La Ley de la Mar y los contramaestres de muelle

El tiempo en el que se llevaba a cabo la transformación del Puerto de Bilbao fue testigo del naufragio del barco ‘SS Avlona’, lo que provocó críticas desde la prensa británica y una encendida réplica por parte de la gente de la mar de Bizkaia

Eduardo Araujo

Las enormes olas llegaban desde el noroeste, como los manotazos de un gigante irritado que descargaba su cólera barriendo de la superficie de la mar cualquier objeto que encontraba a su paso. El temporal arreciaba. Era la madrugada del 8 de marzo de 1901 y el fuerte viento llegaba cargado de oscuros presagios, sacudiendo amenazador las ventanas tras las cuales las gentes de mar de Santurtzi y Algorta –y especialmente sus sufridas familias– daban gracias a San Telmo y San Nicolás por encontrarse guarecidos en sus humildes pero seguros hogares, en lugar de estar en ese momento allí afuera, pisando la cubierta de sus frágiles embarcaciones, empapados, ateridos de frío, luchando por sus vidas, murmurando esas mismas oraciones, pero implorando ayuda y no como muestra de agradecimiento.

Algunos de los ojos que tras los cristales se esforzaban por penetrar en la inmensa negrura de la noche, eran arrantzales, pescadores habituales que, cuando surgía la oportunidad y para completar su escaso jornal, se dedicaban a tripular las lanchas y traineras con base en los puertos del Abra, que daban apoyo a los miles de mercantes que arribaban al puerto de Bilbao. En una época en la que el vapor no había impuesto todavía su fuerza y fiabilidad, y los veleros sufrían con la falta o con el exceso de viento y perecían contra las rocas, empujados por las olas y corrientes, aquellos hombres ofrecían a los buques sus servicios como pilotos lemanes, guiándoles con pericia entre los obstáculos y peligros de distintas clases, con la misma seguridad con la que un maestro de ajedrez mueve sus fichas sobre los cuadros del tablero.

Seguían una profesión antigua, que fue datada por escrito por primera vez en el siglo XV, pero que debió de realizarse ya mucho antes y que terminó extendiéndose por la mayoría de los puertos peninsulares. En ella, los bizkaitarras volvieron a demostrar sus extraordinarias dotes en los asuntos de la mar y, como botón de muestra, baste señalar que quienes la ejercieron en el lejano puerto de Cádiz, lo hacían de antiguo agrupados en una asociación de nombre Colegio de Pilotos Vizcaínos de Cádiz.

Pero, además del lemanaje –la raíz etimológica de esta palabra deriva de lema, término usado en euskera para denominar el timón de las embarcaciones–, el forzado pluriempleo obligaba a aquellos marinos a ejercer, al menos, otras dos actividades relacionadas también con el incesante trasiego de buques: el atoaje –remolque a remo de los buques– y el salvamento.

El Abra había comenzado en 1877, de la mano de Evaristo de Churruca, una ambiciosa transformación que pretendía proteger el tráfico marítimo de las salvajes mares del cuarto cuadrante. Mediante muelles, escolleras y diques estratégicamente ubicados, cerrando el paso a los trenes de olas y estabilizando la temible barra de arena de Portugalete, el ingenio del ser humano llegaría a convertir al de Bilbao en uno de los puertos más seguros de Europa. Sin embargo, aquella noche, los chubascos que cruzaban de oeste a este el Golfo de Bizkaia y barrían coléricos la costa vasca, ocultaban a quien no conociese sus aguas algunas de las obras que se encontraban a medio hacer y que finalizarían tres años más tarde, en 1904. Una escollera, sobre la que se levantaría el rompeolas de Santurtzi, constituía, por estar oculto a la vista por unas pocas brazas de agua, el obstáculo entonces más peligroso para el tráfico marítimo. Las autoridades portuarias lo habían señalizado con una voluminosa boya, que se iluminaba convenientemente durante la noche con un dispositivo de aceite de esquisto. Aquella llama cautiva habría de cobrar una importancia capital en los acontecimientos que se iban a suceder en las horas siguientes…

A unas pocas millas de aquella boya y en rumbo directo hacia ella, los 194 caballos de vapor del SS Avlona luchaban contra la fuerza desatada de los elementos, tratando de responder al mandato de su capitán, que había reclamado la entrega de toda la potencia disponible. Era aquella una embarcación mixta vapor-vela, con dos palos: trinquete cruzado y mayor con cangreja y escandalosa, construida en 1880 en Dundee por los astilleros Gourlay&Bros. En el puente, su capitán también perdía su mirada más allá de la proa, tratando de buscar alguna señal que le indicase el mejor rumbo para embocar Bilbao, puerto al que llegaría por primera vez aquella aciaga noche.

Contra la escollera

Impulsado por su máquina y la inmisericorde fatalidad, el SS Avlona surgió de la oscuridad para, ignorando la boya de señalización, chocar contra la escollera en obras de Santurtzi. Toda su estructura gimió con el terrible impacto, mientras en segundos la mar penetraba implacable por los rumbos abiertos en la obra viva e inundaba la sala de la caldera. La terrible explosión sacudió los vidrios de las ventanas en ambas orillas e hizo estremecerse a quienes escucharon el rugido del vapor al escapar violentamente de su confinamiento. De los 26 tripulantes y nueve pasajeros, entre los que se encontraba la mujer del capitán, ninguno salvó la vida y sus cuerpos fueron devueltos a la orilla por las olas durante los días siguientes.

La tragedia del Avlona provocó un debate público sobre las condiciones de navegación del puerto, el mantenimiento de la boya de señalización –se decía que la llama de esquisto se había apagado durante el temporal– y la capacitación del propio capitán. Cierto tipo de prensa británica, entre los que estaba The Daily Record, aprovechó la ocasión para atacar a Bilbao y sus pilotos, acusándoles de “ser una ratonera de muerte”, mal señalizada y con una entrada angosta y letal, y de no haber intentado siquiera el rescate de los náufragos. Señalaban los gacetilleros de las islas que los dos vaporcitos de los prácticos se habían limitado a contemplar el suceso, “cómodamente anclados al socaire del rompeolas”. Respondió a los ataques desde aquí, el propio Evaristo de Churruca, que precisó que en los nueve años desde que se había colocado la boya luminosa, habían cruzado ante ella cerca de 80.000 buques, de los que solo tres sufrieron algún tipo de incidente y siempre a la luz del día y con mar bella. También se pronunció al respecto el comandante de Marina, Víctor María Concas y Palau, que a solicitud de la Asociación de Navieros de Bilbao, pronunció estas palabras, recogidas de forma literal:

“El puerto de Bilbao, es como todos los del mundo, mucho más peligroso cuando está en construcción, que antes y después de acabado, marcada su entrada por boyas y estas luminosas, no tienen ni como boyas ni por la luz, la garantía de un faro en tierra y esto lo sabe cualquier hombre de mar, por consiguiente en una noche tremenda como la del accidente, ningún capitán que conozca su deber pretendería tomar un puerto, en el que entraba por primera vez; no debiendo hacer responsable a nadie, por nuestra parte, de lo acaecido por imprudencia del vapor, no por defecto del puerto ni de su servicio.

Si esto es sensible, no lo es menos los rumores que se dirigen a los prácticos por no haber hecho lo posible para el salvamento de las gentes del Avlona. En la noche de referencia, a pesar de ser el vapor San Miguel que hoy poseen los prácticos, mucho mejor que los dos con que antes hacían el servicio, mal podía estar fuera del puerto, cuando buques tan poderosos como los vapores Musques, Lucero y Pizarro y otros extranjeros, estaban de arribada y no procede a los que podemos mirar la cuestión de alto, como V. E. y los respetables miembros de esa Asociación y el que suscribe, hacernos eco de rencillas de muelle, de los que culpan a un pequeño vapor de no estar fuera, cuando ellos con los grandes trasatlánticos se colocaron al socaire, con muchísima razón”.

Pero, por encima de todas, la respuesta más certera y dolorosa la habían dado a lo largo de los siglos los marinos de Santurtzi, Algorta, Zierbena, Portugalete… que se habían dejado la vida cumpliendo la Ley de la Mar, ese mandamiento único, que llevan grabado a fuego en el alma los que tienen la piel cuarteada por el salitre y que proclama que la solidaridad con el prójimo en dificultades es el primer deber a bordo.

Solamente cinco años antes del naufragio del SS Avlona, al acudir al rescate del vapor inglés Raleigh’S Cross, que había varado en el Banco del Nordeste, la lancha de lemanajeMartinchu, de Algorta, había zozobrado, perdiendo la vida seis de sus diez tripulantes. Los humildes pescadores y pilotos del Abra pagaron infinidad de veces con sus vidas el impulso generoso de proteger a los que sufren y la lista de aquellos que zarparon en auxilio de sus semejantes y jamás volvieron es infinita. El escritor y navegante cántabro Rafael González Echegaray definió a quienes, desde la cómoda distancia e incluso la plena indiferencia, se limitan a criticar despiadadamente los esfuerzos que realizan otros como “contramaestres de muelle”.

Agradecimientos A mi buen amigo, Juan Mari Rekalde, que me dio a conocer esta y otras muchas historias de marinos, sin cuyo competente lemanaje no hubiese podido yo escribir este artículo. A Roberto Hernández, por su magnífica ilustración del SS Avlona, realizada con mimo para esta publicación.

El autor Eduardo Araujo: Periodista santurtziarra y apasionado de la mar. En la actualidad conduce el programa ‘Itsas tantak’, que se emite todos los domingos, de 22.00 a 23.00 horas, en Onda Vasca.

De la tarima a las trincheras: historia de un capitán de las Milicias Vascas, Julián Sansinenea

Pudo haber sido una estrella de la música. Sin embargo, el barítono donostiarra Julián Sansinenea vio cómo la Guerra Civil le llevó a otros frentes. Los de la defensa de Madrid, en los que también demostró su valía

Carlos Iriarte

ERAN las 10.30 de la noche del viernes 13 de mayo de 1932. El barítono donostiarra Julián Sansinenea salía al escenario del Teatro Rialto, en plena Gran Vía de Madrid, para interpretar el papel protagonista de la opereta Katiuska, del maestro Sorozabal, junto a la soprano Conchita Panadés. Debía sustituir al divo Marcos Redondo y para colmo estaba enfermo de apendicitis, pero de su actuación dependía su salto a la escena de la capital. Era, nada menos que, el momento clave de su carrera. Sansinenea demostró lo que valía, y sobreponiéndose al dolor dio una actuación espectacular que se ganó el aprecio de la crítica. Frases como «de espléndidas cuerdas vocales y de una de puradísima escuela de canto», «artista de cualidades magníficas» o «de bella y extensa voz, manejada con singular soltura» acompañaron su nombre en los periódicos.


Grupo de milicianos vascos, frente a las oficinas de la Gal.

Lo que en aquel momento Sansi no podía saber es que su papel de comisario político sería premonitorio del papel que desempeñaría pocos años después al mando de un batallón vasco en el frente de Madrid.

Julián nació a primeros de siglo en Donostia y era hermano de Luis, conocido por su destacada militancia en ANV y por ser capitán del batallón Euzko Indarra. Su tío Hilarión fue presidente del Orfeón Donostiarra, lo que quizás impulsase al joven Sansi hacia la carrera musical. Sea como fuere, acabó tomando clases del maestro de Renteria Ignacio Tabuyo y para principios de los años 30 ya tenía papeles en Marina, de Arrieta, y Las golondrinas, de Usandizaga. Su colaboración con Sorozabal le llevaría a interpretar a Pedro Stakof, el comisario del Soviet de Katiuska, con el que debutó en enero de 1932 en el Victoria Eugenia. El maestro decía de él que «es como un chotito bravo que se come el capote, cuando se lanza hacia las candilejas emborrachado de voz». Su buena relación fue la que le llevó a la Gran Vía en mayo de aquel año.

Tras su exitoso debut madrileño, actuó en diversos teatros de Madrid y Barcelona con moderado éxito, además de tomar parte en varias obras benéficas en favor de los niños pobres y del trabajo de las mujeres. En diciembre de 1934 colaboró con el zegamarra Juan Telleria, que probablemente ya había compuesto el futuro himno de Falange, y en aquel entonces estrenaba la obra El joven piloto, en la que Sansi tenía un papel secundario.

El golpe de estado del 18 de julio de 1936 sorprendió a Julián en Madrid, donde a finales de agosto participó en un concierto en beneficio de los hospitales de sangre, organizado por Unión Republicana, en el Teatro Calderón. Sin embargo, la labor de retaguardia no fue suficiente para él.

En septiembre comenzó la organización de una unidad de combate formada por vascos que se hallaban en la capital. Sansinenea acudió a la llamada de sus paisanos, siendo uno de los primeros miembros de las Milicias Vascas Antifascistas (MVA). Su cuartel se estableció en el Hogar Vasco de la Carrera de San Jerónimo, donde años atrás había cantado el barítono. Las dotes organizativas del torero Emeterio Arreba, Corchaíto de Bilbao, la ayuda monetaria de diversos bancos vascos y el temprano interés del Gobierno de Euzkadi, permitieron reclutar y equipar a más de 200 milicianos, que para primeros de octubre ya se encontraban en Valmojado, a caballo de la carretera de Extremadura. Al mando estaba Vicente Lizarraga Isturiz, un navarro veterano del desembarco de Mallorca.

El frente de Navalcarnero Su primera operación de cierta envergadura fue el contraataque que llevaron a cabo en Navalcarnero, el 26 de octubre. Por ausencia de Lizarraga, Sansi tomó el mando de la unidad, que se comportó bien a pesar del fracaso general de la maniobra, lo que le valió la felicitación de Manuel Irujo. El ambiente era bueno y las trincheras estuvieron animadas por los zortzikos del barítono durante aquellos días.

El primero de noviembre, sin embargo, se reanudó la ofensiva franquista, por lo que los vascos tuvieron que retroceder hasta Pozuelo, sufriendo muchas bajas por el camino. Allí les esperaba Antonio Ortega Gutiérrez, teniente de Carabineros que había dirigido la defensa de Irun unas semanas antes y que ahora se hacía cargo de las MVA. Por su iniciativa, deshicieron su retroceso hasta llegar a Boadilla del Monte, desierta tras ser evacuada por los milicianos. Esta conquista fue recibida con entusiasmo en un momento de grave desmoralización y contribuyó al prestigio de los vascos, que renombraron el lugar como Boadilla de Euzkadi, aunque el nombre no calase entre las masas.

Aquí pasaron el resto del mes en una relativa monotonía que solo fue interrumpida por la llegada de refuerzos. Se trataba de una compañía de la antigua columna vasco-catalana, nutrida de milicianos comunistas que lograron escapar de Irun, que había ido desde Barcelona a combatir en Madrid. Desde primeros de octubre combatieron en las cercanías de San Martín de Valdeiglesias y tras separarse de los catalanes pasaron por Brunete y Navalcarnero. La retirada del 1 de noviembre los llevó de vuelta a la capital, donde quedaron en reserva y donde a finales de dicho mes, se reunirían con el resto de sus compatriotas.

Formado ya un verdadero batallón vasco, la unidad pasó al céntrico frente de Moncloa, donde el ya teniente coronel Ortega se puso a cargo de una nueva brigada, la 40ª.

Frente al paseo que apropiadamente lleva el nombre del compositor de zarzuelas Ruperto Chapí, los vascos defendieron con uñas y dientes sus posiciones, hasta que en enero de 1937 fueron trasladados al sector vecino, frente a la Perfumería Gal. Desde aquí, un grupo de voluntarios irundarras se lanzó a reconquistar las oficinas de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria:

«¡Nos metimos por una ventana negra como el infierno!

¡Yo me llevé un susto tremendo porque se le ocurrió dar un salto a un gato!»

Era otro golpe de suerte, el edificio había sido abandonado. La moral estaba por los cielos. En los ratos libres, Sansi tocaba un piano que encontraron entre las ruinas del barrio, acompañando a los milicianos que cantaban aquella de «Aquí venimos los barbis, que los fulés ya se han ido». En sus trincheras se escuchaban conversaciones en euskera, incluso se lanzaban voces al enemigo que los reporteros a duras penas podían transcribir. Por esas fechas, Lizarraga, que volvía a mandar el batallón, resumía así la razón de su lucha: «Al defenderle [a Madrid], defendemos el estatuto vasco».

No todos los vascos que se hallaban en Madrid estaban en buena situación. El viejo conocido de Julián, Juan Telleria, se hallaba detenido por su conexión con Falange. Su aval fue suficiente para ponerlo en libertad, lo que le salvó la vida. No fue el único que veló por la seguridad de sus paisanos: la Delegación del Gobierno de Euzkadi en Madrid se dedicó a esta tarea durante varios meses, como relató Jesús Galíndez en Los vascos en el Madrid sitiado.

La buena racha de las Milicias Vascas llegó a su fin cuando se les encomendó tomar el Hospital de Cirugía Infantil del Instituto del Cáncer, que se levantaba en una colina a un centenar de metros delante de sus posiciones. Sin más opción que la del ataque frontal, y sin posibilidad de recibir apoyo artillero, los vascos se empeñaron en tomar la posición a lo largo de varias semanas. El batallón sufrió bajas muy severas, incluida la del propio Sansinenea, que tuvo que permanecer hospitalizado varias semanas.

De su estancia en cama se conservan varias cartas dirigidas a su amada, que se encontraba en Barcelona. Era, nada menos que, Conchita Panadés, la soprano con la que coprotagonizó Katiuska en el momento álgido de su carrera. Tras salir del hospital, Julián asumió el mando del batallón con el rango de capitán, ya que Lizarraga partió a combatir en Euskadi. Como los personajes que habían interpretado juntos, Conchita y Julián contrajeron matrimonio en abril, en una ceremonia oficiada por el teniente coronel Ortega.

En el frente el alto mando desistió en sus intentos de reconquistar la Ciudad Universitaria, trasladando sus esfuerzos a la Casa de Campo. La 40ª Brigada pasó a cubrir todo el campus, limitándose a su defensa. El anhelo de reconquistarlo, como paso previo para marchar a combatir en los montes de Euskadi, se desvanecía.

El apoyo de Irujo La jefatura de las Milicias Vascas, cada vez más presionada para abandonar sus rasgos de identidad, se sintió desarropada por el Gobierno de Euzkadi, cuyo interés se volcó en la Brigada Vasco-Pirenaica que se estaba creando en Catalunya. Irujo, que sin duda fue el mayor entusiasta de las MVA en el PNV, trató de gestionar la entrega de una ikurriña y nuevos uniformes –diseñados a imagen y semejanza de los de los miqueletes guipuzcoanos– y organizó la creación de un himno para la unidad con música de Sorozabal y letra de Sansi. Su intento cayó en saco roto.

Los milicianos más jóvenes se habían convertido en entusiastas de la línea de militarización emprendida por el PCE y con Sansinenea como último de los jefes originales del batallón, la resistencia a este proceso no pasó de la correspondencia con Irujo. Las viejas Milicias Vascas Antifascistas se convirtieron en el 158º Batallón y la ikurriña desapareció de los brazos de los vascos.

La unidad pasó el resto de la guerra en la Universitaria, rotando por las distintas facultades, y el Hospital Clínico. Allí se enfrentaron día tras día a la muerte que surgía de las entrañas de la tierra, la letal guerra de minas. La agonía llegó a su fin el 28 de marzo de 1939, cuando Madrid fue rendida a pocos metros de las posiciones de los vascos.

Julián Sansinenea abandonó el batallón antes o durante el golpe de Casado y debió tratar de escapar del país por Alicante, ya que fue hecho preso y trasladado al campo de concentración de Albatera. Telleria no tendría ocasión de saldar su deuda y fue fusilado.

¿Pensaría en él su viuda, Conchita, cuando cantaba estas palabras en 1941?

«La estrella azul de mi querer

ya nunca más brillará,

el fuego aquel que me abrasó

lo apagará mi dolor;

aquel afán que yo sentí

jamás será para mí.»

El autor

Carlos Iriarte

(Zarautz, 1994) Estudiante de 4º de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su especialización se centra en la Historia Contemporánea de España, con hincapié en la Guerra Civil. Es socio del Grupo de Estudios del Frente de Madrid (Gefrema) con el que ha llevado a cabo su investigación sobre las Milicias Vascas madrileñas.

Tras salir del hospital, Julián asumió el mando del batallón con el rango de capitán, ya que Lizarraga partió a combatir en Euskadi

Las maestras, pioneras de la emancipación femenina

Recién pasado el 8 de marzo, recordar la labor que desarrollaron unas auténticas pioneras, hace ahora un siglo, permite recuperar las figuras de las primeras maestras que ejercieron en Bizkaia tras romper moldes y convencionalismos que pretendían coartar sus aspiraciones como mujeres

Un reportaje de Miren Llona

Ahora que estamos estrenando una nueva década, merece la pena recordar cómo fue aquella otra década prodigiosa de los años 20 del siglo pasado para las mujeres. Qué duda cabe que eran tiempos difíciles, especialmente porque el derecho a la educación femenina no estaba plenamente reconocido. Emilia Pardo Bazán, intelectual y escritora de gran prestigio, defendió en el segundo Congreso Pedagógico de 1892 «el libre acceso de la mujer a la enseñanza oficial, permitiéndola ejercer las carreras y desempeñar los puestos a que le den opción sus estudios y títulos académicos».

Elbira Zipitria, con niños y niñas de la ikastola Orixe.

Esto, que en la actualidad resulta una obviedad, no fue ratificado en aquel simposio, en el que 260 delegados votaron a favor del derecho a la educación de las mujeres, pero 290 lo hicieron en contra y 98 se abstuvieron. Así, habría que esperar a 1910 para que las mujeres consiguieran ser admitidas en las mismas condiciones que los hombres en la universidad. La aceptación de las mujeres en aquellos ámbitos que se consideraban patrimonio masculino fue muy lenta y en el curso 1929-1930, solamente el 14% del alumnado de bachiller era femenino y el 5,1% del universitario. Como decía Trinidad Parra, una mujer de Trapagaran, nacida en 1912 y que tuvo la oportunidad de estudiar Filosofía y Letras en Salamanca: «En aquella época la que iba sola a Salamanca parecía que se iba a tirar a la mala vida».

Sin embargo, lo que no había creado controversia era la dedicación de las mujeres a la enseñanza. Ser maestra iba a ser la única carrera femenina legitimada socialmente y convertirse en profesora de la Escuela Normal, la única alternativa profesional prestigiosa para las mujeres con aspiraciones intelectuales. En cierto modo, en aquella sociedad que no se había modernizado todavía, en la que la misoginia era ley y la desigualdad de género estaba profundamente enraizada en las mentalidades de hombres y mujeres, el hecho de que el ejercicio del magisterio exigiera cualidades que también debían compartir las madres en su papel de amas de casa -tales como la bondad, la dulzura, el espíritu de orden, el aseo, la puntualidad o la diligencia-, facilitó, lo que podríamos llamar, la feminización de la profesión.

De hecho, en Bilbao, por ejemplo, en 1901 había cerrado la Escuela de Maestros y en 1902 fue inaugurada la Normal Femenina. El ingeniero Pablo Alzola constató que la Normal de Maestros había cerrado por «la falta de vocación de los vizcaínos», y atribuyó la razón al desarrollo industrial y mercantil de la provincia que proveía a las «naturalezas viriles» actividades más afines a sus cualidades. El Magisterio era reconocido como un trabajo duro y mal pagado: «Con demasiados niños -informaba Leoncio Urabayen a los asistentes al primer Congreso de Estudios Vascos, celebrado en Oñati en 1918-, con malos locales, con insuficiente material y, sobre todo, con semejantes sueldos, ¿qué puede uno exigir sin sentirse inmediatamente desarmado?». El alejamiento masculino de la profesión guardó relación, en el caso de Bizkaia, con una mejora de oportunidades laborales para los hombres y, en ese sentido, la radical feminización de Magisterio en Bilbao formó parte de un proceso en el que coincidieron la desocupación masculina de ese espacio laboral, las necesidades económicas de las mujeres y la creciente división de esferas por criterios de género. Se impuso una lógica aplastante por la que el Magisterio se devaluó en el caso de los jóvenes, que haciéndose maestros parecían demostrar no valer para ganarse la vida de forma más beneficiosa, mientras que, en el caso de las chicas, la que destacaba en sus estudios en una familia se ganaba el privilegio de llegar a ser maestra.

No obstante, no era tan fácil para las mujeres ingresar en la Escuela Normal puesto que muchas veces, a pesar de la valía demostrada por las niñas en las escuelas y de las recomendaciones de las maestras para que siguieran estudiando, las familias no disponían de medios económicos para destinarlos a la educación de las hijas. Es muy significativo el recuerdo de la propia Dolores Ibarruri a propósito de su deseo de llegar a ser maestra: «Estudié, ayudada por la maestra, el curso preparatorio para ingresar en la Escuela Normal con la ilusión de ser maestra, [€]. Todas aquellas ilusiones de adolescente se desvanecieron ante la dura realidad económica. Estudios, viajes, comida, vestidos, libros, representaban un gasto superior a las posibilidades de mis padres». O el testimonio de la joven Charo Allende que, ganado el diploma de honor en la escuela con 12 años y tras el consejo de la maestra para que siguiera estudiando, recuerda cómo en su casa decidieron que «no necesitaban señoritas, que necesitaban quien vaya a la huerta a trabajar».

Aquellas que lo lograban, y llegaban a hacerse maestras, terminaban desarrollando una auténtica conciencia de valía personal, puesto que no solo llegar a estudiar en la Normal había exigido de ellas una constante superación de obstáculos, sino que el ejercicio de la profesión, como constató Urabayen, era también un trabajo duro y exigente. El caso de Carmen Villegas, una mujer nacida en Bilbao en 1910, guarda los elementos determinantes para el impulso de una carrera femenina: brillantes estudios, la atención de unos maestros que repararon en sus capacidades y la confirmación, por parte de la familia, de tales posibilidades. «Saqué plaza enseguida€», rememora Carmen Villegas. «¡Quién me iba a decir a mí que con 18 años me nombrarían maestra de Alonsótegui! Nada más terminar. Y estando en Alonsótegui me presenté a las Oposiciones de Barriada y saqué plaza. Y cuando saqué la oposición no dudé en empezar a trabajar, y ¡cuidado que era duro!».

Muchas veces, la plaza parecía más una condena que un premio a unos estudios abnegados. Las Escuelas de Barriada se situaban en lugares alejados y en el extrarradio de los pueblos. Llegar al puesto de trabajo era una gran aventura que ponía a Carmen en contacto con la realidad urbana y rompía absolutamente con los estrechos moldes de la feminidad doméstica: «Yo iba a Zabálburu a las 5.00 de la mañana» recuerda Carmen Villegas. «Cogía el tranvía de Santurce. Subía la cuesta de Sestao y bajaba a Galindo. Y en Galindo me esperaba a mí el tren porque salía a las 7.00. Y el jefe me hacía señas para que corriera. Y yo decía pero si no puedo… Si más que esto€».

Los cambios en la identidad femenina sobrevinieron automáticamente: asumir la libertad de movimientos por el espacio público, lo mismo que experimentar la realización personal por medio del trabajo pasaron a ser atributos de una identidad femenina nueva en la que ser mujer y desarrollar una vocación profesional no entraba ya en contradicción. En el caso de Carmen Villegas, sus aspiraciones fueron defendidas incluso después del matrimonio: «No le admitía a nadie que yo no trabajara de maestra€ No tengo ni una baja en los cincuenta años que he sido maestra. Yo no admitía que podría dejar la escuela».

Así, hace unos cien años, cuando solo se nos permitía ser maestras, aquellas mujeres fueron precursoras de cambios trascendentales para la emancipación femenina, especialmente en lo que se refiere a la experimentación del trabajo como fuente de satisfacción y de éxito personal. Carmen afirma: «Cambié el barrio. Eso lo puedo decir€ He sido con toda mi alma maestra. La escuela ha sido de mucha lucha, pero yo era feliz».

Muchas de las más insignes impulsoras de los derechos políticos y civiles de las mujeres durante los años 20 y 30 del siglo pasado fueron maestras: María de Maeztu, que en 1915 fundó la Residencia de Señoritas en Madrid con el fin de facilitar la realización de estudios superiores a las jóvenes estudiantes; Benita Asas Manterola, presidenta desde 1924 de la primera asociación feminista que exigía el sufragio para las mujeres; Josefina Olóriz, una de las primeras mujeres elegidas concejala en el Ayuntamiento de Donostia en 1925; Adelina Méndez de la Torre, experta en pedagogía experimental y la única mujer ponente en el primer Congreso de Estudios Vascos en 1918; Polixene Trabudua, maestra de Sondika y activista del nacionalismo vasco; Elbira Zipitria, pedagoga y fundadora durante la Segunda República de la primera ikastola.

La década de los 20 del siglo XX fue verdaderamente prodigiosa y alumbró muchos cambios de gran calado para las mujeres. Además de las maestras, muchas otras mujeres modernas desafiaron las convenciones de la época, siendo no solo las primeras bachilleras y universitarias, sino también las primeras oficinistas y administrativas; las primeras deportistas, periodistas y abogadas y cómo no, también las primeras concejalas, candidatas de partido o diputadas. Fueron muchas las mujeres que se atrevieron a desafiar la norma que establecía que su lugar era exclusivamente la familia y el hogar, y gracias a ellas un nuevo mundo de posibilidades se abrió para todas nosotras.

“El primero que trabó combate”

El Tercio de Vizcaínos y la defensa de Buenos Aires (1807)

La defensa organizada por Martín de Álzaga propició la derrota de las tropas británicas que pretendían invadir Buenos Aires en 1807. El Tercio de Vizcaínos fue decisivo

Reportaje de Mikel Gómez Gastiasoro

La invasión y conquista de Buenos Aires a manos de los británicos en 1806 dio como resultado la creación del cuerpo miliciano conocido como Tercio de Vizcaínos, que tuvo una destacada participación en la defensa de la ciudad ante un nuevo ataque en 1807.

En 1806, Buenos Aires era una urbe con una vibrante actividad mercantil que había crecido durante la segunda mitad del siglo XVIII hasta alcanzar una población de unos 40.000 habitantes. El poblado que en 1580 refundase Juan de Garay se había transformado en un puerto exportador de plata y productos agropecuarios, además de en la capital del Virreinato del Río de la Plata. El pujante comercio de la zona llamó la atención de las casas comerciales de Cádiz, lo que supuso el punto de partida para la llegada de numerosos comerciantes, entre ellos una importante cantidad de vascos, quienes a finales del siglo XVIII suponían el 35% de los comerciantes registrados en la capital bonaerense.

De hecho, los comerciantes más exitosos del momento, como Francisco Segurola, Cristóbal de Aguirre, Vicente Azcuénaga o Domingo Basavilbaso, eran procedentes de tierras vascas. Estos comerciantes mantenían, generalmente, una estrecha relación con su localidad de origen y con su familia que, a menudo, era reforzada gracias a la llegada de parientes enviados a trabajar en el negocio del familiar ya asentado. Además, estos comerciantes conseguían gracias a su riqueza y relevancia social los cargos de las instituciones coloniales como el cabildo o las milicias. Los cargos que estos comerciantes desempeñaban en la organización miliciana eran más bien una cuestión de prestigio que de habilidad militar, porque a pesar de que sobre el papel la milicia de la ciudad reuniese a toda la población masculina libre, la defensa real recaía sobre un escaso número de soldados veteranos. De hecho, los múltiples informes que virreyes y militares hicieron sobre este asunto no auguraban nada bueno respecto a la capacidad de la ciudad para defenderse. El paulatino deterioro del poder de la Monarquía en el Atlántico a causa de sus enfrentamientos con los británicos facilitó una incursión de estos últimos en junio de 1806, lo que demostró definitivamente la debilidad del sistema de defensa del Virreinato.

Unos 1.600 soldados al mando de William Carr Beresford conquistaron y ocuparon Buenos Aires durante 46 días hasta que fueron derrotados por los habitantes de la ciudad y los refuerzos procedentes de Montevideo dirigidos por el marino de origen francés Santiago Liniers. Este, nombrado responsable militar de forma provisional, no dudó en organizar una movilización general que pudiera hacer frente a una nueva y previsible invasión. El virrey Sobremonte, que había huido al entrar los británicos en la ciudad, había quedado muy desprestigiado y sería posteriormente destituido al ocupar Montevideo una pequeña expedición británica de refuerzo, en enero de 1807.

Por territorios Fue en este contexto cómo, el 8 de septiembre de 1806, surgió el llamado Tercio de Vizcaínos, también llamado Tercio de Cántabros de la Amistad en algunas ocasiones. El nuevo sistema de milicias estuvo organizado en función del territorio de origen de los habitantes de Buenos Aires, resultando en la creación de varios cuerpos, con un total aproximado de 8.000 milicianos. El Tercio de Vizcaínos estuvo formado por un total de 523 puestos entre oficialidad, milicianos, tambores y músicos, capellanes y cirujanos. Dentro del Tercio se encontraban dos compañías de asturianos, una de castellanos y una de correntinos procedentes del propio Virreinato. Los originarios de las provincias vascas y sus hijos sumaban un total de 278 plazas agrupados en otras cinco compañías sin incluir a la Plana Mayor del Tercio, a uno de los músicos, a dos capellanes, al cirujano y a su ayudante. Teniendo en cuenta que a partir de un censo de 1810 se estima una población vasca total en Buenos Aires de 350 personas, este es un dato significativo. Esta proporción tan alta puede explicarse atendiendo al perfil del residente vasco en la ciudad, determinado por una abrumadora mayoría de hombres en edad militar que habían llegado para participar en actividades comerciales.

Los milicianos del Tercio de Vizcaínos iban uniformados con una casaca azul con los cuellos, los puños y las solapas de color rojo. Los pantalones que usaron fueron blancos y las botas negras. El sombrero que pudieron utilizar fue de copa o redondo tocado con una escarapela y un penacho rojo y blanco. Además, el distintivo de los vascos era una faja de color azul claro. El uso de uniformes tenía un claro componente social, tal y como se apreciaba en los empleados por la oficialidad, mucho más elaborados y recargados, lo que alguna vez conllevó la burla de los milicianos rasos.

La oficialidad del Tercio estaba formada por comerciantes vascos próximos a las instituciones de poder, lo cual era palpable en su Plana Mayor. El primer comandante fue Prudencio de Murguiondo, comerciante monopolista, y su segundo fue Ignacio de Rezabal, dedicado exactamente a la misma actividad. Dentro de los milicianos rasos los oficios eran diversos, si bien cabe destacar que la mayoría de vascos de la ciudad estaban dedicados a actividades comerciales de diferente importancia.

Nueva invasión Esta nueva organización miliciana tuvo la oportunidad de probarse con una nueva invasión en mayo de 1807 dirigida por John Whitelocke al mando de, aproximadamente, 10.000 soldados. Los británicos reforzaron Montevideo y ocuparon la ciudad de Colonia del Sacramento, también en el actual Uruguay. El siguiente paso sería la captura definitiva de Buenos Aires. A finales de junio, Whitelocke desembarcó junto a unas 8.000 tropas al sur de la ciudad con la intención de rendirla. Para evitarlo, Liniers ubicó 6.000 milicianos frente a la posición enemiga en los márgenes de la ciudad.

La lluvia incesante de comienzos de julio tuvo como consecuencia que el mando británico decidiese flanquear el lodazal que se había formado para atacar la ciudad desde el oeste el día 2. Al percatarse de este movimiento, Liniers reunió un número limitado de tropas y acudió velozmente hasta un lugar conocido como los Corrales de Miserere, donde tendría lugar la batalla. Entre los 1.300 milicianos enviados a esa posición se encontraba el Tercio de Vizcaínos. Las experimentadas tropas británicas cargaron contra las frágiles defensas milicianas y al caer la tarde ya se podían contar unas 60 bajas y 80 prisioneros.

Los informes posteriores relatan la valentía y el arrojo de los milicianos, pero su retirada frente a tropas mucho más experimentadas parecía augurar una entrada inminente del enemigo en la ciudad. Sorprendentemente, Whitelocke decidió dar descanso a sus tropas después del combate. El tiempo logrado en esta acción permitió que el comerciante y alcalde de primer voto, Martín de Álzaga, organizase la defensa interna de la ciudad calle a calle. El asalto final británico del 5 de julio se vio frustrado por la lucha callejera, los fosos y las barricadas. Finalmente, y tras haber sufrido más de 1.000 bajas, Whitelocke aceptó la rendición.

La victoria supuso la devolución de Montevideo, Colonia del Sacramento y la posibilidad de exigir méritos y distinciones a los participantes en la defensa. A pesar de que la acción del Tercio de Vizcaínos en Miserere no había sido de una gran envergadura, su importancia justificó que tanto Liniers como el cabildo de la ciudad los distinguiese al ser “el primero que travó combate con ellos (los británicos) en los Corrales de Miserere” y por su participación en la posterior defensa de la ciudad desde las calles y las azoteas. Cabe mencionar que detrás de los múltiples elogios que el Tercio recibió se encontraba la vinculación de sus dirigentes con las más altas instancias de gobierno, particularmente con el mencionado aramayonés Martín de Álzaga, quien había costeado de su propio bolsillo la creación de dos compañías del Tercio.

Túneles Merece la pena comentar algo más de este comerciante, quien durante la recuperación de la ciudad en 1806 había conseguido armas de contrabando, llegando a excavar túneles bajo la fortaleza ocupada por los ingleses para hacerla volar con una carga explosiva. Álzaga estaba particularmente interesado en el mantenimiento del vínculo colonial con la península por la posición que este le otorgaba en Buenos Aires. Por ello, y a pesar de no contar con mando directo sobre el Tercio de Vizcaínos, consiguió que este y otros regimientos peninsulares lo ayudasen a intentar desalojar a Liniers del poder el 1 de enero de 1809. La posibilidad de hacerse ver ante el rey como defensores de sus posesiones en América era tentadora en un momento en que el comercio atlántico no pasaba por su mejor momento. Además, permitía una exhibición de fuerza ante aquellos que abogaban por la apertura del comercio con extranjeros. A través del clientelismo y el prestigio, el Tercio de Vizcaínos, al igual que otros cuerpos formados por peninsulares, participaría en las luchas por el poder político que estaban a punto de desencadenarse en la ciudad.

El miliciano decano del lehendakari Aguirre

Eduardo Larrouy López, bilbaino que mañana cumple 107 años, sobrevivió a dos tiroteos durante la guerra Civil

Un reportaje de Iban Gorriti

Fue herido de bala en dos ocasiones siendo miliciano, enlace del batallón número 24 del Euzkadiko Gudarostea UGT2 Indalecio Prieto. Hoy es el combatiente decano del Ejército vasco del lehendakari Aguirre, a quien conoció y estimaba desde su prisma socialista. Mañana, este esperantista cumplirá utópicos 107 años.

Descendiente por vía paterna de familia francesa, Larrouy tenía madre española, López. Eduardo José, por su parte, nació en Haro (La Rioja) en 1913, un año antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Su mente prodigiosa aporta que “era el alumno perfecto”. Al llegar a Bilbao, trabajó en una tienda de calzado. Acabada la Guerra Civil, fue comercial de muñecas y de caballos de cartón hasta que acabó de presidente de la Asociación de propietarios de gasolineras de Bizkaia. No en vano, tenía a su cargo cinco gasolineras: dos en Extremadura, una en Madrid, otra en Irun y dos en Bilbao, en Mazarredo y Olabeaga.

A día de hoy es incombustible. Quizás el haber hecho frente a tantas dificultades con mente de superación le ha llevado al siglo con tanta agilidad. Él, que una vez apresado por caer tiroteado en Santander y llevado a Valdecilla, se escapó de los franquistas, se fugó del internamiento en el Sardinero. “Pero me apresaron de nuevo, era difícil que no te pillaran”, declara a DEIA, y va más lejos: “Yo en la guerra estuve siempre en el lío más gordo, me iba quedando de los últimos”, dice frisando los 107 años.

Quien vivió en la calle Goya de Rekaldeberri, de joven escuchaba las tertulias de los mayores y un día oyó por aquella única radio de un bar alrededor de la que se congregaban los vecinos que había habido un golpe de Estado y que comenzaba la guerra. Aquellos señores eran de UGT y a él le llamó la atención aquel socialismo. En aquellos días, Larrouy abogaba por un idioma con el que se comunicaran los humanos de todo el mundo. “Me dijeron que ya existía, que era el esperanto y fui a clases a Iturribide, que eran gratis. Fui esperantista antes que de UGT”, rememora.

Antes de la guerra, Eduardo conocía ya la figura de José Antonio Aguirre. “Claro, éramos del mismo tiempo”, aporta, y eleva el volumen de la conversación: “¡Yo desfilé ante él! Y le conocimos en persona porque nos recibió en el Carlton, donde estaba la plana mayor de nuestro Ejército”.

En palabras de Larrouy, Aguirre fue positivo para aquel nuevo gobierno que plantaba cara al goliat de militares golpistas. “Como hombre de Estado me parecía serio, sensato y buena persona. Si yo entré en política fue únicamente porque consideraba que los trabajadores debíamos estar agrupados. Fui socialista a la fuerza y lo sigo siendo, pero el nacionalismo vasco de Aguirre me parece natural”.

Ofensiva de Asturias Hijo y nieto de una familia “muy riquísima”, se vieron en la tesitura de empezar de cero por el episodio bélico que de alguna manera Eduardo iba a acabar superando. Primero se alistó para ser voluntario, pero “me dejaron en lista de espera”. Mientras hacía instrucción en Bilbao fue testigo de los bombardeos de la villa. “Subíamos hasta Artxanda a hacer tiro. Yo no había cogido un fusil en mi vida”, aporta en una entrevista de Kepa Ganuza y Mauro Saravia, miembros de Euskal Prospekzio Taldea y Aranzadi.

Al final, partió con el UGT2 tras hacerle entrega de una chapa redonda con un clavo sobre una correa en la que se lee el número 10.835, “nuestra seña de identidad. Creo que ni me la puse. Encargué otra artística a un joyero en plata. La estrené al ir a Asturias”, tierras en las que luchó como parte del cuerpo expedicionario vasco. “No conocí a Saseta”, agrega en referencia al malogrado comandante de gudaris que murió en aquellos prados.

Larrouy también estuvo presente en las líneas de Berriatua, Lekeitio, donde “dirigí un batallón de gimnasia a modo de instrucción militar”. Su periplo continuó por Villarreal y de allí partió a la ofensiva de Asturias con Toralpi como comandante del UGT2. “Asturias fue muy duro”.

Bala junto al corazón El 31 de marzo comenzó la anunciada ofensiva total de Mola. La unidad debe presentarse en Otxandio. En abril, “el enemigo (Larrouy evita siempre llamarles franquistas, fascistas o como se decía entonces fachis) me hiere por primera vez. De frente, me pegó un tiro en el pie. Durante un tiempo vivía cojo”. Estima que le curaron en un hospital en Areatza.

El bilbaino-riojano continuó su lucha con el fin de defender y reconquistar el Bizkargi. En ese momento, el centenario se emociona. Pide agua. “Los recuerdos…”, esgrime su hija Begoña, única nacida del matrimonio compuesto por Eduardo y la vallisoletana Carmen Norabuena. “Cada minuto había un tiro de cañón dirigido hacia Artxanda”.

El 11 junio, con la ruptura del Cinturón de Hierro, se repliegan. El UGT2 se divide. Eduardo no fue testigo de cómo su mando Toralpi fue herido y fusilado en Derio. “Nosotros fuimos por otro lado”, justifica.

Combatió en Enkarterri, Muskiz, Castro Urdiales, Puenteviesgo. “Fueron días de no dormir y estando más arriba de Reinosa, me entregan una orden del Estado Mayor para llevar una misiva a batallones colindantes. Me acompañó otro. ¡Tonto de mí! Yo, más decidido, me subí a un mojón de tierra y el primer tiro me lo llevé yo. Quedé herido por segunda vez. En el muslo y otro me rozó la camisa junto al corazón. Era el 24 de agosto”.

Le conducen al hospital de Valdecilla, pero un imprevisto más. “Iba todo ensangrentado en una ambulancia y de pronto un río. Para pasarlo tuvieron que hacer un puente”, evoca. Una mujer le vistió de gala y anduvo por Santander “como despistado”. Buscando acomodo. “Me apresaron” y fue una de las “cuatro mil personas hacinadas en un campo con tiendas de campaña. Conocí a gente de Bilbao”.

Antes de acabar sus más de tres años fuera de casa, acabó con sus huesos en un campo de concentración del Monasterio de Monte Corván. “Me mandaron a Extremadura y de allí a Bilbao. Se dijo algo de una amnistía, pero acabé en Mérida, en el batallón de trabajadores (es decir, de esclavos de Franco) número 104”. En Andalucía le declararon libre, en Jimena de la Frontera, Cádiz. “A mí nunca me hicieron un juicio o un consejo de guerra”, denuncia y continúa: “Me dieron cinco duros para ir a Madrid y de allí a Bilbao, donde cada semana tenía que presentarme”.

Llegó al hogar familiar sin avisar. “Mi madre al verme me gritaba, hijo, hijo mío…”.