Demagogias electorales

Como los resultados de forales y municipales en la demarcación eusko-autonómica —en Nafarroa, la vaina es otro cantar, ¿por qué será?— se parezcan un poquito a lo que avanzan las mil y una encuestas que hemos visto hasta la fecha, nos vamos a echar unas risas. O, bueno, depende del lado que se mire, serán unos llantos y unos crujires de dientes del copón de la baraja. Vaya bajón, oigan, que el pueblo soberano nos salga tan idiota como hasta la fecha y aumente las mayorías de los que tan penosamente lo vienen haciendo en las chopecientas instituciones que gobiernan.

Escribo, lógicamente, tirando de ironía, pero también llevado por el desconcierto de ver cómo partiduelos en serio peligro de extinción se propugnan como los salvadores de una ciudadanía que lo que les está diciendo voto a voto es que cambien o se hagan a un lado. Da entre pena y vergüenza que un PP cada vez más residual tenga los bemoles de llamar a rechazar los muros, como el conductor borracho que va por la autopista en sentido contrario ciscándose en los que circulan correctamente.

Y en la contraparte progresí, los otrora disputadores de la hegemonía que hoy se conforman con ser segundos y los nuevos prematuramente viejos, compitiendo entre sí por ver quién suelta la mayor demasía demagógica. Venga y dale contra las ciudades escaparate, los grandes eventos y las obras faraónicas, como si en las rojimoradas Madrid y Barcelona o en la Donostia del ahora reciclado Izagirre se hubiera renunciado a algún acontecimiento convertible en relieve y pasta. De Copenhague, la ciudad con una señora incineradora, como modelo medioambiental, mejor ni hablamos.

Cortesía parlamentaria

Para que no queden dudas, empezaré dejando claro que me pareció que el soberanismo catalán, y en particular, ERC, se equivocó al no facilitar la operación del PSOE para convertir a Miquel Iceta en presidente del Senado español. Como ya escribí aquí, el precio era ínfimo y aunque la contrapartida tampoco era la caraba, el resultado global tenía más aspectos positivos que negativos. Vamos, que menos daba una piedra. Y si bien no soy ni de lejos tan fan del voluble y excesivamente histriónico político catalán como otros, poco se perdía dándole el capricho de ser la cuarta autoridad del Estado. Máxime, si los que de verdad iban a echar las muelas por verlo ahí son los integrantes del trío de la bencina que ustedes saben.

Aclarado eso, lo que no puedo tragar es que tras la malbaratación del plan de Pedro Sánchez y sus gurús, el personal se rasgue las vestiduras porque se ha quebrado la cortesía parlamentaria que supuestamente obliga a votar de modo que se facilite la designación como senador autonómico de cualquier fulano que proponga un partido. No y mil veces no. Póngase en el reglamento que en función de su representatividad, un grupo tiene derecho a un senador o dos y nómbrese o nómbrense por imperativo. Si no se hace y se somete a votación, acéptese que cada quien haga de su capa un sayo. ¿O es que fue descortés aprovechar que Mayor Oreja se durmió para aprobar los presupuestos en el Parlamento Vasco? ¿O es que es cortés del copón y medio pactar para repartirse las mesas de los parlamentos? Por no hablar de la cortesía que implica aprovechar que hay parlamentarios electos presos para cambiar las mayorías.

Extraña detención

Esa sensación tan familiar de que hay algo que no es como nos cuentan. O bueno, casi nada, en este caso. Lo que tampoco puedo jurarles sobre el episodio es dónde empiezan las causalidades y dónde las casualidades, que seguro que también se dan unas cuantas. No me digan que no es una curiosa coincidencia que menos de una semana después de la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba se detenga a Josu Urritkoetxea, es decir, Ternera, que fue uno de sus principales antagonistas en el gran drama con ribetes de macabro astracán que nos deparó ETA.

Se diría que alguien humano o extrahumano buscaba el simbolismo del círculo cerrado. Después de 17 años fugado pero covenientemente localizable por todos los gobiernos españoles de la época, la entente policial de costumbre le echa el guante en un lugar muy frecuentado. Ocurre, además, en medio de una campaña electoral y justo el día en que los plumillas habíamos despejado la agenda informativa para ocuparnos monográficamente del fiasco del PSOE en su intento de colocar a Iceta casi por decreto como presidente del Senado. Todo ello en una operación bautizada —creo que con pésimo gusto— Infancia robada, y con el llamativo elemento añadido de que el arrestado, que es una persona que arrastra una grave enfermedad desde hace mucho, acaba en un hospital.

El resto de la trama sí ha cumplido con el guion tristemente previsible en forma de brutal espejo de un problema que andamos tarde para solucionar. Los mismos que para otros asesinos exigen verdad y justicia se han hecho selfis con cara de indignación infinita clamando contra la detención de alguien a quien tiene por héroe. Tremendo.

Inseguridad, desigualdad

Las concentraciones de repulsa se parecen cada vez más a la palangana de Poncio Pilatos. Unos van a lavarse las manos, otros se despiojan la conciencia, y los hay que aprovechan para marcarse un dos por uno. Total, son cinco minutos en silencio con el gesto estudiadamente compungido y, si cabe, unas palabras de repertorio para que se las lleve el viento hasta la próxima vez que toque participar en el ritual. Ayer fue en la capital de Euskadi, en memoria de Pilar, la mujer de 75 años que falleció el martes después de haber sido salvajemente agredida la antevíspera en su portal por dos tipos que la asaltaron para robarle.

Aquí ya espero al primer ser angelical que se me eche a las teclas para precisarme con severidad que la causa última de la muerte fue un ictus y que es técnicamente imposible relacionarla con las lesiones. Vamos, que no debemos precipitarnos en establecer actos y consecuencias, que todo pudo ser pura coincidencia, una fatalidad, una de esas crueldades que nos depara el destino. En resumen, cosas que pasan en las mejores familias, en las sociedades más avanzadas y prósperas, hechos aislados, incluso aunque se repitan en bucle, tan lamentables como inevitables, por los que no cabe culpar a nadie. Ni insinuarlo, ojo, no vaya a ser que caiga sobre uno la retahila de acusaciones que ustedes y yo estamos pensando.

Me pregunto, con poca esperanza, lo confieso, si alguna vez seremos capaces de romper esta perversa espiral de hipocresía autocomplaciente. ¿Tan difícil es ponerse de verdad de parte del débil, que es la víctima? ¿Por qué no vemos que la inseguridad es una de las peores formas de desigualdad?

Esconder las siglas

Para mi sorpresa, se festeja como novedad y gran hallazgo que algún candidato a alcalde haga campaña prescindiendo de las siglas de su partido, es decir, escondiéndolas. Al ejemplo más célebre y celebrado, Borja Sémper, le pregunté una gotita a mala leche si las iniciales BS eran de Banco de Santander o de Sabadell, y él me hizo una cobra dialéctica. En lugar de contestar, me colocó la falaz teórica de las municipales como elecciones en las que se pondera lo humano y lo cercano por encima de las ideologías.

Efectivamente, es obvio que la impronta personal del candidato o de la candidata es en un buen montón de casos lo que impulsa de forma decisiva el voto de sus vecinos. Hay mil y un regidores que, ejerciendo como versos libres de sus organizaciones y hasta siendo un dolor de muelas, obtienen mejores resultados que los que las siglas de referencia cosechan en otros comicios. Azkuna, Odón Elorza en un tiempo o José Ángel Cuerda son el prototipo de lo que apunto. Nótese que, a diferencia del mentado Sémper, todos cimentaron su crédito extra después de haber ejercido como alcaldes. Por lo demás, ninguno de ellos ocultó a sus posibles votantes que se presentaban bajo unas siglas concretas, cuya ideología troncal, y aún con cierta manga ancha, marcaría a la postre su actuación al frente del consistorio.

Y falta, claro, el detalle fundamental, que apuntaba con tino la tuitera Ángela Mártinez de Albéniz: quien paga la campaña es el partido, no el candidato. Mientras sea así, y aunque se comprenda humana y estratégicamente que se practique, el birlibirloque de las siglas tiene bastante de descortesía y de postureo.

Fichad, fichad, malditos

Tiene bemoles lo de la ministra de Trabajo en funciones. “Nadie se ha tomado en serio el registro horario”, ha dicho Magdalena Valerio entre el lamento de plexiglás, la denuncia posturera y, en definitiva, el reconocimiento de la chapuza indecible que evacuó su gobierno en esa diarrea legislativa para la galería que el gurú Iván Redondo bautizó como viernes sociales. Lo divertido rondando lo encabronante es que la titular interina de la cartera del currele protagonizaba semejante rasgado de vestiduras horas antes de que su propio negociado publicase algo así como un manual de instrucciones para que las empresas se hicieran una mínima noción de cómo poner en práctica la genialidad.

Y ni aun así, oigan, porque ese presunto reglamento contempla tantas y tan variadas situaciones, que el resumen último es que vale todo y no vale nada. Vamos, que el control puede hacerse con sofisticadísimos métodos telemáticos o con una puñetera hoja de papel en la que se anotan a lápiz —da igual si son a voleo o directamente falsos— los datos de entrada y salida de lo que en tiempos de mi viejo se llamaba el productor. Las intenciones son seguramente inmejorables; el resultado, una jodienda añadida a la ya achuchada tarea de ganarse el pan. Claro que no cabe esperar nada de un sistema en el que quienes legislan sobre cuestiones laborales, quienes ejecutan esa legislación y quienes deciden sobre su cumplimiento no tienen ni pajolera idea sobre la naturaleza real del trabajo. ¿Cómo narices les explico yo a los propietarios de esas limitadas mentes funcionariales cuadriculadas que mi curro es de 24 horas al día, hotel y domicilio?

Excesos fúnebres

Camino del más allá, Alfredo Pérez Rubalcaba irá pensando en cómo una vez más los hechos le han dado razón. “En España se entierra muy bien”, dejó dicho el sabio de Solares, y a su propia muerte se ha podido comprobar la verdad de tal aserto. Nada que decir, faltaría más, sobre el elogio nacido del alma de los cercanos en lo afectivo o en lo ideológico. Ni tampoco respecto a las palabras de sincero reconocimiento y aprecio de los muchísimos adversarios políticos con los que tuvo una relación estrecha más allá de las banderías y de las posturas incluso diametralmente opuestas. Lo que canta La traviata son los juegos florales de homenaje dialéctico entre tipos que en su día tildaron al recién difunto de demasías sin cuento.

Manda carallo y medio que los que lo acusaban de colaborador de ETA o de instigador del 11-M se vengan arriba ahora en el ditirambo. ¿Qué narices anda González Pons dedicándole una elegia rebosante de natillas cuando lo acusó de perrerías indecibles? ¿A qué vienen los halagos envueltos en almíbar de Gabriel Rufián al carcelero, enemigo de la causa catalana y no sé cuántas más? Me quedo un millón de veces con quienes, a pesar de tener quintales de reparos hacia el personaje, han optado por el silencio respetuoso.

Siempre lo he dicho y lo repito por enésima vez: la muerte no nos hace ni mejores ni peores personas. Con suerte, vendrá el tiempo a ponernos en nuestro sitio o a barnizarnos de una cruel pátina de olvido. En cuanto a Pérez Rubalcaba, y sin negar su vida anterior, me quedo con sus últimos días, cuando rehusó la puerta giratoria y volvió a la universidad. Fue un gran… expolítico.