con ayuda de embajadas y servicios aliados en España, hasta Gibraltar. La meta final, tras atravesar la Europa ocupada, era Euskadi para el paso generalmente a través del Bidasoa. Allí, «un grupo de vascos de ambos lados de la muga colaboró en esta etapa final del peligroso viaje», resume.

Anatol tenía doble nacionalidad. Era hija de un hombre de Behobia (Lapurdi) y una mujer de Irun (Gipuzkoa). Poseían una agencia de aduanas. Tal como señala Iñaki Rodríguez, en la enciclopedia Auñamendi, aquella joven tuvo un hermano ingeniero, otro cura y un tercero galardonado por sus investigaciones químicas. Inventó el medicamento defatigante Ergadyl y, tras ser preso de los nazis, acabó siendo profesor en la Universidad de Reims.

Al menos cuatro vascos se unieron o fueron captados para la Red Comète. Jiménez de Aberasturi cita en un principio a tres: al bilbaino Martín Hurtado de Saracho, a Ambrosio San Vicente, natural de Gasteiz, nacionalista y miembro del Araba Buru Batzar, y a Alejandro Elizalde, gudari de Elizondo. Maritxu también incluía a Alejandro Iribarren y Florentino Goicoechea.

Fue Elizalde quien captó a Anatol, personaje «audaz y pintoresco» que colabora activamente con el grupo en los contactos, desplazamientos y labores de abastecimiento. Todo el grupo, excepto la irunesa, fue detenido en 1943 y deportado a los campos de concentración nazis en Alemania de donde volvieron, maltrechos y enfermos, al final de la guerra».

En el momento de sumarse a la organización de la resistencia antinazi, Anatol se mostró cómoda en las actividades clandestinas. Llegó a convivir con los nazis en su casa confiscada, al tiempo que se jugaba la vida como último eslabón de la organización. «Éramos un grupo de aventureros, de personas decididas», enfatizaba, según detalla Rodríguez Álvarez. Los recogía en París, viajaba con ellos en el tren nocturno con documentación falsa hasta la casa de Ambrosio San Vicente, de Donibane Lohizune, y luego, desde el caserío Sarobe de Oiartzun, pasaba a la España franquista, rumbo a Portugal-Londres. Ella era la salvación final.

Quienes han estudiado su figura, sostienen que en la Red Comète desconfiaban de sus métodos personales. De hecho, los británicos no la quisieron porque pasaban muchas horas con los nazis. Por si acaso, «portaba una inseparable pequeña pistola Star», quién sabe si fue aquella histórica que tras ser un regalo hecho a Hitler acabó en aduanas. El historiador Txato Etxaniz, de Gernikazarra, confirma la venta de estos revólveres tras el bombardeo de Gernika, «a modo de souvenir por los pilotos».

La resistencia acabó prescindiendo de Anatol y su equipo. Pasaron a encargarle únicamente el cambio de moneda en pesetas para el trayecto a través de España», subraya Rodríguez.

El 13 de julio de 1943 el grupo vasco de la Red Comète fue detenido por la Gestapo. Tres miembros fueron deportados a Alemania, pero sobrevivieron. Maritxu logró salvarse. Ella pasó por la comisaria de la Gestapo en Baiona y por la prisión de Biarritz, se mantuvo firme en los interrogatorios y celebró su libertad.

En 1945, volvió a Irun donde se casó con el comerciante y deportista Eugenio Angoso. Dirigió su propia agencia de aduanas. Su labor no pasó inadvertida tras la liberación de Francia. Los mismos Marshall y Eisenhower lo hicieron. Y es que durante aquellos seis años, Anatol cruzó, entre otros, a André Mattei, que llegó á ministro francés plenipotenciario, o el príncipe Alberto de Ligne.

«En una ocasión», destaca el investigador Aitor Miñambres, «un hombre le preguntó a ver qué número era él de cuantos llevaba Maritxu pasados de frontera. Le dijo que el 69. Pues bien, tiempo después le llegó una notificación para que fuera a recoger un collar con 69 perlas». Ella anotaba todo en un cuaderno y «les pedía una dedicatoria al despedirme», según relataba en un libro de José Miguel Romaña.

El Estado francés también reconoció su entrega. «Podemos afirmar que ha contribuido con su coraje y riesgo de su vida al salvamento de un gran número de aviadores aliados caídos en nuestro país», difundieron. Y todo ello con una curiosidad más: la mugalari amaba el peligro sobre las ideologías. Se sumó a la Resistencia por humanidad. «A mí me daban pena esos chicos, los pilotos, y vi que podía ayudarlos. Por eso empecé a trabajar en la Red Comète», agregaba y concluía: «Si naciera otra vez haría lo mismo. Me volvería a meter en la Resistencia. Me gusta el riesgo, la aventura y me fastidia la vida cómoda, la vida muelle».

El jeltzale Iñaki Anasagasti es una de las personas que más ha reivindicado su figura. «Los nombres de las calles casi solo son de hombres ilustres. Cuando uno pregunta si no ha habido mujeres ilustres te dicen que no se sabe. Sí las hay, y es obligatorio ponerlas en valor. Maritxu fue una de ellas y debiera tener reconocimiento público porque cuando no había más que un futuro incierto arriesgó su vida por los demás. Debe ser reconocida por esta sociedad materialista».

Al respecto, Maritxu vivió en los años 60 en una calle de Irun que desde el 26 de febrero del año 2014 lleva su nombre.

Aldana: cuarenta años de un crimen sin castigo

Cuarenta años después del atentado contra el bar Aldana, de Alonsotegi, que causó cuatro muertos y veinte heridos, las víctimas siguen sin su derecho a la verdad, la justicia y la reparación

Un reportaje de Sonia Hernando

Para quienes no conocieron el bar y lo que allí sucedió, lo que se ve cuando pasas por la carretera es la entrada al pueblo de Alonsotegi. Para quienes lo conocimos, lo que hay es un agujero». El agujero al que se refiere el actual alcalde de Güeñes, Imanol Zuluaga, es el lugar donde hace cuarenta años estaba el edificio que albergaba el bar Aldana, el bar de Garbi. Allí, a las puertas de esta taberna, el 20 de enero de 1980 alguien dejó una caja con una bomba que explotó de madrugada, asesinando a Liborio Arana López, de 54 años; a Manuel Santacoloma Velasco, de 57, y al matrimonio formado por Mari Paz Ariño, de 38 años, y Pacífico Fika Zubiaga, de 39. Los dos primeros eran vecinos de Alonsotegi, la pareja formada por Mari Paz y Pacífico residía en Sodupe.

Algunos de los familiares de los cuatro muertos y veinte heridos en ese atentado con los que pudimos hablar en el documental Aldana 1980. Explosión de silencio no saben si podrían perdonar a quienes lo cometieron, pero si lo pudieran hacer, no sabrían a quién. Cuarenta años después de aquellos hechos aún no se conoce ni quién lo ideó, ni quién dejó esa noche el paquete que contenía en su interior seis kilos de Goma 2. Las sospechas de que la colocación de la bomba está conectada con los elementos parapoliciales que actuaban con total impunidad en aquellos años de plomo no sirven para curar las profundas heridas que dejó este atentado indiscriminado. Un día después de la explosión, un grupo autodenominado GAE (Grupos Armados Españoles) asumió la autoría de la colocación de la bomba en una llamada anónima efectuada a El Diario Vasco. Es la única certeza a la que se llegó en unos tiempos en los que se hacía impensable que la policía estuviera interesada en llegar hasta el final en la investigación de unos crímenes que apuntaban a elementos parapoliciales como responsables de la masacre. La investigación recayó en el entonces comisario de policía José Amedo que, según cuentan los testigos de lo ocurrido, se dedicó a interrogar de manera «ofensiva e insultante» a las propias familias de las víctimas y testigos del atentado. En doce meses la investigación quedó archivada, sin actas ni informes sobre los interrogatorios llevados a cabo. Este, el de la ausencia de una investigación, es uno de los agujeros negros de este atentado. Amedo, posteriormente, contó que fue el entonces jefe superior de Policía Santos Anechina quien ordenó que se paralizasen las investigaciones. Amedo, once años después de esa investigación, fue condenado a 108 años de cárcel por la Audiencia Nacional por seis asesinatos frustrados.

El abogado Txema Montero relata en el documental cómo puso en conocimiento de las autoridades una pista «fiable» que había recibido y que apuntaba a dos miembros de la Policía Nacional de la comisaría de Barakaldo. Esa pista contrastada por el Departamento de Interior del Gobierno vasco, entonces dirigido por Luis María Retolaza, y puesta también en conocimiento de la Policía Nacional, no llevó a ninguna parte. El caso del bar Aldana es uno de los 24 atentados de la extrema derecha sobre los que no hay un solo dato.

Silencio Pero esta historia tiene muchos más agujeros. Durante numerosos años las familias de los asesinados en el bar Aldana, de Alonsotegi, vivieron lo ocurrido sin el soporte público e institucional que merecían. Iñaki Arana, hijo de Liborio, se hizo ertzaina con el propósito de poder culminar una investigación que esclareciera quiénes fueron los autores del asesinato de su padre. Arana cuenta en el documental que realizamos hace cuatro años que aún no había sido capaz de contarle a su hijo lo que ocurrió. «En casa no se hablaba de aquello. Lo aguantamos, lo resistimos como pudimos, pero lo hicimos en casa. Lo nuestro, nuestro», cuenta. Un testimonio parecido al que recabamos en la entrevista conjunta que realizamos a Arantxa y Joseba, hijos de Mari Paz y Pacífico. Joseba, conmovido, cuenta cómo tampoco había podido contar a sus hijas lo que les había ocurrido a sus abuelos. En su relato se estremece al reconocer que es incapaz de explicarles la espiral de violencia de aquellos años en los que unos y otros se asesinaban indiscriminadamente dejando profundas heridas personales y familiares. Joseba y Arantxa tenían 12 y 14 años cuando sus padres fueron asesinados aquella noche. Mari Paz y Pacífico decidieron parar en el bar de Garbi cuando regresaban de un cine de Bilbao ese sábado por la tarde. A Arantxa nunca se le irá de la mente la imagen de sus padres al coger el coche para irse aquella tarde. Ella se quedó en la plaza jugando, fue la última vez que los vio con vida. Ese día, tal y como dice Joseba en uno de los momentos del documental, a ambos se les acabó la infancia.

Aún hoy, cuarenta años después de lo sucedido, cuando te acercas como periodista a esta historia, puedes entrever que hay muchas lágrimas que todavía no se han llorado. Las que apenas puede contener María Eugenia, hija de Liborio, cuando recuerda cómo ella y sus hermanas tuvieron que recoger los restos de su padre «pedacito a pedacito» porque estaban pegados a las fachadas de los edificios colindantes. La misma emoción contenida por María Eugenia mezclada con un enfado que en aquel momento no pudo expresar contra aquellos que no tuvieron la mínima empatía para retirar los restos de su padre, que días después de la explosión, aún podían verse esparcidos en paredes y tejados. O las lágrimas que tampoco asoman en el rostro de Amelia, la hija de Manuel Santacoloma, cuando recuerda cómo su padre ese mismo día le dijo que se había librado de la muerte «de chiripa» porque en la fábrica casi le había caído un rodillo encima. Horas después de que su padre le contara aliviado cómo se había librado de la muerte, a Amelia la despertaron de madrugada para contarle que Manuel era uno de los muertos en el atentado.

José Ángel González Arrieta, viudo de Garbi, y sus hijas Agurtzane y Garbiñe cargan sobre sus espaldas con un dolor muy profundo. Era la familia propietaria del bar Aldana y los cuatro estaban allí aquella noche. José Ángel, Garbiñe y Agurtzane nos ofrecieron su testimonio sentados alrededor de la mesa del comedor de la casa familiar. Recuerdo perfectamente el paisaje que se podía ver tras las ventanas de ese comedor mientras realizaba la entrevista a esa familia porque, en ocasiones, mi mirada tenía que acudir a él para soportar el dolor que asomaba en esos rostros. Antes de realizar esta entrevista los integrantes del equipo del documental habíamos recibido varios mensajes de personas muy cercanas a José Ángel que nos advertían de que «no le gustaba nada hablar de aquello». Sin embargo, durante la grabación, José Ángel fue capaz de contarnos sin demasiadas palabras el rastro de dolor que dejó el atentado en sus vidas. Un hombretón como él, anciano, pero con una constitución emocional y física muy fuerte, agarraba firme el pañuelo que usaba durante la grabación para secarse las lágrimas. José Ángel recordaba cómo su mujer, ya fallecida, recibió tras el atentado, y durante muchos años, llamadas anónimas que la amenazaban de muerte a ella y a toda la familia. De hecho, Garbi, tras el atentado, quiso poner en marcha otro negocio, pero las dueñas del local que quería alquilar desistieron al recibir ellas mismas amenazas para que no lo hicieran.

«Duro, muy duro» Al escuchar a José Ángel, era más que evidente la admiración que sentía hacia su mujer, Garbi, mientras relataba cómo ella, una y otra vez, recibía esas llamadas, pero no contaba nada de ellas a su familia para no preocuparles. José Ángel se rompió al contar lo duro que le resultaba ver cómo ella soportaba esa situación en silencio. «Era duro, muy duro», relató. Los rostros de sus hijas Agurtzane y Garbiñe, tratando de contener la emoción mientras miraban a su padre cuando contaba lo que sufrieron durante todos esos años, es una de las imágenes que se me ha quedado pegada en la memoria.

La historia del bar Aldana tiene muchos nombres. También los de cada uno de los veinte heridos que dejó la explosión: José Ignacio Etxebarria, Garbiñe Zarate, la dueña del bar que permaneció meses en el hospital con casi 500 puntos de sutura, o Andoni Mendoza quien perdió una pierna en la explosión, son solo tres de ellos. O el de José Antonio Larrinaga, Larri, primo de Garbi, y una de las personas clave en la recuperación de la memoria del atentado. Sabemos todos sus nombres. No sabemos los de aquellos que colocaron la bomba, ni tampoco sabremos nunca el nombre de aquella alta funcionaria del Ministerio del Interior que trató con amabilidad y cariño a María Eugenia Bideguren -hija de Liborio- hasta que esta le relató en una conversación telefónica que a su padre lo habían asesinado los grupos parapoliciales de extrema derecha. En las siguientes ocasiones en las que María Eugenia llamó al Ministerio no le fue posible volver a hablar con la funcionaria. Nunca más se volvió a poner al teléfono. Esos nombres no los conocemos, pero sí intuimos quiénes fueron algunos de los que hicieron todo lo posible por ocultar pruebas, por entorpecer la investigación o incluso quiénes alentaron a sus autores.

Hay un consenso casi unánime al señalar la necesidad de que las víctimas de cualquier violencia necesitan verdad, justicia y reparación para comenzar a curar heridas. Las tres forman un tejido que permite a las víctimas y a la sociedad avanzar hacia la reconstrucción de sus vidas y hacia la convivencia social. Sin una de las tres, las demás están incompletas. En el caso del bar Aldana, como en otros muchos de nuestra historia reciente, la verdad, la justicia y la reparación han sido sustituidas por agujeros negros de impunidad, ausencia de investigación, mentiras o, simplemente, por el silencio. Como si las víctimas no merecieran ni siquiera una mirada, un intento de esclarecimiento. El tiempo no lo cura todo, de hecho no cura casi nada. El paso de los años puede haber servido para que duela menos, pero el abismo de la ausencia sigue pesando demasiado. Alonsotegi sigue, cuarenta años después, esperando respuestas.

Sobrevivir al azar de Mauthausen

Marcelino Bilbao salió con vida de los experimentos del ‘Doctor Muerte’, el nazi al que identificó décadas después gracias a un ejemplar de la desaparecida revista ‘Interviú’

Un reportaje de Iban Gorriti

Solo le faltó resucitar después de morir. Y es que Marcelino Bilbao fue un hombre corriente, pero un superviviente desde el día en que nació. A este hijo de Alonsotegi le contaron que sus padres biológicos le abandonaron en el río Cadagua y que sobrevivió gracias a una persona que le halló tras oír sus sollozos. La familia López-Iglesias, con 21 hijos, lo adoptó.

Salió adelante, también, siendo adolescente y trabajando en condiciones precarias, lo que le despertó la sensibilidad por lo social, por el marxismo, primeramente abrazado a las Juventudes Socialistas Unificadas. Llegó el golpe de Estado de 1936 derivado en guerra y perduró en su fin de vivir. La CNT puso en sus manos su primer fusil y ascendió a teniente del batallón Isaac Puente. Sorteó la muerte también como testigo del bombardeo de Gernika y en la batalla del Ebro, condecorado con la Medalla al Valor.

Tras cruzar la muga en 1939, acabó con sus huesos en campos de concentración de Francia (Saint-Cyprien, Argelès-Su-Mer y Gurs) y, a continuación, en los de exterminio de Mauthausen y su anejo de Ebensee, en Austria. Sobrevivió, incluso, a la inoculación de veneno -benceno- en su corazón, experimento maquiavélico del conocido como Doctor Muerte, apropiado alias de Aribert Heim. Su otro apodo era El carnicero de Mauthausen. De hecho, el nazi fue acusado de torturar y matar a más de 300 prisioneros con los que practicó inenarrables experimentos médicos.

Marcelino también los sufrió, pero su pequeño cuerpo sobrevivió una vez más a semanas de experimentos como cobayas humanas. Un libro publicado esta semana lo difunde a dos voces: en primera persona, por el protagonista, y contextualizado por su sobrino nieto, el historiador Etxahun Galparsoro (Donostia, 1980).

El vizcaino fallecido en 2014 evoca en las 400 páginas del volumen cómo siete presos de los 30 que hicieron frente a los experimentos mortales siguieron con vida: «Cuatro españoles y tres rusos. En Mauthausen ocurrían este tipo de cosas terroríficas», testimonia Marcelino en la publicación. «Mi tío abuelo», continúa Galparsoro, «sí fue un superviviente, pero sobrevivió a aquel azar. En Mauthausen tuvo a su favor que jugaban bien a fútbol y por ello los presos alemanes le daban comida. Además, se unió a una red clandestina de contrabando de presos alemanes. Y por último, también se integró en la organización de una Red de Resistencia. Esos tres factores le ayudaron a sobrevivir, pero recordemos que allí todo era al azar y punto. Entraban para morir».

Bilbao no conocía el nombre real de aquel sádico nazi. Lo supo décadas después. Le puso cara de una forma anecdótica. «Lo identificó viendo una revista Interviú sobre nazis con empresas de armas en Alicante», explica Etxahun. De pronto, el superviviente vio la foto del Doctor Muerte y dijo a su familia que fue aquel quien le inyectaba veneno en su corazón.

Galparsoro, por su parte, trata de quitar todo resquicio de épica, a pesar de que la vida de Bilbao es de inusitado guion de película, toda ella, cada uno de sus días. «Sí, para una película valdría», asiente. Incluso para un segundo libro. «Lo tengo escrito en un cajón», apostilla quien ha tenido en cuenta que la editorial Crítica del grupo Planeta lo publique el 16 de enero, centenario del nacimiento del antifascista. Además, el 25 de enero se pone a la venta, aniversario de su fallecimiento. «Y el 27 de enero se celebrará el 75 de la liberación de Auschwitz, con la apertura de los campos», agrega desde Madrid, donde lo presenta estos días bajo el título Bilbao en Mauthausen, memorias de supervivencia de un deportado vasco.

El triángulo rojo El ensayo también narra la existencia de los triángulos invertidos rojos que obligaban a portar a los alemanes presos en el campo. Como el que desde hace años viste el hoy ministro de Consumo, el comunista Alberto Garzón. Marcelino portaba el azul con una S, de español apátrida. «Fue muy importante la labor de quienes llevaban triángulo rojo, eran alemanes arios que ayudaban al resto de aquel escalafón que seguían por orden los triángulos verdes, los negros, azules… Y al final de todos, los soviéticos considerados subhumanos y los judíos, que no eran raza humana», cita el autor.

Aquellos rojos, presos políticos, fueron víctimas del proceso que vivió Europa en el que hubo una ruptura con el viejo orden. Así lo estima Galparsoro: «Estos alemanes querían la democracia, como ocurrió con la Segunda República. Y de ahí surgieron primero el fascismo y luego el nazismo. Eran presos con conciencia que ayudaron a personas como Marcelino. Es el antifascismo puro y quien no se incluye ahí se retrata por sí mismo. Es como si les molestara que existan los Derechos Humanos», antepone el donostiarra, técnico en el centro de documentación Lazkaoko Beneditarren Fundazioa.

Su tío abuelo, aquel miliciano del Euzko Gudarostea -«así lo califica el BOE de la época», defiende Galparsoro- fue el preso número 4.628 del campo de la muerte, todo un superviviente hasta hace cinco años, cuando murió. «Sobrevivió -concluye- a su infancia y juventud por su dureza, porque era de acero, sin embargo eso no valía en Mauthausen, allí sobrevivió al azar que imperaba».

El miliciano del presidente

Alejandro del Amo, soldado del batallón Meabe, es la única persona a la que un presidente español, Pedro Sánchez, ha recibido antes de una sesión de control en el Congreso de los Diputados

Un reportaje de Iban Gorriti

Enrique, Julián, Quico y Alejandro fueron cuatro hermanos que ante el golpe de Estado de 1936 decidieron salir a encararse a aquellos militares sublevados y sus fieles. Lo hicieron divididos en dos batallones socialistas. El benjamín del cuarteto aún vive. Suma 99 años. Aquel julio que truncó la democracia republicana acababa de cumplir 16 veranos. Hoy, 83 calendarios después, narra orgulloso que ha conocido a Pedro Sánchez, investido esta semana presidente del Gobierno español.

Sin tramarlo, además, el de Sestao y residente en Barakaldo ha hecho historia. Meses atrás, ocurrió el encuentro y protagonizó el único caso en el que un presidente español ha atendido a un particular de forma oficial minutos antes de una sesión de control en el Congreso de los Diputados. También visitó el Senado.

Alejandro del Amo lanzó un consejo al jefe del Gobierno. “Le dije, a estos, a los fachis, ni pan ni agua. Antes de que te peguen leña, pégales tú”, le trató de persuadir. Sánchez esbozó una sonrisa y tuvo a bien responderle con una pregunta: “¿Crees que es tan fácil?, me dijo”.

Jandro (como todos le conocen) pudo llegar a fotografiarse con el presidente gracias al proyecto Último deseo de la Fundación Miranda que regenta la residencia en la que vive en Barakaldo. “El presidente se portó muy bien. Me gustó y me regalaron una corbata, una Constitución española, una taza…”, agradece quien nació el 9 de julio de 1920 en Sestao y tuvo cinco hermanos.

Tres fueron varones y dos mujeres. Los seis nacieron del matrimonio formado por Felipe del Amo, de Guadalajara, y María Benito, de Errenteria. El 18 de julio, Alejandro estaba de romería en Barakaldo. “Vinieron alguaciles que nos ordenaron ir a casa porque recuerdo que decían que había jaleo”, aporta. Los cuatro hermanos, simpatizantes socialistas, se alistaron voluntarios a dos batallones. “El hermano mayor, Enrique, me llevó a mí con él, de asistente. Yo sería el más pequeño del batallón Meabe, de las JSU. De hecho, mi hermano fue capitán del Meabe II y más adelante teniente coronel de la República. Mis tres hermanos pasaron, incluso, por la academia militar”, retiene orgulloso.

Julián (“nacido como Nemesio”) y Francisco militaron en el Indalecio Prieto, segundo de UGT. “Nunca me he afiliado, pero siempre he sido simpatizante del PSOE, y de la casa del Pueblo de Sestao”, argumenta. Del Amo matiza que fue el último en incorporarse al frente. “Fui más tarde porque me encargué de poner a salvo a mis padres, en casa de unos amigos en Putxeta (Abanto-Zierbena)”, asevera.

A continuación, el sufrimiento, aunque todos acabarían volviendo. Los cuatro. “En mi caso, hice de todo. Coger el fusil también. Recuerdo que resistiendo en Artxanda, nos dijeron que estaba el presidente Aguirre. Que había venido con un mosquetón a tal cota que no recuerdo. Quería que no bajásemos, que había que morir allí, pero nos retiramos. Fuimos a la estación de La Robla mientras bombardeaban los puentes…”, opina quien aquellos días aprendía esperanto.

Estando en Santander y viendo que los barcos prometidos no llegaban a exiliarles, le dieron un recado. “Vete a casa andando, pero antes córtate el pantalón de miliciano y no te entregues”, le dictaminaron y obedeció. “Salí a las nueve de la mañana de Santander y llegué a Sestao al día siguiente a las cinco de la tarde. No podía pararme ni tomar un tren… Nada. Incluso, no ir por donde hubiera gente. Por esa razón, no conservo fotos vestido de miliciano”, lamenta quien se aferra a su caja de cartón llena de instantáneas y recortes.

Sobrevivir al terror Sus hermanos continuaron en el frente. En los días de Artxanda, mientras él y su hermano Enrique frenaban a los franquistas, Julián caía herido por una bomba en Pagasarri. “En una ambulancia le trasladaron al entonces Asilo San Eloy de Barakaldo, que de forma paradójica está a unos metros de esta residencia en la que vivo. De aquí me llevaron al Hospital de Torrelavega y Enrique vino sa cuidarme. ¡Menudo abrazo me dio al verme! Me pedía que no le cortaran la pierna, pero estaba ya con gangrena”, silencia apenado.

A renglón seguido, narra su peor recuerdo vivido en días de guerra. “Fue cuando me dijeron que un amigo mío había muerto sobre la carretera por la andábamos. Volví corriendo atrás y al verle sin vida, lo aparté a la cuneta. Dije: A éste, fachis, no le aplastáis con vuestros vehículos”.

Acabada aquella pesadilla, los seis hermanos rehicieron como pudieron su vida durante el terror del franquismo. “Ahora quedamos vivos mi hermana Margari y yo. Marcelina también murió”, recopila y rememora otra despedida, la de su esposa, Asun. “Fue una pena. No le puse esquela ni hicimos funeral ni nada. ¿Para qué?”. Lo que no cuenta es que fallecida su mujer, se entregó en alma a cuidar a personas que sufrían la soledad en hospitales. Él mismo iniciaba conversación a quien veía solo en una habitación e iba a visitarle con una periodicidad. Utilizaba excusas como: “¿Me dejé un paraguas en esta habitación?” o “soy amigo de uno de tu pueblo”.

Y es que el miliciano Del Amo se considera a sí mismo como hombre de concordia. “Juntos, poniendo de nuestra parte y viviendo en paz, podemos hacer un mundo mejor”, valora, pero no baja la guardia. “Yo no les perdono lo que nos hicieron, ahora bien que nunca jamás vuelva a ocurrir. Me gusta empezar frases con nunca jamás…”, asiente.

Ahora espera a junio. A regresar al homenaje a los batallones del Euzkadiko Gudarostea que se oficia en la escultura de La Huella, en Artxanda. “Allí resistimos. Allí estuve yo y espero ir el próximo junio, aunque el gudari Moreno, con el que siempre estaba, ha muerto”, concluye uno de los últimos combatientes vivos del Ejército vasco de 1936.