Vividores del mal

Igual que al coronel Kilgore de Apocalypse Now le encantaba el olor del napalm por la mañana, a nuestros suministradores habituales de consignas a granel les ponen palote las noticias económicas negativas. Andan estos días lubricando ríos ante la seguidilla de empresas de cierto tronío que advierten de que están a un cuarto de hora de echar el cierre y, en consecuencia, de dejar en la calle a centenares de currelas. Si todavía tienen el alma blanca y pura, los lectores se preguntarán cómo es posible que tal desgracia pueda suponerle a alguien una alegría. El resto, la mayoría, tiene claro de qué va la vaina. Aunque nos hemos descuajeringado de la risa con el célebre galimatías de Rajoy dirigido a Pablo Iglesias, en realidad, todos entendimos —y comprendimos, ojo— lo que el inquilino de Moncloa le estaba reprochando al líder de Podemos: que hay personas y organizaciones cuyo único sustento es el mal general.

En el caso que nos ocupa, está siendo de libro. Tras meses en que la situación solo les daba para minimizar los indicadores más o menos positivos que iban saliendo (solo en la CAV; en Navarra, el cuento cambia), ahora se dan un festín gracias al fiasco —para mi, nada sorprendente— de CNA-Fagor, a las tocatas y fugas de General Electric en Ortuella y Cel en Enkarterri o a la liquidación de Xey en Zumaia. Vendría de cine una propuesta concreta y detallada para conseguir la continuidad de esas firmas o de las mil y una de menos nombre y tamaño de las que nadie habla. Es más sencillo, sobre todo cuando tus percebes no peligran, culpar al pérfido neoliberalismo y a su seguro servidor, el Gobierno.

Hasta los higadillos

¡Tremenda escandalera! El PNV apoya el techo de gasto de Mariano Rajoy. ¡Lo ha vuelto a hacer! Tacón, punta, tacón. Regresamos a la coreografía de rigor. Golpes de pecho, rasgado ritual de vestiduras, hastaghs como manos arrancándose mechones de pelo, gargantas clamando al cielo, denuncias sulfurosas, mecagüentodos rezumando bilis, amenazas incendiarias con el averno que vendrá, y como corolario, el consabido estribillo sobre la ignominia que supone pactar con el-partido-más-corrupto-de-Europa, y me llevo una. Todo, claro, de la parroquia para la parroquia. Más allá de la feligresía que compra esa bronca de plexiglás —en general tipos y tipas que viven como Dios—, los pijoapartes que no nos andamos con tantas hostias ni melindres nos preguntamos, simplemente, por la contrapartida.

Así de claro. Qué por cuánto. Ya me gustaría que la política fuera esa sublime disciplina en la que, con música de violines, triunfan los elevadísimos principios y blablá, requeteblá. Pero llevamos cotizados los suficientes trienios de sinsabores y baños de realidad para saber que esto va de aprovechar la debilidad del de enfrente. Sí, incluso aunque sea para recuperar lo que nos fue robado y que en otras circunstancias no nos sería devuelto. Tan crudo como suena se lo describo, en la certidumbre de que la mayoría de mis congéneres lo ven de un modo muy parecido. Y si no, en la próxima cita con las urnas, pescozón y tentetieso. ¿Cuándo fue la última vez que vieron palmar al PNV? Pues eso. Sigamos en el juego del dedo y la luna. Sin olvidar, por supuesto, que ahora los votos valen más y, en consecuencia, el precio sube.

Nada cambia (parece)

¡Y después de día y medio de pressing catch parlamentario, el ganador es…! El que cada cual tenía en mente mucho antes de que los contendientes subieran al cuadrilátero de las Cortes. He ahí la primera enseñanza de la tercera moción de censura desde que justo hoy hace 40 años se volvió a la más o menos sana costumbre de votar. La iniciativa no parece haber cambiado nada ni a favor ni en contra. Las opiniones están donde estaban. Iba decir “exactamente donde estaban”, pero ni eso. Siguiendo los usos habituales, las posturas se han cerrilizado un par de grados. Los de Pablo son más de Pablo. Los de Mariano, más de Mariano. Y los otros, entre los que me incluyo, somos más de tener la sensación de inmensa pérdida de tiempo y de haber asistido a un show a mayor gloria del que se proponía como candidato alternativo sabiendo que no le daban los números ni por casualidad. A todos se nos ha cumplido la autoprofecía.

Claro que si hay que ser sincero, habrá que reconocer que el espectáculo estuvo orlado de una docena de destellos. Por lo que nos toca más de cerca, y para que vean lo ecléctico o lo bienqueda que soy, me gustaron mucho las intervenciones de Marian Beitialarrangoitia y Aitor Esteban, defendiendo el sí condicionadísimo en el primer caso y la abstención porque no hay más bemoles en el segundo. En el lado opuesto, el vocero por turno de UPN, Iñigo Alli, traspasó los límites de lo patético rebozando su “no” sumiso con las habituales alusiones a ETA y los pérfidos vascones que en su comunidad les han quitado el juguete de gobernar. Y luego, sí, el señor ese del PSOE tan encantado de conocerse.

Tocar las mociones

Algo sí hemos avanzado. Esta vez Iglesias Turrión no se presentó con la lista completa y cerrada de los ministerios que se pide. Ni siquiera dijo que el obligatorio candidato alternativo debía tener coleta, perilla y una pareja que, en el mejor estilo de los croqueteros que se cuelan a las bodas, se autoinvita a las tertulias de emisoras privadas. Lástima que de nuevo se olvidara un paso que se antoja fundamental cuando alguien va a presentar una iniciativa que incluye a otros y requiere impepinablemente de su concurso, se trate de salir de cañas o, como es el caso, presentar una moción de censura.

Efectivamente, al erigido en martillo pilón de corruptos se le olvidó consultar con sus necesarios socios qué les parecía la idea de juntarse para tumbar el gobierno del Tancredo pontevedrés. Casi parece un chiste que el método elegido por el cid regenerador vallecano para comunicar la ocurrencia a sus pretendidos socios haya sido mandarles un SMS. Sí, como el de Rajoy a Bárcenas o, más recientemente, el de Catalá a Ignacio González. Enorme desparpajo del mengano, broma interna dentro de la guasa principal, que es el anuncio posturero de la moción.

Posturero y tramposo. Salvo el todavía nutrido grupo de palmeros acríticos, cualquiera con los conocimientos básicos de los usos políticos es capaz de ver el trile. Esto no va de echar a los malvados peperos del banco azul, sino de marcar paquete salvapatrias, mantenerse bajo el foco y poner en un presunto brete al resto de los partidos para poder culparles después del fracaso anunciado. Exactamente igual que hace un año. Y en esta ocasión tampoco colará.

Feliz lo que quieran

Una de las grandes diversiones de estos días es contemplar los ejercicios en el alambre de los campeones del laicismo. Vale, eso incluye también a algún amigo mío con muy buena intención y al que quisiera que estas líneas no ofendieran. Pero es que, caray, lo de felicitar el solsticio de invierno, pase. Allá cada cual con sus frustraciones, autoengaños o represiones. Ahora, lo de intelectualizar la vaina con una serie de datos dizque antropológicos y/o históricos para tratar de desmarcarse de no sé qué rebaño llega a provocar cansancio en los sufridos individuos que pasábamos por allá y acabamos comiéndonos una teórica estomogante.

La derrota definitiva de los disidentes viene de la mano de las paradojas, o sea, las parajodas: pocas cosas son más genuinamente navideñas que quienes pretenden estar tres palmos por encima de las fiestas. El principio se aplica, de modo casi más doloroso, a los que sistemáticamente echan pestes de las fechas. Son tan prototípicos como el espumillón, Olentzero, los villancicos o esas luces cada vez más psicodélicas.

¡Si lo sabré yo, que durante años he ejercido como pitufo gruñón de la Navidad! Las veces que habré agradecido al cielo trabajar el 25 de diciembre o el 1 de enero para desertar de la cena familiar y enterrarme bajo las mantas! Sigo alimentando mi leyenda, no crean. No es difícil que se me escape algún exabrupto, pero ya solo de fogueo. Hace tiempo descubrí que más allá de los artificios y del innegable consumismo desbocado, muchísimos de mis prójimos —no digamos los más pequeños— muestran una alegría especial en estas jornadas. Y eso no tiene precio.

El buen salvaje, otra vez

¡Ultraje intolerable! A mediodía de ayer, hordas y hordas de imperialistas españolazos festejaban en los bares de mi pueblo la conquista a sangre y fuego de un continente. No contentos con no haber acudido a su lugar de trabajo como era su deber cívico, se entregaban a una orgía de marianitos, txakolís —¡otra afrenta!—, verdejos, cañas, rabas y hasta gambas a la plancha. Quedan anotadas sus filiaciones, que ya arreglaremos cuentas en 2027, si es que no volvemos a retrasar la hoja de ruta.

Completamente de acuerdo. He escrito una absoluta ridiculez. Alego a mi favor que trataba de empatar en la liga del bochorno con la sarta de demasías patrióticamente antipatrióticas que me asaltaron desde el punto de la mañana. En serio, ¿no basta con decirlo una sola vez? ¿Es necesaria la reiteración de eslogancillos de cinco duros y la pertinaz torrentera de indígenas fotografiados como para el Cosmopolitan? Deténganse ahí, por favor: ¿Es que a nadie le apesta, otra vez, al paternalismo supremacista del buen salvaje? Ya estamos, como dice uno de mis más admirados columnistas, con los selfis.

Y sí, fue un genocidio. No hay la menor duda. Procede recordarlo, pero sobran el resto de los adornos y, sobre todo, la insistencia posturil. De igual modo que está de más arrumbar de fascistas desorejados a quienes sienten que tienen algo que celebrar el 12 de octubre. ¿Qué hay de ese respeto que reclamamos respecto a nuestro sentimiento de identidad? Por lo demás, para el común de los afortunados mortales que conservamos el currele, todo se queda en un día para levantarse más tarde y desayunar sin prisas. ¿Es un crimen?

De pacto a pacto

La Historia no es lo que era. Por lo menos, la de Celtiberistán. Ya no se preocupa de dejar pasar un tiempo prudencial para repetirse. Y cuando lo hace, ni siquiera es, siguiendo el tópico atribuido a Marx, primero como tragedia y luego como farsa. Qué va. La degeneración es tal, que cada reedición no supera la broma chusca y pedorrera. Vean como enésimo ejemplo el pacto-parto entre el PP y Ciudadanos.

Han transcurrido seis meses pelados desde su primera versión, que en lugar de a los de la gaviota tenía como abajofirmantes a los de la rosa empuñada. El elemento común, el aguaplás naranjito, que se apunta al bombardeo que le digan sin mudar el gesto de solemnidad de cartón piedra. Entonces era para la investidura imposible de Pedro Sánchez y hoy lo es para la más que improbable proclamación presidencial de Mariano Rajoy.

Todos sabían cómo acababa el cuento medio año atrás y todos tenemos claro el desenlace impepinable que arrojará la votación del próximo viernes. Nadie nos ha ahorrado, sin embargo, la cansina coreografía previa, con su palabrería rimbombante, su camisita y su canesú. Que si lo acordado es la hostia en bicicleta y dos huevos duros, que si la altura de miras, que si la responsabilidad, que si el sentido de Estado. Pura farfolla cutremente reciclada de la vez anterior y destinada a encallar en exactamente el mismo resultado. Se impondrá la terca aritmética y regresaremos a la puñetera casilla de salida. Quizá más cabreados y con la entrepierna más sobeteada, pero al fin y al cabo, igual de dóciles y lanares como para propiciar en las terceras elecciones idéntica situación.