Reflexión en frío

No es la primera vez que defiendo que la verdadera reflexión no debe hacerse el día antes de las elecciones sino en cuanto están contadas las papeletas y asignados los escaños. Se entiende, claro que sí, un instante de euforia para liberar la adrenalina acumulada. Ahí cabe soltarse el refajo, entonar media docena de oeoeoés y dar gracias al cielo porque no se han cumplido los peores designios. Luego, en frío y en la intimidad del politburó correspondiente, quizá merezca la pena darle una pensada a lo que implica celebrar no haber quedado tercero. Todavía ayer se pregonaba el cuento de la lechera de la hegemonía prácticamente segura. ¿En serio volver a los números de 1998, voto arriba o abajo, era el objetivo? ¿Cómo documentar el liderazgo de no sé qué mayoría social a 12 traineras del ganador?

Y qué decir del espectáculo del peldaño de abajo. Los que venían vendiendo el desalojo a patadas marcando el paquete de unos sufragios que, borrachos de soberbia e ignorancia, habían creído en propiedad. Tarde llega la excusita de los comicios diferentes, y aun así, son 180.000 votos —más de la mitad— dilapidados en tres meses. No hay trasvases para explicarlo. Solo la evidencia de una de las campañas más desastrosas que se recuerdan, y miren que la competencia es alta.

Dejo para mejor ocasión los batacazos anunciados de las otrora pujantes fuerzas constitucionalistas. Merece un párrafo el cómodo vencedor, en cuya historia reciente no hay que rascar mucho para hallar las cicatrices de dolorosas derrotas que tal vez nacieron por la mala digestión de las mieles del triunfo. El antídoto se llama prudencia.

Yoyes, 30 años

“Yoyes, ejecutada por traidora”, berreaba una pared de ladrillo de mi barrio. Debajo, el mismo spray siniestro había dejado la apostilla: “ETA, herria zurekin”. Durante años estuvo ahí. Nadie movió un dedo para taparla. Ni desde las instituciones ni desde la presunta sociedad civil. Y no es que nos pareciera bien. En realidad, ni nos lo plateábamos. Simplemente estaba ahí, qué le íbamos a hacer. Formaba parte del paisaje, como otras tantas y tantas pintadas que mirábamos sin ver o veíamos sin mirar, quién sabe.

¿Qué nos iba o nos dejaba de ir en ello? Bastante teníamos con lo nuestro. La vida en aquellos ochenta cabrones —hoy tan dulcificados por la nostalgia de ajonjolí— era muy dura en general. Podían haber echado del curro a tu padre en esta o en aquella reconversión. Era fácil que tu hermano fuera un yonki, que tu mejor amigo hubiera muerto de una sobredosis o que al vecino del cuarto le hubieran inflado a hostias unos fulanos con o sin uniforme. Mucha policía, poca diversión, ponme otro kalimotxo.

30 años después del asesinato que dio lugar a lo que cuento, leo en un excepcional reportaje de Kike Santarén que los amigos de Yoyes hablan de su victoria póstuma. Lo cierto es que quisiera sumarme al voluntarismo y proclamar también el triunfo, pero soy incapaz. Al contrario, la suya fue una derrota humillante, un nauseabundo escarmiento. Lo prueba que el tipo que le descerrajó los dos tiros que la mataron, aparte de decir las cosas que a ella le llevaron a ser sentenciada, sea agasajado hoy como héroe en un amplísimo círculo que alcanza a los que ejercen, con un par, de apóstoles de la memoria.

Una campaña más

Pues otra más. Campaña electoral número ene que se echa servidor al coleto. Como cada una de las anteriores, es la más trascendente. Por lo menos, hasta la siguiente o, sin esperar tanto, hasta que el aparato digestivo de momentos presuntamente históricos hace su trabajo, que suele ser muy pronto. Bendita capacidad de adaptación a lo que sea. Cuánta razón tenía el lehendakari Ibarretxe: al día siguiente vuelve a amanecer, y aunque salga nublado, no queda otra que tirar hacia adelante. Camina o revienta, que decía el Lute.

¿Una tirita antes de tener la herida? Qué malos son ustedes. No es más que resabio de quien, como servidor, va para veterano y tras mil y una partidas a cara o cruz ha comprobado que, a la larga, ni la derrota es tan perra ni la victoria tan dulce. A partir de ahí, que ocurra lo que tenga que ocurrir, aunque ojalá se parezca a lo que deseo, que no es muy diferente de lo que seguramente se imaginan. Es lo bueno o lo malo de conocerse, que ya no nos sorprendemos.

Por lo demás, lo único que pido hasta que llegue el momento de contar las papeletas es que quienes nos reclaman que metamos en la urna la que lleva sus siglas se apiaden de nosotros. Sería de agradecer infinitamente que no nos tomaran por imbéciles. No les digo que lo disimulen, que en eso los hay muy duchos, sino que directamente se planteen la posibilidad revolucionaria de vernos como algo más que sujetos para camelar. Ahorren en topicazos, en promesas imposibles de cumplir, en frases de las que habrán de desdecirse, en exabruptos gratuitos y, desde luego, en mentiras de aluvión. Así ganarán incluso los que pierdan.

Malditos viejos

Ya no recuerdo si fue en esta campaña, en la otra, o en el interregno entre ambas, cuando la alegre muchachada lila sacó a paseo a sus abuelitos y abuelitas. Ese corral de La Pacheca a lo bestia llamado Twitter se llenó de tiernas fotos de mozalbetes de entre 16 y 50 tacos exhibiendo impúdicamente a sus adorados yayos. En un desafío a las matemáticas, la inteligencia y el conocimiento de la historia reciente de nivel medio, todos los entrañables veteranos eran glosados sin excepción como pertinaces luchadores antifranquistas y el copón de la baraja de la resistencia a los poderosos de cualquier signo. Se llegaba a preguntar uno cómo el malvado sistema no había caído hacía cinco o seis decenios.

Qué contraste, ese derroche de empalagoso almíbar hacia los decanos con la obscena descarga de bilis contra las personas mayores a la que nos toca asistir cada vez que unas elecciones o un referéndum no salen al gusto del chachidemócrata estándar. Se vio en el no escocés, en el dichoso Brexit del jueves pasado, y como resumen y corolario, en las elecciones del domingo. El inesperado atracón de votos del PP, el fracaso del anunciado sorpaso al PSOE y, sobre todo, la pérdida de un millón largo de papeletas de Unidos Podemos desencadenó un torrente de furia desatada. “Hay que eliminar las pensiones, a ver si los viejos la van cascando”, escupía uno. ”Qué ganas de que pasen 20 años y se mueran los putos viejos que votan al PP”, se engorilaba otro. Y como esas, decenas y decenas de aberrantes invectivas. Patanes anónimos, dirán. Cierto, pero no crean que ni uno solo de los conocidos salió a afearles la conducta.

Sánchez no pierde

Quítenle lo bailado a Pedro Sánchez. Aunque, como estaba radiotelegrafiado, palmó la votación de ayer y, salvo milagro inimaginable, volverá a morder el polvo el viernes, su balance en esta farsa de la investidura solo puede ser positivo. Muy positivo. De entrada, sigue políticamente vivo, lo que resulta altamente meritorio, teniendo en cuenta que es el tipo que ha cosechado el resultado electoral más penoso del PSOE en toda su historia y que en su propio partido hay cola para partirle las piernas. Con esas causas y esos azares cercándolo, y añadiendo que a primera vista no da precisamente la pinta del más hábil de la clase, la lógica llevaba a pensar que para estas alturas habría doblado la rodilla.

Ya ven que no. Con el riesgo de hacer evaluaciones en caliente, se diría incluso que el Dead man walking del que habló el Financial Times —ustedes perdonen la pedantería en la cita— presenta un aspecto ciertamente robusto. Los que habían apostado por la brevedad de su mandato se rascan perplejos la cocorota, y aun andan más despistados, amén de contrariados y probablemente arrepentidos, aquellos que lo elevaron a secretario general pensando que podrían mangonearlo a voluntad.

La historia reciente tiene mil ejemplos de chicos de los recados que, ebrios de foco mediático, desarrollan un ego sideral, se sienten llamados a protagonizar una misión redentora de la humanidad y ya no hay quien les tosa. Insisto en que quizá sea pronto para determinar si Sánchez llegará a ser uno de esos mansos devenidos en líderes contra pronóstico. De momento, puede presumir de seguir en pie cuando nadie contaba con ello.

Decidir, según

Además de todas las que glosan los opinadores de mayor y menor erudición, una de las consecuencias más reveladoras del referéndum en Escocia ha sido el cambio de acera, siquiera inconsciente, de ciertas posturas supuestamente inmutables. Así, algunos de los que venían negando a los escoceses su capacidad para pronunciarse sobre su futuro celebran ahora el sentido común y hasta la sabiduría que han demostrado en las urnas esos ciudadanos. Incluso el mismo Rajoy, al subirse con orgullo y satisfacción al carro ganador, pronunció el sustantivo decisión y el verbo elegir, cuando solo dos días antes había equiparado tales términos a un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea.

Pero, cuidado, porque parecida inconsistencia, por no decir incoherencia, se ha evidenciado en la parroquia de enfrente. Si bien es cierto que la mayoría de los partidarios del derecho a decidir han (o sea, hemos) aceptado el áspero ‘no’ apelando al barón de Coubertain —lo importante es participar—, no faltan morros torcidos que achacan la derrota a la inmadurez de los que han votado por mantenerse en el Reino Unido. Farfullan, según los casos, que ha ganado el miedo, el capital o ambos. No solo demuestran un escaso fair play o un desprecio por el mismo colectivo humano a cuya sensatez hacían loas antes de contar las papeletas. También están confesando que, en realidad, lo suyo es de boquilla: las consultas les parecen democráticas únicamente si las ganan. Este que escribe, sin embargo, tiene muy claro que el derecho a decidir implica la posibilidad de perder y, desde luego, la obligación de aceptar el resultado.

Derrotas como victorias

A lo mejor son solo las encuestas, que van de mosqueo y sobrecocinadas a beneficio de obra, pero lo que uno infiere aquí y allá es que la anunciada muerte del bipartidismo en el Estado español tardará en llegar un buen rato. Si es que llega, que llevamos desde 1982 con la misma cantinela y todo lo que han visto nuestros ojos crecientemente cansados es la alternancia de rigor. Me quito, te pones, te quitas, me pongo, y vuelta a empezar. Al resto de los jugadores les queda pelearse las pedreas y, en el mejor de los casos, cruzar los dedos para que la mayoría no sea absoluta y puedan ejercer de bisagra, es decir, de bisagrilla. Eso, claro, y el autoengaño, en cuya práctica han alcanzado una maestría que roza la perfección.

Si estas formaciones —cada vez más en número, y de propina, más divididas— fueran capaces de abandonar la fascinación por su ombligo y mirarse desde fuera, comprobarían la amarga insuficiencia de lo que proclaman como grandes logros. Imaginemos, porque no es descabellado, que en las elecciones del 25 de mayo, la correosa candidatura acaudillada por el tertuliano omnipresente obtuviera el único escaño al que aspira. Habría cohetes, guirnaldas y charangas como si se hubiera certificado la toma del Palacio de invierno. Sin embargo, la jodida y terca realidad determinaría que frente a los, pongamos, meritorios 350.000 votos habría unos cuantos millones de papeletas respaldando el pérfido modelo contra el que luchan. Se trataría no ya de una victoria pírrica, sino de una derrota en toda regla. Pero vaya usted a decirles a los felices ganadores que, aunque no quieran verlo, han perdido.