La otra manada (2)

Constato que predico en el desierto. Claro que sí, no al morbo y tal, cómo vamos a caer nosotros en eso, qué barbaridad, hasta ahí podíamos llegar, si tenemos todos los certificados de puridad periodística en regla. Pero toma titular a todo trapo con lo que declaró. ¡Eh, pero que es descriptivo, una cita literal —vale, más o menos— de lo que dijo la víctima de la violación grupal! Bueno, no nos pongamos tiquismiquis: de lo que nos dijeron que dijo, pero si no le echamos una gota de literatura, el montón de periódicos se queda en el kiosko. Y no nos hacen clics en la página, ni nos comparten por Twitter, Facebook o WhatsApp. Si lo ponemos más neutro, no nos lee ni Blas, y eso es malo también para la víctima, porque nosotros estamos a muerte con ella, que conste.

Allá quien comulgue con tal rueda de molino. Yo no trago. De hecho, he llegado al punto en que prefiero el amarillismo a cara descubierta y calzón quitado que el disimulo de los fariseos que se rasgan las vestiduras incurriendo en el mismo pisoteo de la intimidad de la mujer agredida.

¿Que sea más concreto? Es precisamente lo que no quiero, lo que intencionadamente evito, porque para serlo, tendría que enumerar los detalles que estoy clamando que sobran. Y sí, ya sé que me queda una columna oscura, que habrá lectores que se pierdan, pero lo prefiero antes que enrolarme en el ejército mixto de tipos sin escrúpulos y santurrones fingidos que están buscando el espectáculo y/o una ocasión de lucimiento allá donde no debería haber otra cosa que información (u opinión, por qué no) lo más aséptica posible sobre un proceso judicial muy delicado.

De farol

“Era consciente de que la estrategia soberanista era un farol”. ¿Palabras de algún españolazo del recopón? No. Entonces, ¿de un tibio aguafiestas peneuvero? Qué va. De hecho, ni siquiera de un renegado de la causa, sino de uno de los representantes más genuinos del independentismo fetén en su frente, digamos, intelectual. Quizá no conozcan de nombre a Toni Soler, pero seguro que sí tienen noticia de su obra más famosa, el (con motivo) exitoso programa de TV3 Polònia, probablemente una de las herramientas —no diré armas— más dañinas para el unionismo, que sabe responder a las hostias pero no al humor. Si hubo un tiempo en que el espacio repartía por babor y por estribor, desde que el Procés tomó carrerilla, las chanzas, cada vez menos sutiles y por eso mismo, más hilarantes, han ido siempre en la misma dirección. Busquen en Youtube, si no lo han visto, el gag de Franco, que no estaba muerto, sino tomando cañas. Y por si quedaran dudas sobre las querencias, el programa se borró de la parrilla el día en que encarcelaron a la parte del Govern que no había puesto tierra de por medio porque, según dijeron, no tenían ganas de reír.

Les aporto todos esos detalles para completar el contexto de la frase que abre esta columna y de su autor, que en la misma declaración añadía, sin disimular su rebote, que pese a saber que todo era de fogueo —o simbólico, en definición de Carme Forcadell y sus compañeros de la Mesa del Parlament— “lo que no sospechaba es que no habría nada previsto para esa noche y los días siguientes». A ver quién se lo dice a los que están seguros de vivir en una república independiente.

La gente, no las siglas

Conforme a lo milimétricamente previsto, en lugar de la reflexión sincera que pedía, mi columna de ayer provocó la reiterada colección de pretextos. Cada uno de los que cité, y el que con toda la intención obvié, sabiendo que es el clavo ardiendo reglamentario desde, como poco, 1977. Claro, cómo iba a ser de otro modo. La culpa de la gelidez social vasca para reclamar el derecho a decidir es del PNV. Por pactista, por joderrollos y por tener a la peña engañufada con las cuatro chuches del Concierto. Nótese cómo el argumento, si es que lo es, incurre en flagrante incoherencia, por no decir directamente que en vergonzoso insulto a la sociedad en cuyo nombre y por cuyo bien se proclama actuar. En pocas palabras, se viene a decir que el pretendido pueblo soberano es imbécil porque no sabe querer lo que tiene que querer. O en la versión más suave, no seamos faxistas, lo que le conviene querer. Y por eso se empeña en otorgar elección tras elección la condición de primer partido (con el segundo a varias traineras) a uno que sistemáticamente lo arrastra por el camino equivocado.

Supongo que es vano tratar de explicar que el cuento funciona exactamente al revés. No son las siglas las que llevan a la gente, sino la gente la que lleva a las siglas. Entre lo poquísimo que, en general, me gusta de cómo se ha ido desenvolviendo el procés, me quedo, justamente, con el hecho de que el primer acuerdo fue el social. A partir de ahí —dejo los matices para cuando tenga más espacio—, a los partidos no les quedó otra que aparcar sus mil y una guerras y tratar de ponerse al frente de la ola antes de que se los llevara por delante.

«Ostras, ¿qué ha pasado?»

De acuerdo, me dejaré de sarcasmos, ya que tanto parecen molestar a los infantes que estos días disfrutan —la mayoría, desde la distancia— de Independilandia, el parque temático del secesionismo de mucho lirili y ningún lerele. A cambio, solo pido que no vengan con la chufa esa de “Si no ayudas, no estorbes”. Hay que tener el rostro de titanio para soltarlo en pijama.

Lo que vengo a decir es que me parece altamente razonable que de aquí a unos años se culmine el procés. ¿Cuántos? No lo sé calcular. Es verdad que la Historia se acelera a veces, pero cuando ocurre o está a punto de ocurrir, se nota. Ahora mismo, lo más que podemos conceder es la aparición de determinados elementos que podrían ir orientados hacia el buen camino. Hablo, concretamente, de una amplia base social dispuesta a movilizarse, de unas formaciones que han dejado de hacerse la guerra subterránea en pro de un objetivo común, y de otra cosa importante: poco a poco se va instalando el relato de la probabilidad y/o posibilidad. Tirios y troyanos empiezan a intuir que esto ya no es una ensoñación difusa.

La mejor forma de joderlo, opino, es venderlo para mañana, cuando se sabe que queda un rato, porque entonces habrá que hacer frente a un enemigo tan duro como Rajoy: la frustración. Si les parezco sospechoso, vean lo que afirma Benet Salellas, de la CUP: “En este país no hay estructuras de Estado preparadas”. O atiendan a Marta Pascal, coordinadora general del PdeCat, que todavía es más clara: “No ha habido reconocimiento internacional y mucha gente piensa: ‘¡Ostras!, ¿qué ha pasado aquí?’. Hemos dado por fácil una cosa que no era tan fácil”.

Todo bien, ¿seguro?

Las adhesiones inquebrantables acaban jodiendo las mejores causas. Se comprende que, bajo determinadas circunstancias y en pro de un bien superior, se rebaje el nivel autocrítico o se tienda a contemporizar con ciertos comportamientos. Pero si hablamos del soberanismo catalán, tal vez hayamos pasado esa marca hace rato y vaya siendo hora de decir lo que, por otra parte, cualquiera con dos ojos y un gramo de sustancia gris es capaz de ver y comprender. No puede ser que para no pasar por renegado y/o traidor haya que aplaudir la sucesión de jaimitadas que llevamos coleccionadas solo en los últimos cinco días. La más reciente, el rule a Bruselas vía Marsella, vale quizá para una road-movie tragicómica, pero no para la Historia y me temo que tampoco para el noble fin que se persigue.

¿Se da cuenta alguien de cuál es ahora mismo el global de la eliminatoria? Catalunya, teórica república independiente —Ni eso se han atrevido a aclarar; si sí o si no— es en estos momentos aun menos libre que hace una semana. El pretendido estado extranjero administra, guste o no, lo que no administraba el jueves pasado. Pongo ese día como referencia porque es la jornada de la yenka de Puigdemont, el de las 155 monedas de plata que escupió Rufián en Twitter. Algún día nos explicarán qué le impidió convocar —como ya había aceptado; no echemos siempre la culpa al ogro español— las mismas elecciones que 24 horas después impuso Rajoy por sus bemoles. Sí, esas a las que se van a presentar las formaciones que acaban de dar por liberados a los catalanes del yugo opresor. Y los de las rojigualdas choteándose al grito de “Votarem!”.

No querer ver

No hay novedad, señora baronesa. Solo pasó que un rayo cayó anoche y del palacio hizo un solar. Por lo demás, no hay novedad. Cuánto parecido entre la cancioneta de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado y cada uno de los informes que nos despacha regularmente el autotitulado Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi. La última entrega, que hace ya la docena, bate su propio récord, no se sabe si de templanza de gaitas, de silbidos a la vía, de esas buenas intenciones que alicatan hasta el techo el infierno o, directamente, de negación de la realidad. Ni entro en la posible tomadura de pelo a los paganos últimos de los estudios —los y las contribuyentes de la CAV—, que son, de propina, los mismos sujetos de evaluación.

Pero tranquilos todos, que progresamos adecuadamente. “La actitud de la sociedad vasca hacia la inmigración mantiene su tendencia a la mejoría”, se albriciaban, matiz arriba o abajo, los titulares sobre el asunto. Luego, en la letra un poco menor se dejaba caer que en realidad se apreciaba un deterioro respecto al barómetro anterior. Y a modo de edulcorante, se mentaba una entelequia llamada Índice de Tolerancia a la Inmigración —cuñao el que ponga en duda que puede medirse tal cosa, apuéstense algo— que nos situaba en 58,48 sobre 100. Para redondear el placebo demoscópico, se añadía que solo un 2,4 por ciento de los preguntados mencionan espontáneamente la cuestión como primer problema.

Dejaré de lado lo que delata la alusión al problema por parte de los observadores, y preguntaré al aire o a quien corresponda qué sentido tiene engañarse en el diagnóstico de algo tan serio.