Hace un siglo, la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en Madrid acogió el cuadro ‘Un viático en el Baztán’, una de las obras maestras, junto a ‘El mercado de Elizondo’, del pintor navarro Javier Ciga; una pintura que es un tratado de etnografía
Un reportaje de Pello Fernández Oyaregui
‘Un viático en el Baztán’, Javier Ciga, 1917. Foto: Museo de Navarra
El 28 de mayo de 1917 en los Palacios de Exposiciones del Retiro de Madrid, con toda pompa y boato, se inauguró la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1917, presidida por la familia real y máximas autoridades del Estado, y se clausuró el 1 de julio (justo hace cien años). En la organización, se encontraban grandes artistas: Sorolla, Muñoz Degrain, Anglada Camarasa, Romero de Torres López Mezquita y un largo etcétera. El prólogo se hacía eco, de la difícil coyuntura que vivía especialmente Europa a causa de la Primera Guerra Mundial. Se expusieron 404 obras de pintura, grabado y dibujo; muchas de ellas, habían sido previamente rechazadas.
En 1917, Javier Ciga presentó su obra Un viático en El Baztán a esta exposición, que figura con el número 76 del catálogo. Ciga venía precedido de su éxito parisino (1912-1914), e iniciaba su fecunda etapa de madurez.
Se trata de su otra obra maestra, junto con El mercado de Elizondo. En ella, narra con incalculable valor etnográfico y sociológico, con personajes reales de su tiempo, una costumbre religiosa habitual en la época. Ciga participa de una constante en la pintura finisecular que es el progresivo tratamiento de los temas religiosos desde una perspectiva más costumbrista, acorde con ese nuevo papel protagonista que el pueblo adquiere en esta época tardorromántica.
La elección de los figurantes era fundamental para dar veracidad y realismo a la escena. Ciga era consciente de que estas pinturas etnográficas eran un retrato colectivo, en el que podía elegir a sus personajes atendiendo a sus características físicas y psicológicas. Los modelos que aparecen en el cuadro son reales. El tema recoge el momento en el que el grupo de mujeres enlutadas provistas de cirios, forman el cortejo procesional precedidas por el prelado doméstico de su Santidad (monseñor Mauricio Berekoetxea), que revestido con capillo de viático protege el copón. Se disponen a entrar en la casa del enfermo para administrar los santos óleos y últimos sacramentos. La figura del monaguillo (Juan Lasa), es un ejemplo de placidez y rostro angelical, resaltado por un espléndido contraluz. El rito y el término, hacen alusión a la vía o camino y al alimento espiritual para emprender este último viaje. El acto se realizaba en absoluto silencio, tan solo roto por la campanilla del monaguillo, que lo iba anunciando para que la gente se arrodillara a su paso y acompañado todo ello por el tañido de campanas de viático, que precedían a los posteriores toques de agonía y óbito.
Son recibidos por el señor del palacio (Vidal Apezteguía); a la derecha, en primer plano, aparece un grupo de tres mujeres (Isabel Elizalde es la más joven y se coloca al fondo con el resto de figurantes, que eran asiladas de la Misericordia de Elizondo). La escena se desarrolla en el palacio de Askoa en Elbete y culmina con el paisaje del fondo, donde aparecen la antigua iglesia de Elizondo, la sinuosidad de los montes, el verdor de los prados, todo ello impregnado de ese bucolismo, que lo enmarca magistralmente.
Análisis formal En un auténtico alarde compositivo, sitúa un primer grupo de figuras en el ángulo inferior derecho, compuesto por el señor de la casa que recibe al cortejo procesional junto al grupo de mujeres enlutadas (colocadas siguiendo un esquema piramidal, contrastan la juventud de la última figura con la vejez de las que aparecen en la primera fila), una vez más Ciga trata simbólicamente el paso del tiempo y las edades del ser humano; hace un estudio psicológico, a través de estos rostros que son registros de vida, marcados por la dificultad, vejez, pero a la vez revestidos de enorme dignidad moral.
Este grupo conduce hacia el otro conjunto compacto de figuras en la zona central, ocupada por el eclesiástico y las mujeres enlutadas que van detrás. En el espacio vacío intermedio irrumpe el monaguillo separando los espacios exterior e interior. Ciga era un maestro en el juego de contrastes: luces (artificiales y naturales) y sombras con sus fases intermedias y penumbras, exteriores e interiores, masas y vacíos, grupos e individualidades, movimiento y quietud. Entre los grupos de personajes deja huecos estratégicos que permiten la circulación por dentro del cuadro.
Es la luz la protagonista indiscutible, la que marca esa idea de diagonalidad y profundidad. Además, hay un conjunto de perspectivas que, a través de líneas, de luces y sombras, dan credibilidad a un espacio que se nos presenta con visos de absoluta realidad. La luz es a la vez real y simbólica, a veces utilizada de manera violenta, ilumina los rostros creando ese efecto caravaggiesco, pero sobre todo tiene un sentido trascendente, que remarca la fugacidad de la vida y espiritualiza los rostros con ese tono cobrizo que los transforma al estilo de Georges de La Tour. El propio monaguillo porta el farol de viático, que para este rito tenía tres velas, para resaltar la importancia de la luz en tan crucial momento. La llama tratada por Ciga es tan real, que aparece ladeada por el viento que cobra presencia en el lienzo. El cirio así como la argizaiola, son continuación de aquel fuego del rito iniciático en el momento del Bautismo, que ahora acompañará el último viaje. Constituye el elemento simbólico de los dos sacramentos del inicio y del final de la vida. La luz disipadora de las tinieblas de la muerte, era el elemento que garantizaba ese tránsito o viático a la otra vida. Ciga reproduce de manera magistral el ritual en torno a la muerte, que en la cultura vasca, tiene sus propias peculiaridades. Una vez producido el fallecimiento, la luz se colocaba en las tumbas ubicadas en el suelo de la iglesia o jarlekua y más tardíamente en los cajones, fuesas o cestas, sobre los que se ponía la vela enroscada.
En cuanto al color, contrasta la sobriedad de negros y pardos con el rabioso rojo y blanco del monaguillo. La matización del color así como el empleo de claroscuros, resaltan la volumetría y corporeidad de los personajes. Por último, cabe resaltar el preciosismo al que llega en el roquete plisado del monaguillo, los brocados del eclesiástico, el claveteado de la puerta y el brillo de los objetos.
La obra, ha figurado en importantes exposiciones: la mencionada de 1917 en Madrid, la Exposición-Homenaje en el Museo de Navarra en 1978, en 1986 en la exposición Medio siglo de pintura navarra en San Adrián del Besós (Barcelona) y en 2014 en Aranda de Duero, en la exposición de Arte Sacro más importante a nivel estatal –Las Edades del Hombre-.
Esta obra fue ampliamente glosada, tanto en la prensa local, como en la crítica artística del Heraldo de Madrid, donde le dedicaron grandes elogios.
En cuanto a la propiedad y al precio pagado, sabemos que fue adquirida por la Diputación Foral de Navarra por 1.625 pesetas, cantidad esta, muy por debajo de su valor artístico.
Antecedentes y significado Si bien el tema fue tratado en el Barroco con Rubens, o por los discípulos de Goya, Alenza y Lucas Villamil; en el caso de Ciga, tendríamos que referirnos a la influencia francesa y en concreto a Courbet o a Lucien Simon, con su Procesión en Bretaña. Su autor fue profesor de las academias Grand Chaumière y Colarossi, frecuentadas por Ciga.
Pero refiriéndonos a obras más cercanas, como son los cortejos procesionales, tendríamos que citar las procesiones del Corpus de Bidarrai de Marie Garay y la de Lezo de su amigo Salaverría, con la que comparte realismo, profundidad y devoción reflejados en los eclesiásticos, pero sobre todo en la reciedumbre del pueblo llano y en las doloridas mujeres enlutadas que nutren ambos cortejos. Salaverría decía, que había recogido la imploración: Libra gaitzazu, Jaunak, gaitz guztietatik. Esto mismo transmite Ciga a través de su obra, que no solo recoge con absoluta fidelidad la escena religiosa, sino la súplica dolorida de un pueblo, que gime en las puertas de la muerte. Así mismo, refleja muy bien el sentido omnipresente que tenía la muerte en la cultura vasca, que se plasma en ese recogimiento profundo y natural, muy lejos del gesto plañidero de otras culturas, que reflejan pintores coetáneos, como el granadino López Mezquita en su lienzo El Velatorio.
Hace un estudio individual y colectivo, que nos trasporta al concepto de etnos (pueblo que comparte sentimiento, lengua, cultura, tradición) y ethos (espacio físico y comportamiento del grupo). Baztán profundo y eterno, palpita en la obra de Ciga. Esta obra constituye un documento sociológico y etnográfico, siendo Ciga una vez más, intérprete del alma y de la sociedad de su tiempo. El naturalismo, es su vía suprema de expresión artística. Hace suya la idea de Alberti, expresada en 1436 en su tratado De Pictura: “Una historia conmoverá los ánimos de los espectadores, cuando los personajes pintados expresen sus emociones con claridad”. Esto es precisamente lo que consigue Ciga, llevando a la última consecuencia su Pintura de Verdad.
Si técnicamente podemos calificarla de sobresaliente, más lo es su significado. Nuestro pintor no se quedó en el virtuosismo técnico, sino que trascendió este, consiguiendo plasmar la emoción religiosa, el profundo recogimiento y el hondo misticismo que refleja la escena, en definitiva, el latir de un pueblo a través de sus gentes. Esta obra supone un ejercicio de introspección, que indaga en lo más profundo y conceptual del arte, definiéndola como un ejemplo de Metapintura. Está llena de esencialidad, ya que detrás de escenas realistas, siempre está el ser, dotándoles así, de ese hálito existencialista y trascendental que va más allá y que nos transporta a un realismo metafísico y a la idea de lo sublime en el arte.