En el Camino del Norte o de la Costa
Cuentan que en el Camino de la Costa o del Norte en la pedanía castreña de Allendelagua había un castillo —hoy en día sólo quedan unas pocas piedras en pie— de la orden de Los Templarios. La fortaleza estaba ocupada por monjes y caballeros penitentes, allá por el siglo XIII, los cuales se encargaban de vigilar y defender esta parcela marítima del Cantábrico y del Camino de las Estrellas. Y, todavía hoy, relatan que en las noches de tormenta cuando la niebla, desde el mar, oscurece estas faldas del monte Cerredo, se escucha una voz del averno que repite en lastimoso susurro «estoy condenado, estoy condenado». Esta es la historia y la exposición de los supuestos acontecimientos que se cuentan a las peregrinas y peregrinos, que pernoctan en los albergues de las cercanías de Castro Urdiales, pues la ruta Jacobea discurre por Allendelagua, muy cerca del derruido castillo de Los Templarios.
Cuenta la leyenda del Castillo de Los Templarios que el caballero Camilo de Carvajales, un valido del rey Fernando IV, el Emplazado, cayó en desgracia ante su monarca por las envidias e insidias de los nobles de Castilla, que veían un competidor demasiado influyente con el monarca para sus particulares intereses. Así, Camilo, menospreciado por los magnates del reino, cayó en desgracia ante el soberano y por ello se decidió a ingresar en la Orden de Los Templarios y luchar por recuperar Jerusalén para la cristiandad. Tres fueron las campañas e incursiones guerreras de Camilo de Carvajales con Los Templarios en Tierra Santa, hasta que, cansado, tomó la decisión de purgar sus pecados y esperar el fin de sus días como asceta y penitente.
La búsqueda de un lugar de penitencia llevó los cansados huesos del caballero castellano hasta la fortaleza-monasterio que Los Templarios poseían en las cercanías de Castro Urdiales, vigilando el mar Cantábrico de posibles hordas invasoras, donde fue acogido por los monjes para recogimiento, expiación de pecados y reposo.
Camilo se convirtió, así, en un anacoreta, que todos los días se acercaba hasta un bosque cercano a orar y pedir perdón por sus flaquezas; cuando en una brumosa mañana de primavera pudo observar como, junto a él en una rama, una tórtola cantaba de forma muy dulce y melodiosa. El caballero monje se abandonó a la fantasía del canto y, arrebatado por la dulzura musical, comenzó a perseguir bosque abajo al ave, que volaba de rama en rama y que, recoveco a recoveco, terminó por convertirse en una preciosa joven por la que el caballero quedó prendado. La persecución llevó a Camilo hasta el cercano y rugiente mar, justo en el borde de los acantilados de Allendelagua, donde la joven extendió su mano tratando de enlazarse con su perseguidor.
El cuerpo de Camilo de Carvajales nunca fue recuperado, tan sólo se encontró su manto de Templario flotando entre los acantilados.
A partir de entonces, los monjes de la fortaleza monasterio bajaban hasta el precipicio todos los días para orar por el alma del desaparecido; hasta que un día, mientras rezaban sus plegarias, se desató una furiosa tormenta del norte, que les atemorizó y llenó de pavor. Llenos de temor volvieron raudos por el bosque hacia su fortín, cuando, entre la niebla, las sombras y reflejos de los rayos, descubrieron a su compañero desaparecido de pie sobre un tronco. Jubilosos se acercaron para socorrerle pero, asombrados, vieron que se había convertido en un espectro del averno. Los piadosos monjes trataron de recuperar su cuerpo para darle cristiana sepultura pero cuando el primer monje intentó tomarle de la mano, un relámpago rasgó el cielo del atardecer mientras la ruidosa descarga eléctrica clamaba: «estoy condenado, estoy condenado para siempre y para siempre soy atormentado. Y si quereis probar algo de este tormento poner la mano sobre la mía». Y Camilo de Carvajales desapareció con un escalofriante alarido, que dejó a los monjes aturdidos.
Ese mismo atardecer, los monjes abandonaron la ciudadela fortaleza e ingresaron en la orden de San Juan de Jerusalén, perseguidos por el eco de la perenne condena y tormento de Camilo de Carvajales, al que, todavía hoy en día, puede escucharse cuando la negra tormenta ruge en las faldas del monte Cerredo, en los bosques cercanos al Castillo de Los Templarios. Dicen, que tan sólo el susurro del canto de la plegaria Salve Regina puede mitigar la oscuridad y evitar la grave y oscura voz del Templario Camilo, cuando la tormenta silba entre las piedras de la fortaleza templaria.
Al castillo aún hoy en día le restan algunos pocos de sus cimientos en pie, a pesar del tiempo y los desmanes. La solitaria y antigua atalaya de Los Templarios sigue vigilando los barcos que entran no sólo en Castro Urdiales, sino que también los que enfilan El Abra de la Ría de Bilbao. Al igual que, seguramente, los caballeros Templarios atisbaban en el siglo XIII esta entrada del Cantábrico y donde en algunos atardeceres su escucha la rasgada voz del templario Camilo de Carbajales.