El reciente hallazgo en una casa de Bilbao de una bomba de la Guerra Civil sirve al autor para realizar un relato sobre el nacimiento y evolución de la guerra desde el aire
Un reportaje de José María Tápiz
La casa de Bilbao, en la plaza San Francisco Javier, sobre la que cayó la bomba, en una foto de los años 30. Fotos: Familia Tápiz
DE todos es sabido que las guerras generan mucha chatarra. Chatarra a veces inofensiva pero en otras letal, como pueden ser bombas sin estallar. Sólo hace poco más de dos meses que en Alemania se ha producido el mayor desalojo de una zona habitada en dicho país desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La causa: la aparición durante unas obras de una bomba aliada de casi dos toneladas lanzada sobre la ciudad de Fráncfort durante la citada guerra. La enorme peligrosidad de la bomba hizo que se desalojara a 60.000 personas mientras duraba la desactivación de la misma. Y en zonas de conflictos tanto recientes como antiguos es frecuente que se encuentren restos de este tipo. Y de cuando en cuando salen en la prensa noticias al respecto.
Hace pocas semanas, sin ir más lejos, salió una noticia en las redes sociales que pasó casi desapercibida, sobre la aparición en una casa de Bilbao de uno de estos macabros recuerdos. En este caso se trataba de una bomba del modelo B1E incendiaria de un kilo alemana, desarrollada en los años treinta y probada para su perfeccionamiento en la Guerra Civil española. Fue uno de los modelos que los alemanes lanzaron, entre otras localidades, sobre Gernika. Estos primeros prototipos eran aún, sin embargo, poco fiables, pues en muchas ocasiones no llegaban a detonar, aunque si se lanzaban en racimo -como era lo habitual- explotaban por simpatía, al caer varias sobre una misma zona. En modelos posteriores se solventó esa carencia, siendo utilizadas con profusión durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente en los duros bombardeos de Londres durante la Batalla de Inglaterra, en 1940.
A estas alturas, seguramente muchas personas se hagan la misma pregunta: ¿por qué aparecen tantas bombas sobre poblaciones y ciudades indefensas? ¿Por qué se ataca a la población civil, cuando precisamente son ellos los más débiles en un conflicto armado, al no tener capacidad de defenderse? ¿Qué se gana con dicha estrategia?
Los bombardeos sobre la población civil se encuadraban en un nuevo modelo de guerra que se estaba desarrollando en el mundo en los años treinta del pasado siglo. La precedente Primera Guerra Mundial -conocida entonces como la Gran Guerra- había desvelado el enorme potencial que poseía la aviación. No en vano, a principios de esta los aviadores no eran más que simples exploradores aéreos, destinados a vigilar desde el aire las evoluciones de las tropas enemigas.
Con el desarrollo de la tecnología aérea, a los aparatos se les dotó de armamento y, posteriormente, de capacidad de bombardeo. Al final de la Gran Guerra todos los contendientes habían desarrollado numerosos modelos de naves aéreas, principalmente cazas y bombarderos. De esta manera, para 1918 todos los estados mayores reconocían, en mayor o menor medida, los efectos que podía causar una fuerza aérea eficaz y numerosa.
Ejércitos del aire Así, los gobiernos que con mayor claridad vieron las posibilidades de esta nueva herramienta de destrucción se aplicaron a desarrollar nuevos prototipos de aviones. Países como Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania o Italia fueron, paso a paso, desarrollando un ejército del aire capaz de cambiar en un determinado momento el curso de una guerra, como de hecho terminaría sucediendo.
Pero en una Europa en paz en los años veinte, ese esquema de guerra aérea no podía comprobarse sobre el terreno. Hubo que esperar a la siguiente década -los convulsos 30- para ratificar sobre el campo de batalla lo que los estados mayores profetizaban.
Y ese momento llegó desgraciadamente, en primer lugar en la llamada Guerra de Abisinia, que era el nombre de Etiopía entonces. Dicho país era independiente políticamente pero débil militarmente, y había puesto sus esperanzas de mantener su soberanía en la mediación internacional a través de la Sociedad de Naciones, de la que era miembro, y que era el precedente de la actual Organización de Naciones Unida (ONU). Pero la Italia fascista de Mussolini quería ampliar sus colonias en África y puso su mirada sobre Etiopía. No era la primera vez que Italia intentaba invadir Abisinia. La primera vez fue a finales del siglo XIX, pero la entonces joven república italiana fue estrepitosamente derrotada por las fuerzas nativas etíopes en la batalla de Adowa en 1896. Este fracaso alejó a los italianos de Etiopía durante más de treinta años.
Mussolini, al volver a poner en el punto de mira a Etiopía, se aseguró de no volver a repetir los errores de los italianos de décadas antes. Y para ello se apoyó especialmente en la nueva arma arriba citada: la aviación. Y en dos elementos que dicha aviación podía transportar, que eran las bombas de detonación y las armas químicas. De hecho, fue la primera guerra en la que se pudo comprobar sobre el terreno la potencialidad de los bombardeos: los soldados etíopes, mandados por oficiales mercenarios en muchos casos y carentes de armas antiaéreas, poco pudieron hacer contra el bombardeo sistemático de sus posiciones durante la breve guerra -de octubre de 1935 a mayo de 1936- que mantuvieron contra una fuerza italiana bien equipada, tanto desde tierra como desde el aire. Y a ello hubo que añadir el ensayo -luego explotado por la Alemania nazi- de bombardeos sobre la población civil, con el objetivo de quebrar la moral de los soldados que combatían en el frente, que veían que sus esfuerzos en tierra por contener al enemigo no servían para proteger ni a sus familias ni a sus ciudades.
‘Bombardeo de terror’ Nace así el concepto de bombardeo de terror, que tanta importancia tuvo luego en la Guerra Civil española y durante la Segunda Guerra Mundial. Un nuevo concepto de guerra psicológica que trazaron los alemanes en Durango y especialmente Gernika y que acabó siendo perfeccionado por los aliados, ocho años más tarde, en Hiroshima y Nagasaki.
Efectivamente, apenas acabada la Guerra de Abisinia comenzaba la Guerra Civil española. Y los efectos de la aviación se hicieron notar de inmediato: por una parte Franco consiguió trasladar a la península, con aparatos alemanes e italianos, gran parte del ejército de África en pocas semanas, ante la impotencia de los buques de la República estacionados en el Estrecho de Gibraltar que trataban de impedirlo. En una fecha tan temprana como el 22 de julio de 1936 se produce el bombardeo de Otxandio, en Bizkaia, que dejó más de medio centenar de muertos, la mayoría civiles. Este fue el preludio de otros muchos ataques en diferentes zonas de Euskadi. De hecho, la Campaña del Norte, como se definió entonces, tuvo un puntal importantísimo en la intervención aérea tanto en el frente como en la retaguardia vasca: para entonces las tropas de Mola contaban ya con la ayuda de la Legión Cóndor alemana y de la aviación italiana de Mussolini. Los bombardeos sobre poblaciones civiles cercanas o alejadas de frente comenzaron a ser frecuentes.
En algunos casos las incursiones aéreas eran imprevistas, como las de Durango o Gernika, sorprendiendo a la población en días de plena actividad económica o de feria, como ocurrió en ambas localidades. Pero en otros casos la agonía era mayor, puesto que los bombardeos se repetían una y otra vez, con la tensión y exasperación que eso conllevaba.
Así ocurrió en ciudades como Barcelona, Madrid, o entre nosotros, Bilbao. La villa no había sufrido ninguna agresión bélica desde la Segunda Guerra Carlista de 1872-1876, en la que fue sitiada y bombardeada durante febrero y mayo de 1874. Y se había perdido la memoria de aquellos bombardeos terrestres. En 1937 la situación era ya muy diferente. Los primeros ataques aéreos sobre Bilbao habían comenzado en septiembre del año anterior y se fueron incrementando a medida que avanzaba la guerra. Los efectos sobre los habitantes de la ciudad eran muy profundos. A la situación de racionamiento imperante había que sumar la obligación de refugiarse de los bombardeos cada vez que había una alarma antiaérea. En algunos casos eran simples incursiones de reconocimiento -en Bilbao a dichos aviones franquistas que sobrevolaban la ciudad para reconocer el terreno se les llamaba los alcahuetes-, pero otras veces eran ataques en toda regla. La espera, tanto en un caso como en otro, podía llegar a ser interminable.
Los bombarderos eran lentos, iban en formación -por lo que hacían un ruido considerable- y tardaban mucho tiempo en recorrer el espacio a atacar. Los refugiados podían oír los motores de los aviones acercarse más y más y también cómo las bombas caían cada vez más cerca. Al salir la angustia era comprobar si la casa en la que vivían había sido alcanzada o no. O si ese familiar del que no tenían noticias -un hijo que no llega a tiempo al refugio designado, un hermano en un refugio menos seguro- había sobrevivido o no al bombardeo. La tensión acumulada estalló de forma violenta el 4 de enero de 1937 cuando, tras un bombardeo especialmente virulento de la aviación franquista, fueron asaltadas las prisiones de Larrinaga, El Carmelo, Casa Galera y los Ángeles Custodios, dejando un balance de más de 200 presos derechistas muertos.
Los ataques aéreos sobre Bilbao no cesaron hasta la toma de la ciudad, el 19 de junio de 1937, dejando numerosas víctimas entre mutilados y fallecidos, además de múltiples artefactos sin estallar que fueron apareciendo con los años.
En el caso que abría este artículo, sin embargo, la historia tuvo un final feliz, puesto que la bomba cayó sin detonar en un momento indeterminado sobre Bilbao entre septiembre de 1936 y posiblemente, febrero de 1937. Pudo ser incluso uno de los artefactos lanzados por los alemanes en el tristemente célebre bombardeo del 4 de enero de este último año, citado arriba.
La casa de la bomba La casa alcanzada fue el bloque de viviendas de la plaza de San Francisco Javier, en el bilbaino barrio de Indautxu, concretamente el tejado del portal número 3 de dicho inmueble. Este edificio era, en aquel entonces, uno de los más sólidos de la zona -urbanizada en aquella época con muchos chalés y casas bajas- y había sido construido tan sólo un par de años antes, concretamente entre 1934 y 1935, momento en el que comenzó a funcionar como edificio de pisos de alquiler de la empresa Larrea S. L. Esta compañía había sido creada por dos señoras mayores, hermanas y solteras, cuya familia había hecho fortuna en México años antes. Una vez regresaron a Euskadi, decidieron invertir su capital en el negocio inmobiliario, encargando a la constructora Prudencio, José y Compañía la construcción del inmueble. Las obras costaron un millón de pesetas de aquel entonces y como curiosidad, en uno de los pisos de dicho inmueble vivía el destacado dirigente de Acción Nacionalista Vasca Anacleto Ortueta. El edificio, de hormigón armado, fue considerado por los peritos del Ayuntamiento de Bilbao como seguro en caso de bombardeos y fue declarado refugio antiaéreo, sirviendo como tal durante las cada vez más numerosas incursiones de la aviación del bando sublevado. Durante uno de ellos fue cuando cayó la bomba sobre el tejado de la casa, sin llegar a explotar por los defectos en el sistema de detonación antes comentados. La presencia de la bomba en el tejado se descubrió cuando uno de los vecinos de la séptima planta se percató de que tenía humedades en el techo de su vivienda y le comentó a uno de los constructores de la misma, José Tápiz, que precisamente vivía en la misma vecindad, lo que le pasaba. José subió al tejado y se encontró el artefacto incrustado en la techumbre del inmueble. Una vez avisados los artificieros y desactivada la bomba, José Tápiz se quedó con la misma como recuerdo.
Esta bomba, guardada en la casa durante ochenta años en un armario, apareció hace unas semanas durante una limpieza que su nieto José María Tápiz -autor de este artículo- realizaba en la casa con motivo de unas obras. Cuando la vio, José María -que estudió la carrera de Historia- se puso en contacto con la Fundación Sabino Arana con intención de donarla. Y así dicha bomba ha pasado a formar parte del museo de la Fundación con la intención de que no se nos olviden estos pasajes de nuestra historia reciente.