Cuentan que Alonso de Fonseca I fue, durante el siglo XV, obispo de Ávila, y arzobispo de Santiago y Sevilla, además, de «favorito» del rey Enrique IV de Castilla, pero, en el caso que nos ocupa, para encuadrar toda esta complicada dinastía de los«fonsecas», es necesario señalar que era también tío de Alonso de Fonseca II. La cita correcta del titular de este relato está establecida por la realidad de la historia acaecida entre el tío y el sobrino, la cual ha servido para popularizar el dicho de «Quien fue a Sevilla, perdió su silla», aunque, la realidad es distinta, pues este suceso se materializa de forma diferente mediante el encabezamiento de este cuento jacobeo: «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla».
La verdad de todo este enredo de idas y venidas de los «fonsecas» entre Sevilla y Santiago ha ofrecido la posibilidad de dar nombre a lo que hoy en día se conoce como La Ruta del Camino Fonseca, el cual, en realidad, transcurre por caminos ancestrales como la Vía de la Plata, la Cañada Real, el Camino Mozárabe, el Camino Sanabrés y el Camino del Sureste, aunque, en esta Ruta Fonseca, el itinerario ha sido ajustado entre Salamanca y Santiago de Compostela. Un camino jacobeo más que se añade a la larga lista, el cual tiene un icono románico muy conocido en la portada meridional de la efigie de Santiago Peregrino (en la foto) situado en la población zamorana de Santa Marta de Tera. Los cronistas del siglo XV coinciden en los detalles de la trama cuando se produjo la mencionada controversia entre Alonso de Fonseca El Viejo y Alonso de Fonseca El Mozo, cuando el joven fue nombrado arzobispo de Santiago de Compostela, en el año 1460, en un momento en el que Galicia andaba bastante revuelta; pues el conde de Trastámara maniobraba para colocar a su hijo Luis Osorio en la sede arzobispal y, por si fuera poco, Juan Pacheco, marqués de Villena y «favorito» de Enrique IV, intrigaba para que Fonseca El Viejo obligase a renunciar a su inexperto sobrino, Fonseca El Mozo, en favor de su primo el obispo de Burgos, Luis de Acuña y Osorio. Todo un enredo digno de las mas enrevesadas luchas cortesanas por el poder. Así estaban las cosas, cuando, con la aquiescencia real de Enrique IV y del Papa Pio II, se acordó que, los «fonsecas», tío y sobrino intercambiasen las sedes arzobispales que les correspondían, durante dos años, hasta que Alonso de Fonseca El Viejo lograse apaciguar las intrigas y tomar posesión de la sede arzobispal de Santiago, cosa que se produjo cuando cercó y ocupó la ciudad de Compostela, con el apoyo de un sector de la nobleza gallega y la ayuda de la mayor parte del Cabildo, dando muerte, además, al Conde de Trastámara. Finalmente, resuelto el asunto y pacificada la sede de Santiago de Compostela, Alonso de Fonseca El Viejo deshizo el camino y regresó a Sevilla dispuesto a instalarse de nuevo en su silla arzobispal, pero se encontró con una desagradable sorpresa: su sobrino Alonso de Fonseca El Mozo se había enamorado de Sevilla y se negaba a restituir la sede arzobispal a su tío; problema que duró otro par de años. La entrevista entre el tío y el sobrino resultó muy dura, terminando El Mozo atrincherado en la catedral y suscitando un conflicto en la ciudad del Guadalquivir entre los partidarios de uno y otro bando. Finalmente, hubo de intervenir el Duque de Medina Sidonia y Beltrán de la Cueva, así como la visita del rey Enrique IV a Sevilla, además, de la mediación del mismísimo papa Pío II para restituir a Alonso de Fonseca El Viejo en su silla arzobispal, mientras Alonso de Fonseca El Mozo viajaba a Santiago de Compostela, donde entró solemnemente en 1464. Está claro, según se deduce de este relato, que la frase mas certera es: «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla».
Cuentan que en el Vexu Kamin, en el «Valle del Hambre» en la iglesia de San Martín de Valdetuéjar, se pueden ver dos imágenes de sirenas, en la ermita que se encuentra en lo alto de una colina junto a dos cabezas de atlantes. En la mitología griega, las sirenas eran unos seres con cuerpo de mujer y extremidad de pez, que finaliza en una aleta caudal; hijas de Aqueo y de la diosa Gea. En la poesía épica de la Odisea de Homero se cita a estas ninfas como unas criaturas que seducían con sus cánticos a los marineros para atraerles a un destino desgraciado. Este cuento del valle, que baña el río Valdetuéjar, es una historia de leyenda más de las muchas que se han narrado a lo largo de los tiempos, aunque, en este caso, resulta una narración bastante machista.
La leyenda cuenta que la ermita de San Martín fue monasterio en la edad media, que acogía a los peregrinos del Camino de la Montaña. Así, un buen día, llegaron al convento dos peregrinas, las cuales, lógicamente, fueron admitidas en la abadía. Pero las jóvenes viajeras optaron, primero, por descansar unos días y, luego, divertirse por las noches bailando con algunos de los monjes del claustro.
La fábula relata que por entonces –no existe documentación fehaciente al respecto– el abad de San Martín de Valdetuéjar era San Guillermo, el cual en su juventud había peregrinado a Santiago de Compostela, y que a su vuelta a Italia fundó congregaciones benedictinas con una regla muy austera pues no se permitía en las comidas el vino, la carne y la leche, y, además, durante tres días a la semana, los monjes solo podían ingerir verduras y pan seco.
Así, el santo prior del convento observó que algunos frailes estaban muy fatigados durante las oraciones y rezos matinales. Sus sospechas de relajación de la regla de San Benito y la celebración de los guateques nocturnos fueron certificados, de forma que castigó a las peregrinas convirtiéndolas en sirenas del río Tuéjar; mientras que los afligidos y arrepentidos monjes fueron sancionados a modelar Así, el santo prior del convento observó que algunos frailes estaban muy fatigados durante las oraciones y rezos matinales. Sus sospechas de relajación de la regla de San Benito y la celebración de los guateques nocturnos fueron certificados, de forma que castigó a las peregrinas convirtiéndolas en sirenas del río Tuéjar; mientras que los afligidos y arrepentidos monjes fueron sancionados a modelar, las imágenes de dos sirenas en los capiteles de la abadía, como aviso a otros pecadores.
Esta ermita románica de San Martín de Valdetuéjar del siglo XII fue reconstruida en el XVIII manteniendo varios de los elementos originarios como las mencionadas sirenas y siendo declarada monumento histórico artístico en 1983.
Cuentan que el obispo de Le-Puy-en-Velay, Godescalco, fue el primer peregrino ilustre que hizo el Camino a Santiago en el otoño del año 950; su intención era llegar a Compostela para la fiesta del martirio que, entonces, se celebraba el 30 de diciembre. Así, a pesar de ponerse en camino en las estaciones de mal tiempo, el prelado de la sede eclesiástica francesa se puso en marcha con una gran y lujosa comitiva de heraldos, que anunciaban la presencia del séquito a la entrada de cada pueblo, hombres armados, cortesanos, clérigos, pajes, siervos, criados y juglares, encabezados todos ellos por un caballero que portaba el estandarte con la imagen de la virgen negra de Nuestra Señora de Le-Puy-en-Velay. Todo este cortejo del obispo Godescalco se convirtió en el primer peregrino ilustre llegado a Compostela de más allá de los Pirineos, el cual, todavía hoy en día, mantiene vivo el símbolo de la Vía Podiense como importante ruta jacobea, aunque, en realidad, no existan referencias concretas de esta peregrinación en Le-Puy-en-Velay
El ilustre peregrino y obispo había sido monje y abad del monasterio de San Teofredo, en la región francesa de la Aubernia, hasta que, finalmente, fue ungido obispo de Le-Puy-en-Velay, nombrado conde y, además, uno de los príncipes de Francia. En realidad, se sabe que Godescalco viajó a Santiago porque pasó por el monasterio riojano de San Martín de Albelda, en las cercanías de Nájera, para encargar la copia de un libro que trataba sobre la virginidad de la Virgen María, atribuido a San Ildefonso de Toledo, y que recogería a su regreso de Compostela. El monje encargado de la copia se llamaba Gomesano y fue, precisamente, quien confirmó, en el prólogo de la reproducción, la única referencia existente del paso de la comitiva del obispo por el monasterio de San Martín de Albelda.
Hoy en día, el camino desde Le-Puy-en-Velay, más conocido como la Vía Podiense, sigue atesorando un gran atractivo para muchos peregrinos y peregrinas, sobre todo randonneurs franceses que inician este trayecto para enlazar con el Camino Francés en Saint Jean Pied de Port – Donibane Garazi y atravesar el Pirineo hasta Orreaga Roncesvalles por la Ruta de Napoleon.
Suele ser especialmente emotiva la Misa de las 7 de la mañana en la catedral de Notre-Dame du Puy al finalizar la ceremonia religiosa, cuando el obispo de Le-Puy-en-Velay reúne a los peregrinos alrededor de la imagen de Santiago (en la fotografía de la cabecera), les pregunta su origen, les bendice e invita a recoger, de una bandeja, y llevar a Compostela uno de los mensajes escritos por devotos con súplicas al apóstol.
La Vía Podiense tiene muchos atractivos ya que atraviesa regiones francesas de gran belleza e iglesias románicas muy antiguas como la abadía de Sainte Foy en Conques o la de San Pedro de Moissac; donde es recomendable madrugar un poco y acudir al amanecer para escuchar los cánticos gregorianos de los monjes.
Cuentan que en el pueblo de Zubiri, en el Camino Francés, los peregrinos y peregrinas cruzan un puente para entrar en esta localidad navarra, que es conocido como El Puente de la Rabia, porque, según dicen, los furiosos animales sanan de sus malas intenciones si se les da una vuelta alrededor del pilar del viaducto. Este es un susedido que me acaeció en uno de mis primeros caminos y que no tengo para olvidar. Por entonces, como referencia, el Movimiento Punk, nacido en la década de los 70/80 ya había evolucionado hacia un perfil más reposado y sereno aunque sin perder su filosofía de cuestionar las modas y el mundo globalizado. Cuando me sucedió esta historia, por aquellos primeros años del siglo XXI, ya no se notaba la presencia de punkis como era habitual en las fiestas de Bilbao de los años ochenta. Esta es la historia:
La mañana de la segunda etapa del Camino amaneció fresquita con mi estómago reclamando suministro urgente en Orreaga-Roncesvalles. Por eso me dirigí, con rapidez, a desayunar a La Posada para intentar llenar el vacío matutino de mi cuerpo. A pesar de las agitadas prisas de algunos peregrinos por salir corriendo del albergue, había decidido tomarme las cosas con bastante calma y no estresarme cada madrugada; así que almorcé ricamente y partí hacia Espinal, encantador pueblo navarro de esta etapa, donde paré en una tienda de ultramarinos para aprovisionarme de pan, vino, chorizo y queso, el mejor y más completo avituallamiento; porque, con un buen picoteo, que se quiten esas sandeces de frutos secos, pasas y maíces para avituallarse en el camino. Un par de tragos de buen vino ––en este caso tinto navarro–– acompañado de unas buenas dosis de colesterol; este sí que es un almuerzo en condiciones para quemar en el camino.En Lintzoain, antes de comenzar la ascensión, paré a almorzar un poco. En una de las esquinitas del frontón me senté, cómodamente, acurrucado en el respalde del frontis, extendí el trapo para todo y me dispuse a cortar un poco de chorizo y queso, mientras la botellita de tinto navarro se refrescaba en el manantial cercano. Y en estos menesteres estaba cuando me sobresaltó una aguardentosa voz a mi espalda.
––¿Qué, almorzando un poco?
––¡Joder, vaya susto que me has dado! ––respondí, volviéndome.
––Bueno, bueno, no es para tanto. ¿Asusto o qué? El tipo en cuestión tenía un aspecto como para salir corriendo. Era un joven escuchimizado, con la cabeza rapada a los lados y cresta de color rojizo hasta casi la nuca, con las puntas desafiando las leyes de la gravedad; con un piercing atravesado en la ceja derecha y otro en la comisura del labio inferior, que se completaban con dos aros colgando de las orejas a modo de pendientes. Sus ropas eran también espectaculares, vestía una chamarra oscura, que parecía de cuero ––pero no muy claramente–– llena de pegatas raídas, pantalones vaqueros ceñidos, bastante sucios, y botas negras notablemente desgastadas. El oscuro aspecto general obligaba a colocarse a la defensiva pero sus somnolientos ojos me transmitieron un flash de confianza que me desarmaron.
––Comprenderás que, con esas pintas, me hayas asustado ¿no? ––le dije.
––El hábito no hace al monje, kompañero. Los punkis hemos sido estigmatizados por nuestra forma de vestir, los fascistas y los kapitalistas nos han perseguido porque nuestra filosofía es libertaria; nuestros propios familiares y amigos no nos han entendido nunca; nuestra música, a los mortales como tú, os parece espeluznante; somos el hazmerreír de todo el mundo, incluso se ríen de nosotros hasta los marginados de la sociedad ––me soltó a la cara, mientras se agarraba el candado que le colgaba de la cadena del cuello.
––Es que no se puede ir contra todo el sistema establecido y, mucho menos, tan de cara como vais vosotros. ––dije, invitándole a sentarse a comer conmigo.
––Mira, ––continué–– rebeldes como vosotros, hemos sido todos. Cada generación tiene un movimiento respondón y a vuestra edad lo más idealista es querer cambiar el mundo; el ir contra corriente ha sido la filosofía de todas las generaciones de jóvenes de todo el mundo a lo largo de los siglos. Pero, al final, en muchos casos la persona cabal termina imponiéndose a través del pensamiento clásico y moderado y se pasa de nadar contra la corriente a dejarse llevar y aprovechar el oleaje. Es ley de vida.
Metidos en la conversación nos sentamos alrededor de la improvisada mesa y comenzamos a picotear. Gabriel, así se llamaba el punki, a sus 25 años llevaba en su mochila de la vida muchas experiencias, unas más limpias que otras, pero todas ellas de mucha enseñanza, como él mismo dijo en un momento de la conversación. Su presencia en un pueblo rural como Lintzoain tenía una explicación muy sencilla. El amor, esa fuerza de la naturaleza que todo trastoca, mueve y cambia de sitio, le había llevado hasta allí, siguiendo a una kompañera que había conocido hacía unos meses en Sanfermines.
––Mira tío, ––me explicó al poco tiempo de comenzar el almuerzo–– no te puedes fiar de las promesas, porque te quedas “tirao cual colilla de truja”. Pero no importa porque resurgiré de mis cenizas libertarias y volveré a fumarme la vida como si fuera humo.
Y Gabriel enganchó la botella de tinto navarro y le endilgó un largo trago que dejó el vidrio medio vacío. Menos mal, que había tenido la precaución de llenarme mi katillu antes de comenzar el amaiketako. Al paso que iba el almuerzo, mi mochila iba a perder bastante peso, aunque lo que de verdad comenzaba a preocuparme era pensar hasta dónde iba a seguir con mi nuevo compañero peregrino, porque ya me veía acompañado por lo menos hasta Pamplona.
––¿Porqué has escogido la vida de punki? ––dije intentando llevar la conversación por otros derroteros.
––Egske ––contestó arrastrando la frase–– yo soy ingeniero, bueno, no he terminado la carrera porque la colgué hace unos años para saborear la libertad. Cuando okupábamos casas abandonadas yo era el encargado de robar la chispa de donde fuera. El tema eléctrico se me ha dado bien siempre, desde niño; hasta en mi pueblo, Puertollano, mis padres me encargaban arreglar las cosas del bar que tenemos.
Gabriel, según me explicó, era un chico normal, oriundo de ese pueblo manchego portal del Valle de la Alcudia, de familia de clase media y sin apuros económicos, pues sus padres tienen un bar, que les va muy bien a pesar de la crisis de las minas de carbón de Puertollano. Buen estudiante en el bachillerato, decidió irse a Madrid, a la universidad, a estudiar ingeniería y volver a casa para colocarse en cualquiera de las centrales energéticas o en la floreciente industria que se desarrolla en Ciudad Real. Pero la capital absorbe y la rebeldía de la juventud se encauzó hacia complicados derroteros.
––Mis padres son muy liberales y siempre me educaron para que tomase mis propias decisiones –– explicó Gabriel–– pero Madrid me cambió la perspectiva de la vida.
Un chaval con 18 años, sin demasiados problemas de dinero, fuera de la influencia de sus padres, con valores a flor de piel, como libertad, amistad, fiesta, música y kolegas, termina por perderse en los vericuetos del camino, y abandonando el futuro que le han planificado sus progenitores. Para este momento de la conversación, ya habíamos terminado con el almuerzo, recogida la improvisada mesa, y los dos caminábamos cuesta arriba hacia el alto de Erro.
La opinión que tenemos muchas personas de nuestra generación sobre los punkis es bastante peyorativa, porque les vemos desastrosos, como un despojo de la vida, sin darnos cuenta que también pueden tener más valores de los que aparentan.
Al llegar a la pequeña explanada del Paso de Roldan, muy cerca de la cruz donde falleció un peregrino japonés, Grabiel se paró y se sentó en una piedra, diciendo:
––¿Qué, colega? ¿Nos fumamos un peta?
––No gracias, he dejado de fumar hace ya muchos años. Ya sabes aquello que dicen que el tabaco adelgaza y mata ––intenté meterle un poco de miedo.
––Ya, pero si no me he muerto hasta ahora, con lo que he pasado, no creo que mi cuerpo se moleste demasiado y aguantará algunos años más. ––contestó, sacando de uno de sus bolsillos una bolsita con tabaco, que parecía de pipa, pero era, posiblemente, una mezcla de todas las colillas del mundo, y un pequeño triangulito de color oscuro, que al alargar la mano para ofrecérmelo olía a mierda, mierda humana de la auténtica y verdadera.
Me senté a su lado, no sin antes calibrar el sentido del viento para no ser un fumador pasivo de porros. Y fue en entonces cuando el ruido de dos motoristas se nos acercó por el camino y, al menos a mi, su vista me secó la garganta y me aceleró el corazón hasta el punto de notar los latidos desde la boca del estómago hasta la carótida: Una pareja de la Guardia Civil venía hacia nosotros en sus motos «todo-terreno». Miré al cielo y supliqué mentalmente, por favor, Santiago, no me hagas esto, te prometo no beber más orujo hasta Pamplona.
––Buenos días ––saludó el que llevaba los galones de cabo, un hombretón de cara morena y curtida por el sol navarro, mientras su compañero, más joven, nos miraba con atención un par de metros más atrás desde el lateral izquierdo.
––Depende de cómo se mire ––respondió Gabriel sin darme tiempo a nada–– porque para mi son buenas tardes. Aquí mi kolega, ya me ha invitado a comer y vamos camino de la siesta. Estaba bueno el chorizo, ¿eh?
Y me lanzó una mirada de complicidad, al mismo tiempo que echaba una calada al peta, mientras yo no sabía qué hacer. Decidí encogerme de hombros y mirar al cabo con ojos de cordero degollado.
––Bien, muy bien, gracias. Todo muy bien….. me he encontrado con este chico, que ha ido a visitar a su novia en Lintzoain, y vamos camino de Zubiri al albergue de peregrinos. Ya sabe, el Camino de Santiago, la confraternidad y todas esas cosas…––aseguré, poniendo mi careto mas angelical.
––Bueno, bueno, ––interrumpió Gabriel–– que tampoco hay que dar tantas explicaciones.
––Está bien ––finalizó el cabo–– si tiene algún problema ya sabe dónde llamar. Que tengan Buen Camino.
Tragué saliva varias veces mientras veía a los dos policías alejarse por el sendero, camino de Zubiri. Miré a Gabriel, que continuaba, impertérrito, fumándose el canuto, que estaba ya quemando sus uñas.
––Eres la hostia, cabrón ––le dije muy enfadado–– ¿Cómo se te ocurre tratar así a la Guardia Civil? Todavía no entiendo como no nos han enchiquerado.
––¿Porqué? ¿por el peta? Pero si ellos también fuman. Mira tío, en más de una movida de okupas, cuando estaba encadenado por ejemplo a un water, he terminado quemando porros con la bofia, mientras esperábamos a que vinieran a descerrajarme.
Gabriel había estado en muchas movidas y manifestaciones de todo tipo, de política, de okupas, como la de la fábrica de la Hamsa de Barcelona, la de Lavapiés de Madrid y hasta en la de Barakaldo. No se había perdido una sola de las sonadas.
––Egske ––volvió a arrastrar las palabras–– me meto en todas las movidas sin quererlo, pero ya estoy cansado. Lo de la kolega me ha llegado al alma, muy dentro.
––Hombre, ––aseguré con seriedad–– creo que ya has corrido mundo suficientemente. Seguro que tus padres están deseando recuperar al hijo que enviaron a Madrid. ¿Saben por dónde andas?
Gabriel se quedó mudo y me dejó todo el peso de la conversación. No volvió a decir nada hasta que llegamos al Puente de la Rabia, a la entrada de Zubiri. Al contarle la historia de que los animales sanaban de la rabia al dar una vuelta al pilar del puente, se quedó parado y, tras unos segundos de vacilación, se deslizó hasta la base y se puso a rodear la columna del puente, mientras yo me reía por tamaña ocurrencia.
––Usted, haga el favor de subir aquí rápidamente. ––reconocí un vozarrón de Guardia Civil, a mi espalda.
En la entrada de Zubiri, los dos números de la Guardia Civil nos esperaban a cada lado del puente, con cara de pocos amigos. Mentalmente, volví a prometer no beber mas orujo, esta vez hasta Logroño, mientras me veía en el cuartelillo dando explicaciones sobre mi compañero peregrino, al que encontraban un par de kilos de hachís, le metían en el trullo y tiraban la llave al río.
––Es un buen chico ––me dirigí al cabo–– sólo está un poco desorientado en la vida, seguro que se encauza en poco tiempo, no sean malos, tengan un poco de paciencia con él. ¿Han oído hablar del arcángel San Gabriel? ¿no? pues su nombre significa «Héroe de Dios» así es el chaval, porque se llama Gabriel y eso, seguro que tiene algo que ver en su vida…..
No se lo que pude hablar ni decir, pero todo el mitin que lancé al cabo sobre Gabriel era bueno; ensalzando y exagerando al baldragas que subía del río y se sentaba en uno de los muros con los pies colgando, dejando que el agua gotease por los agujeros de sus botas.
––Documentación, enséñeme su documentación ––dijo el cabo–– y déjese de hacer de abogado de causas perdidas.
Le entregué mi DNI, que me devolvió casi sin mirarlo, y avanzó hacia Gabriel, que sacaba de una cremallera de la chamarra una cartulina descolorida y algo parecida a lo que en su tiempo había sido un Documento Nacional de Identidad. El cabo lo recogió y se fue a su moto a transmitir los datos del presunto delincuente por la radio, mientras el guardia civil más joven se colocaba frente a nosotros con la mano derecha ligeramente apoyada en el cinturón, muy cerca de su arma reglamentaria.
––Estos picoletos….––susurró Gabriel, mientras yo le fulminaba con la mirada.
––Papa, Orense, Roma…––deletreaba el cabo el apellido de mi kompañero peregrino–– Sí, has oído bien, Grabiel, ……jajajajaja….
El minuto de espera hasta la respuesta se hizo eterno. Parecía que el ordenador del cuartelillo de la Guardia Civil, en esos momentos, estaba conectado con la central de datos por fibra óptica a pedales. Finalmente, llegó la respuesta, «todo limpio» y respiré tranquilo.
El cabo se me acercó y me cogió por el hombro, llevándome unos metros adelante hasta la entrada de la plazoleta.
––Comprenda que nuestro trabajo es velar por la seguridad de ustedes, los peregrinos, que no les ocurra nada, que todo les vaya bonito y que lleguen a Santiago con bien. Y, en este caso, su compañía nos ha mosquedado. ¿Se hace cargo?
¡Cómo no! lo comprendía todo, pero no lo compartía. Los civiles, como les llaman los gitanos, hacían su trabajo y me tuve que callar por si acaso. Mientras, el cabo se dirigió hacia Gabriel con el DNI en la mano para devolvérselo.
––Toma, arcángel ––le soltó–– pórtate bien con este peregrino que si no lo haces, tendrás que vértelas conmigo. Y entrégame ese paquete de tabaco de pipa que llevas en el bolsillo. No vaya a ser que te siente mal, te ahogues y tengamos que llevarte a urgencias para hacerte una lobotomía. Ya sabes que el tabaco mata.
Gabriel, que no sabía callarse cuando era menester, sacó el paquetito del bolsillo y se lo entregó al cabo.
––Tenga, mi sargento ––alargó la mano–– que le aproveche. Aunque yo el cerebro lo tengo muy bien y no necesito que me toquen ni la cabeza ni la garganta.
––Cabo, hijo, cabo por el momento ––mientras abría el recipiente y lo dejaba caer al río Arga cual lluvia dorada, pues el picadillo de tabaco jugueteaba en el agua con los rayos de sol.
La china de hachís sonó, con un chof, de pronto, al entrar en el agua.
––Vaya, chaval, se te había metido una piedra en el paquete. ¡Menos mal! Porque estas porquerías nunca se sabe qué contaminación te pueden pegar ––terminó el guardia, yéndose hacia la moto y marchándose a la vez que levantaba la mano con un último saludo.
––Los picoletos ––barruntó Gabriel–– siempre vigilantes.
Y se echo la mano al bolsillo, sacando un peta ya liado, que se llevó a los labios para encenderlo.
No me llevé ninguna sorpresa, creo que hasta lo esperaba, y también le di una caladita para relajarme, para saber a qué sabía ¡a mierda! Porque mi nariz recogió el olor y no pude saborear nada de nada.
Suavemente, nos acercamos al albergue de peregrinos de Zubiri y trincamos un par de literas. La reconfortante siesta volvió a colocar las cosas en su lugar y al atardecer caminamos hasta el bar Gau Txori para cenar. Gabriel estaba serio, pensativo, ensimismado, como ausente.
––¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? ––pregunté.
––Nada, nada. No hago mas que acordarme de lo del puente. Egske, ––arrastró las palabras–– me ha dejao algo extraño aquí dentro.
Y, con la mano derecha plagada de chapitas anilladas en los dedos, se señaló el pecho en la zona del corazón.
No quise profundizar demasiado en sus pensamientos porque consideré que era mejor dejar a Gabriel que reflexionase y apaciguase su cabeza. Tal vez, el desengaño amoroso, el pisar el Camino de las Estrellas a Santiago, la magia del bosque navarro, los civiles y, ¿porqué no? la breve pero intensa compañía de un peregrino habían precipitado su mente hasta un estadio desconocido para su filosofía libertaria.
Por mi parte, cumplí mi promesa realizada en el Puente de la Rabia y no me tomé el consabido chupito de orujo al final de la cena, aunque mi vista llegara a vaciar mentalmente el que se estaba tomando Gabriel. Así que volvimos antes de las diez de la noche al albergue y nos fuimos a dormir.
––¡Eh!, jefe, me dejarías unas monedas, egske tengo que llamar a mi madre ––me desperté con la cara de Gabriel enfrente de la mía, susurrándome la petición.
–– ¿A las cuatro de la madrugada? Tu madre se asustará, ¿qué quieres? ¿matarla de un infarto?
––Tranki, kolega, que mi vieja es muy dura ––sonrío Gabriel.
Le alargué varias monedas y vi cómo salía al jardín del albergue en medio de la noche. Por la ventana, la luna me guiñaba un ojo en medio de dos nubes, que corrían hacia el Este. Suspiré profundamente y, afortunadamente, me dormí en unos segundos.
Al día siguiente, me desperecé, acordándome de mi kolega, Gabriel ¿dónde está?, me dije buscando su figura en la cama de al lado. Las dos mantas que había usado estaban apelotonadas en los pies, indicando una súbita huida. Me senté en la litera y pregunté a los peregrinos de al lado, pero nadie me dio su paradero, ninguno le había visto por la mañana. Me temí lo peor, pero no me faltaba nada; sólo su presencia. Poco a poco, sonámbulo, guardé mis cosas en la mochila y me encaminé hacia el bar cercano al albergue para desayunar, esperando que Gabriel apareciese en cualquier momento, y decidí anotar en mi Cuaderno de bitácora los pormenores de la salida de la tercera etapa, mientras me zampaba un par de huevos fritos con chorizo para comenzar el día. Allí, en la página donde tenía anotados los detalles para la tercera etapa, encontré a mi punki, al Arcángel San Gabriel escribiendo un mensaje: Querido kolega: No se qué me ha pasado, pero soy otra persona. Me vuelvo a casa. Y te juro que no estoy fumao. Mi vieja me ha suplicado que vuelva, que me necesita. Y yo, de pronto, me he dado cuenta que también quiero estar con ella. Fíjate, que hasta echo en falta ver a mi padre, con todo lo burro que es y con las hostias que, seguro, me dará. Pero no me importa, me vuelvo a Puertollano. Gracias por todo y, cuando llegues a Santiago, pídele que me vaya bonito en la vida. Si te acuerdas y sabes, reza algo por mi. Gabriel P/D: Lo de la rabia, funciona
Había aceptado el primer encargo para Santiago de Compostela, pedir al apóstol por Gabriel, el punki. Así que, de nuevo, me soné los mocos, ajusté los correajes de mi mochila, me abrigué un poco y agarré mi bastón con fuerza como si fuera el único nexo de apoyo y unión con el mundo. Un nuevo día de Camino estaba por comenzar.