La casta gana

Como a veces ocurre con el sexo, lo mejor de las elecciones es el cigarrillo de después. En cuanto se cierran las urnas y van llegando primero los sondeos israelitas y luego, los resultados reales, se despliega un gran espectáculo de prestidigitación donde a la vista de todo el mundo se dan la vuelta los discursos y los hechos incontrovertibles de un minuto antes. Y no me refiero solo a las encuestas, que esta vez, ni tan mal, sino a los principios grouchomarxianos e mobili qual piume al vento de los protagonistas de la berrea electoral.

Casi da igual el partido que tomen. Si vamos por el lado del ganador, que hablando de los comicios andaluces, ha sido indudablemente el PSOE, nos encontramos con que la victoria le deja en una situación objetivamente peor que la que tenía antes de la convocatoria anticipada. Si la disolución se justificó por la búsqueda de la estabilidad, Susana Díaz ha hecho un pan con unas hostias. Pero vayan ustedes, cuélense en los fastos celebratorios, y traten de explicárselo a dirigentes, militantes y simpatizantes del partido de Pedro Sánchez.

¿Y qué me dicen de los que antes de contar las papeletas proclamaban que el 22-M marcaría el principio del fin del régimen-del-78? Jodida digestión tienen ante la evidencia de que los partidos de tal régimen —incluyendo el de nuevo cuño, con sus 9 escañazos— les vapulean por cuatro a uno en la cámara. Tremenda paradoja la de Podemos, cuyos 15 parlamentarios deberían suponer un éxito del recopón y medio, si no fuera porque habían elevado las expectativas al doble y porque ahora solo sirven para hacer pinza con el PP. La casta gana.

Adiós, Moncho Alpuente

Ha muerto Moncho Alpuente. Me sorprende mi propia sorpresa al leerlo. Cualquiera diría que, por lo menos al primer bote, no fuera capaz de aceptar algo tan obvio e inexorablemente cotidiano como que la parca no hace distingos. Y sí, que tarde o temprano nos alcanza a todos, incluso a aquellos que vaya a usted a saber por qué mecanismos mentales trucados, llegamos a creer que están exentos. Me pasó con Manuel Vázquez Montalbán, con Fernando Poblet, con José Antonio Labordeta y con otros tantos. Quizá es que imaginaba, cándido y egoísta de mi, que mi admiración les mantenía a salvo de esa inconveniencia vulgar que es dejar de respirar para siempre.

Tenia 65 años. Eso también me ha hecho reflexionar durante un rato. Son evidentemente pocos como para abandonar este mundo, pero al mismo tiempo, me han sonado a bastantes más de los que yo hubiera dicho. De nuevo, un error de percepción o, en realidad, otro autoengaño: habría bastado con comparar la cifra con lo que pone en mi propio carné de identidad para que todo cuadrase y resultase absolutamente lógico. Pero supongo que a uno le es más cómodo continuar ficticiamente en sus veintialgunos, lo que implica obligatoriamente congelar la edad de las personas que se estiman de modo especial.

Así que el Moncho Alpuente que se me ha muerto apenas rozaba los cuarenta y se parecía un tanto al tipo que yo hubiera querido ser de mayor. Era brillante, canalla, tierno, divertido, impertinente, gamberro y hasta procaz si procedía, pero también extremadamente educado cuando tocaba. Eso sí: no sabía callarse y pagó varias veces por ello. No creo que se arrepintiese.

Bendita corrupción

Venga, quitémonos la careta y soltémonos el refajo ético. Si la corrupción no existiera desde el principio de los tiempos (o como poco, desde la primera ventosidad que soltó un Neanderthal), sería un imperativo moral inventarla y cultivarla a todo trapo. De acuerdo, muy bien, pongan cara de qué se habrá fumado el juntaletras este, pero luego denle media vuelta a los mil y un prodigios que le debemos a la existencia y difusión masiva de las prácticas trapicheras. Ojo, o presuntas, porque parte de lo bueno es que lo de menos es que haya habido o no mangoneo testado y tasado. Con la duda (ni siquiera razonable), basta y sobra para montarle al de enfrente —corruptos siempre son los otros; anoten el catón— un psicodrama del recopón y medio. Y como en la tarea, casi arte, de darle candela al ventilador te eche una mano un fiscal con ganas de su cuarto de hora de Warhol o un suseñoría que guarde cuentas pendientes con el señalado, te llevas el premio gordo de calle. A la hora del archivo o la absolución los focos no suelen estar ahí.

Siendo esto así, como han sufrido en carnes propias y disfrutado en las ajenas miembros de todas las siglas, ¿qué más dará montar el pifostio con o sin motivo? ¿Qué importancia tiene que el pufo sea de cien millones de euros, de unos miles o de cero patatero? Ninguna. Insisto en que lo que marca la diferencia no es el qué ni el cuánto, sino quién está envuelto en el marrón, sea este real o inventado. Sé que la mayoría de los que juegan a esto conocen el mecanismo del sonajero. No les tendré en cuenta que leyendo estas líneas hagan aspavientos y renieguen… como Judas.

Los huesos del manco

Y llegaron los días —el martes y ayer, de momento— en que se habló más de Miguel de Cervantes Saavedra que de Albert Rivera Díaz y casi tanto como de Pablo Iglesias Turrión. El plumilla veterano, papel que podría interpretar yo mismo, se rasca la cocorota con perplejidad ante el tremebundo espectáculo de necrofilia que se despliega por tierra, mar y aire. No hay portada digital o de celulosa ni programa de televisión serio, de varietés o cuarto y mitad (que ahora son la mayoría) que no se haya engolfado en la exhibición de los residuos, más que restos, del autor de Don Quijote. ¿Los reales? Miren, esa es otra: depende del entusiasmo y/o la afección con el régimen gaviotil, cada medio ha titulado que son las genuinas sobras del genial manco, que podrían serlo, que vaya usted a saber o que huele a que no.

Arriesgándome a pasar por el inmenso patán que seguramente soy, y desde el respeto más absoluto e incluso enorme admiración por Paco Etxeberria y el equipo científico que participa en la investigación, me pregunto por lo que supondría certificar que entre ese puñado de escurribañas se cuenten algunas que pertenezcan al escritor alcalaíno. Se me escapa lo que hay detrás de este fetichismo morboso o directamente macabro. Sí, me consta que se puede justificar como filigrana intelectual o, de modo más pedestre, acudiendo al dicho que sostiene que el saber no ocupa lugar. Pero, dado que en este caso, para saber hay que gastarse un pico público, me parecería más útil y justo destinar esos recursos a localizar, desenterrar e identificar los miles de huesos más recientes que esconden cunetas y barrancas.

Investigados e imputados

La historia, siempre injusta, no guarda memoria del nombre del alto funcionario del ministerio franquista de Obras Públicas que, a la vista de que los efectos más graves de los accidentes ferroviarios se registraban en el vagón de cola, propuso suprimir el último coche de cada convoy. Ha debido de ser un nieto espiritual de aquella luminaria anónima el que —esta vez con acogida favorable por parte de sus superiores— ha parido la fórmula para acabar de un plumazo con la plaga de imputados que tan feo lucen en las poltronas y no digamos en las listas electorales. Tan sencillo, oigan, como eliminar la antiestética palabra y sustituirla por otra de ecos menos desagradables.

Investigados ha sido, concretamente, el vocablo elegido por los ingenieros semánticos —Orwell no pierde su vigencia— del ministerio español de Justicia. Su titular, Rafael Catalá, explicaba que el término tiene los taninos exactos como para no sonar a inocente del todo pero tampoco a casi culpable, como ocurría con el participio desechado. Una vez publicado el birlibirloque en el BOE, Mariano Rajoy podrá proclamar sin mentir que ha conseguido acabar con los imputados en las filas del PP y, en un acto de generosidad encomiable, en las del resto de formaciones.

¿Colará? Mucho me temo que, incluso en un lugar cuyos paisanos se meten en vena masivamente Grandes hermanos VIP y Sálvame Deluxes a tutiplén, el truco del almendruco va a dar el cante. En lo sucesivo, cuando el personal escuche que tal o cual trapisondista con carné “está siendo investigado”, traducirá mentalmente: “Vamos, lo que viene siendo imputado de toda la vida”.

Lo que es y lo que parece

Las polémicas más estúpidas contienen también una moraleja y, mirando al trasluz, un retrato bastante preciso de una sociedad y de un momento. Fíjense en la penúltima, originada por la publicación de un reportaje en la revista Paris Match —¡oh la la!— sobre la vida burguesota que lleva el ministro griego de Finanzas y ya icono mundial fashion-revolucionario, Yanis Varoufakis. Mesa bien repleta de delicias varias, vino blanco (por lo visto) de marca, en la terraza de su queli con la Acrópolis de fondo, y para rematar, en actitud recíprocamente cariñosa con una señora que (como poco) le empata en atractivo. Qué más provocación quiere la derechona tiñosa y resentida que pillar al apóstol de los pobres refocilándose en la molicie suntuosa de los malvados capitalistas. Le faltó tiempo al ultramonte diestro para echarse al ídem en las redes sociales a denunciar el flagrante acto de fariseísmo. El diario ABC redondeó el rasgado de vestiduras en una portada memorable bajo el encabezado “Así vive el populismo”.

Patético, en efecto. Pero no menos que el espectáculo en la contraparte progresí, que salió en tromba a defender a su ídolo con el argumentario de rigor. Que si los fachas quieren que los de izquierdas vivan en la miseria y estén amargados, y parecidos blablablás victimistas. Mejor no pensar qué tipo de comentarios se habrían dado si el de las fotos hubiera sido, pongamos, Montoro. En la era de la imagen conviene pensarse dos veces ciertas propuestas. Y la de este reportaje era claramente para haber dicho que no, como ha reconocido el propio Varoufakis dejando fatal a sus aguerridos valedores.

Esparza o Barcina

[NOTA: Es lo que tiene escribir sobre la actualidad, que las respuestas a las preguntas que uno hacen llegan antes de que se publiquen. Ya sabemos quién ha dado el paso atrás: Barcina]

Se sabe que alguien del PP ha caído en desgracia y huele a cadaverina cuando sus compañeros, principalmente los de la cúpula, dejan de pronunciar su nombre y se refieren a él (o ella) como “esa persona de la que usted me habla”. Desconozco si los usos y costumbres de UPN en esta materia son los mismos, pero imaginando que lo fueran, me pregunto en este minuto de la nueva bronca interna regionalista si el circunloquio se aplicará a Yolanda Barcina o a Javier Esparza. Desde luego, en el punto al que han llegado las cosas, se diría que uno de los dos está de más en el partido. ¿Quién?

Ahí es donde, una vez más, tengo que excusarme en el centenar y medio de kilómetros de distancia para reconocer que me pierdo. Pero del todo, además, porque encuentro motivos aparentemente igual de convincentes para apostar por la laminación tanto del uno como de la otra. Empezando por la doña, en cualquier organización medio seria, ya haría tiempo que le habrían dado la boleta como causante, no solo de mil y un intrigas, sino de la cuesta abajo en la rodada que ha emprendido UPN. Sin embargo, la superviviente Barcina ha ido encontrando la salida a cada atolladero infernal en el que se ha metido. No carecería de lógica que volviera a hacerlo esta vez en que hasta su recién designado delfín se revuelve contra ella.

Entonces, ¿será el desafiante Esparza el que salga trasquilado de su inopinado puñetazo encima de la mesa? Pues tampoco sé decirles. Incluso les añado que, como a muchos de ustedes, me importa lo justo. Me quedo, en todo caso, con el espectáculo gratuito y lo que evidencia: la descomposición de un régimen.