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La Leyenda de San Virila, el mito del monje hechizado por el canto de un pájaro

Cuentan que en los incontables caminos a Santiago suele repetirse un mito de origen celta, cristianizado, como es la «Leyenda de San Virila», el monje hechizado por el canto de un pájaro, que relata lo que aconteció a este fraile al escuchar y deleitarse con el gorjeo de un petirrojo. Según el lugar, donde se escucha la leyenda, suele ser un ruiseñor, una alondra, un mirlo u otro pájaro, el encargado de «embobar» a cada protagonista de la historia; como al religioso gallego Era, fundador del Monasterio de Armenteira (Pontevedra); el monje bretón Yves o el caballero Camilo de Carvajales del Castillo de los Templarios en Castro Urdiales, como ejemplos de otras muchas leyendas repartidas por todo el mundo. En este caso, nos referiremos al abad San Virila, religioso del Monasterio de Leyre, en el Camino Aragonés, que se une al Francés en Puentelarreina Gares. Todas las historias son similares con variantes en sus matices, pero con una semejanza y paralelismo único. Este es el cuento de «La Leyenda de San Virila».


Virila era un bondadoso monje del Monasterio de Leyre, preocupado por saber si sólo con la vida contemplativa alcanzaría la vida eterna; pues el piadoso fraile temía que no fuera suficiente para lograr el Paraíso. Todos los días le embargaba la duda y trataba, continuamente, de apartar estos pensamientos de su mente porque los consideraba influencias del Diablo. Así, una agradable tarde de primavera, estaba realizando sus oraciones junto a un árbol en el jardín de la comunidad cuando un sugestivo petirrojo se posó cerca de él y comenzó a lanzar sus trinos y gorjeos, los cuales obligaron a San Virila a cerrar sus ojos, fascinado por el delicado instante. 

El santo monje quedó prendado de tan agradable momento y alargó su mano intentando alcanzar al pajarillo, pero este, asustado, voló hacia el bosque cercano y el fraile fue en su búsqueda, tratando de continuar con la atractiva situación; una y otra vez San Virila intentaba acercarse a la cantarina ave, pero no lo lograba, y mientras tanto ambos se iban adentrando cada vez más, en la frondosa arboleda. Finalmente, el religioso, cansado, decide volver al monasterio para asistir a la oración de vísperas.

San Virila, durante el camino de regreso, apreció que el sendero hacia el convento, se encontraba cambiado y que, además, su barba se había vuelto blanca, pero continuó y entró en la recepción del claustro donde se topó con un joven novicio, que no conocía, el cual preguntó al «viejo fraile» quien era. San Virila se identificó una y otra vez, pero ninguno de los monjes le reconoció, hasta que el bibliotecario recordó la desaparición de un religioso hacía ya 300 años. 

El episodio de éxtasis para San Virila sólo transcurrió durante poco menos de una tarde, mientras que la realidad se había convertido en 300 años; una parte de la eternidad que explicaba las dudas del piadoso fraile y el enigma de cómo pasar toda la vida en el Paraíso. El sencillo canto de un pajarillo fue capaz de demostrar el infinito paso durante la serena dulzura de la vida eterna.