El templado Gallardón

Con lo diversa que es la fauna política, resulta difícil establecer el ránking de las especies más dañinas que la componen. Por intuición, diríamos que los primeros puestos estarían ocupados por los corruptos sin escrúpulos, que son malos y además, entrenan para superarse. Sin embargo, si evaluáramos al detalle los efectos devastadores que producen, tal vez cayéramos en la cuenta de que los auténticamente letales son los ególatras megalómanos que se creen llamados a una misión superior. Podría detenerme enumerando las características de esta ralea pero, habiendo ejemplares a decenas, con un nombre se comprenderá mejor: Alberto Ruiz Gallardón.

Allá en la zona tibia de la izquierda hubo quien se alegró cuando Rajoy lo llamó a su séquito de recortadores y reformadores. Del mal, el menos, pensaron con candidez quienes se habían tragado el cuento prisaico que presentaba al coleccionista de poltronas como encarnación de esa derecha soñada que no se pasa el día en el ultramonte. Como en el reparto le tocó la cartera (o la mochila llena de piedras) de Justicia, incluso por aquí arriba se iluminó algún rostro imaginando que un tipo tan templado iba a ser mano de santo para “lo nuestro”. Claro, por eso lo primero que hizo fue anunciar que impondría algo muy parecido a la cadena perpetua y que los colectivos de víctimas —“esos” colectivos— tendrían derecho de pernada y de veto. Y de aplicar la ley penitenciaria para que los presos estén donde dicen los propios papeles oficiales, tararí que te vi.

Eso lo congració con la caverna que, tras años de mirarlo con ojos esquinados por sospechoso de rojez, ahora lo ha convertido en su fetiche. Más aun, después de que el ínclito se haya autoinvestido azote de abortistas y, como me señaló en Gabon de Onda Vasca el profesor Javier De Miguel, paladín de las vomitivas ideas sobre la feminidad de Escrivá de Balaguer. Fíate de los que parecen inofensivos.

Elogio de la austeridad

Son tantos los saqueos materiales y morales que se están produciendo a plena luz al amparo de la crisis, que algunos hasta nos pasan desapercibidos. Notamos, porque al arrancárnoslos nos han dejado marca, la rapiña de derechos y por los mismos motivos, somos conscientes, aunque todavía poco, del mordisco que le han dado a eso que ingenuamente llamábamos estado de bienestar. Sin embargo, aún no hemos reparado en que también nos están robando el lenguaje. Tal vez porque es mi herramienta de trabajo, yo sí he caído en la cuenta de esa nueva apropiación indebida, y me duele especialmente que el botín incluya una palabra que tengo en grandísima estima: austeridad.

Cierto, nunca ha sido un término muy popular. Se asocia, incluso, a una tacañería que roza el poste de la mezquindad. De los tipos que la practican se suelen hacer chistes por lo bajini porque su vestuario va tres modas por detrás y su móvil —que ya les costó hacerse con uno— es de los que “sólo” sirven para hacer y recibir llamadas. La tele, por supuesto, es una Elbe de culo grueso porque aún se ve perfectamente y su lugar invariable de veraneo, el pueblo de sus padres, que es el trozo del mundo donde más a gusto están. Cualquiera le explica eso a los que ya van por el tercer plasma ultraplano de chopecientas pulgadas y en cuanto ven tres días en rojo en el calendario salen zumbando a Punta Cana o las Maldivas.

Mejor dicho: cualquiera se lo explicaba. Ahora ya es tarde para comprender que esa vida austera, que no te hace particularmente más feliz o infeliz, podría habernos evitado muchos de los sinsabores actuales. En este minuto del partido, para una parte no pequeña de los hasta anteayer espléndidos pulidores de pasta, la austeridad ha dejado de ser una elección libre para convertirse en imposición. Y como, encima, nos han expropiado la palabra, ya sólo funciona como sinónimo eufemístico de ajuste, recorte o tajo.

¿La sociedad es la culpable?

Se nos da fatal evitar los asesinatos machistas. Sin embargo, a la hora de la condena, no hay quien nos gane. Sentidas concentraciones con velas encendidas y carteles tamaño folio con los lemas mejor intencionados y lazos del color que toque. Contundentes declaraciones institucionales que incluyen de serie la palabra “lacra”, la letanía “la más enérgica repulsa” y toda la cacharrería dialéctica en la que lo único que cambia es el nombre de la víctima. Y como eso no debe de ser suficiente, los mismos políticos que las han firmado salen al encuentro de alcachofas y cámaras ante las que espolvorear las manidas frases que componen el repertorio hueco del rechazo. Por fortuna para quienes las pronuncian, las escuchamos como un tarareo, sin prestar atención a su contenido.

Sabiendo que piso un terreno muy delicado, por una vez me gustaría pasar la moviola a algunas de esas palabras que, incluso quedando escritas o siendo reproducidas mil veces en los medios, se acaba llevando el viento. Anteayer, tras la detención del presunto autor del crimen de Tolosa, y a la vista de su edad —26 años—, el alcalde de la villa gipuzkoana, Ibai Iriarte, dijo en Onda Vasca que “algo estamos haciendo mal como sociedad cuando los jóvenes educados en la igualdad siguen cometiendo asesinatos machistas”. Luego, en declaraciones a otros medios, empleó una fórmula similar, aunque con un matiz que ampliaba el sentido inicial: “Como sociedad estamos haciendo algo mal, porque no hay más que ver la cantidad de mujeres asesinadas, un día sí y casi otro también, que tenemos encima de la mesa”.

Me consta la buena voluntad que hay tras esas reflexiones en voz alta, pero no puedo dejar de preguntarme y de preguntarles a ustedes si el diagnóstico es correcto. ¿Fue “la sociedad” la que rebanó el cuello a María Caridad de los Ángeles? Me temo que no. Fue un individuo concreto en y con unas circunstancias muy concretas.

Perder es ganar

El serbio Vujadin Boskov, entrenador de aquel Madrid al que la Real le chuleó dos ligas, dejó una frase para las antologías de las verdades esféricas. Cuando palmaba, cosa no infrecuente, decía: “Fútbol es fútbol”. Viendo lo ocurrido en las urnas andaluzas, la sentencia es perfectamente versionable: “Política es política”. Sin embargo, no cabría adaptar de ningún modo otra de las máximas del técnico balcánico, la que sostiene que “Ganar es mejor que empatar y empatar es mejor que perder”. Que se lo pregunten a Pirro Arenas, que salió al balcón a levantar los brazos por una victoria todo lo histórica que él quiera pero, a la hora de la verdad, absolutamente inútil… salvo deriva extremeña de Izquierda Unida.

La paradoja —de la subespecie parajoda, concretamente— se percibe con más nitidez en la acera contraria. MacGuiver Griñán perdió respecto a los últimos comicios 650.000 votos, nueve escaños y otros tantos puntos porcentuales. Eso es un hostiazo de escándalo, digno de pelotón de fusilamiento aparatero y congreso refundacional al amanecer. Pero como quiera que sus peras, sumadas a las manzanas de IU, hacen un frutero mayor que el del PP, lo que cumplía todos los requisitos para ser una noche de lágrimas negras sociatas se convirtió en guateque por bulerías. Volviendo al símil futbolero, a mi me recordó a aquel año (no hace tanto) que el Athletic se salvó del descenso en la última jornada de liga y se estuvo a un tris de sacar la gabarra para celebrarlo.

La onda expansiva del jolgorio cruzó la península de sur a norte y a primera hora de la mañana se pudo ver a Patxi López con un cucurucho de cartón en la cabeza y un matasuegras entre los dientes. En un desayuno informativo en que pidió que le sirvieran tigre, el cuñado de Melchor Gil se refirió a Griñán como “el ganador indiscutible de las elecciones andaluzas”. Vayan tentándose las ropas, que este espera repetir la faena.

Justos y pecadores

Buena parte de la esencia de la política actual está explicada en uno de los pasajes más conocidos de El Lazarillo de Tormes. Compartiendo un racimo de uvas regalado por un vendimiador y pese a que se había establecido el pacto de que las comerían de una en una, el amo ciego empezó a tomar dos cada vez. En lugar de montarle la barrila, el práctico sirviente optó por callar y aprovechar su ventaja visual para coger los frutos de tres en tres. El otro, que no era tonto, se había dado cuenta de la treta y, terminado el festín, se lo hizo saber al pícaro. Pero no lo corrió a varazos por ello. De hecho, para el golfillo fue una especie de felicitación, tal y como lo relata: “Reíme entre mí, y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego”.

Igual que en ese episodio, y por más códigos de buenas prácticas o leyes de Transparencia a que se acojan de boquilla, una cantidad creciente de presuntos servidores públicos se dan al trile y al mangoneo, sabiendo que sus prójimos no los van a delatar. Hoy por ti, mañana —o dentro de un rato— por mi. Ningún hilo más fuerte que el silencio comprensivo para tejer complicidades. También en la acepción jurídica de la palabra, adviértase.

Escribo estas líneas con plena conciencia de la más que probable indignación que estarán causando en los no pocos políticos y políticas que me consta que visitan esta columna. Reconozco, en efecto, que está en mi ánimo sulfurarles una gotita. Lo hago precisamente porque tengo la convicción de que la mayoría son personas honradas a las que su vocación les da quebraderos de cabeza que no reciben premio alguno en la cuenta corriente. Toman las uvas de a una y, si se tercia, son capaces hasta de pasar su turno. ¿Dónde está, entonces, el pecado? Pues justo donde reside la penitencia: en que se quedan mudos ante aquellos de su partido que se las llevan a puñados. O, peor aún, los justifican y defienden.

30 horas en Toulouse

Las películas que pasan de noventa minutos se me hacen insufribles. Qué decir, entonces, de la superproducción francesa de más de treinta horas que nos acaban de atizar en directo desde Toulouse. Y lo peor es que ya en la primera escena se sabía cuál iba a ser el final. La de veces que habremos visto al malo malísimo frito a balazos y despanzurrado al saltar por la ventana. Pues otra más, con la salvedad de que esta vez no era un actor o el doble de situaciones peligrosas el que quedaba hecho fosfatina para levantarse en cuanto el director diera por buena la toma. Es curioso, o tal vez no, que apenas se note la diferencia entre realidad y ficción. Hace mucho que cruzamos de la una a la otra y de la otra a la una sin tener claro del todo en cuál estamos. Signo de los tiempos.

Si me quedo con algo de este thriller, no es con los efectos especiales o las imágenes de impacto, sino con la trama que había bajo todo ese aparataje. Nos vendrán a contar que el guión se fue escribiendo sobre la marcha, pero somos lo suficientemente mayorcitos para no creerlo. Obviamente, en un cirio de estas características hay mucha improvisación, pero lo sustantivo atendía a un escrupuloso libreto donde lo de menos era cómo y cuándo se ventilaban al fulano. El mensaje de la peli estaba en lo que ocurría (es decir, en lo que se hacía parecer que ocurría) entre medio.

Como primer golpe, había que crear la ilusión de que el acto más electoralista de toda la campaña para las presidenciales no lo era. A partir de ahí, tocaba vestirlo de solemnidad y grandeur, muy a la francesa. De nuevo, la patria amenazada (nótese que no por un ejército, sino por un asesino free-lance) y un héroe dispuesto a salvarla. Honor y gloria al gran Nicolás, que como todos los buenos de manual, primero fue firme pero magnánimo —“Hemos de capturarlo vivo”— para, una vez agotada la santa paciencia, ordenar la escabechina. C’est fini?

Retrato de partido

Una pregunta muy simple: ¿es moralmente aceptable que alguien que ha admitido que despistó 103.000 euros en la declaración de la renta de un solo año siga siendo el número dos de un partido político? Fíjense que dejo fuera de los interrogantes el pago vía fajo de billetes, el pastizal que no cuadra entre lo que se ingresa y se pule, el préstamo a un tipo multi-investigado y todo lo demás que, huela a lo que huela, aún está sujeto a investigación. Me limito a un hecho probado, tan fuera de cualquier duda, que el propio autor lo reconoció y, no quedándole otra, tuvo que aflojar la correspondiente panoja.

No se precipiten en la respuesta. Hay un truco en el enunciado: la alusión a la moral. Depende de la que se tenga, se podrá contestar una cosa diferente. Según estamos viendo —y estos también son hechos certificados—, el código ético del Partido Socialista de Euskadi no encuentra ninguna colisión entre intentar eludir la responsabilidad fiscal y ocupar un cargo de primerísima línea en la ejecutiva. No solamente eso. De acuerdo con el manual de buenas prácticas de la formación que gobierna en la CAV, lo que procede cuando un asunto así salta a la luz es salir a piñón en defensa de la honorabilidad del que ha sido descubierto en lo que el resto de los mortales consideraríamos una actitud más bien poco edificante.

¿He escrito “salir en defensa”? Bueno, ya saben que hay quien sostiene que la mejor es un buen ataque. Y ahí es donde el PSE, con su peculiar escala de valores en estandarte, lo está dando todo. Una querella judicial y una denuncia ante la Agencia Vasca de Protección de Datos por violación del derecho a la confidencialidad. El ofensor se convierte en ofendido.

Podría llenar diez páginas más, pero me quedo con la idea final: cuando López y sus mariachis vuelvan a salir con la mandanga de que hay instituciones que amparan el fraude fiscal, sabré a qué partido se refiere.