Santa Orosia, la sanadora de los «espirituados»

Cuentan que en el Camino Aragonés, después de atravesar los Pirineos por el puerto de Somport, los peregrinos y peregrinas suelen pernoctar en Jaca, donde los «poseídos por los espíritus» acudían el 25 de junio para la participar en la procesión de Santa Orosia, venerada patrona de esta capital de la Jacetania, benefactora de las sequías, plagas y pestes y sanadora de los tullidos y los «espirituados» o endemoniados; tradición documentada desde el siglo XVI, que fue prohibida en 1947. Hoy en día, la enorme devoción de los jacetanos a Santa Orosia se traduce en una preciosa y multitudinaria procesión por toda Jaca, mientras suenan las campanas de la catedral y desde los balcones se lanzan flores al paso de las reliquias de la santa, hasta llegar a la plaza de Biscós, donde llegará el momento de la veneración de las reliquias de la patrona.

Santa Orosia —cuyo significado es «buena rosa»— fue una princesa, hija de Boriborio y Ludmila, gobernadores de la región de Bohemia, en el siglo IX, que con 15 años viajó a Aragón, acompañada por su tío el obispo Acisclo y su hermano Cornelio para casarse con un noble aragonés. Pero en los montes de Yebra de Basa el séquito se encuentra con las hordas de Mohamed Ibn Lupo que ejecuta a todos los componentes de la comitiva menos a Santa Orosia, de la se enamora, a quien requiere convertirse al Islam para tomarla como esposa; cosa que la bella princesa rechaza permaneciendo fiel al cristianismo. El caudillo cordobés, lleno de ira, ordena cortar a Santa Orosia las piernas, los brazos y la cabeza tirándolos en una cueva. 

Dos siglos más tarde, un pastor llamado Guillén de Guasillo (guiado por unos ángeles) encuentra los restos de Santa Orosia y decide llevarlos a Jaca, a excepción de la cabeza, que deja en Yebra de Basa, pero cuando el zagal entra en Jaca todas las campanas de las iglesias comienzan a repicar solas, señal que es interpretada como que la patrona entraba en la ciudad.

A partir de entonces se comienza a celebrar en Jaca la festividad de Santa Orosia, tradición documentada desde el siglo XVI, con una serie de actos litúrgicos, que arrancan el 24 de junio, cuando se agrupan los romeros en la catedral y los «espirituados» que acudían desde muchas regiones colindantes para ser curados por la santa. Primero el sacerdote les bendecía y rociaba  con agua bendita y, finalmente, eran encerrados toda la noche en la capilla de San Miguel con las manos atadas mediante ligaduras a uno de sus dedos. 

Al día siguiente, se sacaba en procesión la hornacina de plata con las reliquias de Santa Orosia  escoltada por los devotos romeros encabezados por el Pendón de la Hermandad, con las cruces parroquiales, seguidas de una gran cruz y los estandartes de las cofradías gremiales. Acompañaba el séquito una multitud de enfermos, mendigos y «espirituados» los cuales si lograban romper sus ataduras se consideraba que el demonio había sido arrojado de su cuerpo. Todo finalizaba en la plaza de Biscós, donde se abría la urna, se enseñaban los mantos y joyas de Santa Orosia y se veneraban las reliquias de la excelsa patrona de Jaca. En Yebra de Basa se celebra una romería similar con la adoración del busto-relicario del cráneo de la santa protegida con casco de plata.

Los traslados del Santo Grial aragonés y el origen del Monasterio de San Juan de la Peña

Cuentan que en el Camino Aragonés, que desciende por el Pirineo, desde Somport hacia Jaca y enlaza con el Camino Francés en Gares Puente La Reina, acontecieron desde los primeros tiempos de la cristiandad una serie de historias de traslados del  Santo Grial, desde Jerusalén a Roma, Huesca, Yebra, Siresa, Balboa, San Adrián de Sasabe, la Seo de Jaca, San Juan de La Peña, Barcelona y, finalmente, la Catedral de Valencia, donde en la actualidad se encuentra. Todo un trajín desde el siglo II para que el Cáliz, con el que Jesús estableció la Eucaristía en la Última Cena y recogió su sangre en la Cruz, no cayese en manos de los enemigos de la Iglesia y la reliquia más sagrada de la cristiandad no fuera profanada. Seguramente, esta leyenda del Santo Grial aragonés se fundamenta a través de los peregrinos que caminaban a Santiago por los múltiples itinerarios de los Pirineos y que la Orden de Cluny unifica, mediante el mito griálico, el paso por San Juan de la Peña. 


La Orden de Cluny, considerada como una de las más activas del Camino de Santiago, no se establece en San Juan de la Peña hasta el siglo XI cuando estos monjes pinatenses adoptan la regla de San Benito y, posteriormente, la reforma de Cluny; es el momento clave para establecer el orden en los Caminos a Santiago, en concreto, del Camino Aragonés, y la acogida a los penitentes en San Juan de la Peña. Los peregrinos y peregrinas pasaban por la Seo de Jaca, donde adoraban al Santo Grial, mientras que San Juan de la Peña quedaba un poco al margen del camino, —igual que hoy en día— ya que era necesario desviarse «un pelín» de la ruta. Por eso los monjes deciden celebrar un gran acontecimiento litúrgico y trasladar el Cáliz sagrado a San Juan de la Peña, el cual quedaría cuidado por los frailes a partir de ese momento, desoyendo las reclamaciones y amenazas de los jacetanos. El Santo Grial nunca fue devuelto a la Seo de Jaca.

Lo cierto es que la leyenda de San Juan de la Peña no comienza en estos convulsos años de finales de 1071 sino que su origen se remonta muchos años atrás cuando un joven de la nobleza aragonesa, llamado Voto, galopaba por las montañas prepirenaicas, en el momento en que su caballo se desboca y trota hacia un precipicio. El muchacho, viendo la muerte cerca, suplica su salvación a San Juan Bautista, el cual frena el corcel y salva al jinete. La escena ha finalizado frente a una cueva. El caballero desciende de su montura y penetra en ella. En la penumbra descubre el cuerpo incorrupto de un hombre, fallecido abrazado a una cruz, el cual era Juan de Atarés, un santo anacoreta del que se hablaba en este territorio aragonés. Así, el joven caballero, recordando su plegaria a San Juan Bautista, decide imitar la santa vida del ermitaño y, con la compañía de su hermano Félix, se establecen en aquella gruta rendidos a la soledad, la oración y la contemplación de Dios. 

A su fallecimiento en loor de santidad, otros muchos tomaron el relevo y San Juan de la Peña se convirtió en un lugar de culto cristiano. 

El Hospital de Santa Cristina de Somport

La Cruz del Peregrino de Somport

Cuentan que en el siglo XI, dos jóvenes caballeros franceses de alto abolengo decidieron emprender el Camino de Santiago en pleno invierno, porque su devoción les requería realizar un gran sacrificio como prueba de expiación de sus pecados. Así, dispuestos al padecimiento, tomaron la Vía Tolosana de Arles para atravesar los Pirineos por la cima del «Summus Portus» y entrar en la península por el Reino de Aragón camino de Santiago de Compostela; pero el invierno no era la época del año más idónea para atravesar el llamado hoy en día Puerto de Somport (en la foto, la Cruz del Peregrino) por los importantes peligros en forma de inclemencias meteorológicas, que suelen producirse en el Valle de Aspe durante el período invernal, pues le «vigilan» nieves perpetuas desde el Pico del Anie y el Midi D’Ossau.


Los dos jóvenes caballeros ascendieron penosamente en medio de una gran ventisca de nieve hasta la cima del Somport para iniciar el descenso hacia el valle de la Jacetania, pero las fuerzas comenzaron a escasear y, agotados, buscaron un lugar donde refugiarse para recobrar el aliento; de pronto, vieron una tenue luz a lo lejos por lo que se encaminaron hacia ella en busca de acogida. Se trataba de una cabaña, vacía de ocupantes, con la chimenea encendida y la mesa provista de alimentos que les reconfortaron y fortalecieron el ánimo y las fuerzas.

Los dos caballeros agradecieron a Santiago el haber sobrevivido a tan duro aprieto y, devotos como eran de Santa Cristina, realizaron la promesa de construir en aquel lugar un hospital para peregrinos y peregrinas protegido por la santa mártir italiana. De pronto, proclamada la ofrenda, apareció un pajarito portando una cruz de oro en su pico con la cual fue señalando el contorno de una construcción que se convertiría en el Hospital de Santa Cristina.

El Hospital de Santa Cristina que atendían los Canónigos de San Agustín

«Unum tribus mundi» (uno de los tres hospitales del mundo) era la leyenda que presidía el altar mayor del Hospital de Santa Cristina, el cual adquirió una gran popularidad en el siglo XI pues el «Códice Calixtino» le menciona y sitúa como uno de los tres hospitales de peregrinos y peregrinas más importantes de la cristiandad, junto al de Jerusalén y el San Bernardo, en el italiano valle de Aosta.

El «Códice Calixtino» escrito por Aimerid Picaud, en el siglo XII, detalla el recorrido de la Vía Tolosana (por atravesar la ciudad de Toulouse, en Francia) partiendo de Arles, un lugar de concentración de peregrinos y peregrinas originarios del norte de Italia y del centro de Europa; un camino que recorría las tierras y valles del Languedoc para atravesar los Pirineos por el valle de Aspe y Somport, donde se encontraba el Hospital de Santa Cristina, que ofrecía ayuda, comida y descanso durante todo el año a los caminantes de Santiago de Compostela.

Los más de 200.000 peregrinos y peregrinas, que caminaban hacia Compostela en los siglos XI y XII, cuando atravesaban el Pirineo por el puerto de Somport, extenuados y al borde del agotamiento, encontraban el Hospital de Santa Cristina, donde podían, gratuitamente durante tres días, recuperarse de sus dolencias y penalidades pasadas. Los Canónigos de San Agustín ofrecían a los penitentes tres comidas diarias a base de sopa, legumbres, carne y unos vasos de vino; aquellos que llegaban enfermos eran cuidados hasta su recuperación y si fallecían eran enterrados en un pequeño cementerio al lado del Hospital.

Finalmente, en 1808 un voraz incendio devastó el Hospital de Santa Cristina