«Vasquitis superada»

Le preguntaban en La Vanguardia a Elsa Artadi, número dos tras el encarcelado Joaquim Forn en la lista de Junts per Cat a la acaldía de Barcelona, por la relación del soberanismo catalán con el PNV tras la declaración del lehendakari en el juicio del Procés. La todavía consellera del Govern de Quim Torra contestaba, en un ziz-zag inicial: “No se ha roto, ha cambiado. Ha habido durante mucho tiempo una relación estratégica para tener más peso en Madrid y negociar cosas poco a poco, pero nuestro proyecto político es diferente, es la República Catalana”. Podía haberlo dejado ahí, pero apuntillaba: “La sociedad catalana también ha cambiado y ha abandonado la vasquitis que teníamos”.

Vasquitis, como lo acaban de leer. De entrada, resulta llamativo, o directamente revelador, que Artadi se atribuya la capacidad de interpretar a ¡toda! la sociedad catalana. No es solo que, siguiendo la costumbre, obvie a la parte no soberanista (que no entraré a cuantificar, líbreme Belcebú), sino que se atreve a ser portavoz de los que sí aspiran a la independencia. Se antoja una osadía, cuando hay signos bastante evidentes de que ese sector no es, ni mucho menos, monolítico. Y de postre, la demasía de la vasquitis superada, dando a entender que hubo un tiempo en que se padeció como enfermedad un seguidismo de la causa vasca o cosa por el estilo. ¿Se referiría al nulo apoyo de los partidos entonces solo nacionalistas catalanes que tuvo el lehendakari Ibarretxe cuando llevó su propuesta a Madrid o a la denuncia de Puigdemont ante la UE de la rebaja del precio de la electricidad a las empresas vascas? Me repito: con amigos así…

Amigos como Puigdemont

No me cansaré de repetir que ninguna buena acción queda sin castigo. Ni tampoco que hay determinados amigos que hacen que sobren los enemigos. Que se lo pregunten al lehendakari. En buena hora se le ocurrió atender la llamada angustiada de un entonces accidental president de la Generalitat que no sabía cómo salir de la brutal trampa para cazar elefantes en la que había entrado por su propio pie. Lo suyo habría sido preguntarle al desbrujulado Puigdemont, menos Carles que Manolete, que si no sabía torear para qué se había metido. Pero Urkullu es como es y, como siempre, pensando en echar una mano, que en el caso que nos ocupa era evitar un desastre, cambió los mocasines por las katiuskas y se fue de hoz y coz a un barrizal del que inevitablemente iba a resultar pringado por activa, pasiva o circunfleja.

Como se acaba de ver, el pago por tal favor ha sido que el señor de Guaterló se haya despachado tildando a quien le echó el capote de desmemoriado o, como han entendido nuestros succionadores procesistas de salón, de mentiroso. Hay que ser muy miserable para hacerlo y muy malnacido para jalearlo. Más, cuando sobran los detalladísimos archivos de Urkullu para saber que la trola gorda a la par que cobarde —¡otra vez!— es la del delfín desviado de Artur Mas. Lo que ocurrió aquel 26 de octubre de 2017 es público y notorio. Está tasado y medido porque lo contamos todos los medios, igual los más proclives al soberanismo que los entregados al unionismo. Puigdemont citó a la prensa para anunciar la convocatoria de elecciones. Un tuit hablando de 155 monedas y tres mil estudiantes gritando le hicieron dar marcha atrás.

Cien por cien Urkullu

Después de asistir con cierto interés a las declaraciones de los principales testigos del juicio por el procés, me descubro ante la capacidad para el retrato de esa especie de mesa camilla desde la que los interpelados han tenido que responder a las preguntas, no siempre bienintencionadas, de las diferentes partes. Como tituló certeramente Manuel Jabois, en su turno, Mariano Rajoy resultó Marianísimo, es decir, pura esencia de sí mismo. Pero el zigzagueante expresidente español no fue el único. Cabe decir algo muy similar de Soraya Sáenz de Santamaría, que jamás se moja ni bajo el chorro de la ducha, o del cada vez más taimado Artur Mas, que está con y contra o contra y con, según se mire. Ídem de lienzo respecto a Gabriel Rufián, que se autointerpretó con tal precisión que era imposible distinguirlo del original, o sea, de su caricatura.

Y, por lo que nos toca más cerca, la afirmación vale también para el lehendakari, que en ese ínfimo pupitre resultó cien por cien Urkullu en fondo y forma. Con su tono de diario, ese que hace que a los pentagramas les sobren rayas, desgranó concienzuda y minuciosamente los hechos, de modo que la épica de los contendientes soberanistas y unionistas quedó reducida a la casi nada. Medió porque se lo requirieron desde Catalunya, pero también porque se lo solicitaron desde la Moncloa de entonces, al modo rajoyano, sin pedírselo expresamente. Estos y aquellos, por inflamados que estuvieran los discursos, querían evitar encontrarse en el callejón sin salida del enfrentamiento en bucle. Hubo un momento en que casi se consiguió. Pero a alguien le temblaron las piernas. Y se acabó.

Un chotis para Arrimadas

Creo que con mucho tino, algunos guasones le llaman Pichi a Albert Rivera, en alusión al chulo que castiga del Portillo a la Arganzuela, y hace otras cosas peores, según la letra de la cancioneta de la caspurienta revista musical Las Leandras. Cosas de las imágenes mentales, el otro día se me metió en la cabeza con la gorra reglamentaria, camisa merengona. chaleco de cuadritos y floripondio en la solapa, cantando a voz en cuello el célebre chotis de Agustín Lara: “Cuando vengas a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés, y alfombrarte de claveles la Gran Vía y bañarte en vinillo de Jerez”. Lógicamente, la destinataria de la tonada no podía ser otra que Inés Arrimadas, que ha decidido plantar sus reales en la villa y corte, previo paso por Waterloo, donde le montó un numerito menor a Puigdemont.

Es verdad que le queda un simulacro de primarias, pero a estas alturas, hasta el que reparte las cocacolas sabe que veremos a la doña en un escaño de la Carrera de San Jerónimo después de las elecciones de abril. Tanta gloria lleves como paz dejas, dirán sus rivales políticos en el Parlament, aliviados porque se librarán de sus performances con bandera y sus bocachancladas ayunas de documentación. Cuánta razón tuvo no sé quién del PP, que ante la confirmación del “Me las piro, vampiro” de la individua, concluyó que tal decisión demostraba la inutilidad de su victoria en las elecciones de 2017. Añadiría servidor que lo que queda probado es que Catalunya, por más tabarra que den y más dignos que se pongan, solo es un trampolín para lo que Aitor Esteban definió certeramente como “Hacerse un Maroto”.

Incómoda espera

Si no fuera porque ya no es de buen tono el asunto de darle al trujas, la banda sonora de este minuto la pondría Saritísima: fumando espero la convocatoria electoral ya inevitable. Les confieso que, echando cuentas, es lo que más encorajinado me tiene, que debamos aguardar a mañana, haciendo unas vísperas pegajosas en las que los opinadores de aluvión —servidor entre ellos— no vamos a encontrar mejor cosa que hacer que darles la tabarra sobre el asunto.

Pragmático que es uno por naturaleza, no me detendría más de lo necesario a llorar por la leche derramada. Ya ni modo, que cantaría, en este caso, Chavela. Es verdad que da pena y una gota de rabia por ese calendario de transferencias, aunque fuera rácano. O por las mejoras en las pensiones más bajas y esa otra media docena de medidas sociales que tenían bastante buena pinta. Incluso por el desahucio de la momia del bajito de Ferrol o tantas y tantas promesas que dejará en el limbo el ciudadano Sánchez si es verdad que mañana le planta el descabello a la legislatura.

Y aunque el cuerpo pida echar tres cagüentales, tampoco procede —ahora pongo a Sabina en el plato— ir con la cofradía del santo reproche a joder la marrana a quienes han propiciado el coitus interruptus. Bastante tienen con lo suyo las fuerzas soberanistas, puestas en la tesitura de escoger entre peste o cólera. Aguante cada palo su vela, y apechugue con lo que haya de venir. De nuevo, me abstendría de hacer apuestas, y esta vez no solo porque Sánchez las revienta todas, sino porque la memoria nos revela que es frecuente que acabe no ocurriendo lo que parece impepinable. Paciencia es lo que toca.

Sobreactúa, que algo queda

Reincido en mi inconsciencia. O, vaya, en mi esquinado escepticismo. Veo a todo a quisque echándose las manos a la cabeza, voceando con uve, coceando con ce, llamando a la movilización, al cordón sanitario, al no pasarán, al sí pasaremos… y soy incapaz de contagiarme del histerismo, si es que todavía es de curso legal esa palabra. Todo es una sobreactuación que provoca otra sobreactuación enfrente que, a su vez, vuelve a la contraparte corregida y aumentada. “El clima previo a la guerra de 1936”, escucho que dicen gentes muy cabales y otras que solo buscan aumentar la crispación y el canguelo.

Pero, insisto: ante todo, mucho calma. De hecho, ni siquiera estamos ante algo realmente nuevo. No me remontaré a la sangrienta Transición, con su ETA, su GAL y el ruido de sables a todo meter. Ni a aquellos días de Lizarra, o a las embestidas contra el tripartit catalán de Maragall, Carod Rovira y Saura. Basta retroceder hasta el gobierno de Zapatero, la mesa de Loiola, la AVT peperizada dando la tabarra por doquier, y el rancio foralismo, entre latrocinio y latrocinio, venga y dale con que Navarra no se vende.

Lo del domingo de la derechota una y trina en la madrileña plaza de Colón no es más que una reedición de todos aquellos excesos. Con el añadido, además, de que si entonces cabía la duda sobre si había algo de sustancia en el fondo, esta vez es directamente una broma. Triste, pero broma, al fin y al cabo, pues la espoleta de la reyerta es una difusa y confusa apelación al diálogo del gobierno español a ver si cuela y las fuerzas soberanistas catalanas le aprueban los presupuestos. Tonto el último en posturear.