Otro desmarque del PP

Desde que, en los tiempos del parlamento incompleto por imperativo legal, el Gobierno de Patxi López instituyó el Día de la Memoria, he cumplido el trámite de escribir en todas y cada una de las ediciones sobre este peculiar brindis al sol. De vísperas, en la jornada o, como hoy, a toro pasado. Un repaso cronológico de esos desahogos arroja como resultado quintales de melancolía veteada de cierta irritación. Nada parece haber cambiado. Flores, pebeteros, discursos, gestos de estudiada solemnidad y, por supuesto, desmarques.

Este año, en singular: desmarque. Ha sido de nuevo la menguante quinta fuerza política del país, el PP, la que ha hecho mutis bajo el intelectualmente perezoso pretexto de que el homenaje se creó solo para las víctimas del terrorismo. Y ahí, aunque meten para hacer bulto a las del GAL y el Batallón Vasco Español, es evidente que se refieren exclusivamente a las de ETA. Sostienen los ahora comandados por el regresado Alfonso Alonso que la inclusión de cualquier otro sufrimiento que no sea el genuino, el homologado por la Denominación de Origen del Dolor, incurre en perversa equiparación y no están dispuestos a pasar por eso.

Somos lo suficientemente mayorcitos para tener claro que tras tan endeble argumentación  —casi insulto a la inteligencia y, desde luego, a las personas que han sido objeto de daño injusto— no hay más que marketing politiquero. Desnudo sin ETA, como reconoció la laminada antigua presidenta, Arantza Quiroga, y con el resto de mensajes cogidos por otras siglas, el PP vasco ha decidido seguir explotando las rancias martingalas constitucionalistas. Así les va.

Fabio, 25 años

Se me humedecieron los ojos, cómo evitarlo, leyendo el pasado domingo el reportaje de Kike Santarén sobre el asesinato del niño Fabio Moreno hace ahora 25 años. Durísima, la expresión “el hijo de un txakurra”, pero es que exactamente así justificaron y menospreciaron el crimen muchos de los que ahora tildan a los demás de enemigos de la paz. Tanto ir con la memoria en la boca arriba y abajo, y qué poco les gusta que les recuerden que sus héroes, esos a los que aún hoy festejan, no tuvieron el menor empacho en manchar el asfalto con sangre infantil. Daños colaterales, decían, y esa era la versión amable frente a la otra, la que helaba el alma: socialización del sufrimiento.

Tengo grabados a fuego aquellos días de noviembre del 91. Ya llevaba varios atentados cubiertos, pero este fue el primero que me tocó en mi pueblo, y desde luego, el primero que tenía como víctima a una criatura. De dos años, concretamente. Inenarrable la imagen, en la primera de Deia, de la chamarra ensangrentada del pequeño a unos metros del coche de su padre, reventado por la bomba-lapa. Guardo también, imposible de borrar, el brutal dolor de su madre, Arantza, entrevisto en la puerta de su casa cuando un periodista malnacido le hizo abrir gritando “¡Soy de Correos, tengo un telegrama del rey!”. Y cómo no, el féretro blanco saliendo de la iglesia de San Agustín, donde aguardaba una multitud que desbordó Erandio.

Álex, el mellizo de Fabio, que salvó la vida de milagro, dice hoy que se tomaría un café con los asesinos —los para algunos mitos Javi de Usansolo y Gadafi— para que le contaran por qué lo hicieron. ¿Qué le dirían?

Cinco años, cinco

Esta es una columna de trámite, no se lo negaré. Me traen la inercia de la efeméride y la fuerza de la costumbre. Si he escrito algo en cada aniversario, no voy a dejar de hacerlo en este, que es el quinto. Qué monográficos más bonitos hemos hecho todos para conmemorar el lustro del comunicado de liquidación de ETA por cese de negocio. Arrimando, claro, cada cual el ascua a su sardina o hasta mintiendo conscientemente. ¿Por? Pues porque hay que maquillar los recuerdos, supongo. ¿Cómo vamos a reconocer que, pasado un tiempo, aquello que tanto ansiamos, que soñamos de mil y una maneras, acabaría tocado de una vulgaridad carente de cualquier delicadeza?

Esto, sin más ni menos, era lo que algunos, exagerando dos huevas, llaman la paz. Ha tenido su cosa que estas fechas marcadas en el calendario hayan coincidido con el psicodrama de Alsasua. Qué gran piedra de toque para calibrar el minuto de juego y resultado del camino hacia la normalización. Por si alguien lo dudaba, hay quien está exactamente como en las décadas del plomo y la sangre corriendo por el asfalto. Unos en Tiro y otros en Troya, pero gastando las mismas demasías dialécticas y tirando sin rubor de panfleto chillón.

La buena noticia —y aquí descolocaré otra vez al señor que el otro día me reprochó que empezaba los textos de un modo y los terminaba de otro— es que esos, los irreductibles del conflicto a diestra y siniestra, son menos. Muchos menos. Están perfectamente censados en sus respectivas reservas que van menguando de elección en elección. Ocurre que los otros, los que les quintuplican, hace bastante tiempo que están a otra cosa.

Linchamiento en Alsasua

El pasado nos persigue. A punto de cumplirse cinco años de algo que ocurrió en 2011 (aquel comunicado largamente esperado), volvemos, como poco, a 1998. Alsasua, un solo hecho y dos versiones radicalmente opuestas. Ninguna creíble porque una y otra son de parte y arrojadizas. Juegan al viejo acción-reacción-acción, y a los hechos que les vayan dando morcilla. Cuádrese cada cual junto a su mástil y entone su cántico de guerra. Todo lo empezaron los de enfrente, faltaría más.

En triste y un tanto cobarde consonancia, dos declaraciones institucionales en el Parlamento de Navarra. La primera, en términos épicos entre el verdeoliva y el rojigualda; arriba España o así, todo por la patria. Votos a favor: UPN, PPN, PSN. La segunda, meliflua, de silbido a la vía, como al despiste, a ver si colaba y la esponjosa ambigüedad arrastraba también a EH Bildu. Ni por esas. Abstención y gracias. Votos a favor: Geroa Bai, Podemos e Izquierda Ezkerra. ¿El Gobierno del cambio? Bien, gracias. Los desacuerdos pactados, ya saben, no vayamos a darle pisto al Antiguo Régimen.

Lástima que esta vez no se haya conseguido tal objetivo. Por casualidad, puse ayer la tele en el canal progre por excelencia, y me encontré a Eduardo Inda con una apreciable erección neuronal mientras lanzaba los sapos y culebras de rigor. El resto de contertulios presentes, los mismos que habitualmente se le echan a la yugular, le hacían palmas. Digo yo que alguna conclusión deberíamos sacar de esa unanimidad. Bien es verdad que resulta más cómodo hacer como si no supiéramos que, ocurriese como ocurriese, el linchamiento del sábado no tiene un pase.

‘Patria’

Me acerqué con mucho recelo a Patria, lo reconozco. Por más que mis críticos literarios de cabecera siempre me contaban maravillas de Fernando Aramburu como escritor, me pesaban demasiado los titulares de sus entrevistas. Quizá tenga que volver a releerlas, pero en mi memoria hay frases de aluvión: nacionalismo obligatorio, sociedad enferma y todo el repertorio habitual de tantos y tantos que hicieron tabla rasa y hasta negocio de los años del plomo; no digo que fuera su caso, ojo. Con esos precedentes, temía lo peor de una novela que se anunciaba como testimonio de esa época que algunos llaman, entre lo épico y patético, del conflicto. Mis prejuicios construían mentalmente un argumento de buenos buenísimos y malos malísimos, viceversa exacta de esos truños del otro lado que nos pintan como héroes a matarifes de la más ruin estofa. Me equivocaba.

Hay poco maniqueísmo zafio en las casi 650 páginas de un relato que ojalá abra el camino a otros muchos que se atrevan a entrar sin concesiones en ese ayer sobre el que se pretende echar o lustre o tierra. En lugar de una historia de tirios y troyanos —o sea, vascos y vascos—, encontramos la dolorosa reconstrucción de algo que, para nuestra desgracia y nuestra vergüenza, ocurrió. El Txato, Bittori, Miren, Joxe Mari, Joxian, Arantxa, Gorka, Nerea, Xabier, y todos los demás personajes —incluyendo al nauseabundo Patxi— son trasuntos exactos, apuntes del natural, de seres de carne y hueso que hemos tenido la dicha y la desdicha de tratar en nuestro entorno inmediato.

Aunque duela, y a veces lo hace profunda e intensamente, merece mucho la pena leer Patria.

Yoyes, 30 años

“Yoyes, ejecutada por traidora”, berreaba una pared de ladrillo de mi barrio. Debajo, el mismo spray siniestro había dejado la apostilla: “ETA, herria zurekin”. Durante años estuvo ahí. Nadie movió un dedo para taparla. Ni desde las instituciones ni desde la presunta sociedad civil. Y no es que nos pareciera bien. En realidad, ni nos lo plateábamos. Simplemente estaba ahí, qué le íbamos a hacer. Formaba parte del paisaje, como otras tantas y tantas pintadas que mirábamos sin ver o veíamos sin mirar, quién sabe.

¿Qué nos iba o nos dejaba de ir en ello? Bastante teníamos con lo nuestro. La vida en aquellos ochenta cabrones —hoy tan dulcificados por la nostalgia de ajonjolí— era muy dura en general. Podían haber echado del curro a tu padre en esta o en aquella reconversión. Era fácil que tu hermano fuera un yonki, que tu mejor amigo hubiera muerto de una sobredosis o que al vecino del cuarto le hubieran inflado a hostias unos fulanos con o sin uniforme. Mucha policía, poca diversión, ponme otro kalimotxo.

30 años después del asesinato que dio lugar a lo que cuento, leo en un excepcional reportaje de Kike Santarén que los amigos de Yoyes hablan de su victoria póstuma. Lo cierto es que quisiera sumarme al voluntarismo y proclamar también el triunfo, pero soy incapaz. Al contrario, la suya fue una derrota humillante, un nauseabundo escarmiento. Lo prueba que el tipo que le descerrajó los dos tiros que la mataron, aparte de decir las cosas que a ella le llevaron a ser sentenciada, sea agasajado hoy como héroe en un amplísimo círculo que alcanza a los que ejercen, con un par, de apóstoles de la memoria.

«No es lo mismo»

Tal y como esperaba, la reacción más repetida a mi reciente columna sobre las dos querellas argentinas consistió en el gran comodín: no es lo mismo. Y sí, de acuerdo, si vamos por la literalidad, es innegable que la causa sobre el franquismo y el sumario sobre ETA presentan notables diferencias. Habría que señalar, claro, las objetivas u objetivables.

Decir que los impulsores de la primera buscan justicia y los segundos solo pretenden venganza es un juicio de intenciones. Reversible, por lo demás. Por supuesto que unos nos caen más simpáticos que otros, o que, por vivencias o convicciones políticas, nos sentimos especialmente cercanos a sus postulados. Algo parecido podemos apuntar respecto a los jueces argentinos que llevan las investigaciones. Si el instructor del dossier sobre ETA, Rodolfo Canicoba, es un tipo claramente ideologizado hacia la derecha, incluso extrema, la responsable de las pesquisas respecto a la dictadura de Franco, María Servini de Cubria, es abiertamente de izquierdas. O ambas posiciones son legítimas o no lo es ninguna.

En cuanto a lo puramente técnico, seguro que los fundamentos jurídicos de cada denuncia son distintos, y también su encaje respecto al principio de Justicia Universal. Ahí cabe hacernos trampas al solitario, pero yo prefiero intentar ser ecuánime. Primero, para reconocer que ambos procesos están traídos por los pelos, y que no son más que una bienintencionada triquiñuela para, siquiera, hacerle cosquillas a tipos e instituciones que han disfrutado de la impunidad.

Billy el niño y el capitán Muñecas tienen réplicas exactas allá donde algunos no quieren mirar.