El fundador del nacionalismo vasco inició el camino para que los vascos y las vascas pudieran ser bautizados y registrados con sus nombres en euskera, empeño que encontró la resistencia de autoridades eclesiásticas y políticas
Un reportaje de Román Berriozabal. Fotos Sabino Arana Fundazioa
A efectos legales, todas las personas somos designadas por nuestro nombre y apellidos: el nombre nos individualiza en relación con los demás miembros de la familia; los apellidos indican nuestra filiación familiar. El nombre se rige en el ordenamiento jurídico actual por el principio de libertad de imposición, matizado con determinados límites. La imposición libre y voluntaria de nombres no siempre ha sido posible en el pasado, ya que se ha visto cercenada por la negativa rotunda de la jerarquía civil y/o eclesiástica.
Los usos en materia de nombres han ido variando con el tiempo. Históricamente, la primera inscripción se realizaba, por regla general, en el libro parroquial una vez que, a petición de la familia, el sacerdote administraba el bautismo y ponía un nombre al recién nacido. Las normas que la propia Iglesia se había dado en materia de nombres así como el criterio generalizado de imponer, salvo excepciones, el nombre de la santidad del día, condicionaba inexorablemente la inscripción posterior de dicho nombre en el Registro Civil. A falta de una tradición onomástica enraizada en las potencialidades del euskera y una jerarquía eclesiástica propia identificada con el hecho diferencial vasco, los vascos han tomado históricamente el nombre de sus vástagos del Santoral escrito en lengua castellana. El punto de inflexión, luego vinieron otros, lo encontramos en Sabino de Arana y Goiri. Tras tomar conciencia de su vasquidad, Sabin se inició, entre otras actividades, en el aprendizaje y el cultivo del euskera, formulando propuestas innovadoras (onomástica, ortografía, neología…), algunas de las cuales han llegado hasta la actualidad.
Respecto a la onomástica, o ciencia que estudia los nombres propios, Sabin entendía que Euzkadi no tenía que inspirarse necesariamente en el Santoral Romano, redactado exclusivamente en lengua castellana, a la hora de elegir el nombre de una persona recién nacida. Es más, pensaba que el propio euskera era capaz de generar, en base a sus reglas, tantos nombres como fueran necesarios. Así, en 1898, redactó, imprimió y difundió un calendario titulado Lenengo Egutegi bizka(i)tar(r)a. Sin menoscabo de las informaciones convencionales de ese tipo de calendarios (santo del día, fases lunares…), Arana se propuso hacer un calendario instructivo donde, entre otros aspectos, incluyó textos relativos a la historia vasca; propuestas lexicales de nuevo cuño así como un amplio repertorio de nombres de persona vascos. Dichos nombres fueron acuñados y/o establecidos por Sabino de Arana y Goiri siguiendo unos procedimientos lingüísticos para cada caso, destacando entre ellos la aplicación de determinadas normas fonéticas vascas así como la diferenciación de género.
Más allá de realizar un mero ejercicio teórico, el propio Sabin así como algunos seguidores suyos (por ejemplo, Engracio Aranzadi, Federico Belaustegigoitia…) adoptaron la versión sabiniana del nombre que les fue impuesto en el nacimiento y comenzaron a usarlo en sus comunicaciones privadas (Sabin, Ingartzi, Perderika…).
La promoción y uso de dichos nombres vascos se enmarca dentro de lo que se ha venido a denominar nacionalismo práctico, como una forma en la que los jeltzales demostraban en la práctica su vasquismo y su amor a la lengua nacional.
Debate público A escasos 10 años, Koldobika (Luis) Eleizalde recopiló los nombres sabinianos y los incluyó en una publicación bilingüe costeada por EAJ-PNV: Deun-ixendegi euzkotar(r)a edo deunen ixenak euzkeratuta / Santoral vasco ó sea lista de los nombres euzkerizados de los Santos. La propuesta dio origen a un intenso debate público. En el origen del mismo se encuentra una colaboración del vascófilo Julio de Urquijo, empeñado en demostrar que los nombres propuestos no eran genuinamente vascos sino una mera invención de Sabino de Arana y Goiri. Partidarios y detractores se enzarzaron en una espiral de réplicas y contrarréplicas que, en más de una ocasión, sobrepasó el tema debatido, llegando a zaherirse mutuamente. Según entendía Urquijo, el afán jeltzale por desterrar del léxico en general y del nomenclátor en particular los elementos latinos obedecía a razones totalmente ajenas a la lingüística. La formación de nombres vascos de nuevo cuño propuestos por los jeltzales formaba parte de ese afán. Sin negar lo anterior, Eleizalde manifestó abiertamente que para los jeltzales todo estudio relacionado con el euskera no era más que un medio de trabajar por su renacimiento y, consiguientemente, por el patriotismo vasco.
La aparición de Deun-ixendegi euzkotar(r)a no es fortuita. No sabemos si es causa o efecto, pero la misma coincide en el tiempo con dos hechos abiertamente enfrentados: por una parte, el salto cualitativo realizado por algunos jeltzales, al pedir para sus hijos e hijas un nombre vasco en el momento de su bautismo; por otra, la negativa rotunda de la Iglesia católica a admitir dichos nombres, a diferencia de la actitud tolerante del Registro Civil.
En ese estado de cosas, a mediados de enero de 1910 la ejecutiva nacional de EAJ-PNV, tras hacer suya la demanda que venían realizando numerosos jeltzales, elevó una comunicación a José Cadena Eleta, obispo de la diócesis de Vitoria. El prelado navarro estaba al frente de una diócesis que abarcaba a Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. Los jeltzales manifestaron haber llegado a su conocimiento que en muchos casos no se ponían de acuerdo los párrocos y los padres respecto del nombre que había que imponérseles en el bautismo a sus hijos, hasta tal punto que hubo niños y niñas que estuvieron hasta tres meses sin ser bautizadas. Sin ánimo de justificar la conducta de los progenitores ni recriminar el proceder de aquellos párrocos, EAJ-PNV sólo pretendía obtener una resolución que pusiese fin a esas situaciones y que al mismo tiempo, sin perjuicio alguno del derecho eclesiástico, quedasen a salvo los prestigios y derechos del euskera, que, ciertamente, no debía ser tratado con desigualdad humillante. Es por ello que solicitaron al obispo declarara los nombres vascos contenidos en el Egutegi Bizkaitarra como válidos y, en consecuencia, fuera lícito imponerlos en la pila bautismal sin que ningún párroco lo impidiese.
El obispo no ocultó su enfado. Dicho enojo no extrañó a los jeltzales ya que estaban convencidos de que el obispo estaba al frente de la agresión más cruel e inesperada de cuantas venía sufriendo el nacionalismo vasco. La ofensiva estaba inspirada en dos fuentes: por una parte, en la hostilidad histórica de los españoles hacia los vascos y la voluntad constante de valerse de cualquier coyuntura para atacar a los vascos; por otra, en la indignación que les provocaba la actitud de los jeltzales al rechazar de lleno las sucesivas llamadas a la colaboración recibidas desde los partidos católicos españoles.
El obispo publicó una exhortación pastoral (3 de febrero de 1910), exigiendo al clero y feligresía a que huyeran de las ideas nuevas que venían perturbando el país en detrimento de la legislación eclesiástica. Tras recordar que la lengua oficial de la Iglesia era el latín así como el castellano lo era para la redacción de sus documentos y archivos parroquiales en el ámbito del Estado español, el obispo negó a EAJ-PNV todo tipo de innovación que, en todo caso, vendría siempre y cuando quien tuviera competencias en la materia así lo dispusiera. Tampoco los sacerdotes de la diócesis quedaron fuera del ámbito de aplicación del exhorto episcopal, ya que fueron llamados, bajo amenaza, a observar fielmente las normas de la Iglesia, especialmente aquellos que, tal vez por su juventud así como por sus simpatías hacia el nacionalismo, caminaban, según el obispo, por peligrosos senderos, favoreciendo la desunión y discordia entre los vascos.
Vía diplomática Los efectos de la ofensiva episcopal fueron inmediatos. Al poco tiempo, numerosas instancias (Seminario, Cabildo catedralicio, clero parroquial, órdenes e institutos religiosos…) mostraron su adhesión al obispo y, simultáneamente, ofendieron con violencia e injusticia a los jeltzales. Éstos, sin perder tiempo, acordaron la estrategia a seguir para detener el efecto nocivo de la campaña antinacionalista y, simultáneamente, reafirmar su identidad católica (mitin multitudinario en el Frontón Euskalduna, de Bilbao, para protestar contra la reapertura de las escuelas laicas; organización de peregrinaciones nacionales al santuario de Lourdes). Sin menoscabo de lo anterior, no desdeñaron la vía diplomática. Con fecha 21 de marzo de 1910 Luis de Arana visitó al Nuncio apostólico en Madrid. Aquél aconsejó a Arana que esperara a conocer la sentencia que en breve dictaría la Sagrada Congregación de Sacramentos en respuesta a una consulta realizada por el obispo Cadena sobre el uso de los nombres vascos en la administración del bautismo y su inscripción en la correspondiente partida bautismal.
La sentencia vaticana no se hizo esperar. Dicha Congregación hizo saber al obispo que el bautismo debía administrarse en latín, dado que era la lengua oficial y litúrgica de la Iglesia, y que la inscripción de la partida correspondiente debía de hacerse toda ella en castellano. No obstante, entendía que la petición nacionalista no era ninguna extravagancia. Por todo ello, y vistas las circunstancias, ordenó a los párrocos que en primer lugar exhortasen a los padres del bautizando a que admitieran que el bautismo fuera administrado sólo en latín. Añadió que, si a pesar de las exhortaciones del párroco, los padres persistiesen en su pretensión y de no acceder a ella hubiere peligro de que, o se retardase el bautismo o se rehusase, entonces y sólo entonces los párrocos bautizarían a la criatura, expresando el nombre en euskera primero y después en latín a modo de sinónimo, debiendo poner en este caso en el libro parroquial el nombre del bautizado, primero en castellano y a continuación en euskera. Tras la recepción de la sentencia, el obispo comunicó a párrocos y sacerdotes su contenido literal y exigió la observancia fiel de la misma. Asimismo, exhortó a sus diocesanos que procurasen evitar que los casos de excepción se convirtieran en regla general. Los jeltzales no ocultaron su satisfacción por lo dispuesto en la sentencia vaticana. A pesar de todo, numerosos sectores políticos y mediáticos pretendieron embrollar la cuestión atribuyendo indebidamente a EAJ-PNV unas peticiones que no había realizado. Una vez más, los jeltzales se vieron obligados a exponer públicamente su proceder, a denunciar las maniobras torticeras orquestadas en su contra y a desplegar una discreta campaña de relaciones al más alto nivel (reuniones con la Nunciatura en Madrid y el Secretario de Estado del Vaticano, y audiencia del pontífice Pío X). Encuentro tras encuentro, EAJ-PNV subrayó su condición de partido confesional, demandó el cese de la persecución contra las ideas nacionalistas así como contra los sacerdotes y religiosos nacionalistas por parte del obispo. Además, exigió el reconocimiento del euskera, su promoción, conocimiento y uso en el seno de la Iglesia católica.
El 12 de marzo de 1911 fue bautizado e inscrito en la parroquia de San Miguel Arcángel el primer niño de Gasteiz con nombre sabiniano: Purdentzi Paken, hijo de Luis Etxebarria y Juliana Rica. Dicha inscripción no fue tan sencilla, ya que tras negarse a hacerlo, el sacerdote Emeterio Abetxuko accedió a lo solicitado no sin hacer constar que lo hacía por exigencia del padre. Cabe reseñar que éste estuvo acompañado de Luis Eleizalde, presente en el acto en calidad de padrino del bautizado. Afortunadamente, a pesar de la actitud de algunos sacerdotes, la polémica fue zanjada al poco tiempo. La práctica bautismal reconocida a instancias de los jeltzales duró lo que duró. En 1938 las autoridades franquistas, manu militari, prohibieron el uso de los nombres sabinianos y ordenaron la imposición de nuevos nombres a aquellos niños y niñas con nombres declarados ilegales. Karmele pasó a ser Mª del Carmen; Iñaki, Ignacio; Joseba Andoni, José Antonio… No obstante, pese a todo, aquellos padres y madres comprometidos siguieron denominando a sus hijos e hijas en euskera, con el nombre que ellos sí habían elegido.