¡Yupi, campaña!

Respiremos con ansia a pleno pulmón los aires perfumados de libertad y ajonjolí. Qué suerte la nuestra, estar llamados una vez más a participar en la fiesta de la democracia, como únicos dueños de un destino que está por forjar. Es para dar una y mil veces gracias emocionadas a quienes nos han permitido volver a ejercer el sagrado derecho al sufragio. Indecible grandeza, la de estos hombres y estas mujeres que, mirando única y exclusivamente por el bien común, quitándoselo de sus bocas, decidieron devolver al pueblo soberano el poder de decidir. Solo escribirlo pone los pelos como escarpias, humedece los ojos del más bragado y deja trémulos los corazones ante lo que ya ha venido y, sobre todo, lo que ha de venir.

No me digan que no desean con cada poro de su piel asistir de nuevo al profundo, sosegado y enriquecedor intercambio de opiniones entre los seres justos y generosos que, siempre con el mayor de los respetos, van a intentar ganarse nuestro voto. Serán, conforme conocemos, debates plenos de intensidad sobre las cuestiones más candentes, urgentes, convenientes y supercalifragilísticas. Desterradas la demagogia y la impostura, ausentes el chachipirulismo populachero y el navajeo macarril, los y las próceres nos hablarán en lenguaje llano y sin concesiones a la galería. Ni una tentación, por supuesto, de echar la culpa al otro ni de reclamar el monopolio de la verdad verdadera. Sin repetirse como guacamayos, sin tirar de lugares comunes, sin frasezuelas de cinco duros. Con pedagogía exquisita, con altura de miras, con nobleza por arrobas.

La única lastima es, mecachis, que no me lo creo ni yo.

Hacer el chorra

Soy de esos tipos raros a los que sí les interesa el lado humano de los políticos. De hecho, hubo un tiempo en que me perseguía una cierta fama de blandengue porque los entrevistados se me iban vivos, brutal expresión del argot de mi gremio que quiere decir que mis preguntas no habían sido lo suficientemente agresivas como para obtener un par de frases entrecomillables. De la actualidad pura y dura, se entiende, es decir, de esas cuestiones, en general, perfectamente prescindibles, con fecha inmediata de caducidad. Maldigo una y mil veces el periodismo declarativo ramplón… que yo también he acabado porque no se puede ir toda la puñetera vida contra la corriente.

Otro día les cuento cómo y por qué claudiqué. La introducción pretendía aclarar que, en principio, no tendría nada —más bien al contrario— de cualquier intento periodístico de buscar el plano corto de las personas que están en la primera línea política. Sin llegar a la salsa rosa, me interesan sus situaciones vitales presentes y pasadas, sus peripecias más allá de las siglas concretas, sus gustos en diversas materias y, desde luego, las opiniones que salen de su cabeza y no del consabido argumentario.

Y también me resulta simpático verlos en facetas ajenas a su dimensión pública. Pero sin rebasar unos límites tan obvios, tan primarios, que no me voy a detener a explicar. La línea, que es ciertamente gruesa, la marca el sentimiento de vergüenza ajena desde el lugar del espectador, y el del mínimo pudor desde el lado del protagonista, que es quien al final decide si merece la pena hacer el chorra ante una cámara por un puñado de votos.

Lozano, qué rostro

Qué caras y qué silencios tan elocuentes entre algunos militantes y simpatizantes del PSOE que aprecio sinceramente. No son nadie sus gerifaltes, y particularmente el elevado —cualquiera sabe aún por qué— a líder supremo, pegándose tiros en el pie. Ni el mismo (Felipe) Froilán (de Todos los Santos) superaría la autoagresión que supone el fichaje, procedente de la cuadra o quizá pocilga magenta, de esa enorme vividora del cuento que lleva por nombre Irene Lozano.

Anda que la doña, que iba de azote del bipartidismo cuando eso le rentaba, no las ha soltado gordas del partido fundado por el Pablo Iglesias auténtico. Y ahora que su chiringo —UPyD, cuatro siglas, cuatro trolas— está de liquidación por cese de negocio, cruza la acera a Ferraz para ir de número 4 en las listas por Madrí, Madrí, Madrí, pedazo de España en que nací. Sin devolver el acta de diputada ni el correspondiente estipendio. Y por lo que parece, en pack con la comandante Zaida, lo que acaba de demostrar que las desgracias y las injusticias, sin dejar de ser tales, pueden convertirse en momio.

Queda por discernir la vieja disyuntiva de mi profesor de latín: ¿Tiene más pecado el que peca por la paga o el que paga por pecar? Tanto da, supongo. Importa más, opino, lo que este episodio cutre salchichero nos cuenta sobre la política actual. La regeneración era eso, una mierda pinchada en un palo, o si quieren que se lo escriba en más fino, uno de esos trampantojos que tanto se llevan ahora. Bien es cierto que aquí sí tengo meridianamente claro que la culpa mayor no es de los burladores, sino de los que se dejan burlar sin mudar la color.

Nepotismo

El nepotismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Los filólogos no se ponen de acuerdo en el verdadero origen de la palabra. Hay fuentes que nombran al penúltimo emperador Romano, Julio Nepote, como inspirador del término. Podría ser, aunque, dado que la práctica de favorecer a familiares con cargos y prebendas venía de muchísimo antes, resulta más factible que el vocablo proceda de Nepos, que en latín —no he llegado a descubrir si también en griego; probablemente algún lector me ayude— significa sobrino.

Viene este introito etimológico a cuenta del último par de presuntos casos de nepotismo que hemos conocido. Su característica común es que afectan a las candidaturas de confluencia de izquierda —con el permiso de Iglesias Turrión, que de un tiempo acá es reacio a ese concepto— que se han hecho con el poder en Madrid y Barcelona. Así, a la alcaldesa de la villa y corte, Manuela Carmena, se le acusa de haber enchufado a un sobrino político como jefe de gabinete. Por su parte, Ada Colau habría facilitado la contratación de su pareja como asesor de su partido, Barcelona en Comú.

Si somos honestos, ni uno ni otro caso deberían llamar a escándalo. Hablamos de cargos de libre designación. Es perfectamente natural que Carmena o Colau escojan a personas próximas, máxime si entienden que son aptas para el puesto que van a desempeñar. De haber problema, está en la eterna doble vara y en la inevitable tentación demagógica. Bien sabemos que si los protagonistas de las contrataciones correspondieran a otras siglas, ahora mismo estarían denunciando el desafuero exactamente los mismos que lo niegan.

ETA enfurruñada

Ea, ea, ea, ETA se cabrea. La cosa es que no se enteró casi nadie porque aquellos comunicados que paraban los pulsos y las rotativas han dado paso a unas excrecencias informativas que, salvo en los medios que hacen de altavoz de oficio, no encuentran sitio ni en las portadas digitales ni en las de papel. Una competencia muy dura con las noticias de perritos y gatitos, la última de Mariló Montero o el viral que toque. A ver a quién le va a interesar que una banda en estado ectoplasmático se ha cogido un rebote del quince porque la pestañí franco-española, en misión casi de Traperos de Emaús, se ha llevado de uno de sus agujeros un puñado de material de matarile. “Un ataque al proceso de sellado de armas”, se subió a la parra el amanuense de turno en medio, ya digo, de la indiferencia —o más bien inopia— general.

Solo dijeron algo, porque les va en el sueldo y porque les tocaba retén en la tertulia de la radio pública —¡Qué recuerdos!—, los políticos de guardia. La mayoría, para bostezar la respuesta de repertorio (“El único comunicado bla, bla, bla…”) y el resto, para echarle ese entusiasmo digno de encomio pero que apenas tiene eco en la parroquia más cafetera. Sí, justo entre quienes ahora mismo están mascullando que por escribir esto soy un fascista, un enemigo de la paz, y me llevo una.

Es sintomático que, vaciada de su carga mortífera, ETA haya quedado para hacer la prueba del algodón sobre el cacareado suelo ético. O, en un uso más extendido, como espantajo y asustaviejas que agita la fachundia histérica para tratar de evitar la victoria de las fuerzas del cambio. Y ni para eso cuela ya.

Autocríticas o así

Después de cada baño de urnas, a los partidos les conviene pararse a pensar por qué las cosas han ido como han ido. Y no solo en caso de derrota. También cuando la cosecha de votos ha sido generosa, resulta un ejercicio de provecho hacer inventario de cómos y por qués. Siempre que se haga, claro, desde la sinceridad y no desde el subidón soberbio de trazo grueso que tiende a parir explicaciones como que se es el puto amo y/o que el pueblo esta vez ha sido muy listo y ha sabido escoger. Errores de diagnóstico de ese pelo suelen engendrar futuros y no lejanos batacazos. Vuelvo a escribir como ayer que cuatro años son un visto y no visto. Ahí tienen empacando sus efectos personales en este o aquel despacho a los que hace casi nada no había quien tosiera.

Centrémonos en estos y en los muchos otros que, llevando en el machito varios quinquenios, acaban de descubrir que su culo también es desalojable de una patada popular. Son excepción ínfima los que son capaces de reconocer que la han pifiado pero bien. Lo más que llegan a admitir, provocando una pereza infinita, es que “quizá no hemos sabido comunicar nuestro mensaje”, o en una formulación directamente insultante, que “tal vez la gente no ha sabido entendernos”. Y luego están los que cierran los ojos a su monumental trompazo y rebuscan en acera de enfrente algo que dé apariencia de triunfo a su fracaso. Casi me caigo de la silla el domingo por la noche, cuando miembros de unas siglas abofeteadas por el escrutinio retuiteaban aleluyas por la pérdida de la mayoría absoluta de un partido que les había triplicado largamente en votos y representación.

Votar en conciencia

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? O, preguntado de modo más directo: ¿Tienen conciencia los representantes políticos? Entre que por mis venas corre sangre gallega y que aborrezco el vicio de la generalización, tiendo a pensar que unos sí y otros no. Aunque, ahora que caigo, para los efectos de esta columna, que la tengan o la dejen de tener es secundario. Lo que en realidad yo quería plantear, atiéndanme al matiz, es si se les puede o debe permitir ponerla de manifiesto en una votación parlamentaria.

Advierto que no sirve como respuesta el sí cuando el desmarque del (o de la) culiparlante en cuestión coincide con nuestra postura y el no cuando ocurre lo contrario. Y tampoco vale la triquiñuela de establecer que hay asuntos en los que cabe apelar a la tal conciencia —mayormente, los de cintura para abajo— y otros que no están sujetos a ella. Como coincidimos hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca, tan peliagudo puede ser pronunciarse sobre el aborto como hacerlo sobre las aspiraciones soberanistas, una reforma laboral que lamina derechos o un aumento del IVA que no se contemplaba en el programa electoral.

Hechas todas esas apostillas, volvemos al intríngulis de estas líneas: ¿Es o no de recibo que una persona elegida en el seno de una lista cerrada, bloqueada y vaya a usted a saber si en el número tres o en el catorce, se constituya en verso suelto y vote lo que le salga de… la mentada conciencia? ¿Lo es cuando el pronunciamiento personal va abiertamente en contra de los motivos que han llevado a los electores a optar por ese partido en concreto? Confieso que no lo tengo claro.