Un selfi con Zelenski

Comparezco ante ustedes con más dudas que certezas. Porque me consta lo jodido que es el dilema entre el miedo a pasarse o a quedarse corto. También es verdad, que si tengo que elegir, la mayoría de las veces prefiero quedarme corto a incurrir en el exceso. O, en el caso que nos ocupa, que enseguida les desvelo cuál es, en la sobreactuación monda y lironda. Y ahora es cuando me pregunto y les pregunto a bocajarro si el rule de Pedro Sánchez a Kiev para verse con Volodímir Zelenski le aporta más al visitado o al visitante. Supongo que al primero, que tiene que hacer frente con lo puesto a un despiadada, injusta e ilegal agresión del imperialismo ruso, no le queda otra que hacer un hueco en su diabólica agenda a cualquier mandatario extranjero (ya sea de primera, segunda o tercera línea) que se le presente en carne mortal a mostrarle su solidaridad. No tanto por la solidaridad, que ya es bastante cuando el panorama internacional está lleno de aplaudidores de la salvaje invasión, sino por la correspondiente traducción en pasta y armas defensivas.

Yo ahí tengo muy poco que reprocharle a Sánchez. Creo que está haciendo lo correcto, pese a la murga que tiene que aguantar de su ventajista socio de gobierno, que disimula más bien poco que en esta vaina está más cerca de los que arrasan que de los arrasados. Sin embargo, no acabo de ver la necesidad real de plantarse en la capital de Ucrania, llamarla Kyiv en plan guay en el primer tuit tras el aterrizaje y hacerse el selfi de rigor con el solicitadísimo presidente de la nación que está siendo asolada. Pero puede ser, ya les digo, que esté equivocado.

Otro manifiesto de la izquierda fetén

Hmmm… Veamos. Un manifiesto sobre la invasión rusa de Ucrania. Bueno, en realidad, en las letras gordas no lo llaman así. Escogen el eufemismo al uso: guerra. Que parece que no, pero ya eso solo te retrata porque estás dando a entender que hay dos partes enfrentadas con idéntica responsabilidad en los brutales desmanes. Y resulta que en la cuestión que nos ocupa, esos desmanes los ha provocado, en más de un 95 por ciento de los casos, y desde luego, en los más sangrantes, una de las tales partes: la agresora. Pero, claro, eso es pecadillo menor para los pomposos abajofirmantes del texto, casi todos y cada uno de ellos, tipos que hasta la fecha se han cuidado muy mucho (“Como de comer mierda”, que decía mi difunto padre) de denunciar los descomunales crímenes que lleva coleccionados la soldadesca rusa desde hace ya casi dos meses.

Al contrario, estos angelicales seres humanos de la izquierda caviar (Iglesias, Chomski, Varoufakis, el megafiasco Corbyn o el machito de conducta nunca afeada Correa, entre otros) que han propalado el manifiesto de marras hasta la fecha solo se han distinguido por llamar nazis a los agredidos y por animarlos a que se rindan por su bien. La novedad del texto difundido urbi et orbi es que les perdonan un poquito la vida. Les dicen que, si se portan bien, habría que condonarles la deuda externa y facilitar créditos blandos para la reconstrucción de todo lo devastado. La condición, faltaría más, es que Ucrania se comprometa a ser neutral, lo que traducido a román paladino, significa que renuncie a su soberanía y se arrodille ante Rusia. Hay que jorobarse con “la izquierda”.

Los que callan… y otorgan

Sí, es verdad, los más miserables son los que aplauden las matanzas que está cometiendo Putin en Ucrania. Por ejemplo, aunque no son los únicos, esos desalmados que pintarrajearon la vomitiva Z prorrusa en los albergues de Bizkaia que acogen refugiados. Añado ahí a los memos que vinieron a mi blog a hacerles el caldo gordo cuando lo denuncié. Medio peldaño de indecencia por debajo están los negacionistas que atribuyen las imágenes de las masacres a montajes ordenados por Zelenski o, peor todavía, cometidas por él mismo para pasar por mártir. Por ahí andan también los desvergonzados que nos exigen que escuchemos “las versiones de los dos lados”, colocando en el mismo plano a los victimarios y a sus víctimas, y tirando del cínico comodín: “Como no estamos allí, no podemos saber lo que pasa”. Inmediatamente después o a la par están los del “pero es que…”, siempre con una justificación de las carnicerías que desvía la responsabilidad de Rusia y la sitúa en la OTAN, Estados Unidos o la Unión Europea.

Y luego están los integrantes de una categoría especial de impudicia, la de los que callan como las tumbas que no tendrán la mayoría de los asesinados por la soldadesca rusa. Son esos tipos que salen en tromba a poner el grito en el cielo y a impartir lecciones de dignidad ante cualquier injusticia del repertorio oficial pero que todavía no han dedicado medio tuit a las orgías de sangre de Mariúpol, Bucha o la estación de Kramatorsk. Ese silencio de piedra después de casi cincuenta días de invasión los retrata entre la peor calaña de cobardes y, por añadidura, despoja de credibilidad cualquiera otra de sus denuncias.

Todavía niegan Gernika

A poco menos de tres semanas del 85 aniversario del bombardeo de Gernika, hay que agradecerle al presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, que en su comparecencia ante las cortes españolas lo escogiera como término de comparación con las carnicerías que está perpetrando la soldadesca rusa en su país. La pertinente analogía está provocando un hondo y revelador crujir de dientes entre los que, casi un siglo después de la inmisericorde devastación de la villa foral bajo las bombas nazis de la Légión Cóndor, siguen instalados en la nauseabunda manipulación a la que se entregó la propaganda franquista desde el mismo día de la fechoría.

No voy a decir que me sorprende, porque conozco a mis clásicos requetediestros y llevo lustros escuchando sus bazofias minimizadoras, justificadoras, exculpatorias o directamente negacionistas. Pero no puedo evitar mostrar mi hastío y, al tiempo, mi alarma al comprobar que esa versión insidiosa no solo resiste el paso del tiempo sino que hace fortuna entre los borregos ignorantes se tragan lo que les echen al buche sus referentes ideológicos. Y aquí es donde los extremos vuelven a magrearse impúdicamente porque esa actitud de los que no aceptan la realidad documentada de lo que ocurrió en Gernika tiene su correlato exacto en quienes, ante la evidencia irrefutable de las matanzas de Bucha o Mariúpol a manos de los matarifes de Putin, siguen vomitando que se trata de montajes orquestados por los ucranianos o, incluso, de daños autoinfligidos para explotar la baza del victimismo. Unos son los espejos de la miseria moral de los otros. Y viceversa, claro.

Rusofobia

Aunque ahora anda recogiendo cable y acogiéndose al comodín de la tergiversación de sus palabras, la rectora de la Universitat de València, Mavi Mestre, ha instado a volver a su casa a los diez alumnos rusos que cursan sus estudios en el centro académico. Según ella, se trataba de una amable invitación “por su propia seguridad”. Lo que no ha explicado es qué tipo de peligro puede acechar a los estudiantes en la capital del Turia. Como le reprochan los miembros de la plataforma de profesores asociados de la propia institución, “la universidad tiene que ser un espacio de paz y encuentro”. Pero la rectora ha preferido ser más papista que el papa y descargar sobre los jóvenes una decisión para la galería y que, en todo caso, debería dirigirse a las instituciones rusas y no a sus ciudadanos. Estos diez alumnos no deben ser los paganos de las acciones del tirano sin escrúpulos que los gobierna.

Y creo que es bueno que se nos meta a todos en la cabeza, porque más allá de exageraciones mononeuronales como tratar de prohibir un seminario sobre Dostoievski en una universidad de Milán, empezamos a ver cancelaciones de actividades culturales con presencia de personalidades rusas. O, como poco, llamamientos al boicot. En ningún sitio se debería sucumbir a esa grosera atribución de los crímenes de unos pocos a todo un pueblo, pero menos, en el nuestro. Los vascos sabemos lo que es cargar injustamente con el baldón de los crímenes de ETA cuando éramos nosotros los que los sufríamos en carne propia. Basta media gota de empatía para comprender que también los rusos son las primeras víctimas de Putin.

Carestía y desabastecimiento

No voy a poner en duda que la salvaje invasión de Ucrania por parte de Rusia conlleva, en su tercera derivada, efectos devastadores sobre la economía de los que estamos a cuatro mil kilómetros de la línea de fuego. Sin necesidad de tener un máster de los que le regalaban a Pablo Casado, se comprende perfectamente que suba el gas, el petróleo, la electricidad y, en efecto dominó, cualquier otro producto cuya elaboración y distribución se ven afectadas por tales subidas. Igualmente, me da la sesera para entender que, puesto que el territorio castigado es el origen de una parte importante de varios de los productos agrícolas que consumimos en este trocito del mapa europeo, vayamos a tener problemas de suministro y, en consecuencia, su precio se encarezca. En palabras del inefable Rodrigo Rato, “es el mercado, amigo”.

Pero lo que ya no cuela es que apenas un segundo después de la caída de la primera bomba, los productos que ya estaban en los almacenes de los supermercados duplicaran su precio, como ha ocurrido con el desaparecido de los lineales aceite de girasol, incluso el de producción española. Claro que también es verdad que hay que citar como factor fundamental de la carestía y el desabastecimiento la inmensa estupidez y el aún mayor borreguismo de muchos de nuestros congéneres que se han lanzado a acaparar botellas que, para cuando vayan a consumirlas, estarán echadas a perder. Al final, es un ejemplo de libro de la profecía que se cumple a sí misma. El miedo a que no haya provoca, justamente, que no haya. Y los especuladores, pescadores de río revuelto, se frotan las manos.

La sangre y el recibo de la luz

Los pescadores de río revuelto son insaciables. Recuerdo entre el espanto y la ternura cómo, hace un par de meses, me echaba las manos a la cabeza porque el megawatio/hora se había puesto a doscientos euros. Era el doble de lo alcanzado unas semanas atrás y se nos antojaba una atrocidad. A ver cómo narices somos capaces expresar cuánto nos remueve las entrañas que hoy vayamos a alcanzar los quinientos y pico, y mañana sobrepasará los setecientos. Los mil están a media vuelta de calendario. Por lo visto, la sangre inocente de miles de ucranianos cotiza al alza para los oligopolistas de la energía. Cuanta más se derrame, más fácil lo tendrán para justificar sus sablazos.

Lo más triste, con todo, es la sensación de que asumimos la tropelía como un imponderable. Se diría que aguardamos con la testuz baja que aparezca un jubilado como el heroico valenciano que (medio) metió en cintura a los bancos para que dejaran de chulear a las personas mayores. Claro que quizá esto sería cosa de un gobierno. Máxime, si, como el español, se autotitula progresista y presume de ser el ariete incansable de la justicia social. Sonrío amargamente al imaginar la que estaría liada si ahora mismo durmiera en La Moncloa un presidente del PP. Y cambio directamente al llanto desconsolado al recordar que no hace ni cuatro meses, el jefe de ese ejecutivo prometió que la luz nos costaría menos que en 2018. Lo peor es que quienes siempre juraron saber lo que había que hacer para domesticar a las insaciables eléctricas ahora no pasan del encogimiento de hombros acompañado de las mismas promesas eternamente incumplidas.