La paz es la historia del monasterio visigótico de San Froilán de Tábara

Cuentan que en el Camino Sanabrés de la Vía de la Plata en la localidad de Tábara, los Amigos del Camino de Santiago de Zamora y la Fundación Ramos de Castro, recomiendan a los peregrinos y peregrinas que, «la paz es la historia del monasterio visigótico, la encomienda templaria y las reivindicaciones del pueblo a la nobleza, buscaron la paz a través de la fe, el trabajo o la justicia. Y el monasterio mozárabe de San Froilán, en el siglo IX que aquí hubo. La paz dio a todos y a la humanidad los beatos. Caminante, que encuentres la paz en la andadura y sea tu vida la huella». Se refiere esta inscripción al monasterio habido en el siglo X en Tábara, clásico fin de etapa del también llamado Camino Mozárabe Sanabrés, en las cercanías de la sierra de La Culebra, y población donde se escribió e ilustró uno de los códices más hermosos que existen, el «Beato de Tábara». El ilustrador medieval, Magius fue quien comenzó el manuscrito, el cual fue concluido por el monje Emeterio en el año 970 después del fallecimiento de su maestro.

Hacia el año 915 el convento de Tábara (en la fotografía, su torre de estilo románico), fue escuela de copistas, pintores e ilustradores, y llegó a contar, según las crónicas de la época, con unos 600 monjes de ambos sexos, que realizaban copias de distintos códices manuscritos con los Comentarios del Libro del Apocalipsis de San Juan (Explanatio in Apocalypsis), que servía para difundir entre frailes y feligreses —de forma transparente y convincente— la creencia de la llegada del fin del mundo en el año mil; todos estos conceptos se divulgaban en el período de Cuaresma para buscar el arrepentimiento de los creyentes que, de esta forma, entenderían los horribles castigos que el Apocalipsis traería y las recompensas que obtendrían los cristianos justos.

Al monasterio de Tábara se le ha atribuido un origen visigótico, pero según la Biblia de Juan y Vimara, fue el obispo de la catedral de León San Froilán quien, junto al obispo de Zamora, San Atilano, fundaron el cenobio de Tábara con el apoyo del rey Alfonso III de Asturias a finales del siglo IX. Posteriormente, hacia el año 988 fue incendiado por las huestes de Almanzor y, años después hacia la mitad del siglo XII, Doña Sancha, hermana de Alfonso VII, legó todo el valle de Tábara a la Orden de los Templarios, desencadenando diversos enfrentamientos entre el obispado del Reino de León y la comunidad templaria. Hoy en día, la Iglesia de Santa Maria ocupa el lugar del monasterio desde el siglo XII.

Tábara es uno de los pueblos del Camino Mozárabe Sanabrés, final de etapa para los peregrinos y peregrinas que vienen por la antigua vía romana desde Sevilla o Mérida para conectar con el Camino Francés en Astorga o, en cambio, continuar por Orense hacia Santiago. En la actualidad, su albergue municipal es de acogida tradicional, donde la hospitalidad es la referencia primordial, porque uno de los marqueses de Tábara, Bernardino Pimentel, dejó escrito en su testamento que, siempre, sus herederos debían acoger a los peregrinos y peregrinas en su casa. 

El carnaval del «Entroido» de Laza, donde se arrojan trapos sucios y hormigas rabiosas

Cuentan que en los diferentes caminos a Santiago las peregrinas y peregrinos encuentran pueblos con fiestas y tradiciones ancestrales como los carnavales, una celebración que trata de expulsar al crudo invierno, junto a los «fríos» espíritus malignos, fortalecer los vínculos de la comunidad, festejar la llegada de la primavera y dar entrada a la Cuaresma, la época cristiana del ayuno y abstinencia. En realidad, son muchos los carnavales que tienen lugar a lo largo de la geografía y en los diferentes «Caminos de las Estrellas» como las Mascaradas de Zuberoa, el carnaval de Lanz, Ituren y Zubieta, en el Camino del Baztan; los catalanes de Torrelló, Tarragona, Sitges, Solsona y Vilanova i la Geltru o los gallegos del llamado triángulo mágico del Entroido, de los pueblos de Verín, Xinzo de Limia y Laza, en el Camino Sanabrés o Fonseca. De estos tres, el de Laza (en la foto, por donde caminamos en el 2006) es el más peculiar y, al fin y a cabo, en el cual suele producirse una auténtica batalla campal arrojando trapos sucios de barro y puñados de hormigas, que antes han sido tratadas con vinagre, para que, rabiosas, «muerdan» a los espectadores del Carnaval de Laza en la A farrapada.

El Carnaval de Laza se alarga durante toda la semana con numerosos actos; el primero de todos llega el jueves con las xoves de comadres, un rito en el que las mujeres unidas se reúnen para celebrar su lazo con la vida; luego entra el venres de folión, con su estruendosa procesión nocturna de fuegos y tambores que pretende expulsar a los malos espíritus; el tercer día entra el sábado de cabritadas, con una cena popular en el entorno de la plaza de la Picota; el domingo es el «día grande» donde salen por Laza los peliqueiros, los cuales, en número de unos ciento cincuenta, trotan por las calles del pueblo fustigando a la gente con la pellica o látigo. El origen de los peliqueiros parece ser que personalizan a los antiguos cobradores de los condes del siglo XVI.

El lunes, es el turno del luns borralleiro con la batalla campal de A farrapada y la procesión en burro de A Xitanada y el descenso de A baixada da Morena, donde un sátiro con cabeza de vaca persigue a las mozas, mientras sus acompañantes lanzan harina y hormigas vivas. 

El adiós del Carnaval de Laza llega con el martes del Entroido donde los peliqueiros corren por último día junto a las carrozas luciendo un lazo negro como símbolo de luto por el final de la fiesta, que llega con la lectura del Testamento do Burro, una sátira a la vida social y política de Laza, su comarca y Galizia. Es el momento de la Quema do Arangaño, incinerando en la plaza de la Picota el muñeco que simboliza el Entroido de Laza y su comarca.

Los segadores gallegos y la Virgen de las Nieves del Santuario de La Tuiza en el Camino Sanabrés

Cuentan que durante muchos años, hacia el final de la primavera entre abril y mayo, numerosas cuadrillas de jornaleros gallegos caminaban en dirección a los «anchos» campos de Castilla para ocuparse de las siegas del cereal, la alfalfa o el trigo. Los segadores gallegos descendían a través de los Montes de León, por los puertos de Piedrafita de O Cebreiro o por el Padornelo y A Canda dispuestos a ganarse su jornal —por ejemplo, unas 700 u 800 pesetas de los años cincuenta del siglo pasado— después de unas semanas en las que se concentraba la siega de los campos en la meseta castellana; hacían el mismo recorrido de ida y de vuelta, como el caso que nos ocupa del Santuario de La Tuiza, en las cercanías del pueblo de Lubián, en la comarca zamorana de Sanabria.


El Santuario de La Tuiza se encuentra entre los puertos de montaña de El Padornelo y el de A Canda, lugar donde la tradición cuenta que estos colectivos de segadores gallegos eran los más devotos de la Virgen de las Nieves, al igual que los peregrinos de este Camino Sanabrés, obligados a superar estas sierras habitadas por lobos. El viaje de los segadores gallegos era una práctica que se remonta desde el siglo XVI hasta bien entrado el siglo XX con las lógicas diferencias de los tiempos modernos de desplazarse, a pie, en ferrocarril y, finalmente, en autocares contratados por las mismas cuadrillas. Una odisea de penurias que comenzaba en el viaje de ida y no finalizaba hasta que volvían a casa.

Los braceros gallegos, provistos de su «fouce» (hoz), un atillo con unas prendas para cambiarse y poco más, viajaban rápido, y al pasar, en la ida, por el Santuario de La Tuiza se encomendaban a la Virgen de las Nieves y, a la vuelta, solían dejar sus ofrendas en agradecimiento por regresar a Galizia. Atrás dejaban jornadas de trabajo de 16 horas, bajo el abrasador sol de Castilla, desde el amanecer hasta el anochecer y de lunes a domingo. 

Ya en 1863 la poetisa Rosalía de Castro  en su obra «Cantares Gallegos» reprochaba a Castilla el maltrato que obtenían los segadores gallegos: 
¡Castellanos de Castilla,
tratade ben ós gallegos;
cando van, van como rosas;
cando vén, vén como negros!
… 
Van probes e tornan probes,
van sans e tornan enfermos,
que anque eles son como rosas,
tratádelos como negros.

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El arzobispo Fonseca que se fue de Sevilla y perdió su silla

Cuentan que Alonso de Fonseca I fue, durante el siglo XV, obispo de Ávila, y arzobispo de Santiago y Sevilla, además, de «favorito» del rey Enrique IV de Castilla, pero, en el caso que nos ocupa, para encuadrar toda esta complicada dinastía de los«fonsecas», es necesario señalar que era también tío de Alonso de Fonseca II. La cita correcta del titular de este relato está establecida por la realidad de la historia acaecida entre el tío y el sobrino, la cual ha servido para popularizar el dicho de «Quien fue a Sevilla, perdió su silla», aunque, la realidad es distinta, pues este suceso se materializa de forma diferente mediante el encabezamiento de este cuento jacobeo: «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla».   


La verdad de todo este enredo de idas y venidas de los «fonsecas» entre Sevilla y Santiago ha ofrecido la posibilidad de dar nombre a lo que hoy en día se conoce como La Ruta del Camino Fonseca, el cual, en realidad, transcurre por caminos ancestrales como la Vía de la Plata, la Cañada Real, el Camino Mozárabe, el Camino Sanabrés y el Camino del Sureste, aunque, en esta Ruta Fonseca, el itinerario ha sido ajustado entre Salamanca y Santiago de Compostela. Un camino jacobeo más que se añade a la larga lista, el cual tiene un icono románico muy conocido en la portada meridional de la efigie de Santiago Peregrino (en la foto) situado en la población zamorana de Santa Marta de Tera.
Los cronistas del siglo XV coinciden en los detalles de la trama cuando se produjo la mencionada controversia entre Alonso de Fonseca El Viejo y Alonso de Fonseca El Mozo, cuando el joven fue nombrado arzobispo de Santiago de Compostela, en el año 1460, en un momento en el que Galicia andaba bastante revuelta; pues el conde de Trastámara maniobraba para colocar a su hijo Luis Osorio en la sede arzobispal y, por si fuera poco, Juan Pacheco, marqués de Villena y «favorito» de Enrique IV, intrigaba para que Fonseca El Viejo obligase a renunciar a su inexperto sobrino, Fonseca El Mozo, en favor de su primo el obispo de Burgos, Luis de Acuña y Osorio. Todo un enredo digno de las mas enrevesadas luchas cortesanas por el poder. 
Así estaban las cosas, cuando, con la aquiescencia real de Enrique IV y del Papa Pio II, se acordó que, los «fonsecas», tío y sobrino intercambiasen las sedes arzobispales que les correspondían, durante dos años, hasta que Alonso de Fonseca El Viejo lograse apaciguar las intrigas y tomar posesión de la sede arzobispal de Santiago, cosa que se produjo cuando cercó y ocupó la ciudad de Compostela, con el apoyo de un sector de la nobleza gallega y la ayuda de la mayor parte del Cabildo, dando muerte, además, al Conde de Trastámara.
Finalmente, resuelto el asunto y pacificada la sede de Santiago de Compostela, Alonso de Fonseca El Viejo deshizo el camino y regresó a Sevilla dispuesto a instalarse de nuevo en su silla arzobispal, pero se encontró con una desagradable sorpresa: su sobrino Alonso de Fonseca El Mozo se había enamorado de Sevilla y se negaba a restituir la sede arzobispal a su tío; problema que duró otro par de años. La entrevista entre el tío y el sobrino resultó muy dura, terminando El Mozo atrincherado en la catedral y suscitando un conflicto en la ciudad del Guadalquivir entre los partidarios de uno y otro bando. 
Finalmente, hubo de intervenir el Duque de Medina Sidonia y Beltrán de la Cueva, así como la visita del rey Enrique IV a Sevilla, además, de la mediación del mismísimo papa Pío II para restituir a Alonso de Fonseca El Viejo en su silla arzobispal, mientras Alonso de Fonseca El Mozo viajaba a Santiago de Compostela, donde entró solemnemente en 1464.
Está claro, según se deduce de este relato, que la frase mas certera es: «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla».