La Estrella del Sur que marcó el camino de un Caballero Templario en Ávila

Cuentan que en la Edad Media Ávila era una ciudad de comunidades diversas, mezcla de cristianos, judíos y musulmanes, acostumbrados a convivir de forma respetuosa y pacífica. Esta es una historia que escuché hace ya varios años, cuando pasé por Ávila, en el Camino del Levante, en la etapa que comienza en Cebreros y finaliza en capital abulense. Es un relato, que tiene a dos niños de diferentes colectividades religiosas como protagonistas —judía y musulmana— que se divertían y jugaban juntos en una ciudad medieval por la que transitaban mercancías y muchos nobles e hidalgos caballeros de muchos lugares. Así me la contaron:


 Mati era un chico de 10 años muy listo, soñador, y de gran imaginación pero, sobre todo, valiente. Vivía en el barrio de la judería de Ávila, muy cerca del Mercado Chico, donde sus padres poseían un pequeño comercio de zapatería, que proporcionada a la familia una sencilla y apacible vida sin sobresaltos. Así, Mati jugaba y corría por las calles cercanas a la Muralla y al río Adaja con una amiga musulmana llamada Thuraya, cuyo nombre fascinaba al jovencísimo hebreo pues en árabe significaba «estrella». Cada noche, Mati, desde su jergón de hierba, admiraba las estrellas del claro y limpio cielo raso de Castilla esperando el momento en que su madre, como siempre, se acercase a darle el beso de buenas noches. Esta vez resultó más emotivo porque, Rael, deslizó en las manos de Mati unas pequeñas esparteñas susurrando al oído de su hijo «para que tu estrella no corra descalza».

 
A Mati agradó mucho aquel regalo para su amiga Thuraya, pero ensimismado con su sueño de «estrellas» le dio pie a preguntar:   

 —Madre, ¿cuál de todas las estrellas que vemos en el cielo es la mía? 

 —Busca la más brillante, que será la más libre, pues ya sabes que tu nombre quiere decir «aire de libertad» porque según Mordejai, —-«la Mano de Dios»—- es la

que nos guía hacia libertad. Y ahora, duérmete que mañana tenemos mercado.


Y, así, los ojos de Mati se fueron cerrando poco a poco mientras buscaba entre la bóveda celeste su resplandeciente estrella. 


La mañana llegó veloz como otra cualquiera para vivir un nuevo día en la plaza del Mercado Chico, ayudando a sus padres en la preparación de la exposición de las abarcas, esparteñas, borceguíes y diversos calzados de cuero. Luego, corrió a buscar el puesto de alfarería de los padres de Thuraya, quien al verle llegar le sonrió desde la inmensa profundidad de sus ojos verdes. Este era el momento preferido por la pareja de amigos, que corrieron hacia la puerta del río Adaja para jugar en sus orillas, mientras escuchaban a Maisha, la madre de Thuraya, gritarles: «ir con cuidado». 


Thuraya y Mati se sentaron en el borde del puente romano sobre el regato, al mismo tiempo que el joven mostraba las esparteñas a su amiga, mientras le sostenía los pies descalzos para colocarle el calzado. Pero, de pronto, una ráfaga de viento arrastró una de las zapatillas a las aguas del Adaja. Mati alargó su mano para alcanzar la pequeña alpargata de cuero, al mismo tiempo que perdía el equilibrio y caía al vacío. En pocos segundos su cuerpo se hundió en las aguas de la presa que recogía las aguas para servicio de la tenería existente poco más abajo del arroyo. 


El cuerpo de Mati su sumergió de espaldas, lentamente, mientras su mirada, iluminada por el resplandeciente sol de Castilla, volaba hacia el cielo. Fue justo entonces cuando contempló en el agua las tintineantes estrellas más relucientes y brillantes, que jamás había observado, mientras la corriente del Adaja le atrapaba y engullía. Aquellas eran, precisamente, sus preciados luceros, no una única sino varias, demasiadas, todas para él sólo. Y, al mismo tiempo, alargaba las palmas de sus manos tratando de alcanzar las que creía más centelleantes, las cuales se deshacían antes de conseguir sujetarlas. 

Era imposible lograr salir del río pues Mati se hundía, poco a poco, más y más, envuelto por un sinfín de estrellas, que no lograba atrapar. Pero, de pronto, una fuerza superior le sujetó de la mano y en un suspiro volvió al cálido sol del otoño abulense. Un caballero vestido de blanco, con una gran cruz roja en el pecho y una larga espada en la cintura, tenía a Mati sujeto por los brazos. El caballero cruzado subió al atemorizado niño sobre su caballo mientras le tranquilizaba con suaves palabras, al mismo tiempo que tomaba las riendas de su corcel y caminaba hacia la puerta de la muralla de Ávila, mientras un peregrino aseguraba el nombre del caballero Templario.     

–Es Gualdin Pais, el caballero Templario amigo del rey Alfonso de Portugal, que regresa a su país, después de haber luchado en las Cruzadas de Tierra Santa.

Aquellas palabras tenían muy poca importancia para Mati pues a lomos de aquel caballo, vestido de ropajes blancos con cruces rojas, se sentía como la estrella más brillante del firmamento, sobre todo, porque Thuraya, su amiga, caminaba junto al caballero Templario y miraba a su admirado y leal compañero, desde sus intensos y centelleantes ojos verdes. 

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Años después, en ese mismo puente, un caballero templario descendió de su caballo y se detuvo a contemplar el río Adaja, que sobre sus aguas volvía, una vez más, a ofrecer unos tintineantes reflejos del veraniego sol en forma de infinitas estrellas. Una sonrisa mezcla de alegría y tristeza se dibujó en el rostro del caballero, que desvió su miraba hacia la Puerta de San Segundo para continuar su camino por la rúa de los Zapateros hasta una de las casas del barrio de la Judería de Avila. Rael, su madre, le recibió con los brazos abiertos y le colmó de besos. Su amado Mati, aunque de paso, volvía a casa convertido en caballero cristiano tras demasiados años sin regresar con  sus padres. 


El caballero Templario había tenido que tomar muchas decisiones, pasadas demasiadas aventuras por los caminos e innumerables cambios durante su joven vida. Mati ya no era aquel niño judío soñador, pues en veinte años había sido testigo de excesivas alegrías y tristezas que le obligaron a cambiar de mentalidad religiosa, aunque, eso sí, siempre pensando en la defensa y ayuda del débil, del peregrino caminante a Santiago, Roma o Jerusalén dentro de la Orden de Los Templarios. 


Por la noche, después de la cena con sus padres en la que relató mil y una aventuras, Mati se acostó, sobre su jergón, y volvió a contemplar las estrellas por la pequeña ventana de su habitación. Y buscó su estrella, la Estrella del Sur, que siempre había marcado su camino, cuidado y acompañado durante todos aquellos años. Thuraya ya no habitaba en Avila, pues sus padres se habían visto obligados a marchar hacia el sur en busca de una vida más placentera.  Mati metió la mano en la faltriquera de su hábito templario, junto a su corazón, y sacó una pequeña esparteña de cuero que apretó, una vez más, entre sus manos. La Estrella del Sur volvía a brillar en su camino.

El exterminio de los cátaros en Béziers: «Matadles a todos, que Dios reconocerá a los suyos»

En la foto, la nueva catedral de estilo gótico, construida sobre los restos de la antigua

Cuentan que La Via Tolosana o Camino de Arles atraviesa, en la región del Languedoc francés, el País de Los Cátaros, donde se practicaba en los siglos XII y XIII un Cristianismo dualista que pretendía representar a la auténtica iglesia de Dios; una historia marcada por la tragedia, barbarie y exterminio de todos aquellos que fueron marcados como «herejes» por la iglesia de Roma, durante la Cruzada Albigense, que suprimió, casi por completo, no sólo a los apóstatas sino todos los vestigios de la religión cátara. Esta región era una comarca gobernada por una docena de familias nobles e ilustradas, todas ellas, de una u otra forma, unidas entre si, que practicaban la tolerancia religiosa a diferencia de la intransigencia en otras partes de Europa. Además, para los Cátaros la lujosa y fastuosa iglesia de Roma era la personificación evidente del mal existente en el mundo.   

Los Cátaros encuentran en el Languedoc su arraigo y el reconocimiento de sus valores, por parte de los nobles, que miran con buenos ojos, entre otras cosas, su trabajo diario, su sencillez, su vida ejemplar y el papel igualitario de la mujer en el mundo cátaro. Pero toda esta nueva forma de sociedad no gusta al recién elegido Papa, Inocencio III quien emprende en 1198 una metódica lucha contra el catarismo. 

Lo primero que hace el Papa Inocencio III es nombrar al abad del Císter, Arnau Almaric, inquisidor y jefe de los ejércitos papales. Las milicias vaticanas entran en el Languedoc y pasan a cuchillo a toda la población que encuentran a su paso, arrasando y saqueando pueblos y ciudades. Los miembros de varias comunidades cátaras son quemados en la hoguera de la inquisición, obligando a que otros huyan a lugares que consideran seguros. 

Así, el 21 de julio de 1209 Arnau Amalric con sus cruzados papales llega a las puertas de la ciudad de Béziers donde se habían refugiado poco más de dos centenares de cátaros. El inquisidor pide a los gobernadores de la población que se rindan y entreguen a los cátaros, pero  los lideres de Béziers rehusan la capitulación y las tropas papales entran en la ciudad para exterminar a los cátaros. Pero de los, aproximadamente, 20.000 habitantes de Béziers, varios centenares se habían refugiado en la catedral románica de San Nazario. Cuentan que, en ese momento, un capitán pregunta a Arnau Amalric cómo distinguirían quienes eran herejes y quienes no, obteniendo por respuesta:  «Matadles a todos, que Dios reconocerá a los suyos». Los soldados incendian la catedral de Béziers con todos los refugiados en su interior cumpliendo la orden del inquisidor Arnau Amalric.

Los tropelías de las huestes papales no finalizan con la de Béziers sino que se reparten por toda la región del País de los Cátaros: en Carcassone el noble Trencavel es hecho prisionero y encerrado en una mazmorra donde muere de disentería; en Castres, muchos cátaros mueren en la hoguera y en Bram, se ordena mutilar a un centenar de prisioneros en una atroz amputación de ojos, nariz, orejas y labios y ser conducidos, por el que había quedado tuerto, hacia la fortaleza de Cabaret, que es tomada, finalmente, por Simón de Monfort después de un mes de asedio; 80 caballeros son colgados y 400 cátaros son quemados en la hoguera más gigantesca de la cruzada papal.

Monolito del Prat del Cremats

Los combates entre ambos bandos se prolongan durante varios años hasta que en 1243 el Concilio de Béziers ordena: «cortar la cabeza del dragón» en referencia a la fortaleza de Montsegur, un peñasco rocoso, prácticamente inaccesible, donde se han refugiado unos  quinientos cátaros. El asedio dura diez largos meses hasta que, una noche, un grupo de vascos escala por la noche hasta una de sus cimas donde los sitiadores logran instalar sus catapultas. Montsegur capitula y más de 200 cátaros son quemados vivos en la hoguera, en un prado —Prat del Cremats— al pie de la fortaleza.

Los pocos cátaros supervivientes se exilian por Lombardía, Cataluña y el Pirineo, pasando a la clandestinidad. Mas tarde, la región del Languedoc entra en el Reino de Francia en 1271.

La ermita del Cristo del Amparo de Guardo y su importancia como cruce de caminos

Cuentan que en el Vexu Kamin de la montaña, en la localidad palentina de Guardo había un castillo, ya desaparecido, donde se encontraba una capilla con un Santo Cristo, que no tenía brazos, en una de las esquinas del oratorio. En el mencionado palacio trabajaba como criado un niño llamado Miguel, muy piadoso, el cual frecuentemente visitaba la imagen de Jesús crucificado para rezarle y llevarle flores. Lo cierto es que Miguel se entristecía mucho cada vez que terminaba sus oraciones y regresaba a sus quehaceres diarios, porque el Santo Cristo no tenía brazos. 


Pasado un tiempo, el joven sirviente decidió construir unos brazos para el Santo Cristo y con mucho cariño elaboró dos preciosos miembros que completaron la imagen del Cristo crucificado. Así, Miguel quedó muy contento con el trabajo realizado y continuó acudiendo a la capilla para sus rezos diarios. 

Meses más tarde, en uno de los viajes que Miguel realizaba en mula al servicio de su señor, tuvo que vadear el río Carrión, el cual bajaba muy crecido. La mula perdió el equilibrio y se ahogó dejando al muchacho, desamparado a merced de la corriente, y pasando grandes apuros de muerte.

Fue entonces cuando Miguel prometió al Santo Cristo de su devoción hacerle una ermita si se salvaba. Se salvó y fiel a su promesa vendió todo cuanto tenía y comenzó a construir el templo, hasta donde trasladó al Santo Cristo, en una explanada cercana al castillo, en un lugar que era cruce de caminos. A los pies de la imagen del «Crucificado» puso un letrero que decía: «A devoción de Miguel, de apellido Santiago, se va a construir aquí una ermita para el Cristo del Amparo». 

Con las limosnas que Miguel iba recaudando y con la ayuda de cinco mil reales que consiguió del rey, construyó el oratorio. A partir de entonces, la ermita del Santo Cristo del Amparo se convirtió en parada obligada de peregrinos y peregrinas del Vexu Kamin de la Montaña a Santiago, arrieros y pastores de la Cañada Real Leonesa, que allí encontraban hospedaje y descanso. Esta capilla del Cristo del Amparo, que también se encuentra bajo la advocación de la Virgen del Carmen, es el principal santuario de la devoción guardense. En torno a esta iglesia y coincidiendo con las fiestas religiosas los días de la víspera de la Ascensión, el Carmen y el primer domingo de setiembre se reúnen en la explanada los devotos de toda la comarca. 

El Fuego de San Antón en el Camino Francés

Cuentan que a la entrada de Castrojeriz en el Camino Francés se estableció, por mandato de Alfonso VII de Castilla, hacia el año 1146 la Orden Hospitalera de San Antonio —los monjes Antonianos— que se dedicaban a cuidar a los peregrinos y peregrinas, sobre todo por una rara enfermedad que entonces se  llamó «El Fuego de San Antón». Nadie tenía conocimiento de por qué enfermaba la gente siendo la creencia, en aquellos años de la Edad Media, que era  «castigo divino» por lo cual los enfermos emprendían la peregrinación a Santiago de Compostela, Roma o Jerusalen para expiar sus pecados. La enfermedad era atroz, pues las personas afectadas padecían alucinaciones, espasmos, dolores abdominales y una fuerte quemazón que terminaba en una gangrena y la necrosis de sus extremidades para, finalmente, después de una horrible agonía, la muerte.


Fue en 1095 cuando Girondo, joven noble de la región francesa de Auvernia, contrajo la enfermedad. Por entonces el centeno era el cereal con el que, en muchas regiones de Europa, se hacía pan, llamado «pan de los pobres», infectado por el hongo del cornezuelo, que contaminaba los cultivos del centeno. Así, Gastón de Valloire, padre del muchacho enfermo, hizo voto de ofrecer sus bienes si San Antón curaba a su vástago, cosa que ocurrió a los pocos días. Padre e hijo cumplieron su promesa y, a partir de ese día, vestidos con un hábito negro con la letra tau azul en el pecho se dedicaron a curar los enfermos aquejados por «El Fuego de San Antón». Así nacía una de las órdenes religiosas más enigmáticas y desconocidas de la cristiandad; la Orden de los Caballeros de San Antonio, cuya constitución fue aprobada por el papa Urbano II, llegando a extenderse por los caminos de peregrinación de toda Europa —con más de 370 hospitales— y siendo, además, los encargados de la salud dentro de la curia vaticana.

Los monjes de San Antonio lograban éxito sanando esta rara enfermedad en muchas ocasiones porque lo que realmente sucedía era que «El Fuego de San Antón» no era una enfermedad infecciosa, sino una intoxicación por comer el pan elaborado con centeno infectado por el hongo que atacaba las cosechas, epidemia muy extendida, principalmente, a lo largo de los pueblos del norte de Europa, pues tenían como base de su alimentación el pan de centeno. Al contrario que en la Europa meridional, donde se nutrían con el pan de trigo. 

Los peregrinos y peregrinas infectados pedían a los clérigos antonianos que tocasen sus extremidades con su báculo en forma de Tau (letra hebrea y griega utilizada por la iglesia por parecerse a una cruz y, también, empleada por San Francisco como su firma); aunque la realidad era que los cuidados de los monjes cuando, por ejemplo, llegaban enfermos por «El Fuego de San Antón» al convento de Castrojeriz en el Camino Francés, se limitaban a alimentarles con pan de trigo, de modo que los contagiados dejaban de comer el perverso hongo y podían recuperarse, aunque tiempo después al regreso a sus lugares de origen podía repetirse la enfermedad.

Hoy el día del Convento de San Antón en Castrojeriz sólo mantiene sus muros y columnas, sin techo, aunque en los últimos 20 años la Fundación San Antón se ha encargado de dar vida a las ruinas y abrir un albergue, el cual ha acogido a más de 15.000 peregrinos y peregrinas, manteniendo el espíritu de los monjes antonianos; dando cama, cena y desayuno sin contraprestación económica alguna. http://fundacionsananton.org