Protagonistas ‘invisibles’: el papel de la mujer en la Zamakolada (1804)

La amenaza de que los jóvenes vizcainos fueran reclutados a la fuerza para combatir en el Ejército español llevó en 1804 a miles de hombres y mujeres del Señorío a arremeter contra las autoridades por la ‘traición’ cometida contra su pueblo

Un reportaje de Luis de Guezala

QUE nos los llevan! ¡Que nos los llevan!”. Dicen que este grito se extendió por Madrid al suponerse el traslado de parte de la familia real por las tropas francesas el 2 de mayo de 1808. Mucho menos recordado es que cuatro años antes, en agosto de 1804, el mismo grito había sido lanzado por miles de vizcainas y vizcainos, pero no para referirse a ninguna distinguida familia coronada, sino a sus propios hijos, temiendo que fueran reclutados forzosamente para combatir en las guerras en Europa.

La noticia de esa posibilidad la fueron trayendo a todas las localidades de Bizkaia sus respectivos apoderados en las Juntas Generales -celebradas en Gernika entre el 23 de julio y el 1 de agosto de 1804- según fueron regresando a ellas. La reacción popular fue prácticamente unánime en todo el Señorío. Se extendió así la noticia de que “los solteros tenían que ir a servir al Rey en sus ejércitos, y que podían dejar de sembrar sus tierras”.

Aquello se consideró una traición de las autoridades vizcainas hacia su propio pueblo. Al lugar donde tenían residencia, Bilbao, comenzaron a dirigirse desde muchas anteiglesias hombres y mujeres, los primeros bajando desde Begoña, al grito de “¡Muera don Simón de Zamacola! ¡Muera el corregidor! ¡Muera el consultor! ¡Mueran los diputados generales! ¡Y mueran todos los zamacolistas!”.

Las asambleas de muchas localidades decidieron mandar a Bilbao destacamentos de ese ejército popular al que se pretendía eliminar para obtener una copia del nuevo plan militar, conocerlo y apresar a las autoridades que lo habían permitido, como de hecho hicieron, “no para maltratarlos sino para entregarlos a la Justicia”. Un antiguo diputado general, Pedro Francisco de Abendaño, fue también detenido y obligado a firmar un documento en el que se declaraba “buen patriense” y decidido a defender los fueros.

En toda la revuelta, afortunadamente, no hubo una sola víctima mortal. Esto posiblemente se debió, en gran parte, a que las anteiglesias vizcainas utilizaron su propio ejército local, organizado y disciplinado, con sus propios mandos. También pudo colaborar la rápida fuga de Bizkaia de Zamacola y sus más destacados partidarios, al llegarles rumores como el de que los jóvenes de Abando habían comprado cuchillos “para matar a cualquiera que les fuese a atar para llevarles soldados”.

Las cargueras que trabajaban en el Arenal resumieron muy bien el sentir popular gritando “que sus hijos no irían soldados; que fueran a servir al Rey los que los habían ofrecido”.

La mujer en la Zamakolada Coinciden muchos relatos sobre la Zamakolada en señalar como la primera de sus expresiones estos gritos de las mujeres que trabajaban en la carga y descarga de los buques que atracaban en El Arenal bilbaino. Actividad que, por su dureza, solía sorprender que fuera realizada por mujeres a muchos de nuestros visitantes, quienes dejaron constancia del hecho en sus testimonios, así como de su participación en duras tareas agrícolas que en otros países quedaban reservadas para los hombres.

Podemos, por tanto, concluir, en que el protagonismo de las mujeres en la Zamakolada fue primordial, desde su principio, originándolo incluso de una manera que recuerda a otra actividad también tradicionalmente desempañada por mujeres, las llamadoras que en las localidades costeras despertaban con sus gritos a los arrantzales al amanecer.

La alarma de perder a los hombres, a sus maridos y, más específicamente, a sus hijos, la dieron, así, las mujeres con los referidos gritos de “que sus hijos no irían soldados; que fueran a servir al Rey los que los habían ofrecido”.

Puede considerarse que fue protagonista de la Zamakolada el propio ejército de Bizkaia, que era popular y estaba organizado en cada localidad, con sus propios mandos y estructura, y con sus propias armas. La principal excepción que cabría hacer a esta interpretación del ejército popular vizcaino movilizado, distinguible de su actuación en guerras o conflictos armados sería, precisamente, la participación de las mujeres.

Los relatos y testimonios que consulté durante mi investigación sobre la Zamakolada, con motivo de mi tesis sobre este acontecimiento, prácticamente invisibilizaban la participación femenina o apenas hacían referencia a ella.

Posteriormente a la lectura de mi tesis he podido conocer otro testimonio sobre aquel acontecimiento, importante entre otras razones porque sí destacaba su papel. Se trata del relato de Mariano Luis de Urquijo, rescatado del pasado por el historiador Aleix Romero Peña en el curso de su investigación sobre este interesante personaje histórico.

Urquijo mencionó a las mujeres que participaron en la Zamakolada de forma poco elegante pero muy descriptiva al relatar los problemas que tuvieron él y otros destacados notables vizcainos en sus intentos de rescatar a las autoridades apresadas. Que habiendo sido detenidas en Bilbao habían sido trasladadas, cruzando la ría, a lo que entonces era la anteiglesia de Abando, quedando encarceladas en el cepo de su edificio municipal, junto a la iglesia de San Vicente que todavía se conserva, estando ocupados los terrenos que rodeaban al edificio, hoy Jardines de Albia, por cerca de dos mil vizcainos puestos en armas con sus bayonetas caladas.

La comitiva de rescate, encabezada por el propio Urquijo, su padre, Francisco, y el almirante José de Mazarredo, acompañados por algunos miembros del Ayuntamiento de Bilbao, como José María de Murga, tuvo grandes dificultades y corrió riesgos no solo para liberar a los detenidos garantizando personalmente su custodia sino incluso para atravesar la multitud y llegar al Ayuntamiento de Abando y, sobre todo, después para regresar con ellos sanos y salvos a Bilbao.

En la memoria que Murga escribió, muy detallada, solo hay referencias a hombres. Las mujeres que estuvieron en Jardines de Albia habrían permanecido invisibles para la Historia si solo hubiera sido por su testimonio. Afortunadamente el relato de Urquijo nos ha permitido conocer su presencia y protagonismo, con pocas palabras que dicen mucho:

“Apenas nos vimos en el campo con ellos, cuando las mujeres, que son las peores en todas las conmociones, principiaron a insultar a los hombres porque los dejaban llevar, y entonces ellos, agolpándose en torno sobre nosotros, nos los arrancaron [los presos] de los brazos; y por dos veces, a no haber hurtado el cuerpo, me hubieran traspasado con las bayonetas.”

Las bayonetas las usaban los hombres, pero parece, por este relato, que atendiendo a razonamientos de mujeres que se daban cuenta las primeras de lo que estaba pasando al liberarse a los apresados por “traidores a la Patria”. “Las peores” en opinión de Urquijo, pudieran ser “las mejores” según como interpretemos los hechos.

Protagonizando el rescate, y junto a Urquijo, destacó el almirante Mazarredo. Gracias a su relato podemos tener una idea del importante porcentaje de mujeres que había entre los vizcainos protagonistas de la Zamakolada: “Había más de dos mil personas, un quinto de las cuales serían mujeres”.

Junto a estos testimonios, escasos pero muy reveladores a pesar de su parquedad, han pasado también a la Historia algunas mujeres por ser reconocida su participación en la Zamakolada, lamentablemente, por las condenas que sufrieron.

Fueron estas, en proporción muy menor respecto a los cientos de hombres condenados, en general a penas mucho más graves:

La pena mayor le correspondió a María Manuela de Sarraga, de Erandio, condenada a seis años de prisión en la casa galera de Zaragoza. Teresa de Hurtado, de Abando, y Juana de Aresti, de Tres Concejos, fueron castigadas con cuatro años de destierro. María Antonia de Gana, María Martín de Rivera, Catalina de Sarria, María Luisa de Arriola y María Ángela de Basáñez, de Abando; María Catalina de Larrazabal y Francisca de Egurrola, de Bilbao, dos años de destierro. Concepción de Landaluce (relacionada como mujer de José de Aretxaga) fue condenada a una multa de 400 ducados o cuatro años de destierro.

Finalmente fueron apercibidas “para que en lo sucesivo se abstengan de cometer los excesos que contra ellas resultan, pena que si reincidiesen, serán tratadas con el rigor que previenen las leyes”: Josefa de Urizar, de Begoña; Brígida de Usabel, María Vicenta Palacio, Xaviera de Arbide, Asensia de Olascoaga, Úrsula de Barroeta y Francisca Paula de Basterrechea, de Bilbao, y Juana Aguirre, de Erandio.

En total, once mujeres condenadas y siete apercibidas desde Aranjuez un 23 de mayo de 1805. Como comenté en el Symposium sobre Mujeres en la Historia de Bilbao, celebrado recientemente en Bidebarrieta, aquellas mujeres fueron solo visibles para la justicia impartida en nombre del rey de España por José Antonio Caballero, e invisibles para la Historia. Hasta hoy.

Las tocas vizcainas

EN el mundo moderno occidental el peinado y el tocado femenino constituyen un complemento más del vestido y, como tal, sometido al dictado y vaivén de las modas aunque, en última instancia, es el gusto personal de la mujer lo que determina la adopción o no de los estilos en boga. Esto, sin embargo, no ha sido siempre así. Desde la antigüedad, la manera de peinarse y cubrirse la cabeza era, al margen de las modas, un símbolo, un distintivo de la condición social de las mujeres, de su estado civil y, más aún, del papel y la consideración que tuvieron dentro de una sociedad fuertemente jerarquizada.

Las fuentes de que disponemos para hacer un repaso de la historia del tocado femenino vasco son variadas. A las noticias en todo tiempo proporcionadas por historiadores, literatos y viajeros y a las reflexiones, de carácter moral, de teólogos y filósofos, se unen desde comienzos de la Edad Media representaciones iconográficas cada vez más abundantes generadas por los sucesivos estilos artísticos, las artes gráficas y desde mediados del siglo XIX, las imágenes fotográficas. Con algunas reservas, derivadas de los distintos grados de exactitud y verosimilitud que merecen, serán ellas quienes nos guíen en el recorrido por este interesante capítulo de la historia de la moda vasca.

Las primeras referencias sobre el tocado femenino en la península nos las proporciona Estrabón en su Geographia siguiendo un pasaje de Artemidoro de Éfeso (siglo I a. C.) en el que se recoge, sin precisar los lugares de procedencia, cuatro distintas formas de tocado a base de armazones forrados y velos e incluso la costumbre de raparse la cabeza. Costumbres que, al parecer, en esta época no se estilaban en Euskalerria ya que el cronista, en la única referencia que hace del vestido femenino de los pueblos del norte, sólo menciona que llevan adornos florales. Ya en la Edad Media la mujer, según el modelo de conducta cristiano, vestirá de largo, con varias túnicas superpuestas y amplios mantos, abiertos o cerrados, dispuestos desde la cabeza a los pies ocultando las formas del cuerpo, acorde con la modestia y el decoro que debía mostrar la mujer virtuosa. Bajo estos mantos, las doncellas llevarán su larga mata de pelo recogido con una cinta o tira pero, una vez casadas, todas ellas, sin distinción de clase, lo mismo en casa que fuera de ella, traerán la cabeza siempre cubierta. Una imposición de los Padres de la Iglesia a la mujer como signo de sumisión a la autoridad del hombre y, «porque el pecado entró al mundo a través de ellas» (Ambrosiastro, siglo IV d.C.). Esta interpretación patriarcal y jerárquica de la historia bíblica de la creación contribuyó a que en la sociedad estamental, y posteriormente en el mundo tradicional hasta finales del siglo XIX, el tocado fuera utilizado para reconocer la condición civil de las mujeres, distinguiendo entre doncellas, casadas, y viudas, dando lugar en la historia de la indumentaria a una gran variedad de peinados o cubrimientos de cabeza. Será el arte románico quien nos muestre a las mujeres cubiertas con mantos pero también con tocas de lienzo, de origen bizantino –ibiquia– que, enmarcando la cara, tapan la cabeza, cuello y escote y que han sobrevivido en las utilizadas por las monjas bajo el hábito. Otra variedad son las tocas de bandas rizadas que, enrolladas sobre la cabeza, forman un casquete que se ata bajo la barbilla, y que podemos admirar en Andra Mari de Elexalde, en Galdakao o Santa Columba, en Argandoña. Con el paso del tiempo estas tocas y otras, como las moriscas enrolladas a la cabeza a modo de turbantes, o los altos tocados en forma de cono truncado y apéndice, característicos del vestido castellano del siglo XIII, darán paso en la siguiente centuria, en los pueblos situados en torno al Golfo de Bizkaia, a la utilización de una gran variedad de tocados de lienzo en cuanto a sus formas y hechuras, sin parangón en la época y, por esa razón, percibidos como una rareza por vecinos y foráneos y, con el tiempo, censurados e incluso condenados por las altas instancias civiles y eclesiales.

Las Tocas Vizcainas Las tocas a la vizcaina por las que serán reconocidas nuestras mujeres fuera del territorio y nombradas por propios y extraños como tocada, tontorra, curbitzeta, juichia o jucichia, moco o sapa, serán reproducidas una y otra vez y con toda clase de detalles, tanto en los Libros de Trajes (Weiditz, Enea Vico, Vecellio, Desserps…) como en los Atlas, publicaciones magníficamente ilustradas que en el siglo XVI se consideraban los best-seller del momento. La variedad de las formas y hechuras serán, así mismo, descritas por los cronistas y viajeros contemporáneos, como Schaschek en 1466-67: «A veces hechos de forma de cantarelo, a veces en la frente y a veces como platos llenos y las mozas con las cabezas rapadas»; o el de Navagero, cincuenta años más tarde: «De lienzo a la morisca, pero no en forma de turbante, sino de capirote, con la punta doblada, haciendo una figura que semeja el pecho, el cuello y el pico de una grulla; solo que cada mujer hace que el capirote semeje una cosa diversa».

Para apreciar globalmente esta riqueza de formas contamos con los tres óleos pintados, en torno a 1600, por Francisco Vázquez de Mendieta que, no por conocidos dejan de ser muy ilustrativos para su conocimiento. Las doncellas que, al menos desde el siglo XV, se habían distinguido por llevar el cabello rapado o cortado a cepillo con unos mechones largos enmarcando la cara, aparecen peinadas a la moda castellana, con el pelo rizado y levantado sobre la frente denominado copete. El resto de las mujeres, a las que el pintor en una de las pinturas relaciona Sigue leyendo Las tocas vizcainas