Respiremos con ansia a pleno pulmón los aires perfumados de libertad y ajonjolí. Qué suerte la nuestra, estar llamados una vez más a participar en la fiesta de la democracia, como únicos dueños de un destino que está por forjar. Es para dar una y mil veces gracias emocionadas a quienes nos han permitido volver a ejercer el sagrado derecho al sufragio. Indecible grandeza, la de estos hombres y estas mujeres que, mirando única y exclusivamente por el bien común, quitándoselo de sus bocas, decidieron devolver al pueblo soberano el poder de decidir. Solo escribirlo pone los pelos como escarpias, humedece los ojos del más bragado y deja trémulos los corazones ante lo que ya ha venido y, sobre todo, lo que ha de venir.
No me digan que no desean con cada poro de su piel asistir de nuevo al profundo, sosegado y enriquecedor intercambio de opiniones entre los seres justos y generosos que, siempre con el mayor de los respetos, van a intentar ganarse nuestro voto. Serán, conforme conocemos, debates plenos de intensidad sobre las cuestiones más candentes, urgentes, convenientes y supercalifragilísticas. Desterradas la demagogia y la impostura, ausentes el chachipirulismo populachero y el navajeo macarril, los y las próceres nos hablarán en lenguaje llano y sin concesiones a la galería. Ni una tentación, por supuesto, de echar la culpa al otro ni de reclamar el monopolio de la verdad verdadera. Sin repetirse como guacamayos, sin tirar de lugares comunes, sin frasezuelas de cinco duros. Con pedagogía exquisita, con altura de miras, con nobleza por arrobas.
La única lastima es, mecachis, que no me lo creo ni yo.