La belleza de la traducción. El euskera en la liturgia de la Iglesia

Ángel Mari Unzueta Zamalloa

La Iglesia vasca afrontó a partir de 1963 el reto de traducir al euskera los textos litúrgicos, empeño en el que coincidió con la unificación de la lengua desde sus dialectos

EL pasado jueves, día 28, tuvo lugar en la sede de Euskaltzaindia un sentido acto de reconocimiento a la labor realizada por quienes tras el Concilio Vaticano II tradujeron los textos litúrgicos oficiales al euskera. La iniciativa llevaba por título Euskararen ibilbidea gure elizbarrutietan: itzultzaileen e(us)karria. Se trataba de recordar a curas y religiosos pertenecientes a las diócesis de Baiona, Iruñea, Donostia y Bilbao, cuya aportación al mantenimiento y al desarrollo del euskera (ekarria eta euskarria) es indiscutible. A la mayoría de ellos el reconocimiento público les llega tarde. Ya no están entre nosotros. Viven la liturgia definitiva. Perviven en nuestra memoria.

Los traductores de los textos litúrgicos al euskera, en Roma; de izquierda a derecha, Bizente Hernandorena, Karmelo Etxenagusia, Pedro Mari Zabalza, Mixel Idiart, Miguel Azpiroz, Piarres Xarriton y Jesús Gaztañaga.


Aun ciñéndose el acto principalmente al grupo mencionado, su trasfondo evocaba la labor de traducción llevada en otros ámbitos como la Biblia, la catequesis, las pastorales de los obispos y los textos de religión, entre otros. Más aún, el contexto más amplio se refería a la aportación de la Iglesia y de sus diferentes sujetos y entidades al cuidado y desarrollo del euskera. Ello no se reduce a traducciones, por creativas que puedan ser, sino que abarca auténticas creaciones en el ámbito de la teología y de la acción pastoral.

Con todo, las siguientes líneas se refieren principalmente a la aportación del primer grupo de traductores, cuya área se desarrolló en un marco de impulso al euskera, en el inicio del proceso de unificación de la lengua.

Recorrido histórico El 4 de diciembre de 1963, la asamblea del Concilio Vaticano II aprobó el primero de sus documentos. Se trataba de la Constitución Sacrosanctum Concilium, que proponía la reforma de la liturgia, tomando como un principio básico la participación plena del pueblo en las celebraciones. Consecuencia de ello fue la inclusión de las diversas lenguas en los ritos que hasta entonces se celebraban únicamente en latín. De este modo, el Concilio venía a proclamar la oficialidad de toda lengua en la Iglesia. Tal reconocimiento se producía en pleno franquismo, en un contexto sociopolítico en el que al euskera no solo se le negaba carácter oficial, sino que se pretendía su debilitamiento. Se dejaba ver la contradicción de un régimen que, por una parte, se consideraba confesional católico y, por otra, no podía asumir lo que la Iglesia católica declaraba en esos momentos. La Iglesia acababa de admitir lo que el Estado no dejaba de reprimir.

La proclamación conciliar abría la puerta a las traducciones. Pocos días después de la aprobación de la citada Constitución, por iniciativa del obispo de Donostia, don Lorenzo Bereciartúa, en una de las capillas laterales de la basílica de San Pedro, tuvo lugar un coloquio al que asistieron los obispos de las diócesis vascas y obispos vascos que ejercían su ministerio en otros lugares. Fue un primer intercambio de impresiones acerca de los pasos a dar para la aplicación de la reforma litúrgica y el empleo del euskera en la misma.

A lo largo de 1964 se fueron creando en las diócesis comisiones para la traducción de los textos litúrgicos al euskera. La primera de ellas se reunió en el monasterio benedictino de Belloc. En esta primera fase, en la que en cada diócesis se elaboraba la traducción más apropiada para su realidad lingüística, coexistieron cinco versiones de la eucaristía en euskera. No resultaba nada extraño, conociendo la realidad dialectal, pero tropezó con serias dificultades para su aceptación por el Consilium, organismo creado por Pablo VI para la aplicación y acompañamiento de la reforma litúrgica. Su presidente, el cardenal Lercaro, había propuesto a los presidentes de las Conferencias Episcopales la unificación de las traducciones y la conveniencia de una única traducción por idioma. Este principio, reiterado por Pablo VI en su alocución a los participantes en un congreso organizado en 1965 para los traductores, dejaba en el aire la aprobación de los textos en euskera.

Los problemas quedaron resueltos en una reunión de los equipos diocesanos con el secretario del Consilium, Annibale Bugnini, celebrada en Iruñea en otoño de 1967. Se adoptaron dos criterios que debían guiar las traducciones: máximo de uniformidad para el texto ordinario de la Misa y flexibilidad para el empleo del dialecto propio en lecturas y oraciones. El mayor bien colateral del encuentro fue el impulso definitivo al trabajo conjunto, que pocos meses después adquirió carácter institucional.

1968, referente para la historia reciente de Europa, resultó ser de especial relevancia también para el tema en cuestión. Confluyeron, en efecto, acontecimientos de diversa índole: en Roma se publicaron nuevos textos para la Misa diaria y se aprobó la traducción al euskera de la primera plegaria eucarística, en tres diócesis hubo relevo episcopal -en Iruñea, con don Arturo Tabera; en Donostia, con don Jacinto Argaya, y en Bilbao, con don José María Cirarda como administrador apostólico- y Euskaltzaindia tomaba la decisión acerca de la lengua común o euskara batua.

En estas circunstancias, y a propuesta de los obispos, se creó en enero de 1969 un único equipo de traductores para las cinco diócesis, al que se le encomendó la responsabilidad sobre las nuevas traducciones y la supervisión de las versiones realizadas anteriormente en las diócesis. Pronto se tomó la decisión de publicar en el futuro tres variantes de un texto base elaborado conjuntamente: una para la diócesis de Baiona, otra para la de Bilbao y otra para las restantes. Esta última era muy afín a la forma unificada propugnada por Euskaltzaindia. Con ello quedaban a salvo tanto la unicidad del texto como el respeto a la variedad dialectal.

Mención aparte merece la labor de la comisión encargada de musicalizar los textos del ordinario de la Misa y de componer himnos y cantos para las celebraciones. También esta labor tuvo carácter interdiocesano.

Los frutos del trabajo conjunto no se hicieron esperar, de modo que en pocos años quedaron aprobados un gran número de textos. Con todo, la labor coordinada requería una institucionalización que asegurara una respuesta conjunta adecuada a los retos culturales y lingüísticos. El proceso hacia el euskera batua, a pesar de las dificultades pedagógicas del proyecto, seguía su curso y exigía una respuesta positiva y unitaria por parte de la Iglesia, ya que no faltaban en ella núcleos frontalmente opuestos a la unificación. En este contexto se creó Eliz-idaztien Ba-tzordea, comisión para publicaciones eclesiásticas en euskera, que adoptó un doble criterio para sus trabajos, teniendo en cuenta a los destinatarios: en lo tocante a la liturgia y a la catequesis, se ratificaron las opciones ya adoptadas; para los ya alfabetizados se adoptó fundamentalmente el euskera unificado.

La diferenciación de ambos criterios no resultaba siempre fácil, como lo muestra la publicación de la Liturgia de las Horas (Breviario) en 1977. Al ser muy limitado el número de destinatarios (básicamente curas y comunidades religiosas), era impensable la aparición de diferentes versiones, por lo que la comisión interdiocesana se decantó por una única traducción, aunque no asumió las reglas ortográficas del batua. La h era la manzana de la discordia. La comisión optó por no incluirla. Más tarde, algún miembro de la comisión aducía la razón con un toque de humor: bastantes destinatarios del Breviario no iban a hacer uso de él en caso de incluir la h, mientras que la mayoría de defensores de la h no iban a hacer uso del Breviario.

Los dos proyectos más importantes en aquel entonces fueron la traducción del Nuevo Testamento y la del Misal Romano, promulgado por Pablo VI en 1969. Gran parte del primero era ya conocida a raíz de su empleo en las celebraciones litúrgicas, pero se trataba de tres versiones distintas. Se echaba en falta una traducción en euskera batua. Para ello, la comisión partió del texto original griego y vio coronado su esfuerzo en 1979 con la aparición de un único texto accesible para todos. La traducción del Misal se prolongó hasta su aprobación en agosto de 1983 en las tres variantes antes citadas.

Esta fue la etapa inicial. Desde entonces hasta hoy ha sido incesante la cascada de traducciones de los textos bíblicos, litúrgicos, catequéticos y pastorales llevada a cabo en colaboración entre las diócesis.

Lecciones de la historia El recorrido histórico descrito en grandes trazos y limitado a una primera época, permite extraer una serie de enseñanzas de corte lingüístico y teológico, que pueden servir para iluminar el presente y poder encauzar acertadamente el futuro.

La traducción de textos oficiales de la Iglesia muestra que su universalidad se juega en la localidad y que la concreción local enriquece el patrimonio común. Dicho de otro modo, con la inculturación del mensaje salen ganando tanto la lengua y cultura propias como la inteligibilidad del mensaje cristiano.

El hecho de realizar la labor de modo compartido entre diócesis con variantes dialectales muestra que la Iglesia es comunión en la diversidad, unidad en la pluralidad. Quienes han formado y forman parte de los equipos de traductores pueden dar fe sobrada de ello. Sus diálogos y debates pueden verse como maqueta de lo que quiere ser una Iglesia en búsqueda permanente de la verdad, con vocación de ser factor de unidad.

La traducción no es un mecanismo automático, sino un proceso creativo. Ahí reside su belleza. Su calidad queda determinada por una doble fidelidad: al texto original y al genio de la lengua, para facilitar la comprensión de aquella gente a la que va dirigida. Resulta clave la mirada a las personas y comunidades destinatarias, sin menoscabo de la calidad literaria. Una acertada traducción de cualquier género literario permite pensar a oyentes y lectores que se encuentran ante el texto original. En este sentido, los equipos de traductores han asumido ayer y hoy un criterio netamente pastoral. Ello ha sido posible gracias a su conocimiento del sentido de la liturgia, de la lengua en sus variantes y del pueblo al que iba dirigida su tarea. También es cierto que, aunque no siempre, han contado con unas directrices de Roma que permitían conjugar letra y espíritu, posibilitando de este modo versiones mejor aplicables a cada lugar.

No es solo historia y tradición. Es presente y está asomando el futuro. La Iglesia no puede menos que utilizar, cuidar y promover el euskera allí donde se encuentra, para ser así fiel a su misión original: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Evangelio de San Marcos 16,15).

El segundo adiós a la bandera ugetista de Ortuella

Goya Ruiz bordó una enseña que fue incautada por los franquistas en 1937 y que ha vuelto al municipio minero de forma temporal 82 años después

Un reportaje de Iban Gorriti

Dejó su firma bordada en la bandera de la casa del pueblo de Ortuella en 1932 sin prever que cuatro años después aquella inscripción la podía delatar durante la estallada Guerra Civil. A sus 25 años, cosió su nombre con mimo en el borde superior derecho de aquella seda roja. Era Goya Ruiz Ibarra, nacida, crecida, fallecida y sepultada en el barrio Nocedal del municipio minero.

Retrato de la bordadora Goya Ruiz Ibarra.Familia Ruiz Ibarra

“Lo interesante en este caso es que detrás de la bandera no hay solo un pueblo o una ideología, sino una persona, una mujer, y hemos podido saber quién era y contactar con su familia”, detallan satisfechos Pablo Domínguez y Aiyoa Arroita, miembros de la Mesa de la Memoria Ortuella e investigadores del blog Crónicas a pie de fosa.

El estandarte sindicalista ha estado expuesto en Ortuella este mes y volverá al centro que la conserva, a la colección del Museo de la Sociedad Amigos de Laguardia. “Para antes del 31 tengo que bajar a entregarla”, agrega Domínguez.

Goya Ruiz Ibarra llegó al mundo en 1907. Bordadora, elaboró la bandera de la “U.G. de T” -como se lee en el paño- para la casa del pueblo del PSOE de Ortuella. “La bordó de forma gratuita, ya que ella era militante del sindicato obrero socialista”, aportan los investigadores.

Fue ella misma quien relató a su familia su labor al hacer la bandera y el suceso de su desaparición. Consultada al respecto su sobrina Mari Cruz, relata a DEIA que “nos hablaba muchísimas veces de ella, pero pese a que vivió sus últimos años en mi casa no sabía cómo era y verla en la exposición ha supuesto una emoción terrible. No sabía ni que pudiera estar bien conservada”, enfatiza Mari Cruz Fernández Ruiz, de 83 años y residente en la actualidad en Castro Urdiales.

El estandarte tiene cuatro años más que Mari Cruz, 87. “La historia -expone Domínguez- nos cuenta que tras ser incautada como trofeo de guerra por los soldados franquistas el 23 de junio de 1937, quedó en posesión de alguno de ellos. Los soldados las vendían o cambiaban por comida a quien las quisiera, al igual que cualquier otro material que cayese en sus manos. De esa forma nos cuentan que llegó la bandera a la colección de la Sociedad Amigos de Laguardia”.

Goya sufrió represalias por haberla bordado y por su afiliación sindical republicana. “Algún vecino o vecina la denunció por ello ante las nuevas autoridades franquistas, aunque al final la soltaron a los pocos días”, según explican desde la Mesa de la Memoria Ortuella.

La sobrina de la bordadora cuenta que sus dos hermanos Jesús y Flora también abrazaban el dogma socialista heredado de sus padres Cruz Ruiz, de Güeñes, y Dolores Ibarra, de Sodupe. “Goya fue siempre de UGT. De hecho, nos contaba que con la bandera solía salir en aquellos tiempos a las manifestaciones. Ella misma la portaba con su forma de ser alegre, de cantar en todo momento. Siempre fue socialista”, recalca Mari Cruz. A continuación matiza que “la bordó en su casa, no en la casa del pueblo como he leído por ahí. Así nos lo hizo saber ella, una mujer que dibujaba muy bien”. Después de la guerra regentó un pequeño local de bordado en Ortuella para tener su jornal. “Cosió mucho para Las Arenas, Algorta, Gallarta… Mi hija, tras haber visto sus bordados y dibujos, en cuanto vio la bandera en la exposición supo a primera vista que aquella era la letra de la tía Goya. La reconoció al instante”.

Encuentro emotivo Este “trofeo de guerra” se ha expuesto en varias ocasiones (1994 y 2016) en Laguardia y esta ha sido la primera vez que ha partido de su lugar de custodia para regresar a la localidad donde fue capturada hace ahora 82 años. En Bizkaia ya estuvo en Maruri-Jatabe, y en Gipuzkoa en Oñati.

El contacto con la sociedad de Laguardia fue muy amable y cortés. “Extendimos suavemente la bandera como si fuese el último objeto conservado de nuestra historia. El momento fue muy emotivo para nosotros, alejado de cualquier interés político. Era la bandera de un sindicato de Ortuella desaparecida durante la guerra y con eso nos bastaba, historia primero y memoria después. Regresaba a Ortuella tras 82 años de exilio forzoso en concepto de cesión para la muestra”, subrayan Arroita y Domínguez.

La bandera es de gran tamaño y está realizada en seda de color rojo con la leyenda bordada en mayúsculas Casa del Pueblo U.G. de T Ortuella y “unas manos en el centro dándose la bienvenida también bordadas. Sobre y bajo ellas tienen lo que suponemos son dos ojos bordados esquemáticos”.

La familia de aquella luchadora antifascista agradecería que la bandera se conservara en Ortuella. “A mí me gustaría que se quedase aquí, aunque ya me han dicho que se la llevan de nuevo”, lamentan. Los investigadores aseguran que en el municipio no hay delegación de UGT y que el Gobierno español decretó que no se han de devolver los trofeos de guerra. “Sería bonito que el Museo la donara al pueblo, eso sí”, concluye Domínguez.

Pesquerías prehistóricas en la costa vizcaína

Los restos hallados en las cuevas de Santa Catalina y Lumentxa, en Lekeitio, atestiguan la actividad pesquera en el golfo de Bizkaia ya desde el final del Paleolítico superior

Un reportaje de José Luis Arribas Pastor y Eduardo Berganza Gochi

LA pesca ha sido, hasta un pasado muy reciente, una de las principales actividades económicas de los pueblos costeros del territorio vasco. Numerosos documentos de la Edad Media certifican que ya en aquella época se capturaban, entre otros, merluza, besugo y sardina. Pero, sin duda, la presa que podemos considerar más emblemática, a juzgar por el impacto que tuvo en la economía de aquellos siglos y por los abundantes testimonios que han llegado hasta nosotros a través de la heráldica o de la tradición oral de numerosas localidades, es la ballena, que se cazaba cuando este cetáceo se acercaba al litoral cantábrico o cuando fue preciso buscarlo en aguas lejanas del norte de Europa o de América. Su carne, grasa, huesos y barbas fueron apreciados bienes de consumo y comercio.

La investigación arqueológica ha puesto al descubierto restos materiales que permiten retrasar varios milenios los inicios de esa actividad pesquera. Los hallazgos de utensilios de hueso y asta a los que se les atribuye la función de instrumentos de pesca -arpones o anzuelos-, se han interpretado como vestigios materiales de una elaborada tecnología desarrollada para una práctica eficiente de la pesca en las fases finales del Paleolítico superior. Las imágenes grabadas o pintadas de peces en paredes de cuevas o en pequeños objetos portables, también datadas en esa misma época paleolítica, indican que quienes las realizaron tenían un conocimiento, y una muy posiblemente intensa relación, con ecosistemas marinos. Ahora bien, la más amplia y precisa información sobre la práctica de la pesca por las comunidades prehistóricas se obtiene de los restos esqueléticos de los peces, algunos de ellos de muy reducido tamaño, que quedaron sepultados junto con otros desechos de comida entre los sedimentos arcillosos acumulados en el interior de las cuevas en las que fueron procesados y consumidos. Su recuperación es posible aplicando minuciosas técnicas de excavación arqueológica y su detallado estudio aporta un amplio abanico de conocimientos sobre el medio marino y litoral existente hace miles de años, las especies que lo habitaban y las preferencias y estrategias de quienes lo explotaban.

Un pescador muestra un ejemplar de bacalao de grandes dimensiones pescado en Noruega. Foto: Waldemar Krause/Innovation Norway.



Hasta hace unas décadas la pesca practicada por comunidades prehistóricas de cazadores-recolectores se asociaba principalmente a la captura de salmónidos, apresados en los cauces de los ríos en su habitual migración para el desove. La pesca de especies marinas, incluso por parte de grupos que ocuparon asentamientos costeros cantábricos, se consideraba una actividad compleja, extraordinaria y difícil de acometer debido a la falta de medios que permitieran la navegación en mar abierto.

Esta percepción está cambiando a partir del estudio de los restos piscícolas recuperados en dos asentamientos de la costa vizcaina: las cuevas de Santa Catalina y Lumentxa, ambos en la línea de costa lekeitiarra. En el primero de ellos, abierto al mar en el corte del acantilado que prolonga las abruptas laderas del monte Otoio, se ha conservado un excepcional conjunto que supera los 4.600 restos, de ellos más de 3.200 identificables, correspondientes a unas cincuenta especies diferentes, cifras que convierten a este emplazamiento en uno de los más potentes y variados registros de paleoictiofauna del Atlántico europeo y, en consecuencia, referencia imprescindible para el estudio de la pesca en la Prehistoria. Esta excepcional acumulación se explica por su localización geográfica y nos permite valorar la importancia de las pesquerías en la variada dieta de las poblaciones prehistóricas. La situación actual de la cueva no se corresponde con la que tuvo en tiempos paleolíticos, ya que el efecto de la glaciación sobre los mares supuso un alejamiento de la línea de costa varios kilómetros mar adentro con respecto a la posición que ocupó tras el deshielo de los casquetes polares. En términos reales, la cueva de Santa Catalina, en los siglos en que dio cobijo a grupos de cazadores-recolectores, no estuvo al borde del mar. Por el contrario, la mayor depredación de restos de origen marino se produjo en unas condiciones medioambientales en las que la costa distaba algo más de cinco kilómetros de la boca de la cueva.

En el segundo asentamiento, localizado en la cara sur del monte Calvario, a muy pocos metros de la desembocadura actual del río Lea, desde las pioneras excavaciones de Telesforo de Aranzadi y José Miguel de Barandiaran, cuyos resultados fueron publicados en 1935, se señaló la existencia de restos de merluza, pez agua y maragota. Las intervenciones más recientes, realizadas por los autores de este artículo, han incrementado notablemente la colección de restos y especies procedentes, tanto de ocupación más o menos contemporáneas a las de Santa Catalina, como de otras posteriores, correspondientes a culturas Neolíticas y de la Edad del Bronce.

Pescar en aguas frías

Hace unos 13.000 o 15.000 años, los rigores de la última glaciación azotaban el golfo de Bizkaia. Con una temperatura media anual que no superaría los tres grados centígrados, una pluviosidad abundante y una temperatura superficial de las aguas del mar de unos 7,5 grados, las condiciones climáticas y ambientales serían similares a las que en la actualidad se producen en la costa del norte de Noruega. En los acantilados, ensenadas, estuarios y playas que ocuparían el espacio entre la línea de costa en época glaciar y la actual, hoy sumergidos bajo las aguas del Cantábrico, proliferaban aves marinas propias de ecosistemas árticos, que fueron capturadas y consumidas, como lo prueban las marcas de corte observadas en sus huesos producidas en su manipulación -desollados, troceados…- con afiladas láminas de sílex. Destacan, por la abundancia de restos, el alca gigante, especie extinta de pingüino, y, por su singularidad bioclimática, el búho nival.

La pesca en estas gélidas aguas durante el final del Paleolítico tuvo una presa excepcional: el bacalao, capturado de forma reiterada y procesado para su consumo. Las numerosas vértebras y piezas craneales recuperadas nos permiten afirmar que ejemplares enormes, de más de un metro de longitud y quizás treinta kilogramos de peso, fueron acarreados enteros hasta los asentamientos, manipulados para arrancar sus agallas, troceados y consumidos en fresco o, muy probablemente, cocinados con ayuda del fuego. El elevado porcentaje de fragmentos con huellas de chamuscado lleva a pensar que estuvieron próximos a las brasas y la abundancia de cantos rodados de arenisca cuarteados y disgregados como consecuencia de un choque térmico producido por la introducción de las rocas incandescentes en líquidos para conseguir su ebullición. No se puede descartar que parte de las capturas fueran ahumadas para su conservación y posterior consumo.

Algunas incógnitas quedan por despejar: ¿tuvieron necesariamente que navegar para acceder a los caladeros, o pudieron atrapar los ejemplares desde la orilla?, ¿cuáles pudieron ser los métodos de pesca? El bacalao es una especie que vive en aguas profundas, muy cerca del fondo. Sin embargo, en determinadas condiciones del agua, puede habitar en capas superficiales, lo que abre la posibilidad de su captura desde uno hasta 600 metros de profundidad. Nos inclinamos a suponer que, en el caso que nos ocupa, las presas se adentraban por entre los canales y estuarios que se abrían en la franja litoral hoy sumergida y en ellos eran capturados en superficie o en rebalses de agua con poco fondo. Muy pocos de los aparejos que pudieron emplear han superado el paso de los tiempos. Posibles redes, cercas o trampas de materia vegetal con flotadores de madera, anzuelos de madera… son instrumentos muy difíciles de recuperar por la investigación arqueológica. Sí se han recuperado, tanto en Santa Catalina como en Lumentxa, diferentes tipos de arpones de asta de ciervo que, muy probablemente, fueran destinados a impactar y retener las presas.

Pescar en aguas templadas

Hacia el 10.000 antes de Cristo se inició un progresivo cambio climático, no exento de fluctuaciones, que moderó los rigores glaciares hasta alcanzar unas condiciones similares a las actuales. Esta moderación de la temperatura ambiental suavizó la de las aguas marinas del golfo de Bizkaia. Las especies animales que se habían refugiado en ellas durante la glaciación emigraron hacia latitudes escandinavas. Estos cambios en el ecosistema del territorio costero no frenaron la captación de recursos marinos. Por el contrario, los registros arqueológicos acumulados en esos momentos muestran una intensificación de la recolección de moluscos, crustáceos y equinodermos -erizos de mar-, que no necesariamente debe interpretarse como una obligada alternativa a la ausencia de otros elementos esenciales de su dieta, caso de la caza de ciervos y renos, sino, más bien, como una confirmación de que las áreas de captación de los mismos, las zonas intermareales, estaban más próximas a los asentamientos una vez que la línea de costa se había acercado a ellos. En consecuencia, el testimonio del consumo de un alimento que requiere el acarreo de valvas y caparazones poco aprovechables se constata en el interior de cuevas que, como consecuencia de la subida de las aguas, se encontraban muy próximas a la costa. En épocas anteriores, con el mar a una mayor distancia, el marisqueo se practicaría en áreas más distantes, que habían ido quedado sumergidas. Tanto en Santa Catalina como en Lumentxa se acumularon depósitos de conchas muy potentes, similares al que se descubrió en la cueva de Santimamiñe, en Kortezubi.

Las vértebras de peces recuperadas en los sedimentos cuyas dataciones de carbono 14 nos sitúan en el Epipaleolítico y en épocas posteriores -Neolítico, Calcolítico…-, pertenecen a especies marinas adaptadas a temperaturas templadas. Desaparece el bacalao e incrementan notablemente su presencia el pejerrey, la sardina, la caballa y la anchoa. Esto indica tanto el cambio en la temperatura del mar como la captura de animales de menor talla, lo que introduce un interesante factor a considerar, el de la posible captura de peces por parte de aves u otros animales que añadirían sus desperdicios a los generados por la actividad humana.

Entre los restos encontrados en Lumentxa destaca la abundancia, sobre todo desde el Neolítico, de merluza, especie que ha sido determinada solo en un limitado número de yacimientos arqueológicos europeos, algunos en el Mediterráneo oriental y otros en las costas del sur de Suecia. También en Santimamiñe se ha recuperado una pequeña cantidad de vértebras de esta presa en tiempos más o menos coetáneos. Como ocurre con el bacalao, la profundidad en la que habita la merluza -unos 200 metros de media- y las características de la plataforma continental frente a Lekeitio nos plantean el interrogante de cuáles fueron los métodos de captura usados por aquellas gentes. En la resolución de este enigma no debemos descartar la más que probable circunstancia de que los comportamientos de las especies animales se hayan modificado con el paso de los tiempos no solo por las cambios ambientales sino también por la presión antrópica de la pesca. Igualmente debemos considerar las variaciones estacionales que afectan a la mayor o menor proximidad de los peces a las costas. Atendiendo a estos factores, y no desterrando de forma absoluta una posible navegación muy primitiva por estuarios y lenguas de mar, cabe suponer que las merluzas se aproximaran a la costa lo suficiente para ser capturadas sin gran dificultad.

Finalmente, queremos valorar la importancia de la aportación nutricional del pescado y, en particular, de las especies marinas, a la supervivencia de las comunidades prehistóricas. La pesca ha sido considerada una actividad secundaria con respecto a la caza e incluso a la recolección de vegetales. Sin embargo, este paradigma debe ser matizado para comprender las formas de vida de los grupos que habitaron espacios litorales en cualquiera de los mares del planeta. En el territorio de la costa cantábrica y del golfo de Bizkaia en particular hubo pesquerías paleolíticas de las que los asentamientos de Santa Catalina y Lumentxa son claros ejemplos. La vinculación al mar y a la captación de recursos no solo está atestiguado en ellos por el marisqueo y la captura de peces y aves marinas que hemos descrito, sino también por la caza de focas -cerca de cien restos en Santa Catalina- o el acarreo de notables fragmentos de costillas de cetáceos, muy probablemente destinados a la conformación de útiles, algunos de ellos, quizás, destinados a la pesca.

La comunidad de navarros en el Perú de comienzos del siglo XVII

‘Teníamos tanta amistad que dudo jamás se a bisto en el mundo cosa semejante y ansí todo el mundo nos tenía por hermanos’. Pedro de Abaurrea definía así, en carta desde Cuzco (1609), la realidad entre navarros en Perú en el S. XVII

Un reportaje de Mikel Aramburu-Zudaire

EL tema general de la emigración vasca a América sigue manteniendo un vivo interés en la actualidad no solo historiográfico sino también social en torno a las más recientes y denominadas diásporas vascas. Creo no es para menos por lo que ha supuesto este fenómeno migratorio en la historia y la sociedad de nuestros territorios a lo largo de más de cinco siglos. Navarra, como el resto de Vasconia, ha sido tierra de emigración al Nuevo Mundo desde los albores de la llamada Edad Moderna, allá por los primeros años del siglo XVI, fenómeno que ha durado de modo significativo, al menos, hasta la década de 1960.

Un aspecto que quiero destacar en todo el proceso estudiado, es lo que Douglass y Bilbao, en su libro referencial Amerikanuak, calificaron como la “conciencia étnica de grupo originario” y especialistas actuales llaman, sin más, “la etnicidad de los vascos”. En nuestro caso se trata del sentimiento de pertenencia, entre los paisanos de la época, a la “patria y reyno de Nabarra”, más acentuado si cabe con la distancia de la tierra de origen. Esta conciencia de navarridad o navarreness no solía estar reñida con otra superior de fraternidad vasca, de “gran familia” o “familia mayor vascongada” que escribiera Caro Baroja en su libro ya clásico sobre la hora navarra del XVIII, salvando matizaciones y en su contexto. Dicha etnicidad se manifiesta, entre otras expresiones, en la fundación de congregaciones “nacionales”, en nuestro caso de “nación nauarro” o de naturales de la “nación de Nauarra” como leemos en las fuentes y con el sentido de la época diferente al actual, o asimismo en la constitución de hermandades o cofradías con devociones propias a lo largo del continente americano, particularmente bajo la advocación de la Virgen de Arantzazu, estas sí abiertas a toda la comunidad vasconavarra. Para el estudio de este aspecto y de otros muchos, un ejemplo singular de mi investigación es el caso del pamplonés Pedro de Abaurrea y su entorno de paisanos, hasta veinte, con quienes se comunica y de los que da alguna noticia en una valiosa carta escrita desde Cuzco el 15 de marzo de 1609. Residentes todos en el Perú virreinal al inicio del siglo XVII, varios de ellos proceden de familias nobles navarras, un buen número son clérigos y religiosos y en conjunto la mayoría forman parte de la élite de la sociedad colonial.

Pedro de Abaurrea había nacido en la capital navarra, seguramente en la década de 1570, fruto de la relación extramarital entre el mercader Sancho de Abaurrea y una soltera de Azpeitia de nombre desconocido, aunque siempre fue criado y tenido por hijo en la casa familiar paterna, incluso siendo el más querido del padre, según testimonios. Es muy probable, aunque de él no he encontrado el registro, que pasara a América en compañía de su amigo el sacerdote Francisco López de Zúñiga, hijo del palacio de Oco (Valdega), apuntado oficialmente en el Catálogo de Pasajeros en 1593. Abaurrea lamenta primeramente en su escrito epistolar que no sabe nada de su ciudad de origen “muchos años ha”, ni cartas ni personas que le hayan dado razón. Es la soledad del remoto emigrante y una comunicación tan a largo plazo, pero relativamente frecuente, que hoy resulta increíble cómo fue posible teniendo en cuenta además la esperanza de vida mucho más corta que la actual. A continuación empieza la narración de sus avatares vitales y cómo se había mudado a Lima, hacía más de ocho años, por persuasión de dos grandes amigos del alma -como “caros y amados hermanos” se tenían-, el citado presbítero López de Zúñiga, y otro pamplonés de nombre Francisco de Sotes, de quienes anuncia sus fallecimientos recientes. Según Abaurrea, Sotes “hera la honra de todos los de esa patria” y, aunque era contador de fábrica de la catedral de Cuzco, a quien sustituye el mismo Abaurrea, este confiesa murió muy pobre dejando varios hijos naturales habidos con una indígena. Como no hizo testamento, “cada uno prueba en esta tierra lo que se le antoja”, por lo que no les alcanzará casi nada a los niños huérfanos. Ante esta situación, Abaurrea se ha quedado a socorrerles como si fueran hijos propios y anda en pleitos para ver si saca algo para ellos.

‘Hablando basquençe’ De un tercer amigo íntimo, difunto a causa de “dolor de costado” o de “vena que se le quebró dentro del cuerpo” como a Sotes, también da cumplida cuenta. Se trata de Pedro de Mutiloa y Garro, canónigo racionero de la catedral cuzqueña, edificio que estuvo en construcción, desde 1560, durante más de cien años. Mutiloa era hijo de los señores del palacio de Subiza (cendea de Galar) y se registra de pasajero en 1601 junto, al menos, dos acompañantes navarros: Miguel de Zeruco, natural de Puente la Reina, y Pedro de Oteiza, de Esquiroz (cendea de Galar). Con Mutiloa estuvo Abaurrea el día en que murió “y siempre ablando basquençe y de la manera que auía de azer su testamento por la mañana y todo esto porque no quería que cierta persona que estaba delante lo entendiera”. Aun siendo muy escasos y no siempre con un interés precisamente de preservar el idioma, como vemos, hay otros testimonios del uso hablado del euskera entre los navarros en Indias, que de paso señalan la extensión que tenía el idioma vasco en Navarra en aquellos siglos. Asimismo quedan restos escritos de algunas palabras o términos sueltos como un apodo, bizar gorria Echarricoa (el barbarroja de Etxarri, valle de Larraun), un saludo como agur o un topónimo como Sisur Nagusia (Zizur Mayor). Sí que hay un claro interés y preocupación por mantener o recuperar la lengua en el caso de Martín de Artadia, del valle de Bertizarana, quien escribe en 1652 desde Veracruz (México) a su hermana, que quisiera enviar a su hijo Miguel, niño aún, “para que se críe al abrigo y amparo de vm. y aprienda las costumbres de por allá y sepa hablar basquence”.

Abaurrea expone su memoria o relación de vivos y muertos para dar cuenta a los familiares y parientes de Navarra y animarles a escribir “que Dios saue lo que deseamos ber cartas de esa dulce patria”. Además de los tres amigos citados, en dicha relación menciona, entre los fallecidos, al pamplonés Gracián de Noain, en los Andes del Cuzco, “pobre mucho” y que dejó unos “hijuelos” (hijos naturales), y a Pedro de Oreitia, nacido en Sangüesa y pasajero también de 1593, que fue escribano real y estuvo casado sin hijos, muerto en Cuzco y enterrado en la iglesia de San Francisco, dejando de herencia a su mujer unos 10.000 pesos de a 8. Y de los quince que aún viven, la lista se compone de los siguientes nombres con su lugar de origen, residencia y ocupación principal:

• Pedro de Salinas, presbítero que fallecerá en Cuzco en 1624 con testamento; Juan de Lizoain, que ese año de 1609 había salido de casa de Abaurrea hacia Charcas con un fiscal y desde cuya ciudad de La Paz le ha escrito; el clérigo Martín de Legasa en la provincia de Arequipa; Martín Martínez de las Casas, que fue cirujano y después había ingresado de franciscano en La Plata dejando sus bienes a un primo del que Abaurrea no sabe el nombre; Martín de Santesteban, que pasa a América en 1597 y reside en las nuevas minas de Oruro (actual Bolivia) junto a dos “camaradas” paisanos que mencionamos a continuación, y por último el también franciscano fray Juan de Aldaz, todos ellos de Pamplona.

• Martín de Urrutia y Agustín de Tirapu, ambos de Puente la Reina. El primero está casado y con hijos en Cuzco, y el segundo es autor también de una interesante carta escrita desde Potosí en 1603 y recogida en mi tesis, donde aporta la cifra “de más de 8 nauarros que ay en esta villa”. En 1609 se encontraba en las minas de Oruro como “camarada” del citado Martín de Santesteban.

• Juan de Oronoz, clérigo de Obanos que piensa volver el año siguiente a Navarra y cuyo hermano había muerto en Quito.

• Pedro de Lumbier, de Sangüesa, autor de otra preciosa carta escrita desde Lima en 1597, que recojo asimismo en mi tesis. Había llegado procedente de Nueva España “a donde andube vagando dos años”. En 1609 se hallaba en Huancavelica como contador real por merced del virrey Luis de Velasco.

• Juan de Bergara, de Burguete, registrado de pasajero en 1595, que es el otro “camarada”, en las minas de Oruro, de Martín de Santesteban y Agustín de Tirapu.

• Antonio de Guevara, hijo del señor de Viguria (Gesalatz), en Cuzco.

• Juan de Mendico, de Estella, que iba a Potosí con su ganado cargado de coca.

• Fray Pedro de Eztala, de Peralta, franciscano lego en Cuzco.

• Miguel Navarro, clérigo de Barasoain y en los “Andes grandes” donde compró una chácara de coca. Abaurrea vivía en Cuzco con casa propia, a pesar del “temple desabrido” de la ciudad, pero parece que su oficio de contador se lo había concedido el nuevo virrey a un criado suyo, aunque éste no lo aceptó, y así las cosas, reconoce que no se puede mover de momento de la ciudad y además por otra poderosa razón en aquel contexto: anda con otros amigos en el descubrimiento de cierto yacimiento de oro y minas de plata y no lo puede abandonar hasta que sepa lo que hay. En todo caso, reitera un sentir común entre los paisanos: “en breue podremos yr a Nabarra que ya las Yndias están peor que Castilla, que ay más hombres perdidos y vagamundos que en toda España ni Francia”. Condición universal de todo emigrante que se mueve siempre entre la nostalgia y el anhelo de regresar a la tierra que le vio nacer y el apego por distintas razones al nuevo lugar de acogida en la búsqueda de una vida mejor a pesar de las decepciones y sinsabores que el destino suele acarrear.

Finalmente, no nos consta dónde y cuándo muere Abaurrea ni tampoco disponemos, si lo hay, del testamento. Sólo daré un apunte más de su humanidad en una época de omnipresente mentalidad religiosa -otra cuestión a seguir investigando- cuando él mismo manifiesta sus temores existenciales pues, a causa de la muerte de sus amigos, “estoy todo cano en la caueça y barba que si me viesen no me conocerían y ansí se espantan todos los que me conocen, y plegue a Dios que no me cueste la vida, hordénelo todo el Señor como más convenga para su sancto seruicio, amén”. Contaría en ese momento, como se puede calcular por lo ya dicho, unos 40 años de edad. Para concluir, he de señalar que un más profundo estudio de la abundante documentación existente, a un lado y otro del océano, podrá revelar muchos más detalles, mucho más colorido, mucha más vida, de esta red fraternal y solidaria, aglutinada en torno a la figura de Pedro de Abaurrea -“conocido en todo el Pirú” donde le hacen “en todas partes mucha merced”-, pero también de otras redes que se formaron a lo largo del Nuevo Mundo y en distintos momentos históricos, verdaderas comunidades de compatriotas navarros con conciencia de su identidad y, a partir de ésta, compartiendo intereses sociales y económicos.

Del exilio en Hendaia al Archivo de Salamanca

La familia de Miguel Segurajáuregui Olalde entregó hace diez años al centro los documentos de la República que llevó consigo y custodió en Lapurdi .

Un reportaje de Iban Gorriti

Se cumplen en estos días 10 años de la donación al Archivo de Salamanca del Archivo del Consulado de España durante la II República que el miliciano socialista, a la postre comunista, Miguel Segurajáuregui Olalde custodió en Hendaia durante la Guerra Civil. Fue una actitud ejemplar y su familia siempre quiso materializar el deseo de aquel miliciano de entregar los documentos al Ministerio correspondiente.

Documento con el que el Servicio de Migración de México le permitió la entrada y residencia en el país por un periodo de un año, prorrogable. Fotos: Familia Segurajáuregui

“Cuando entregamos el archivo de nuestro padre en Salamanca nos movía también el pensar en cuántos como nosotros buscaban recuperar la historia familiar. Ha sido difícil encontrar información de la nuestra, tal vez porque no sabemos dónde buscar”, aportan Manoli y Juanjo, hijos del cónsul republicano exiliado, que residen en Morelia, Michoacán (México).

La visita al archivo salmantino les sirvió al mismo tiempo para obtener más documentos personales de su familia. “Rescaté cartas personales de mi padre que fueron confiscadas. Fue en el periodo en que tuvo que exiliarse a la URSS después de lograr huir de una cárcel de Pamplona, donde fue encarcelado por la Revuelta de Octubre de 1934”, resume Manoli a este medio.

Las credenciales informan de que Miguel nació en Bilbao y tuvo su domicilio en el portal 14 de Castaños. Llegó al mundo como hijo de Gabriela Olalde y Juan José Segurajáuregui el 29 de septiembre de 1902. De profesión, en unos documentos aparece “comercio” y en otros “técnico electricista”.

Casi un año después del comienzo de la guerra tras el fallido golpe de Estado de militares españoles en julio de 1936, el 7 de mayo de 1937 fue “propuesto por las Organizaciones antifascistas de Euzkadi para el cargo de Comisario delegado de Guerra de Brigada”, según dicta un documento aportado por la Sociedad de Ciencias Aranzadi.

El 20 de diciembre de 1938, el bilbaíno recibió su pasaporte diplomático que le acreditaba como cónsul de España en Hendaia para Europa. Se validó en Barcelona con el visto bueno del presidente de la República. El 1 de febrero de 1939 se ampliaron los efectos del pasaporte “para todos los países del mundo”.

El 2 de noviembre de 1940, el Servicio de Migración de México le permite el ingreso en el país azteca por un año, prorrogable eso sí, así como la residencia en la capital de esta república americana. El carnet, con dos fotos, una de frente y otra de perfil derecho, indica que fue Indalecio Prieto quien dio referencias positivas sobre su persona, que medía 1,68 metros, era de constitución fuerte, tenía pelo castaño y ojos “café” y una “cicatriz en el lado derecho de la frente”. También detalla que llegó al otro lado del Atlántico junto a su “hermana y sobrino”.

Ley de Memoria Histórica “Mi padre fue miliciano y cónsul de la II República en Hendaia entre 1838 y 1939. Llega a México en octubre de 1940 y muere aquí en 1952”, confirma Manoli. La Fundación Pablo Iglesias le recuerda como miembro de la UGT y afiliado al PSOE en el País Vasco. Durante la Guerra Civil fue comandante intendente de la Plana Mayor del Batallón 7º de la UGT, llamado Asturias (47º de Euskadi) y desde abril de 1937 comisario político de la unidad.

El Batallón 7º de la UGT, Asturias o 47º del Euzkadiko Gudarostea lo mandaba, según investigación de Francisco Manuel Vargas Alonso, el comandante Rogelio Castilla Alcalde, secundado por el intendente Miguel Segurajáuregui Olalde. Martín Sola López era teniente ayudante. “Todos ellos se vieron, como el resto de la oficialidad, al frente de una unidad de Milicias que ejemplifica lo que la guerra, con su crueldad, significa en cuanto a ejercicio de la violencia”, valoraba Vargas Alonso en su tesis doctoral titulada Milicianos. Las bases sociales del Frente Popular en Euskadi y la defensa de la República.

La Fundación Pablo Iglesias agrega que Segurajáuregui fue después cónsul de España en Hendaia (Lapurdi) y pasó a militar en el Partido Comunista de España. Exiliado en Caracas (Venezuela), se trasladó a México en octubre de 1940 y trabajó como agente de la Compañía de Seguros Anhauac.

“Poco más sabemos”, lamenta Manoli, y agrega que “lo que puedo decir es que salió de Francia con todo el Archivo del Consulado. Mi madre siempre nos dijo que ese archivo debía regresar a España. Y así fue. Con la publicación de la Ley de Memoria Histórica, en 2009 lo entregamos al Archivo de la Guerra Civil de Salamanca”.

Interno en Gurs Y no fue el único antifranquista de la familia bilbaína. Su hermano mayor Luciano, marino mercante, estuvo interno en Gurs y logró llegar a México antes que Miguel, “pero regresó a Francia dispuesto a luchar contra los nazis. Murió en Holanda según un recorte que conservo de un periódico del PC”, señala Manoli.

La hija del cónsul estima que los registros de nacimiento de su padre y de su tío Luciano “los hicieron desaparecer porque logré obtener el acta de matrimonio de mi abuelo Juan José, que se casó en Araotz y el caserío donde vivió existe y ha quedado en la familia ampliada. Tampoco queda claro cuál es la línea familiar con ellos”, valora esta hija de exiliados vascos.

Manoli consiguió asimismo el registro de nacimiento de la hermana mayor Luisa, también miembro de la UGT. “No lo encontré de la hermana más pequeña, Presentación. Menciono a esas dos hermanas porque también llegaron exiliadas a México; Luisa y Luciano con un sobrino de 9 años llegan primero y Presen y mi padre después”, explica quien antes de entregar los originales al Archivo de Salamanca hizo copias para guardar en su hogar, en su hoy ya memoria colectiva.