A ver si de esta lo aprendemos para siempre. Enviar un sobre con balas es un acto absolutamente intolerable. Exactamente igual que pintar en las paredes dianas con nombres. O que arengar desde las redes a la borregada contra los enemigos de este o aquel pueblo. Minimizar, justificar o poner en duda la veracidad de tales hechos es situarse entre los antidemócratas sin remisión. O, directamente, entre los fascistas, que como tengo dicho aquí mil veces, con harta frecuencia se presentan como antifascistas.
Vaya descojono, por cierto, que los ultramontanos diestros puestos entre la espada y la pared salgan con el viejo comodín: condenamos todas las violencias. Si no fuera por la descomunal tragedia que hay de fondo, resultaría cómico el parecido más que razonable entre los extremos que no es que se toquen. Se besan con lengua hasta la campanilla porque son, tachán, tachán, el mismo guano con distinto disfraz. Quedan solo un escalón por debajo los tontos del haba —da igual con tres seguidores en Twitter que con diez millones— que sueltan soplapolleces de aluvión sobre la equidistancia. Muy poco se dan cuenta de que sus infantiles tiroliros demagógicos son la proteína que engorda día a día a los abascálidos. Por lo demás, ojalá fuera la dignidad y no el cálculo electoral lo que impulsara las denuncias.