Nos hacemos trampas con la c y con la k. ¿Ocupación? ¿Okupación? Si nos referimos, por poner el enésimo ejemplo, a lo que ha ocurrido en el municipio vizcaíno de Trapagaran, hablamos de usurpación o puro latrocinio. Desmiéntanme las almas puras. Un señor habita una casa desde 1956. Seis decenios y medio después, cuando es octogenario, sufre graves problemas de salud que le hacen ser atendido por su hija. Pasa el tiempo y la morada se deteriora, pero sigue siendo suya. Mientras otros familiares la ponen a punto para la vuelta del legítimo inquilino, unos tipos que tienen acreditadas mil y un grescas —“conflictivos”, es la forma fina de llamarlos— se cuelan y se autoproclaman propietarios. Como prueba muestran unos papeles que no llegan ni a burda falsificación de un contrato. La policía, de acuerdo con la legislación vigente, hay que joderse, acepta pulpo como animal de compañía y hace mutis por el foro. Desprotegidos, desamparados, abandonados, embargados por una impotencia infinita, los familiares del anciano acuden al último recurso: la solidaridad vecinal. Centenares de personas responden a la llamada en una movilización donde se calientan los ánimos. Por fortuna, la sangre no llega al río, pero no hay nada que hacer. Los asaltantes, que ya han quemado documentos y enseres para demostrar quién tiene las de ganar, se quedan. La respuesta de los representantes de la ciudadanía es para la antología de la infamia. Por unanimidad, las fuerzas políticas del ayuntamiento aprueban una declaración en la que se remiten “a la decisión judicial que se adopte, al tratarse de una situación jurídico-civil privada a resolver entre la propiedad y los ocupantes”. Tal cual.
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Buen morir, por fin
Por fin, la ley que ha de permitir el buen morir. Es motivo de celebración, lo sé, pero no puedo evitar pensar en lo tarde que llega para centenares de personas a las que se condenó a la extinción más indecorosa. No se lo perdono a alguna fuerza pretendidamente progresista que, según le convino, provocó el retraso de una norma que no es más que un signo de humanidad entreverado de sentido común. Se retratan los que ladran que en adelante se podrá dar matarile a los viejos que molesten. Por un lado, son el ladrón —en este caso, el asesino— que piensa que todos son de su condición. Por otro, exhiben una crueldad de proporciones siderales. Se la bufa un kilo y medio que haya mujeres u hombres reducidos a la condición de vegetal en nombre de una superstición fanática que, en realidad, no es más que un barniz reaccionario.
Por lo demás, a ver si lo capta el ultramonte, no se trata de una imposición. Solo quienes lo hayan decidido libre y voluntariamente podrán acogerse a la ley. Y aun así, deberán pasar por numerosos filtros antes de que pueda llevarse a efecto su determinación. Si de algo peca esta ley —y no seré yo quien lo critique— es de garantismo. La vida es demasiado preciosa como para perderla por un mal momento, pero también como para vivirla por imperativo cuando simplemente ya no da más de sí.
La Iglesia no se atreve
Parecía algo. Menos daba una piedra. Después de décadas de silencio ominoso y culpable, la Iglesia daba un paso adelante y ponía bajo el foco su pecado capital, los abusos sexuales a menores. Y, como han escrito bastantes personas antes que yo, quizá ahí está el error, en reducirlo a esa categoría etérea y extraterrenal del pecado, que no deja de ser el gran chollo del catolicismo. Por inmenso que sea tu crimen, basta unas jaculatorias y cuatro gimnasias a modo de contrición, y ya has conseguido el perdón divino, vayan días y vengan ollas. Gracias a esa filfa, miles de tipos con sotana, hábito o indumentaria civil se han ido de rositas después de haber destrozado no ya la infancia sino la vida entera de incontables criaturas. En el mejor de los casos, todo el castigo consistía en un retiro discreto o un traslado a un lugar donde, generalmente los depredadores tenían a su alcance nuevas presas. Lo habitual, sin embargo, era una mirada hacia otro lado porque la carne es débil y Satanás no deja de tentar a los siervos del Señor.
Tremendo, que ese haya sido uno de los resúmenes de la reciente cumbre del Vaticano sobre la pederastia, el descargo de la culpa en el Demonio junto a un difuso propósito de enmienda. Conste que no soy partidario de causas generales ni de linchamientos a favor de corriente, tampoco contra la Iglesia. Sin embargo, escuchando a las víctimas, me queda muy clara su infinita decepción y su sensación de haber sido utilizadas como detergente. Con todo, no puedo dejar de añadir que la cuestión que nos ocupa no debe dilucidarse intramuros. Es la justicia temporal, la humana, la que debe actuar.
No ha sido la sociedad
Que no. Que se pongan como se pongan, esta vez la sociedad no ha sido la culpable. A Lucía y Rafael los han matado —presuntamente, según manda precisar el catecismo— un par de asesinos alevines perfectamente conocidos en el barrio por su amplísimo historial de hazañas delictivas. Exactamente los mismos que ya el viernes estaban en labios de la mayoría de los vecinos. Si la vaina va de buscar responsabilidades más allá de las de los propios criminales, podemos empezar a mirar entre los y las que voluntariamente se han puesto una venda y no han movido un dedo ante la retahíla de atracos, principalmente a personas mayores, cometidos por estas joyas a las que aún hoy se empeñan en proteger y disculpar con las monsergas ramplonas que ni me molestaré en enunciar.
Repitiéndome, diré simplemente que soy incapaz de imaginar qué catadura hay que tener para saltar como un resorte a defender a los autores de semejante acto de barbarie. Tanta compresión hacia los victimarios y ninguna hacia las víctimas, que a la postre acaban siendo las culpables de su propia muerte por haberse cruzado en el camino de unos incomprendidos a los que no se les puede pedir cuentas sobre sus fechorías. En sentido casi literal, por desgracia.
Bien quisiera estar exagerando la nota, que mis dedos tecleasen impelidos solo por la impotencia que me provoca la muerte a palos de quienes perfectamente podrían haber sido mis padres o mis suegros. Pero ustedes, que tienen ojos y oídos como yo, llevan horas leyendo y escuchando idéntico repertorio de pamplinas de aluvión. No nos queda, por lo visto, ni el derecho a lamentarnos en voz alta.
Huelga de celo
Huelga de celo, curioso concepto. Para empezar, si la pone en práctica un cuerpo policial, como es el caso de Gasteiz, es preciso negar tajantemente que se esté haciendo. O sea, hay que tomar por imbécil a la ciudadanía. Por más imbécil, en realidad, porque ya de partida se ha decidido zurrar a los gobernantes en la badana de los sufridos contribuyentes. De acuerdo, como en todos los conflictos, puesto que la capacidad de presión de un colectivo es directamente proporcional a las molestias que pueda causar al común. Solo que este caso, la jodienda se ceba en el bolsillo de los pringados y las pringadas de a pie.
Así, a primera vista, no se diría que es el mejor modo de conseguir que se simpatice con una causa. Claro que, conociendo algún percal uniformado y dotado de porra —¡no todos son iguales, ojo!—, tampoco extraña que a los multistas se la bufe un kilo caer bien o mal. Por lo demás, basta buscar el negativo de la foto para que a uno le asalte la duda. Si en estos días de frenesí sancionador es cuando cumplen la ley, ¿será que hasta la fecha no lo hacían? O prevaricaban antes o prevarican ahora, y eso es bastante más delito que cruzar un paso de peatones en rojo.
No se deje de notar otra paradoja. La (no) huelga se hace para denunciar la falta de recursos, y sin embargo, su efecto es multiplicar por un congo la productividad traducida en ingresos de escándalo para las arcas municipales. Y aquí procedería la reflexión final sobre el porqué de las normas, el grado variable de cumplimiento que se nos exige según las circunstancias, y la sospecha del carácter puramente recaudatorio de algunas.
El bolsillo sí duele
El frente jurídico —judicioso, le llamo yo— es muy dañino para el soberanismo catalán. Ya se ha visto cómo sus españolísimas señorías hacen de su toga un sayo y se dedican a suspender, imputar, condenar o lo que se tercie. Sin embargo, una vez que la república catalana traiga una nueva legalidad, ya pueden echar los galgos que quieran, que todo será papel mojado. Incluso en este ínterin en que ya se ha decidido hacer la peineta al cuerpo legal español, las decisiones que vengan de los tribunales hispanos serán una jodienda, pero no el freno definitivo.
Con la ofensiva policial, tres cuartas partes de lo mismo. Habrá porrazos y pelotazos de goma para parar el Orient Express, pero eso estaba amortizado de saque. Es más, las imágenes viralizadas barnizarán de épica a la causa y conseguirán —ya están consiguiendo— que la prensa internacional cante la gesta del pueblo catalán haciendo frente a la represión inmisericorde de los uniformados mandados por Rajoy.
Ocurre ídem de lienzo con el embate mediático. A estas alturas, no hay que explicar que los regüeldos de la caverna quizá embarren el campo, pero a la hora de la verdad, no hacen ni cosquillas. Al contrario, su indelicadeza convence a los no convencidos y encabrona más a los que ya lo estaban.
Canción aparte es la acometida económica que, según estamos comprobando, se había minusvalorado. Por ahí sí cabe que tiemblen las rodillas. Más, si como está aconteciendo, ya no es fuga sino una estampida empresarial en toda regla, y con algunos buques insignia mostrando el camino. No sería la primera revolución ni la segunda que se naufraga por el bolsillo.
Y siguen negándolo
A instancias del Gobierno español, faltaría más, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha tumbado varios aspectos del decreto de Lakua que reconoce moral y económicamente a las víctimas de abusos policiales. Desde la Secretaría de Paz y Convivencia aseguran que, en todo caso, lo laminado no afecta a lo básico del texto, aunque en prevención de males mayores y para no ponérselo fácil a los buscavueltas, anuncian que convertirán el decreto en ley antes de fin de año.
Ya ven que las cuestiones de principios básicos acaban sepultadas por el enjambre judicioso, como si estuviéramos ante un asunto de tecnicismos para juristas muy cafeteros y no ante una flagrante y desvergonzada maniobra para seguir negando que las llamadas Fuerzas de Seguridad del Estado vulneraron a saco los derechos humanos. Y ojo, que ni siquiera estamos hablando de hoy o de anteayer porque, conociendo el paño y mostrando una buena voluntad infinita, los redactores del texto se cuidaron de establecer el periodo de los abusos reconocibles entre 1960 y 1978; cualquiera se mete con los más recientes.
Lo tremendo es que ni aún con ese pragmatismo magnánimo se ha conseguido que el búnker arroje la menor señal de humanidad. ¿Por qué? Ante semejante obcecación numantina, no caben más explicaciones que las evidentes. Por de pronto, se trata de preservar el monopolio del sufrimiento en manos de las únicas víctimas que, al parecer, merecen tal nombre. Y por el mismo precio, es una forma de retratarse como orgullosos herederos de aquellos uniformados que lo dieron todo —pero todo, todo— por la una, la grande y la libre España.