Cuentan que en el Camino Vasco del Interior encontramos el Túnel de San Adrián (Sandratiko tunela), un paso estratégico en la sierra Aizkorri-Aratz, utilizado durante miles de años, y que en la Edad Media fue un emplazamiento de control imprescindible de mercancías y viajeros entre los reinos de Navarra y Castilla. El túnel es conocido también como «El Paso de Leizarrate», —denominación correcta pues viene del Euskera «leze» (cueva)—, tiene una longitud de 55 por 10 metros de anchura y se encuentra a mil metros de altitud, bajo la Peña Horadada de 1053 metros. Como anécdota histórica, cuentan, que Carlos V que nunca se bajaba del caballo para corresponder al saludo, hubo de atravesar el Túnel de San Adrián y debido a la altura de la galería se vio obligado a descender de su montura y, pie en tierra, cumplimentar el recibimiento del alcaide y la guarnición. La Unesco en 2015 incluye el Camino Vasco del interior también llamado Ruta Jacobea Vasca o Ruta de Bayona como la más importante de los siglos X al XII. En las actuales fechas es de destacar la fiesta que el próximo 17 de julio celebrarán en San Adrián las asociaciones los amigos del Camino de Santiago de Araba, Gipuzkoa, Bizkaia, La Rioja y Haro.
La mencionada fiesta de las asociaciones jacobeas tendrá lugar en las campas cercanas a San Adrián mediante una misa a las 10,30 horas y, posteriormente, una «kalegira» y degustación de productos del país. Las inscripciones puede realizarse en cada una de las asociaciones referenciadas.
El enclave de San Adrián se ha dilatado durante miles de años, como prueba de la importancia de este lugar de paso. Según las excavaciones realizadas (principalmente por la Sociedad de Ciencias Aranzadi) en el Paleolítico superior ya hubo grupos de cazadores-recolectores viviendo en esta cueva, la cual era utilizada como refugio habitual. Posteriormente, la existencia como asentamiento en la época romana, fue, al parecer, mucho más escaso.
Pero llega el período medieval y el emplazamiento de San Adrián adquiere una gran importancia para controlar el paso entre el Reino de Navarra y el de Castilla, sobre todo para los castellanos que cobraban tasas por individuo y mercancías; al ser usado como itinerario de camino hacia Francia y en sentido contrario a Castilla. La mejora de la calzada y la construcción de una posada dentro del propio túnel consolidó el paso por San Adrián y se convirtió en uno de los principales trayectos de mercaderías desde la costa guipuzcoana y, también, en una alternativa atrayente en los caminos de peregrinación hacia Santiago de Compostela; aunque, también es necesario señalar que la ruta también fue aprovechada por los maleantes y ladrones que utilizaban las escarpadas cumbres para ocultarse y asaltar a los viajeros o a los propios ganaderos.
Años después, a finales del siglo XVIII, el panorama cambia al abrirse otro paso de la montaña por el puerto de Arlabán, más asequible y menos peligroso a los asaltos de los ladrones; todo ello propicia la decadencia del Túnel de San Adrián, sobre todo a partir del incendio ocurrido en 1915, que resultó el revés definitivo para que el emplazamiento quedase definitivamente deshabitado.
Cuentan que en la Edad Media Ávila era una ciudad de comunidades diversas, mezcla de cristianos, judíos y musulmanes, acostumbrados a convivir de forma respetuosa y pacífica. Esta es una historia que escuché hace ya varios años, cuando pasé por Ávila, en el Camino del Levante, en la etapa que comienza en Cebreros y finaliza en capital abulense. Es un relato, que tiene a dos niños de diferentes colectividades religiosas como protagonistas —judía y musulmana— que se divertían y jugaban juntos en una ciudad medieval por la que transitaban mercancías y muchos nobles e hidalgos caballeros de muchos lugares. Así me la contaron:
Mati era un chico de 10 años muy listo, soñador, y de gran imaginación pero, sobre todo, valiente. Vivía en el barrio de la judería de Ávila, muy cerca del Mercado Chico, donde sus padres poseían un pequeño comercio de zapatería, que proporcionada a la familia una sencilla y apacible vida sin sobresaltos. Así, Mati jugaba y corría por las calles cercanas a la Muralla y al río Adaja con una amiga musulmana llamada Thuraya, cuyo nombre fascinaba al jovencísimo hebreo pues en árabe significaba «estrella». Cada noche, Mati, desde su jergón de hierba, admiraba las estrellas del claro y limpio cielo raso de Castilla esperando el momento en que su madre, como siempre, se acercase a darle el beso de buenas noches. Esta vez resultó más emotivo porque, Rael, deslizó en las manos de Mati unas pequeñas esparteñas susurrando al oído de su hijo «para que tu estrella no corra descalza».
A Mati agradó mucho aquel regalo para su amiga Thuraya, pero ensimismado con su sueño de «estrellas» le dio pie a preguntar:
—Madre, ¿cuál de todas las estrellas que vemos en el cielo es la mía?
—Busca la más brillante, que será la más libre, pues ya sabes que tu nombre quiere decir «aire de libertad» porque según Mordejai, —-«la Mano de Dios»—- es la
que nos guía hacia libertad. Y ahora, duérmete que mañana tenemos mercado.
Y, así, los ojos de Mati se fueron cerrando poco a poco mientras buscaba entre la bóveda celeste su resplandeciente estrella.
La mañana llegó veloz como otra cualquiera para vivir un nuevo día en la plaza del Mercado Chico, ayudando a sus padres en la preparación de la exposición de las abarcas, esparteñas, borceguíes y diversos calzados de cuero. Luego, corrió a buscar el puesto de alfarería de los padres de Thuraya, quien al verle llegar le sonrió desde la inmensa profundidad de sus ojos verdes. Este era el momento preferido por la pareja de amigos, que corrieron hacia la puerta del río Adaja para jugar en sus orillas, mientras escuchaban a Maisha, la madre de Thuraya, gritarles: «ir con cuidado».
Thuraya y Mati se sentaron en el borde del puente romano sobre el regato, al mismo tiempo que el joven mostraba las esparteñas a su amiga, mientras le sostenía los pies descalzos para colocarle el calzado. Pero, de pronto, una ráfaga de viento arrastró una de las zapatillas a las aguas del Adaja. Mati alargó su mano para alcanzar la pequeña alpargata de cuero, al mismo tiempo que perdía el equilibrio y caía al vacío. En pocos segundos su cuerpo se hundió en las aguas de la presa que recogía las aguas para servicio de la tenería existente poco más abajo del arroyo.
El cuerpo de Mati su sumergió de espaldas, lentamente, mientras su mirada, iluminada por el resplandeciente sol de Castilla, volaba hacia el cielo. Fue justo entonces cuando contempló en el agua las tintineantes estrellas más relucientes y brillantes, que jamás había observado, mientras la corriente del Adaja le atrapaba y engullía. Aquellas eran, precisamente, sus preciados luceros, no una única sino varias, demasiadas, todas para él sólo. Y, al mismo tiempo, alargaba las palmas de sus manos tratando de alcanzar las que creía más centelleantes, las cuales se deshacían antes de conseguir sujetarlas.
Era imposible lograr salir del río pues Mati se hundía, poco a poco, más y más, envuelto por un sinfín de estrellas, que no lograba atrapar. Pero, de pronto, una fuerza superior le sujetó de la mano y en un suspiro volvió al cálido sol del otoño abulense. Un caballero vestido de blanco, con una gran cruz roja en el pecho y una larga espada en la cintura, tenía a Mati sujeto por los brazos. El caballero cruzado subió al atemorizado niño sobre su caballo mientras le tranquilizaba con suaves palabras, al mismo tiempo que tomaba las riendas de su corcel y caminaba hacia la puerta de la muralla de Ávila, mientras un peregrino aseguraba el nombre del caballero Templario.
–Es Gualdin Pais, el caballero Templario amigo del rey Alfonso de Portugal, que regresa a su país, después de haber luchado en las Cruzadas de Tierra Santa.
Aquellas palabras tenían muy poca importancia para Mati pues a lomos de aquel caballo, vestido de ropajes blancos con cruces rojas, se sentía como la estrella más brillante del firmamento, sobre todo, porque Thuraya, su amiga, caminaba junto al caballero Templario y miraba a su admirado y leal compañero, desde sus intensos y centelleantes ojos verdes.
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Años después, en ese mismo puente, un caballero templario descendió de su caballo y se detuvo a contemplar el río Adaja, que sobre sus aguas volvía, una vez más, a ofrecer unos tintineantes reflejos del veraniego sol en forma de infinitas estrellas. Una sonrisa mezcla de alegría y tristeza se dibujó en el rostro del caballero, que desvió su miraba hacia la Puerta de San Segundo para continuar su camino por la rúa de los Zapateros hasta una de las casas del barrio de la Judería de Avila. Rael, su madre, le recibió con los brazos abiertos y le colmó de besos. Su amado Mati, aunque de paso, volvía a casa convertido en caballero cristiano tras demasiados años sin regresar con sus padres.
El caballero Templario había tenido que tomar muchas decisiones, pasadas demasiadas aventuras por los caminos e innumerables cambios durante su joven vida. Mati ya no era aquel niño judío soñador, pues en veinte años había sido testigo de excesivas alegrías y tristezas que le obligaron a cambiar de mentalidad religiosa, aunque, eso sí, siempre pensando en la defensa y ayuda del débil, del peregrino caminante a Santiago, Roma o Jerusalén dentro de la Orden de Los Templarios.
Por la noche, después de la cena con sus padres en la que relató mil y una aventuras, Mati se acostó, sobre su jergón, y volvió a contemplar las estrellas por la pequeña ventana de su habitación. Y buscó su estrella, la Estrella del Sur, que siempre había marcado su camino, cuidado y acompañado durante todos aquellos años. Thuraya ya no habitaba en Avila, pues sus padres se habían visto obligados a marchar hacia el sur en busca de una vida más placentera. Mati metió la mano en la faltriquera de su hábito templario, junto a su corazón, y sacó una pequeña esparteña de cuero que apretó, una vez más, entre sus manos. La Estrella del Sur volvía a brillar en su camino.
Cuentan que la abadía de Conques en la Vía Podense, que parte de Le-Puy-en-Velay, es un lugar de peregrinación especial para los franceses, pues son numerosos los que acuden cada año a visitar el que es considerado como uno de los pueblos más bonitos de Francia; en especial la abadía románica de la Santa Foy que cuenta con el tímpano del pórtico donde se representa el Juicio Final a modo de un cómic moderno. El pueblo de Conques —en occitano Concas— fue fundado en el año 819 cuando el eremita llamado Dadon instituyó una comunidad de monjes, origen de la actual abadía, bajo la protección de Carlomagno. Conques «hunde» sus raíces en la época romana (aunque este concepto no se encuentra suficientemente documentado) pues existe un puente romano, así llamado, por el que los peregrinos atravesaban el río Dourdou. La realidad es que Conques se convirtió en un lugar de paso de peregrinos y peregrinas hacia Santiago, sobre todo, cuando un monje de Conques «robó» en Agen las reliquias de la virgen Santa Foy, famosa por curar ciegos y liberar cautivos, martirizada en el 303 por el emperador Diocleciano.
De esta forma, el número de peregrinos y peregrinas aumentó con las reliquias de la Santa Foy y la abadía prosperó hasta convertirse en una de las iglesias abaciales más grandes del sur de Francia, siendo muy afamado su tímpano y su tesoro de piezas artísticas de la época carolingia. Inicialmente, fueron los monjes benedictinos los que se hicieron cargo del monasterio y, posteriormente en el siglo XVI, los agustinos entraron a residir en él.
El tímpano del Juicio Final presenta en su centro la imagen de un Cristo, de mirada severa y rodeado de cuatro ángeles protectores, que indica mediante sus manos la dos direcciones para las almas que van a ser juzgadas. Encima del Cristo, dos ángeles sujetan la cruz de la crucifixión y en sus manos uno de los clavos y la punta de la lanza. Y a la izquierda cuatro ángeles serafines protegen al Hijo de Dios de los pecadores, representados a través de varias esculturas los siete pecados capitales, además de otras vilezas como el suicidio, la usura, la herejía o el engaño. Todo ello con una leyenda en lo alto que dice: «Pecadores, si no cambiáis vuestras costumbres, sabed que sufriréis un juicio terrible».
Bajo los pies de Cristo, el arcángel San Miguel pondera las virtudes y pecados de las almas, mientras un Satanás guasón intenta empujar la balanza en su favor. Los malditos, en el apartado de abajo, son enviados a las fauces del monstruo marino Leviatán, el cual abre las puertas del infierno.
En el lado contrario a la figura del Cristo —a la izquierda del espectador— encontramos «El Paraíso» y en la parte baja unas viñetas, que simboliza el Antiguo Testamento: Abraham con sus dos hijos Jacob e Isaac; Aaron y Moises; profetas, apóstoles y Santas mujeres que llevan frascos con ungüentos. Y en el nivel de la figura central del Hijo de Dios se representa el Nuevo Testamento: La Virgen María, seguida de San Pedro, el monje Dadon, el abad de Conques junto al monje Arosnide, (que «robó» las reliquias de Santa Foy) y Carlomagno; todos ellos acompañados de un séquito de almas piadosas.
A grandes rasgos estas serían las viñetas del tímpano del «Juicio Final» de la abadía de la Santa Foy de Conques, que, según se cree, fueron realizadas por un escultor que había trabajado en la construcción de la Catedral de Santiago de Compostela.
En Youtube se encuentra un video con una representación nocturna del tímpano: