¿Y una huelga indefinida?

Leo y releo el titular de la edición digital de una de las cabeceras en las que escribo: “Miles de personas piden un retorno seguro a las aulas en Euskadi”. Mi estupor no es menos que si se contara que el objeto de la movilización era la felicidad universal. Se diría que exactamente seis meses después del (tardío) Decreto de alarma que nos tuvo nueve semanas en casa y de 50.000 muertos en el Estado, hay quien sigue sin darse por enterado de la gravedad de la situación. Por más que a los eternos infantes que son algunos no les entre en la cabeza, absolutamente nadie está en condiciones de garantizar que el puñetero virus no hará presa en nosotros en un pupitre, en la caja del súper, en la barra del bar, en el andamio, en un estudio de radio o en la butaca de un cine.

Y sí, faltaría más, el derecho a la huelga es indiscutible… sobre todo, si se pertenece a un colectivo que puede permitírselo, pero una vez pasada la primera jornada, cabe preguntarse por el siguiente paso. Si ayer los centros educativos eran peligrosísimos focos de contagio, deduciremos que hoy lo siguen siendo. En pura lógica, procedería haber extendido los paros hasta tener la certeza de que ni nuestros churumbeles ni sus desasnadores van a pillar el bicho en cumplimiento del deber educativo. Ya puestos, ¿por qué no una huelga indefinida?

Ertzaintza, tenemos un problema

Verán qué historia. Un periodista escribe unas líneas críticas sobre el comportamiento absolutamente impropio de un puñado de agentes de un cuerpo policial, y se le llena el buzón de mensajes de buenos amigos preocupados por las consecuencias que le acarreará su texto. “¿Sabes dónde te has metido?”, le pregunta uno. “Supongo que te consta la que te viene encima”, le advierte otro. “Que no te pase nada, colega”, le deja caer uno más. Y así, hasta quien le suelta, desde el inmenso cariño, que quizá debería haberse callado porque “ya sabes cómo las gasta esta gente”. Pensarán que hablamos, qué se yo, como poco, de México. Pero la cosa es que no. Hablamos de un plumilla vasco, digamos que yo mismo, que ha dejado negro sobre blanco cuatro apuntes sobre determinados miembros de la Ertzaintza. ¿Les parece medio normal?

A mi tampoco, pero los hechos descritos funcionan como retrato de situación. Oigan, creo que tenemos un problema, y bien gordo, cuando se instala como opinión ampliamente extendida la posibilidad de ser objeto de represalias si, en el ejercicio de libertad de expresión, se manifiesta el menor reproche al comportamiento de un grupo de individuos uniformados.

Y verán que una y otra vez insisto en que no se trata de todo el cuerpo —y la columna que ha dado lugar a esta apostilla también lo subrayaba—, sino de un cierto número de individuos a los que hemos visto y escuchado en actitudes y declaraciones radicalmente incompatibles con su condición de servidores públicos y, por añadidura, de garantes de la seguridad y el orden. ¿Cuántos? Pues eso es lo que nos queda por saber. Ojalá sean una minoría.

Los intocables de ErNe

Ertzainas de paisano practicando el matonismo. No diré que es lo que nos quedaba por ver, porque desgraciadamente se ha hecho habitual contemplar a una jarca de malas copias de Harry el Sucio, con o sin uniforme, en el ejercicio del sindicalismo al estilo de los muelles de Nueva York en los años 30. Sin embargo, lo del pasado jueves a las puertas del Parlamento vasco, cuando trescientos presuntos servidores de la ley fuera de sí llegaron a la coacción física a las y los representantes elegidos legítimamente por los ciudadanos de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa batió todos los registros de vileza alcanzados anteriormente por esta suerte de banda de la porra que confunde reivindicar con acojonar.

Por si no había sido suficiente con las intimidaciones y los insultos a parlamentarios y miembros del Gobierno, el Torrente cetrino que hace de caporal de los susodichos se permitió anunciar a voz en grito un chantaje en toda regla. Ustedes, la Fiscalía y yo escuchamos al gachó amenazando con mandar una reata de los beneméritos locales a cogerse la baja por la cara el día en que se juega el Athletic-Olympique de Marsella, partido de altísimo riesgo.

¿Creen que ha pasado algo después de semejante acto de extorsión? Sí, es verdad que el Departamento de Seguridad ha advertido de que no tolerará esos comportamientos y que el de Salud y varias organizaciones médicas han protestado porque se toma a los galenos por el pito de un sereno. También que alguna que otra sigla sindical se ha desmarcado, pero solo la puntita. Me temo que poco más podemos esperar. Quien obra como hemos visto lo hace porque se sabe inmune… e impune.

Alertas o así

Qué envidia. Todo el mundo parece tener clarísimo lo del presunto aviso de la CIA —¿no sería la TIA de Mortadelo y Filemón?— sobre un inminente atentado en Las Ramblas. Y en el mismo viaje, se sabe al dedillo quién lo recibió, en qué términos y cómo se despachó o se dejó de despachar. “¡No hicieron nada para impedir la matanza porque solo piensan en el prusés!”, clama el unionismo hispanistaní desorejado. “¡Era una alertita de tres al cuarto, como las cien mil que se reciben cada día y que vaya usted a saber si sí o si no!”, se defienden los aludidos y asimilados, con el fotogénico major de los Mossos ejerciendo, faltaría más, como ofendidísimo portavoz, nunca se vio alguien devorado por su propia leyenda en menos tiempo.

La verdad, como en la serie de televisión que podría protagonizar el madero recién mentado, está ahí fuera. O las verdades, que a buen seguro hay varios hechos medianamente ciertos en el episodio. Ocurre, como tantas veces, que lo que realmente sucediera con la supuesta advertencia es lo de menos. Aquí lo que cuenta es la barricada en la que esté censado cada cual. De hecho, basta invertir los protagonistas y las circunstancias para comprobar que esto va de adhesiones a esta o aquella causa. ¿Qué se estaría diciendo si la alarma se hubiera recibido en la sede del CNI y las españolísimas policías la hubieran dejado en el limbo? No tengan ni la menor duda que exactamente lo mismo pero con los discursos y los papeles cambiados.

La desoladora moraleja reside en la enésima constatación de lo que aprendimos hace decenios: con este o con aquel terrorismo, las víctimas son apenas un adorno.

Qué miedo

Hoy sí que no puedo negarlo. Esta es la columna de un cuñado. Escribiré sobre lo que no sé. Peor que eso, seguramente lo haré desde los prejuicios alimentados por el miedo. Confieso que es todo lo que hallo al palparme los bolsillos del alma: un canguelo creciente como el que a mi abuela le hacía llevarse las manos a la cabeza mientras se preguntaba adónde vamos llegar.

Pues les traslado tal cual la pregunta: ¿Adónde vamos a llegar (o sea, adónde hemos llegado ya) si en un abrir y cerrar de ojos es posible montar un desaguisado del carajo en los sistemas informáticos de gobiernos y multinacionales de todo el mundo? Lo nombro así, desaguisado, porque no tengo ni pajolera idea de la palabra más adecuada, al igual que se me escapan todos los detalles fundamentales del asunto. Y no será porque en las últimas horas no he leído y escuchado a individuos presentados por mis colegas plumillas como expertos en la materia. En general, todos (sí, la mayoría hombres) sonaban la mar de solventes, pero al traducir sus palabras, el mensaje venía a ser que lo mejor es que vayamos rezando lo que sepamos porque lo del viernes fue un menú-degustación.

Imposible no agarrársela llorona y filosófica ante tal panorama. Tanto esfuerzo, tanta pasta, tanto discurso engolado sobre la seguridad, y resulta que un grupo por lo visto no muy numeroso de tipos que ni siquiera sabemos si son malvados, guasones o buenos samaritanos, demuestra que somos vulnerables como gatitos recién nacidos. Según nos cuentan, de propina, para llegar al tuétano de la Bestia les bastó un agujero del mismo Windows que usted y yo usamos todos los días.

Garoña, no y no

Menuda sorpresa. El Consejo de Seguridad Nuclear ha evacuado —en sentido fisiológicamente literal, como quien dice— su decisión sobre la central de Santa María de Garoña. Pulgar hacia arriba. Procede alargar indefinidamente la vida de la chatarra burgalesa. Y si casca, que casque, les ha faltado añadir a los infalibles sabios de parte que, para que no se diga, se cubren las vergüenzas aclarando que la reapertura estaría condicionada a “la realización de las inversiones necesarias”. Ustedes y yo, que no hemos nacido ayer, sabemos que eso quiere decir que con una mano de chapa y pintura bastará para que los propietarios vuelvan a poner en peligro a decenas de miles de personas.

De acuerdo, no voy tan rápido. Todavía falta la última palabra, que ha de salir de labios del gobierno español. ¿Qué creen que decidirá, teniendo en cuenta que han sido los tres miembros del CSN elegidos por el PP los que han votado por el permiso para seguir? No pinta demasiado bien el asunto. Es poco probable que los integrantes de la camarilla de Rajoy, empezando por el titular de las cosas de la energía, quieran jugarse su futura entrada por la puerta giratoria. Qué casualidad, por cierto, las subidas sin freno del recibo de estos últimos días y sus correspondientes justificaciones de pata de banco. Que si la falta de lluvia y viento. Que si la electricidad que producen las nucleares es mucho más barata.

Miente, en todo caso, quien pretenda que lo de Garoña va de nucleares sí o no. Es una cuestión de seguridad primaria y de decencia básica. Simplemente, que vuelva a funcionar un cascajo así es una amenaza inasumible.

Conversos acelerados

Espectáculo bien poco edificante. Una manga de garrulos, policías municipales de profesión, le montan un tiberio a su responsable político porque les ha quitado el juguetito que sirve para dar hostias a mansalva y sin necesidad de justificación, oséase, las Unidades de Antidisturbios. Es el clásico “Te vas a cagar, civil mingafría” que hemos visto tantas veces —y algunas, muy cerca—, en versión corregida y aumentada. Unas capuchitas por aquí, unas rojigualdas por allá, algún brazo viril que se pone tieso con la Viagra de la épica, el consabido guantazo al móvil de una periodista acompañado de un exabrupto machirulo, y lindezas como “puto gordo” o “rojo de mierda” proferidas al destinatario de la gresca, Javier Barbero, a la sazón, concejal de Seguridad de la (noble) Villa de Madrid. Como atinadamente apuntó el atribulado edil, la escena se corresponde en forma y fondo con cualquier acto de extorsión fascista. Y sí, puede estar gastada la palabra, pero aquí no cabe otra, así que la silabeo: fas-cis-ta.

Ahora bien, anotado lo anterior, creo que sin dejar lugar a la menor sospecha de tibieza, también les cuento que no pude evitar descuajeringarme de la risa al contemplar cómo llegaba al rescate del munícipe en apuros… ¡su coche oficial! No me digan que ahí no hay una paradoja, una parajoda, una moraleja, una moralina, o como poco, materia para una chirigota, dos milongas y tres ditirambos. Item más, cuando una vez a salvo pero aún con las rodillas temblonas, el gachó se ciscaba en las muelas de la Policía Nacional por no haber entrado a saco contra la pitufada levantisca. Carajo con los conversos.