Sabino Arana un hombre de su tiempo, un visionario

La figura de Sabino Arana ha sido analizada desde muy diversos puntos de vista. En este reportaje, el autor realiza un paralelismo entre el fundador del nacionalismo vasco y el precursor del sionismo político, Theodor Herzl

Un reportaje de Jean Claude Larronde

Retrato de Sabino Arana y Goiri, fundador del nacionalismo vasco.
Retrato de Sabino Arana y Goiri, fundador del nacionalismo vasco.

Pierre Sudreau, un político francés del siglo XIX, dijo a propósito del matemático Blaise Pascal: “Perteneció a su tiempo por estar a la vanguardia”. Esta aseveración podría aplicarse muy bien a Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco. Arana es, de manera incontestable, un hombre de su tiempo, es decir, de los diez últimos años de su predicación nacionalista, que se extienden de 1893 hasta 1903, fecha de su muerte.

Es de su tiempo porque pertenece perfectamente a un contexto histórico, político, económico y social particular, el de la inmensa frustración sentida en Bizkaia después de la pérdida de lo que restaba de los Fueros, desde el final de la segunda guerra carlista. Este contexto coincide también con los años de la expansión económica y de la inmigración española. Igualmente, Sabino Arana es de su tiempo porque vincula -en los años de su primer período, de 1893 a 1898- los prejuicios y opiniones de su época, en particular sobre el origen de las razas humanas.

Está a la vanguardia porque, como dice Elías Amezaga (Biografía sentimental de Sabino Arana, Txalaparta, 2003) es un “visionario”. Yo podría añadir que es un profeta cuando su mensaje nacionalista subraya con fuerza y por primera vez de manera coherente que Euzkadi es una nación.

El nacionalismo vasco, tal como se desarrolla sobre todo después de su muerte, constituye la corriente política más importante de los territorios históricos vascos peninsulares en el siglo XX, por lo menos en el conjunto de la actual Comunidad Autónoma de Euskadi. Esta afirmación se podrá verificar tanto en los años de la Segunda República española, así como durante la guerra civil, la larga noche franquista y después de la muerte del dictador y el retorno de la democracia.

Me parece interesante para ilustrar este artículo, establecer un paralelismo entre Sabino Arana y Theodor Herzl (1860-1904), el fundador del sionismo político, exacto contemporáneo de Sabino Arana. Ambos hombres presentan muchos rasgos en común: la visión que tienen de sus pueblos respectivos y del sentido de su acción política propia. Su misión presenta muchas similitudes. Además, sus biografías presentan coincidencias, quizás anecdóticas, pero que resultan sugerentes.

Evoluciona con su tiempo Desde el comienzo de su acción política, es decir el año 1893 (Discurso de Larrazabal el 3 de junio, publicación de Bizkaitarra el 8 de junio), Sabino Arana se implica en la vida política del País Vasco y emprende varias luchas puntuales para preservar los intereses y los valores de dicho país: Gamazada (revuelta popular en Navarra contra una ley considerada por los navarros como anti-foral en 1893-94), revisión del Concierto Económico en 1894, apoyo al euskara, participación en campañas electorales a partir de 1898, etc. Es cierto que su primer mensaje es un mensaje muy radical y bastante duro, lleno de prejuicios en boga en aquella época y de unas desviaciones de lenguaje de las cuales se han aprovechado, más tarde y hasta hoy, todos los adversarios del nacionalismo vasco.

Pero Sabino Arana sabe evolucionar: aprovecha de manera incontestable la muy grave crisis política, intelectual, cultural y moral que afecta al Estado español en el decisivo año 1898, al fin de la cual, este país se encontrará privado de sus últimas colonias de Cuba y Filipinas. Es en septiembre de ese año cuando Sabino Arana fue elegido diputado provincial de Bizkaia.

La figura del nacionalismo vasco se modifica profundamente durante los años siguientes. La integración de la sociedad recreativa de Bilbao Euskalerria en los años 1898-99 en el seno del nacionalismo supone una evolución liberal, moderada y pragmática. La evolución españolista de Sabino Arana en 1902-03 es un episodio que tiene que estudiarse en este particular contexto, caracterizado además por una intensa represión madrileña, y no como un episodio excepcional y aparte, que constituiría un tercer episodio de la actividad de Sabino Arana; es este un error en el que, en mi opinión, incurren numerosos historiadores.

Por su parte, Theodor Herzl es, en esta misma época, un extraordinario hombre de acción (Sabino Arana escribió en El Correo Vasco en 1899: …ningún bien recibe la patria con vana palabrería, mientras los hechos, la acción no acompañe a la palabra). Como Sabino Arana, Herzl sacrifica su salud y sus bienes al servicio de su causa. La suya es la creación de un Estado judío que anhela y que le parece absolutamente necesaria, frente al desarrollo masivo del antisemitismo en los países occidentales y en Rusia en este fin del siglo XIX. Su actividad es incansable como la de Sabino Arana: escribe innumerables artículos en periódicos y revistas, además de libros y obras de teatro. Como Sabino Arana, el pensador sionista está profundamente afectado por la situación catastrófica de su pueblo, y por las persecuciones que soporta durante, en particular, los terribles pogromos. En la misma época, concibe también un repliegue estratégico (sería su evolución españolista) y Herzl plantea la idea de un hogar nacional judío en Uganda, la cual defiende en un momento y sin entusiasmo frente a sus discípulos estupefactos.

El visionario La gran idea de Sabino Arana fue, sin duda ninguna, la formulación de: Euzkotarren aberria Euzkadi da. Es esta idea de la nación vasca, de la patria vasca, la que constituye su principal aportación en el área de la política.

Concibe la organización de esta nación como una confederación dentro de los límites de sus siete provincias históricas. Es el primer político que destacó que el pueblo vasco de las dos orillas del Bidasoa tenía una comunidad de destino. Más allá de los marcos políticos y administrativos distintos rigiendo el destino del pueblo vasco, tanto ayer como hoy, Sabino encarna una unidad espiritual del pueblo vasco, unidad, por ejemplo, simbolizada en la ikurriña -bandera que concibió- pasando por encima de las divergencias políticas.

Como Sabino, Theodor Herzl fue un visionario y un profeta. Sus dos principales predicciones, o sea el triunfo ineluctable del antisemitismo tanto en los países fascistas como en otros, incluyendo a Francia con el régimen de Vichy, y la creación de un Estado judío, se concretaron medio siglo después de su muerte. Por cierto, en su época la gente acogió las ideas de Herzl con reticencias y estupor. Como suele ocurrir con los profetas, al principio, predicó solo a unos conversos. Pero pronto, la adhesión entusiasta de miles y miles de judíos de Europa del Este, le confirió en vida una aura de la que Sabino no tendría la oportunidad de gozar antes de fallecer.

El escritor Stefan Zweig, presente en su funeral, escribió en aquella ocasión: No era un mero escritor o un mediocre poeta quien acababa de fallecer, sino uno de esos creadores de ideas que emergen en muy pocos momentos de la historia de los países y de los pueblos.

Se podría decir lo mismo de Sabino Arana. Después de su muerte, se le consideró como un auténtico, si no el mayor, genio político del pueblo vasco. Muchos de los que polemizaron ardientemente con él (Arturo Campión, Resurrección María de Azkue, Miguel de Unamuno, entre otros) reconocieron sus grandes méritos y le rindieron homenaje.

Y es que, ¿no había conseguido, en efecto, despertar, por lo menos en Bizkaia, el hondo sentimiento patriótico adormecido en el corazón de cada vasco?, ¿no había, también, restituido al euskera, hasta entonces despreciado, toda su dignidad? Por la herencia política y cultural que dejó, Sabino Arana, más que el último vasco del siglo XIX, es el primer vasco del siglo XX.

Sabino Arana, como Theodor Herzl, había comprendido que el imaginario guía a los pueblos. Su mensaje es una exhortación al orgullo, a erguirse y al desafío: “Basta de ser lo que no sois. Sed orgullosos de ser vascos”. Por eso, pese a sus detractores, en su mayoría españoles, hoy perdura la profunda huella de Sabino Arana.

La desconocida historia de Pedro Baigorri

45 años después de su muerte por el Ejército colombiano en una emboscada cuando preparaba un grupo guerrillero, la familia de Pedro Baigorri sigue buscando sus restos. Las ideas revolucionarias y la cocina fueron sus pasiones

Un reportaje de Unai Aranzadi

Pedro Baigorri, cocinero en el Hotel Yoldi de Iruñea.
Pedro Baigorri, cocinero en el Hotel Yoldi de Iruñea.

Hubo funeral, pero no sepultura. Más allá de una escueta nota de la embajada de España en Colombia, la familia no recibió nada en su casa de Iruñea. Ni cuerpo, ni restos óseos, ni cenizas. Ni tampoco un relato veraz de cómo lo mató el Ejército colombiano. Nada. Corría el final de 1972, y tanto para el régimen conservador de Misael Pastrana, como para la dictadura de Francisco Franco, Pedro Baigorri Apezteguia (Zabaldika, 1939) era un revolucionario más a borrar del mapa. Aunque todo el barrio de la Txantrea se volcó en el responso, y la homilía del párroco fue transgresora para los tiempos que corrían, tras este llegó un silencio de 45 años que por primera vez rompen los hermanos Baigorri frente a mi bloc de notas. Por increíble que resulte, hasta este año no se había publicado un sólo documento que probara la existencia de un personaje tan fascinante como Pedro. Algo concluyente que trascendiera al mito, al rumor, a una cita de pasada. ¿Quién era aquel cocinero vasconavarro que, según unos pocos testigos, murió tratando de abrir un foco guerrillero?

Caminando por Mañeru, la merindad navarra de donde vienen los Baigorri Apezteguia, a Pablo, hermano menor de Pedro, le brotan los recuerdos. “Cuando mataron a Pedro, la policía interrogó en la comisaría de Pamplona a mi padre, y después estuvimos vigilados día y noche durante mucho tiempo. Menos mal que mi padre era guardia retirado y aquello atenuó algo la presión que hicieron”. Porque el padre de los Baigorri era guardia civil. “Un guardia civil de ideas republicanas que se metió en el cuerpo al quedarse sin trabajo tras la guerra”, asegura Pablo y corrobora Angelines, su hermana mayor. “Es que tras el golpe del 36, le mataron a un amigo sindicalista y él tuvo que huir al monte, pero tras la intermediación de un conocido pudo salvar la vida, y lo que le dio la seguridad plena fue meterse al cuerpo, no sólo por trabajo, sino para quitarse la fama de republicano que arrastraba”, explica.

Siendo un adolescente, Pedro Baigorri, un aficionado a los trucos de magia que destacó en el barrio por su habilidades para el judo, entró en la cocina del Hotel Yoldi como pinche. Corría el año 1954, y el alojamiento pamplonica vivía su década dorada. Charlton Heston, Deborah Kerr o Anthony Quinn, eran algunas de las muchas estrellas que pasaban por su comedor en Sanfermines. Entre fogones, Pedro fue tratado como un hijo por uno de los cocineros. Según recuerdan sus hermanos, un guipuzcoano vasquista con ideas de izquierda. Tras unos pocos años en la cocina del Hotel Yoldi, su padrino a los fuegos le abrió las puertas del Hotel María Cristina en Donostia. Angelines, cinco años menor que Pedro, recuerda un detalle importante. “Desde Pamplona hasta San Sebastián hubo dos cosas que no dejó nunca. Las clases de francés, y el judo”. Todo apunta a que Pedro planeaba un salto al otro lado de la muga, donde la familia cree que tenía contactos políticos. “Pero antes de abandonar la cocina del María Cristina le pasó una anécdota muy curiosa”, recuerda con humor Angelines. “Uno de los días que el Azor estaba anclado en La Concha con Franco a bordo, le ordenaron que cocinara para el generalísimo. Y allí que fue a prepararle unos platos”. Pasado un año en Donostia, Pedro anunció que se marchaba a París.

Hervidero de ideas En la romántica Rue de la Harpe, situada en pleno corazón del barrio latino, Pedro no sólo encontró alojamiento y trabajo en un restaurante cercano, sino además, el espacio vital que buscaba: jóvenes que hablaban su mismo idioma y todo un hervidero de ideas revolucionarias, en gran medida, traídas por los primeros refugiados políticos que iban huyendo de las dictaduras latinoamericanas. También se matriculó en la Nouvelle Université para seguir aprendiendo francés, lugar en el que en 1960 conoció al que sería el amor de su corta vida, Colombia Moya; una hermosa bailarina mexicana de cierto renombre internacional que decidió dar un respiro a su ajetreada carrera en la capital gala.

Cincuenta y seis años después de aquel flechazo, Colombia Moya accede a verse conmigo para hablar por primera vez sobre su pasado en causas de las que teme dar muchos detalles. “Teníamos amigos comunes, y militamos juntos haciendo esas cosas que se hacían entonces”, recuerda cautelosa. Colombia, que se llama así por su madre, natural de aquel país, se esfuerza en no dar detalles de siglas u organizaciones, pero deja entrever que Pedro y ella estuvieron implicados en actividades clandestinas. “Haciendo un recado de incógnito en Bélgica, tuvimos que viajar en tren y compartir piso en Bruselas. Fue así como empezamos nuestra relación afectiva”. Ella lo recuerda como un chicarrón algo provinciano pero muy noble en sus principios. También algo exótico por su meteórica carrera como chef, pues con sólo 21 años, Pedro dio el salto al Príncipe de Gales, un conocido hotel de lujo en el que fue jefe de grupo.

En aquellos años tan definitorios, los padres de Pedro viajaron a París para abrazar a ese hijo responsable que mes a mes, les enviaba parte de su sueldo a casa. “En aquel viaje, Pedro le dijo a mi madre que quería llevarla con él a Rusia, un país que por las cosas en las que andaba visitó”, recuerda Pablo. “Para mí”, dice su hermana, “que cuando le dijo a mi madre que fuese con él a Rusia, lo que Pedro quería era estar con ella a solas y poderle explicar cómo entendía el mundo y las cosas que iba a terminar haciendo, pero al final no se dio la oportunidad y mi madre siempre se quedó con pena de no haber podido aprovechar ese viaje”, recuerda Angelines.

Con el flamante éxito del Movimiento 26 de Julio en Cuba, gran parte de la flor y nata revolucionaria visitaba asiduamente la delegación cubana de París, y aunque no se sabe exactamente cómo fue, resulta plausible que allí Pedro hiciera muy buenas migas con la embajadora, Rosa Simeón. No sólo porque compartían ideas de izquierda, sino porque la ascendencia de Rosa también clavaba sus raíces en Navarra. “La cosa es que en París, Pedro conoció a Núñez Jiménez, quien fuera barbudo en la Sierra con Fidel, y luego director del Instituto Nacional de Reforma Agraria”, resume Colombia Moya. “Él le invitó a Cuba para comenzar una plantación de champiñones dentro de una gran cueva, así que después de que él se fuera, yo le seguí más tarde llevando yo misma los champiñones. Debía ser el año 1962”. Los meses que Pedro estuvo sólo en Cuba, vivió en el hotel Habana Libre, pero con la llegada de Colombia, la pareja se instaló en un chalet de Miramar, pegado a la residencia del influyente Núñez Jiménez. “Muy rápidamente, Pedro empezó a codearse con lo más alto. Le tenían confianza todos”, asegura la mejicana. “Fidel le apreciaba mucho, y también Raúl. Recuerdo el día que conocí al Che en una cena de nuestro círculo. Fidel era muy expresivo y hablador, pero el Che observaba en silencio desde su esquina. Era muy hermoso y muy agradable. Me pareció como un ángel”. Pedro no sólo se ocupó del proyecto de los champiñones, sino también de otros asuntos de la industria turística. En esa labor, fue, además de asesor en cuestiones de hostelería, responsable de la importación de vino navarro a Cuba. Un pedido enorme a bodegas Sarriá que aún es recordado por algunos de sus más veteranos empleados. “Pero un día tuvimos una discusión muy fuerte y rompimos”, recuerda Colombia Moya. “No le volví a ver más, aunque cuando supe de su muerte, me dio mucha lástima”, admite con tristeza.

Curso de guerrilla Fue en esa etapa solitaria cuando Pedro conoció a Tulio Bayer, un médico colombiano que en 1962 tuvo un sonado éxito al frente de una efímera guerrilla del Oriente colombiano. Junto a este, estaba William Ramírez, un joven estudiante de sociología con el que tuve la oportunidad conversar largo y tendido en su casa de Bogotá. “Tulio, Pedro y yo hicimos el curso de guerrilla de los cubanos. Muy bueno e intensivo, como de tres meses o más. Aprendimos cosas como usar explosivos, armas y comunicaciones. Al terminar, cuando llegó la hora de viajar a Colombia para iniciar nuestra insurrección, lo hicimos pasando por París, como maniobra de distracción para que no se viese que veníamos de Cuba”. A su paso por Europa en 1967, Pedro pudo acercarse a Pamplona para ver a su familia. Sería la última vez que lo verían con vida. Con Tulio Bayer, William Ramírez y Pedro Baigorri nacía una nueva y singular guerrilla de tres. De esta fueron testigos los escasos colombianos que habitaban su área de operaciones en la Sierra Nevada de Santa Marta. “Nosotros estábamos acampados a media altura. Alrededor nuestro y por debajo, campesinos, y subiendo, los indígenas”, recuerda William Ramírez. Siendo una tropa de tres, sin apoyo logístico y nula financiación, aquella aventura estaba abocada al fracaso; y por si fuera poco, Tulio comenzó a abusar del trago. Según afirma William, “se la pasaba emborrachándose, escribiendo y fumando, hasta que un día le dije a Pedro que había que hablar claro con él. Lo hicimos, pero Tulio lo negó todo, y desde entonces el tipo sabía que yo era su opositor allá”. Un día, con la excusa de querer cazar el alimento del día, Tulio disparó a William. De aquel episodio, el sociólogo guarda un detalle que revela parte de la personalidad de Pedro. “Yo quise hacerle un juicio de guerra a Tulio para matarlo por intentar darme, pero cuando se lo dije a Pedro, me miró con pánico, como diciendo, ¿usted está loco? Así que al final, simplemente nos fuimos”.

De vuelta en la capital, William, Pedro y otros jóvenes de izquierda crearon una milicia urbana en tanto que solicitaron un encuentro con la cúpula del ELN para discutir su posible incorporación a la guerrilla guevarista. Mientras, para poder sobrevivir económicamente, Pedro recuperó su oficio de chef en una de las mejores cocinas de la ciudad, la del Hotel Presidente. Pero el tiempo iba pasando y el ELN no les recibía, así que tras un par de años de exasperante espera, Pedro ideó una alternativa mediante la cual dar cauce a sus ideales revolucionarios. Alfredo Molano, compañero de Pedro en la milicia urbana de Bogotá, y uno de los cronistas que mejor conoce la historia de las guerrillas, lo recuerda así. “Él era un personaje muy misterioso, y muy atractivo por lo tanto. Misterioso porque venía de la vieja escuela clandestina que se daba en los años cincuenta. Fíjate que en París, él estuvo trabajando con los argelinos del Frente Nacional de Liberación…”. Según Molano, Pedro se fue al Departamento del César para activar, junto a un puñado de campesinos, un nuevo foco guerrillero. Sin embargo, la gesta no duraría mucho. La primera semana de octubre de 1972 el Ejército le preparó una emboscada en la que murió acribillado junto a otros dos campesinos. Según Molano, “lo mal enterraron en la Serranía del Perijá tras cortarle una mano para identificarlo”. 45 años después, la familia lo sigue buscando.

El padre Arrupe un hombre para los demás

Pedro Arrupe marcó una trayectoria determinante en la Compañía de Jesús al llevarla a una nueva realidad con la búsqueda de la justicia social como compañera de la promoción de la fe. El empeño le proporcionó alegrías y sinsabores

Un reportaje de Jon Artabe

En 1938, el padre Arrupe fue destinado a la misión de Japón donde le tocó vivir el bombardeo atómico de Hiroshima.
En 1938, el padre Arrupe fue destinado a la misión de Japón donde le tocó vivir el bombardeo atómico de Hiroshima.

EL martes 14 de noviembre se cumplirán 110 años del nacimiento de Pedro Arrupe, vigésimo octavo prepósito general de la Compañía de Jesús, el segundo de origen vasco después de su fundador, San Ignacio de Loyola. Los jesuitas han organizado varios actos de celebración en Arrupe Etxea, en Bilbao, en honor al jesuita bilbaíno que los lideró en uno de los momentos más cruciales de su ya larga historia de casi 500 años.

Pero, ¿quién fue el padre Arrupe? De padres originarios de Mungia, Pedro Arrupe nació en Bilbao el 14 de noviembre de 1907 en la calle de la Pelota (en la actualidad una placa indica la casa donde nació). De familia de clase media, perdió a su madre a los 8 años y, más tarde, mientras estudiaba en la universidad, a su padre. Estudió en el colegio de los Padres Escolapios y desde niño participó en la Congregación Mariana de San Estanislao de Kostka, promovida por los jesuitas. Cursó sus estudios de Medicina en Madrid, donde compartió pupitre con un futuro premio Nobel, Severo Ochoa, y tuvo como profesor al que sería presidente del Gobierno de la República en 1937, Jesús Negrín. Mientras estudiaba Medicina tuvo sus primeras experiencias con la pobreza, asistiendo a familias pobres, marcándole profundamente la experiencia de una visita a una viuda y sus hijos en su hogar de Vallecas. Más tarde, tras la muerte de su padre, acompañado de sus hermanas, realizó un viaje a Lourdes en el que tras asistir a tres sanaciones milagrosas decidió hacerse jesuita, ingresando en Loyola.

Durante su preparación como jesuita, a Arrupe le tocó vivir los avatares por los que pasó la orden. Entre ellos, la salida de los jesuitas de España después de la llegada de la II República y el decreto de disolución, y, tras la expulsión, durante su estancia en Bélgica, la huida del avance nazi, pasando a Holanda, y, más tarde, la marcha a los Estados Unidos para proseguir en su formación.

Destinado a Japón Tras su periplo europeo y norteamericano, Arrupe fue destinado como maestro de novicios a Japón, tierra recorrida por su querido San Francisco Javier. La historia le llevó a estar en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, día en el que la ciudad japonesa fue bombardeada con la bomba atómica. La onda expansiva le sorprendió al futuro general de los jesuitas en la sede del noviciado, a pocos kilómetros del epicentro de la explosión. La violencia de la deflagración le arrojó al suelo de su despacho, desde donde pudo observar que las agujas del reloj se habían detenido. Según explicaba el padre Arrupe, algo se paró también en su vida en aquel momento. Pero, sin detenerse ante la adversidad, el jesuita bilbaino hizo del noviciado un hospital de campaña, donde atendió a cientos de víctimas de la explosión. Fue también el primer occidental que entró en la ciudad devastada. Aquella experiencia lo marcó para el resto de su vida, y, en adelante, le hizo recorrer el mundo para dar testimonio de su experiencia.

En Japón, don Pedro descubrió que la injusticia del hombre para con su prójimo podía ser inmensa y, a la vez, la necesidad del cristiano de tratar de evitar la injusticia en todas sus expresiones. Su fama como testigo de Hiroshima se extendió por todo el mundo, llevándole primero a ser nombrado provincial de la orden en Japón y, más adelante, en 1965, tras la muerte del prepósito general Jean-Baptiste Janssens, a ser elegido en la trigésimo primera Congregación General de los jesuitas nuevo líder de la Compañía de Jesús.

A partir de entonces, al jesuita bilbaíno le correspondió dirigir una de las organizaciones más importantes de la Iglesia católica, en uno de los momentos más inestables tanto para la Iglesia como para la Humanidad. Eran los años posteriores al Concilio Vaticano II, que correspondieron con el Mayo del 68, la guerra fría, la cultura jipi, el Che Guevara… Un mundo en constante ebullición en el que el cambio se acelerará a todos los niveles como jamás se había visto. En este clima, la Iglesia trató de actualizar su mensaje para responder a los nuevos retos planteados por la Humanidad y en esta labor Arrupe condujo a la Compañía entre los que querían seguir como hasta entonces, y los que pretendían cambiarlo todo.

Fe y justicia Y aquí se labró su obra más imperecedera. Arrupe, fiel al seguimiento de Cristo, trató de llevar a la Compañía de Jesús a la nueva realidad, constatando que ya no se podían dar respuestas antiguas a los problemas del momento. Trató de orientar la vida religiosa, no sólo promoviendo la fe, sino también la justicia. Entendió que los jesuitas, por fidelidad al Evangelio, tal y como venían haciéndolo a lo largo de la historia, debían promover la justicia social, aunque fuera a costa de la vida de muchos de ellos y de la incomprensión de algunos sectores de la Iglesia y de la sociedad.

Los jesuitas no sólo debían amar y servir, estaban obligados a defender a los débiles y a los sufrientes. Esto supuso un tiempo nuevo para la Compañía de Jesús, que según algunos estudiosos significó una tercera etapa en la historia de la orden ignaciana. La primera correspondería a la fundada por San Ignacio en 1540, la segunda comenzaría con la restauración de la orden tras la supresión de 1773, y la tercera estaría marcada por el liderazgo de Arrupe y caracterizada por el denominado giro social.

Según Arrupe, la Iglesia no podía dar la espalda a las injusticias humanas, y debía ser verdaderamente profética, denunciando cualquier injusticia, y tratando de transformar el mundo en un lugar más justo. Sin embargo, para algunos críticos del general jesuita, el giro social significaba olvidarse de la fe y abandonar la verdadera misión de la Compañía, una mera claudicación frente al comunismo. Estos críticos resumían su pensamiento con la frase: “Un vasco creó la Compañía, y un vasco la destruirá”. A pesar de esta oposición, alimentada por unos medios de comunicación que amplificaron la imagen de conflicto entre la Compañía y el Vaticano, Arrupe no desfalleció en su empeño.

La llegada de Juan Pablo II no logró suavizar las críticas a la Compañía, y la incomprensión con el Vaticano aumentó. El voto jesuita de obediencia al Papa llevó al general vasco a renunciar a su cargo, pero Juan Pablo II no aceptó la dimisión, e hizo que el padre Arrupe tuviera que continuar al frente de la Compañía a pesar de no sentirse con fuerzas para ello.

En sus últimos viajes, dejándose interpelar por el sufrimiento de los boat people del sudeste Asiático, término con el que se conoció a los más de dos millones de vietnamitas que, a bordo de embarcaciones precarias, trataban de escapar del régimen comunista de su país entre 1975 y 1992, ideó la creación del Servicio Jesuita al Refugiado, primera organización internacional dedicada exclusivamente a la ayuda a los refugiados y que hoy en día continúa en su labor de ayuda a los desplazados.

En 1981, a la vuelta de un viaje a Filipinas, el padre Arrupe sufrió una trombosis cerebral que le dejó incapacitado, además de limitarle severamente la comunicación. Esto era suficiente para convocar una nueva Congregación General con el fin de elegir un nuevo sucesor. Sin embargo, el Vaticano intervino eligiendo una comisión que, durante dos años, organizó la transición. Fueron momentos difíciles para la Compañía, que solo se superaron con la elección del nuevo general en la persona de Peter Hans Kolvenbach en 1983.

Más cerca de Dios Mientras, Arrupe, desde su habitación en la curia de Roma, cuidado por su enfermero, vivió diez años más, iluminando con su fragilidad y su testimonio la nueva etapa de la Compañía que él lideró en su renovación. Como él dijo, aquellos momentos de sufrimiento, significaron un momento de máxima dependencia respecto a Dios, lo que para Arrupe supuso la experiencia más cercana a Dios de su vida. Pedro Arrupe falleció en 1991, dejando un imperecedero recuerdo en la Compañía y en la Iglesia.

La llegada del Papa Francisco ha revitalizado el legado de Arrupe. Ambos se conocieron, ya que Francisco fue provincial de los jesuitas en Argentina entre 1973 y 1979. El estilo de Francisco, su preocupación por los inmigrantes, refugiados, enfermos, niños, hasta su estilo mediático, alegre y jovial ante las masas, recuerda al de Arrupe; entusiasmado y comprometido con acercar el mensaje del Evangelio a las personas y realidades que necesitan salvación.

Francisco, al inicio de su pontificado, en la misa que celebró en 2013 el día de San Ignacio en la iglesia del Gesù, iglesia madre de los jesuitas en Roma, se acercó a la tumba de Arrupe y acarició la imagen que aparece en la lápida. Fue todo un reconocimiento al padre Arrupe y a su legado. Un legado que había sido, en cierta manera, silenciado debido a las tensiones que habían surgido con ciertos sectores de la Iglesia, pero que ahora van aflojándose, y que poco a poco hacen que el legado de este vasco universal vaya haciéndose cada vez más visible. Todo ello apunta a que el legado de Arrupe en los próximos años florecerá.

Pero es quizás el momento también para que no sólo los jesuitas, sino todos en general, especialmente los vascos, seamos capaces de recuperar el recuerdo de un bilbaino, cuya vida y obra contribuyó a formar su época. Como él decía: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido”. Y verdaderamente, el mundo no siguió siendo el mismo.

Por ello, no es vano decir que Arrupe fue un vasco universal. Le correspondió estar en algunos de los lugares y momentos más cruciales de los años que le tocó vivir, pero, sobre todo, en su búsqueda de un mundo en el que los más débiles y los que más sufren tuvieran cabida en la historia, intentó transformar al mundo.

Don Pedro Arrupe fue un hombre que tuvo que navegar en una época histórica tempestuosa, pero que trabajó sin descanso para que la Iglesia y la Compañía de Jesús fuesen capaces de ser más fieles al Evangelio.

La palabra cumplida de Aguirre a Companys

El primer lehendakari, agradecido por cómo le acogió Catalunya en la guerra, prometió al president que le acompañaría si tenía que salir al exilio. y lo cumplió

Un reportaje de Iban Gorriti

Aguirre y Companys, en un acto público celebrado en octubre de 1938 en Barcelona. Foto: Archivo de Jesús Elosegi
Aguirre y Companys, en un acto público celebrado en octubre de 1938 en Barcelona. Foto: Archivo de Jesús Elosegi

Las palabras del vicesecretario de comunicación del Partido Popular, Pablo Casado, pusieron la piel de gallina a más de una persona que las oyeron, leyeron, en definitiva, sintieron semanas atrás: “No tenemos nada que ceder ni negociar con los golpistas. El que la declare (por la independencia en Catalunya), lo mismo acaba como el que la declaró hace 83 años”.

Ocurrió el pasado 9 de octubre. Pablo Casado -de forma paradójica, nieto de un médico republicano de UGT que sufrió el franquismo- envió el mensaje al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, al que comparó con su homónimo Lluís Companys (1882-1940). El histórico president catalán declaró la independencia de Catalunya el 6 de octubre de 1934. Desde entonces han transcurrido poco más de 83 años. Por ello fue encarcelado y tras ser detenido por la Gestapo fue fusilado por el régimen totalitarista de Franco el 14 de octubre de 1940, en Montjuic. El malogrado político se convirtió en el único presidente en toda Europa asesinado por el fascismo. “Fue falsamente acusado de sedición, juzgado sin garantías procesales, condenado a muerte y fusilado”, valora en un estudio Marc Pons.

Sin embargo, 77 años después de aquel asesinato de Estado aún resuena el apoyo agradecido del lehendakari José Antonio Aguirre (1904-1960) a Companys. Todavía nuestros mayores retienen frases del presidente natural de Getxo como: “Siempre con Catalunya”. De hecho, prometió al president catalán que si este último algún día tenía que poner rumbo al exilio, él le acompañaría. Y cumplió su palabra.

Lo hizo quien tras estallar la guerra el 18 de julio de 1936 ya difundió el siguiente recado: “La causa de la libertad catalana era la causa de la libertad vasca. Así lo había de entender un espíritu recto”.

En 1939 Aguirre se unió a Companys y acompañados por sus gabinetes cruzaron la frontera para llegar al Estado francés. El lehendakari viajó de París -donde estaba exiliado- a Catalunya en la noche del 24 al 25 de enero. Como curiosidad, días antes, el 22, se publicó por última vez en Catalunya el diario Euzkadi, editado en Barcelona por el PNV desde diciembre de 1937, y ese mismo día se dio orden a los hospitales que gestionaba el Gobierno de Euzkadi para el cierre de los mismos y la evacuación del personal y enfermos.

El 23, Companys había cenado con Josep Andreu i Abelló, presidente del Tribunal de Casación de Catalunya. Ambos recorrieron en coche las calles desiertas de Barcelona. Andreu narró ese último paseo nocturno de Companys por la capital: “Fue una noche como nunca olvidaré. El silencio era total, un silencio terrible, como solo se advierte en el punto culminante de una tragedia. Fuimos a la plaza de Sant Jaume y nos despedimos de la Generalitat y de la ciudad. Eran las dos de la madrugada. La vanguardia del ejército nacionalista estaba ya en el Tibidabo y cerca de Montjuict. No creíamos que volviésemos jamás”. Companys salió de Barcelona a las tres de la madrugada del día 24.

Según narra el historiador de Sabino Arana Fundazioa, Iñaki Goiogana, Manuel Irujo acompañó a Aguirre. “La misión que se habían impuesto era, por una parte, coordinar las labores de evacuación y, por otra parte, asistir a la que resultaría última sesión plenaria de las Cortes de la República”, subraya.

El 26, la ciudad condal fue ocupada por los sublevados. El lehendakari, ante la imposibilidad de llegar a Barcelona, se instaló en Port de Molins. El 4 de febrero, el lehendakari decidió abandonar Catalunya y partir hacia Francia, “pero no quiso hacerlo solo”, enfatiza Goiogana. Quiso hacerlo acompañando al president de la Generalitat, Lluís Companys.

cruzar la frontera Los dos presidentes supieron que Manuel Azaña, Juan Negrín y Diego Martínez Barrio, presidentes de la República, del Gobierno y de las Cortes, respectivamente, también querían pasar a Francia. “Los cinco acordaron cruzar juntos la frontera y hacerlo por un punto poco frecuentado. Sin embargo, cuando al día siguiente, 5 de febrero, los presidentes vasco y catalán se acercaron a la casa donde habían pasado la noche los más altos cargos de la República se encontraron con que estos habían marchado ya, sin esperarles como habían convenido, y no les quedó otra que emprender el ascenso del collado de Manrella y, una vez coronada la cima, bajar a Les Illes, primer municipio francés”, agrega el investigador.

A juicio de Goiogana, el recorrido que hicieron juntos el lehendakari Aguirre y el president Companys venía a ser una metáfora de la situación del momento y de lo que vendría más tarde. “Se dice que Companys, al llegar a Les Illes, llevaba el dinero justo para pagarse una tortilla. No tenían más, ni él ni su Ejecutivo, despojados por parte del Gobierno de la República de las cantidades de dinero previstos para la evacuación cuando los camiones de la Generalitat que lo transportaban a la frontera pasaron por Figueres”.

Cuatro años después y tras haber sido ejecutado Companys, del puño de Aguirre quedaron escritas las siguientes reflexiones en su libro De Gernika a Nueva York, pasando por Berlín (1943). “Salía el presidente de Cataluña señor Companys por el monte, camino del exilio. A su lado marchaba yo. Le había prometido que en las últimas horas de su patria me tendría a su lado, y cumplí mi palabra. También el pueblo catalán emigraba, y también la aviación de Hitler, Mussolini y Franco, asesinaba a mansalva a aquellos peregrinos indefensos. (…) Yo miraba con dolor a los fugitivos, porque para nosotros los vascos se había guardado en Francia aquellas normas de pudor que impone la desgracia. Se nos atacó y calumnió por los bien pensantes, pero vivimos en nuestras propias instituciones y fuimos distinguidos con afecto por las autoridades y personalidades de todas las ideas”.

Un siglo de concejales abertzales en Iruñea

Los tres primeros concejales jeltzales accedieron al Ayuntamiento de Iruñea en 1917; su gestión hizo que en 1922 se les unieran otros cinco ediles abertzales más

Un reportaje de Josu Chueca

Francisco Lorda, pintado por Ciga.
Francisco Lorda, pintado por Ciga.

Era la cuarta vez que lo intentaban. Habían presentado candidaturas en 1911, 1913 y también en 1915, pero hasta las elecciones del 11 de noviembre de 1917, no pudieron conseguir las ansiadas primeras actas de concejal en el Ayuntamiento de Iruñea los candidatos jeltzales Francisco Lorda Yoldi, Felix García Larrache y Santiago Cunchillos Manterola. Aunque en las anteriores convocatorias citadas, habían presentado gente muy cualificada y conocida -Manuel Aranzadi, Cipriano Monzón, Serapio Esparza- la hegemonía liberal y carlo-integrista solo fue acompañada por representantes de las distintas facciones derechistas de ámbito estatal (mauristas, romanonistas…).

Tan solo a partir de 1913, con la puntual entrada de concejales socialistas, un atisbo de heterodoxia empezó a fisurar el bloque conservador de la capital navarra. Esta fina veta de pluralismo, en la Iruñea de principios del siglo pasado, se agrandó cuando la alternativa nacionalista irrumpió con los citados Lorda, García Larrache y Cunchillos en el Ayuntamiento de la capital navarra.

Sin duda, de los tres, el más destacado era Santiago Cunchillos, quien, abogado de profesión, había sido secretario de la Diputación navarra en los años 1909-1913. Dimitido, en circunstancias aún no esclarecidas (oposición a un contrafuero o enfrentamiento con algún diputado) le daba a la candidatura de 1917 un relieve muy cualificado en el plano político administrativo. Cunchillos, originario de Aoiz (1882), se había vinculado desde su juventud a actividades y organizaciones vasquistas de corte cultural. Como militante del PNV presidió el Centro Vasco en 1915, año en el que se presentó por primera vez a las elecciones municipales. Tras su entrada en el Ayuntamiento, repitió cargo en las elecciones de 1922. Desposeído de su acta por la dictadura primorriverista no la recuperó hasta el breve periodo de 1930-1931.

Proclamada la República, participó en la Comisión dinamizada por Eusko Ikaskuntza para la redacción del Estatuto General del Estado Vasco, popularmente conocido como el Estatuto de Estella. Exiliado en 1936, integró la Delegación del Gobierno vasco, constituida en Buenos Aires en 1938, donde fallecería en 1953.

También padeció el exilio Felix García Larrache. Originario de Iruñea (1880) era el hermano primogénito del luego dirigente republicano Rufino G. Larrache. Félix, nacionalista desde su juventud, compartió estudios y afinidades en Tolosa, con sus amigos y luego significados dirigentes peneuvistas Jose Eizaguirre y Doroteo Ziaurriz. Tras realizar la licenciatura de Farmacia en Madrid y de Análisis Biológicos en el Instituto Pasteur de París, abrió farmacia en Iruñea, en los bajos de la casa familiar. La guerra lo llevó al destierro, junto al resto de su familia, siguiendo el camino de algunos de sus progenitores, ya instalados en Baiona desde el siglo XIX, con una continuidad hasta el presente, como lo atestigua el largo exilio de su sobrino recientemente fallecido en la capital labortana, Javier García Larrache.

El último de ellos, Francisco Lorda Yoldi (Iruñea, 1877) era empleado administrativo en el Instituto Provincial de Enseñanza. Vinculado al PNV desde su fundación en Iruñea, fue presidente del Centro Vasco en 1926 e integrante de la Comisión pro Reunificación PNV-CNV en 1930. Fue, sin duda, el más relevante y activo de los tres en la política municipal. Seguramente por ello se intentó inhabilitarle, sin conseguirlo, argumentando la supuesta incompatibilidad con su actividad profesional. Por el número y por la variedad de temas planteados por Lorda, en el Ayuntamiento pamplonica, fue en sus periodos como concejal el más activo y relevante de la minoría nacionalista y del conjunto de ediles allí representados.

Ambiente ‘caliente’ Las elecciones en las que fueron elegidos, celebradas el domingo 11 de noviembre de 1917, eran comicios municipales ordinarios, para la renovación bienal de los ayuntamientos, pero se dieron enmarcadas por la situación muy especial que se vivía en todo el Estado desde el reciente verano-otoño calientes de 1917.

A la convocatoria de huelga general por parte de las organizaciones de izquierdas como el PSOE, UGT… y la consiguiente represión gubernativa, se sumaba la abortada asamblea de parlamentarios intentada en Barcelona. En el ámbito vasco destacaba el rebrote de la reivindicación nacionalista que vino materializado por el Mensaje de las Diputaciones de Bizkaia, Gipuzkoa y Araba a la monarquía española, pidiendo la reintegración foral o en su defecto un amplio reparto de competencias autonómicas a favor de las diputaciones citadas.

En este especial contexto, cuatro candidaturas concurrieron a las urnas para completar la máxima entidad municipal navarra. Tres lo hicieron mediante coaliciones: la Alianza Liberal, agrupando a los partidos liberal democrático y conservador y al Partido Republicano; una segunda entente, conformada por mauristas y liberales albistas, flanqueados por la izquierda por el más significado dirigente socialista local, Gregorio Angulo, y la tercera de ellas, la conformada por los militantes peneuvistas Lorda, G. Larrache y Cunchillos y los integristas V. Lipuzcoa y E. Ariz. Completaba estas opciones electorales, el único partido que no concurrió coaligado, el carlista, que aún yendo en solitario se hizo con la mayor parte (7) de las actas en litigio.

La entrada en el Ayuntamiento, por parte de los jelkides Lorda, Cunchillos y García Larrache era la consecuencia de la política de implantación y desarrollo que su corriente venía experimentando en Nafarroa en general y en Iruñea en particular, desde su aparición en la primera década del recién iniciado siglo XX. Enlazando con el ya finiquitado impulso de los euskaros, quienes, a través de la Asociación Euskara de Navarra, habían acercado al vasquismo cultural y nacionalismo político a algunos de los primeros conspicuos nacionalistas -Estanislao Aranzadi- y sobre los ecos de la extraordinaria y pionera movilización de la Gamazada, la apertura de los primeros Centros Vascos (plazuela de San José, 1910; Palacio de Marqués de Guirior en Zapatería 50, 1913) les había dado un extraordinario soporte organizativo, complementado en el plano político con la aparición de organizaciones locales y con su coordinación desde 1911, a través del Napar Buru Batzar. La aparición en ese mismo año del semanario Napartarra les dotó, hasta el surgimiento del diario La Voz de Navarra (1923), de la más importante herramienta de popularización de la alternativa jelkide en la sociedad navarra de la Restauración.

Su acceso al Ayuntamiento iruñearra iba a multiplicar cualitativamente su audiencia e incidencia política, tanto en los grandes ejes de la misma, como en las áreas más a pie de calle. Así, en la sesión constitutiva del Ayuntamiento, verificada el día 1 de enero de 1918, la moción presentada por Santiago Cunchillos fue una declaración de intenciones programáticas en toda línea. En ella, además de criticar la inhibición de las autoridades navarras, tanto municipales como provinciales, en la reivindicación de la reintegración foral ya puesta en marcha por parte de las diputaciones de las provincias vascongadas, se protestaba directa y claramente “contra la ley de 25 de octubre de 1839, abolitoria de los fueros o derechos vascos y, por tanto, la Constitución del Reino de Navarra y contra todas las disposiciones emanadas de las Cortes y de los Gobiernos Centrales atentatorias a dichos Fueros”. Como consecuencia de esta moción y tras ese planteamiento, un extraordinario movimiento municipalista se dio por toda Navarra, hasta su culminación en la Asamblea del 30 de diciembre de 1918, donde a nivel de toda la comunidad provincial se planteó “la derogación de la ley abolitoria de los Fueros y la reclamación de la más amplia autonomía posible”.

El día a día Pero, además de esta política general, que confluía con las reivindicaciones entonces planteadas en las distintas capitales vascas, de la mano y voz de estos concejales, cuestiones que atañían a la lucha a favor del abaratamiento del precio del pan, a través de la bajada de su precio por parte de la Tahona municipal del Vínculo; la pavimentación de las calles; la regularización y control efectivo de las contrataciones por parte del ayuntamiento; la oposición a sufragar la construcción de instalaciones militares para el ramo de guerra… multiplicaron la incidencia de esta minoría, mucho más allá de sus tres escaños municipales.

Seguramente por ello, la siguiente renovación parcial del Ayuntamiento, verificada en las elecciones de 3 de febrero de 1922, aumentó su implantación, con la entrada como concejales de otros cinco jelkides más, entre los que se encontraban el renombrado geógrafo y profesor Leoncio Urabayen, el arquitecto Serapio Esparza y el pintor Javier Ciga. Todo ello le dio un relieve al grupo municipal del PNV, segunda fuerza en el Ayuntamiento, que solo la inhabilitación de todos ellos, en la dictadura primorriverista, pudo eliminar. Abundando en esta desaparición como alternativa política municipal, la especial bipolarización de las elecciones parteras del régimen republicano, el 12 de abril de 1931, dejó sin grupo municipal al PNV en el consistorio iruindarra.

Cuando en la transición postfranquista, en las primeras elecciones de abril de 1979, irrumpieron de nuevo, hasta el punto de casi alcanzar la vara de mando los concejales abertzales, alguien con poca información y peor fe pudo pensar que eso era algo novedoso y circunstancial. Pues no, actualmente, a un siglo de los primeros concejales abertzales en Iruñea, en la primigenia ciudad de los vascones, tal como en Donostia, Bilbao o Gasteiz, la máxima makila municipal hace honor a aquellos pioneros como Felix Garcia Larrache, Santiago Cunchillos y Francisco Lorda que, tal día como hoy, entraron en el Ayuntamiento iruindarra por la puerta grande de las urnas.