‘El vasco’, un camillero burgalés

La vida de Paulino Lafuente fue de entrega y socorro en su vida civil y en la línea del frente, donde auxilió a gudaris durante la ocupación de Bilbao

Un reportaje de Iban Gorriti

BURGALES

En las últimas fechas, diferentes asociaciones, historiadores y medios de comunicación han homenajeado, investigado o publicado sobre el papel de las maestras en la Guerra Civil, los brigadistas extranjeros que batallaron en Euskadi, el apoyo de asturianos al Eusko Gudarostea, los sacerdotes del bando republicano… Estas líneas son de recuerdo hacia el colectivo de sanitarios y camilleros, lo que en la Segunda Guerra Mundial se llamó medics.

Un ejemplo fue el de Paulino Lafuente Riancho, un fortachón camillero burgalés de casi dos metros de altura al que apodaban el vasco en el campo de concentración de Valdenoceda y que acabó residiendo en Muskiz y Ortuella, y dando hijos, nietos y biznietos a Bizkaia. Falleció en 2000 a los 83 años. “Nos alegramos de que se difunda que hubo muchas personas de fuera de Euskadi que pusieron todo el empeño e incluso su vida por delante, por defender esta tierra sin ser de aquí”, enfatizan la nieta de Paulino, Aiyoa Arroita Lafuente, y su marido, Jesús Pablo Domínguez.
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Castellano de nacimiento y vizcaino de adopción, Paulino auxilió en el frente norte durante la última Guerra Civil desde Bilbao (formó parte de la resistencia a la ocupación de la capital vizcaina por parte de los afectos a los golpistas de 1936 en Artxanda) hasta León, donde fue apresado. Allí comenzó un amplio recorrido por campos de concentración, prisiones y campos de trabajo hasta su liberación en 1943.

Con 19 años, Paulino Lafuente Riancho (Quintanaentello, 1917) se alistó voluntario para luchar contra el ejército fascista, sublevados que acabaron fusilando a su padre. Tres de sus hermanos, además, fueron milicianos en el frente.

Él se alistó al ejército republicano como simpatizante de UGT y PS, siendo enviado al 1º Batallón de Sanidad del cuartel de El Alta, en Santander. Formó parte del contingente como camillero con la graduación de cabo. “Su compañía estaba siempre en primera línea del frente, entonces localizado en tierras montañesas de Burgos y Santander, desgraciadamente muy cerca de la casa familiar en Quintanaentello, Valdebezana”, valora la familia.

El ámbito de actuación de su compañía sanitaria abarcó hasta Bilbao cuando el Cinturón de Hierro comenzaba a caer. “Él recogía a los gudaris heridos en Artxanda (18 y 19 de junio de 1937) para trasladarlos fuera de las líneas de combate, a hospitales militares habilitados en la capital. Roto el frente de Bilbao, se optó por la evacuación rápida hacia territorio cántabro sin dejar de atender los heridos que iban cayendo en la retirada”, explican sus nietos.

En ese periplo hacia Santander estuvo a punto de perder la vida en Saltacaballos (Castro Urdiales), donde un batallón del PNV se encargó de defender la retirada de las tropas republicanas cuando el crucero Almirante Cervera les vio. “Contaba que estando la ambulancia recogiendo y trasladando a los heridos, un obús disparado por el crucero franquista atravesó la camioneta-ambulancia entrando por la puerta trasera y saliendo por el cristal delantero sin explotar. Vio de cerca la muerte, tan cerca que si estira la mano podría haberla tocado. Afortunadamente, el obús asesino pasó de largo”, agregan.

Paulino se negó a rendirse en Santoña y continuó en los frentes de Cantabria, Asturias y León. Fue apresado en el pueblo de Oseja de Sajambre “al bajar a buscar pan”. Fue internado en el campo de concentración de San Marcos, donde le obligaron a cavar fosas en el cementerio cercano para sus compañeros fusilados. Le trasladaron al Batallón de Soldados Trabajadores Asturias nº 21 y de allí al campo de concentracion de Valdenoceda, Prisión Provincial de Burgos, cárcel de Larrinaga en Bilbao, Prisión Provincial de Ávila y el campo de concentración de Miranda de Ebro, “donde decía que peor lo pasó”.

Después llegó el periplo por campos de trabajo: Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores nº 12 de Irurita (Nafarroa) y el nº 31 de Lavacolla (Santiago de Compostela-Galicia). Acabó su periodo de esclavo en Marruecos, donde limpió campos de palmito para plantar cebada para los caballos de los militares. Retornó al hogar en 1943 tras siete difíciles años. Se casó con Ramona, burgalesa que tenía casa en Muskiz y que conoció en la cárcel de Valdenoceda en 1943. “Se conocieron porque el padre de ella era un preso amigo de Paulino que le dijo que le trajera una manta, ya que el vasco se la quitaba”, sonríen.

Trabajó de carpintero y viviendo en Ortuella fue uno de los que ayudaron a rescatar a las personas que quedaron atrapadas en el barrio de Golifar cuando explotó la presa del lavadero de mineral el 11 de octubre de 1964, causando seis muertos. En la también recordada explosión del colegio de Ortuella estaba trabajando en Begoña. No pudo entrar al municipio hasta muy entrada la tarde, aunque su nieta Aiyoa estaba estudiando en el centro escolar. “Nunca quiso hablar de todo lo que sufrió, aunque poco a poco conseguimos sacarle cosas”, le agradecen con cariño hoy.

Los ‘chimbos’ en sus chacolís

En el pujante Bilbao de hace un siglo, los chacolís de Begoña eran punto de encuentro para sus vecinos, los ‘chimbos’

Un reportaje de Amaia Mujika Goñi

EN los alrededores de Bilbao el domingo de Pascua empezaba el espiche en los chacolís, una costumbre decimonónica que sobrevivió hasta la explosión urbanística de 1960 al llevarse consigo los escasos caseríos que sobrevivían en Deusto y Begoña. De la mano de la última generación de hombres y mujeres que han conocido la Begoña rural, la de las campas verdes con frutales, huertas y parrales, la de los caseríos enlazados por caminos, estradas y lavaderos cercados por las fábricas y las cada vez más amplias carreteras, evocaremos una costumbre que forma parte del imaginario bilbaino: el peregrinaje de chimbos y mahatsorri(s) a los chacolís de Montaño, Matico y Zurbaran, Garaizar, Txabola y Uriarte, Larracoechea, Puerta Roja y Puentenuevo.

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Bilbao, hasta que en 1861 inicia sus proyectos de ensanche a costa de las vecinas anteiglesias de Abando, Deusto y Begoña, se circunscribía al casco urbano que todos conocemos como las 7 calles. A esta, su Villa, bajaban los pobladores de la Tierra Llana, aún después de perder definitivamente su condición de repúblicas, porque en su pequeñez se desarrollaba todo un mundo que les era ajeno y propio a la vez. En ella vivían los propietarios de sus caseríos y heredades a los que pagar la renta por Santo Tomás, el mercado para sus excedentes agropecuarios, la plaza para la venta de coronas por Todos los Santos y el espacio de oportunidades para los hijos-as que debían labrar su futuro al margen de la unidad productiva familiar destinada al mayorazgo.

Este Bilbao rebosante de actividad, progreso y contrastes confinado entre la Ría y las laderas de los montes, era en cambio para sus habitantes un espacio constreñido. Y sentían por ello el campo circundante como su escape natural, bien orillando la ría hasta los Caños o en sentido contrario por el Campo de Volantín hasta La Salve; cruzando los puentes hacia las vegas de Abando o sencillamente subiendo a Begoña por las Calzadas, Zabalbide y caminos y estradas de nombre perdido para llegar al alto de Artagan donde se encontraba la Amatxu y a cuyas faldas el Botxo crecía y se expandía.

Por ello el bilbaino de entonces, que no la bilbaina confinada a un espacio aún más reducido que el urbano, el doméstico, recibía el apelativo de chimbo y chacolinero, al ser estos, según el lexicón de Arriaga, sus principales aficiones campestres.

Chimbo por su dedicación a la caza intensiva de unos pajarillos, de igual nombre y amplia variedad, que entre septiembre y octubre poblaban los campos en busca de insectos, zarzamoras y frutas, y cuyo destino era la cazuela, un delicado y apreciado manjar que, con ajo y cebolla, asado vuelta y vuelta en su propia manteca, se servía con pimientos entreverados. Y Chacolinero, por su asiduidad a los chacolís de los alrededores donde saborear el vino de la tierra junto con cazuelas de bacalao al pil-pil cocinadas a fuego lento por las etxekoandres, en amable y chispeante tertulia al caer la tarde.

El chacolí en Begoña La principal actividad económica de Begoña hasta avanzado el siglo XX ha sido la agricultura y aunque la primacía de unos cultivos sobre otros ha ido variando, la existencia de viñedos y parrales para la elaboración de vino ha sido constante a lo largo de su historia. Una producción siempre escasa para la demanda existente pero impuesta a los labradores y jornaleros por los propietarios de sus heredades que, puestos de acuerdo o formando parte del concejo bilbaino, reglamentaron desde 1399 el consumo y comercio de vino y sidra en la Villa y por ende la producción vitivinícola y de manzana en las anteiglesias vecinas. Este ordenamiento será el germen de la Hermandad y Cofradía de San Gregorio Nacianceno que reunirá a partir de 1623 a los dueños de las viñas para mantener las medidas proteccionistas del vino de cosecha-chacolín y la regulación estacional en la venta de los caldos foráneos en Bilbao hasta principios del siglo XIX.

A partir de 1816 el interés de los patronos por el chacolí desaparece, entre otras razones, por el fin de la exención fiscal al vino local y la implantación, a buen precio, de tintos y blancos foráneos debido, en gran parte, al desarrollo del ferrocarril Bilbao-Tudela. Ante la pérdida del mercado bilbaino, los labradores y jornaleros se hacen con su producción, bien para consumo propio al igual que la sidra o vendiéndolo directamente a tabernas y otros productores, o bien convertidos en chacolineros de temporada. Una fórmula, ésta última, que a pesar de las guerras carlistas, los profundos cambios socio-económicos, las sucesivas plagas que asolaron las cepas o la anexión de la anteiglesia a la Villa consiguió erigirse en una práctica exitosa al conciliar economía, gastronomía y ocio.

Los chacolís de temporada La temporada de chacolí en Begoña empezaba el domingo de Pascua, coincidiendo con las primeras fresas, y duraba sin tregua hasta finales de mayo. Siendo el espiche o apertura de las barricas muy esperado, éste se seguía por riguroso turno entre los distintos caseríos chacolineros, no abriendo el siguiente sin terminar la producción del que estaba en curso. El reclamo para dirigir a los clientes era el branque, una rama verde de laurel clavada en los postes de luz del camino o estrada a seguir en dirección al chacolí abierto, en cuyo balcón o puerta se mostraba la misma señal. La apertura, previa licencia municipal, podía durar desde las pocas horas de Cenobia La Rubia en Arteche al mes entero de Madariaga, que completaba su producción con la adquirida a sus vecinos.

Llegados al lugar el ambiente era el de un caserío cuyos moradores combinaban sus diarias labores agropecuarias con la atención a quienes se acercaban a degustar su chacolí. Habitualmente los hombres de la casa se ocupaban de servir y llenar las jarras directamente de los bocoyes y pipas en la bodega, situada detrás de la cocina o en chabola anexa, y las mujeres de tener el fuego bajo o la económica permanentemente encendidos para cocinar o calentar las deseadas cazuelas de bacalao al pilpil y alguna que otra a la vizcaina, con ensalada o pimientos, entre otras afamadas especialidades gastronómicas como el guisado de carne de Epifanía Larrañaga en el chacolí Lorente, las patitas de cordero de Trauco, las manitas de Isabel Añabeitia en Arteche, las asaduras con verduras de Larrazabal, las carnes de Patacón seleccionadas por los matarifes del vecino matadero, las sartas de chorizo de Andresa Gaztelu en Gazteluiturri o el arroz con leche de Celeminchu.

El mobiliario consistía en mesas y bancos de tablero corrido que, guardados durante el resto del año, se sacaban al zaguán o bajo los parrales y frutales en flor. Para el chacolí se utilizaban jarras de barro cocido y esmaltadas con babero, de 5 medidas: azumbre (de 1½ l. a 2 l.), ½ azumbre (1 l.), cuartillo y medio (750 ml), cuartillo (½ litro) y medio cuartillo (250 ml), siendo su capacidad algo más reducida al considerarse que en ello estribaba el verdadero negocio de la venta al menudeo. Se bebía directamente de las jarras de medio cuartillo al ser una medida individual o escanciado en vasos de vidrio prensado, grueso y estriado, de unos 10 cm de alto, boca acampanada y falso culo que en el catálogo de 1898 de la fábrica asturiana de vidrio Pola y Cifuentes se referencia como Vaso sorbete para chacolí. Según la tradición, el uso de estos vasos en los chacolís se debe al reciclaje del remanente de unas lamparillas que se utilizaron como iluminación de balcones en una visita regia a la Villa, y bien pudiera serlo si tomamos en cuenta el inventario de 1840 relativo a los enseres de la Real Junta de Comercio de Bilbao que dice tener: “1 partida de vasos pequeños que sirvieron para la iluminación del año 1828 en que estuvo el Rey en Bilbao” respondiendo a la visita de Fernando VII y Amalia.

Con el tiempo algunos chacolís como Patillas, Leguina, Lozoño, La Choriza, Mari o Abasolo se convirtieron en establecimientos permanentes, en los que el chacolí era sustituido por vino corriente, sidra y otras bebidas junto con las clásicas cazuelas de bacalao y sencillos menús a base de pollo asado con ensalada, huevos fritos con chorizo, productos de temporada (setas, caracoles…) o queso y pan, dejando para postre las exquisitas variedades de fruta que se producían en la anteiglesia, tan apreciadas en el mercado de la Ribera. Su clientela era básicamente familiar y en domingo, aunque también era lugar para celebraciones y onomásticas como la de San Isidro, que cada 15 de mayo organizaba el Sindicato de Labradores para sus asociados y que en 1934 sirvió Matías Sarasola en su chacolí de Zabalbide: entremeses, paella, tortilla de setas o jamón, merluza en salsa con espárragos, pollo asado con ensalada, flan y fruta y todo ello regado con vino Rioja.

Si bien la tertulia, las partidas de cartas y el dominó eran el entretenimiento habitual de los chacolís, en sus aledaños se organizaban también verdaderos campeonatos de lanzamiento de rana, caso de Gallaga o Abasolo, o se jugaba a los bolos en los carrejos de Mari, Urrinaga, Zizerune, Gardeazabal o Atxeta antiguo.

El término chacolí acuñó tal fama que se extendió a merenderos y tabernas, que proliferaron Zabalbide arriba, a partir de los de Katezarra y Urriñaga, en dirección a las cumbres de Archanda y Monte Avril tales como Oruetabarri, Merodio, Landazabal, León, Sanjinés, Jaureguizar o Isidro convertidos en lugar de esparcimiento dominical o de las romerías de Santo Domingo, Justibaso, Tetuane o la sondikatarra San Roque.

Sirva lo aquí escuetamente contado como homenaje a los mahatsorri(s) que nos han abandonado, especialmente a los más recientes que, aun sin ser nombrados, están en el recuerdo de todos. Y a los begoñeses-as que, con sus relatos en agradables mañanas de conversación están tejiendo la memoria viva de la anteiglesia, contribuyendo con ello a que no sea olvidada.

Oro de Bilbao para comprar armamento

Entre julio y octubre de 1936, nada más estallar la Guerra Civil, el PNV llevó a Baiona lingotes del Banco de España en Bilbao para adquirir armas en Checoslovaquia y Alemania

Un reportaje de I. Gorriti

CUANDO la Guerra Civil golpeó a Gipuzkoa, los habitantes del territorio se encontraron prácticamente desarmados ante los golpistas militares españoles y sus leales. Para ahogar aún más la indefensa situación, el presidente del Gobierno francés, León Blum, acordó el 8 de agosto de 1936 prohibir la exportación de armas a España, de acuerdo con el criterio adoptado en un Consejo de Ministros celebrado el 25 de julio del mismo año.

En un primer momento, Blum no pensó en actuar de este modo cuando recibió una llamada de socorro desde el otro lado de los Pirineos. El 20 de julio de 1936, el mandatario francés leyó las siguientes palabras en un telegrama de su homónimo español: “Sorprendidos por peligroso golpe militar. Stop. Solicitamos ayuda inmediata armas y aviones. Stop. Fraternalmente José Giral”. Según la interpretación realizada por investigadores e historiadores, Blum quiso responder afirmativamente, pero acabó echándose atrás y se atrincheró en la “No Intervención”.

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A partir de ahí, los republicanos y nacionalistas vascos pudieron conseguir alguna cantidad de metralla y escasos fusiles de cuarteles franceses. Unos 300 fusiles pudieron pasar la frontera pese al “cierre firme y absoluto” de la misma, como valoraba el secretario del gobernador civil de Bizkaia y miembro del PNV, Pedro de Basaldua, según documentos atesorados en Sabino Arana Fundazioa.

El jeltzale recordaba en sus testimonios una anécdota al respecto: Los obreros ferroviarios de Burdeos lograron, bajo pretexto de maniobrar los vagones de una vía a otra, soltar un vagón y enviarlo a gran velocidad a Hendaia. Cuando este llegó, el Gobierno francés ya había fijado su posición, prohibiendo toda exportación de armas. El vagón repleto de ametralladoras, fusiles y munición permaneció mucho tiempo a escasos metros de Irun, mientras esta ciudad caía en manos del enemigo por falta de material de guerra, explicaba Basaldua. Para más inri, meses después ese vagón salió hacia “la España facciosa”.

Los meses pasaron con el previo viaje del exdiputado Telesforo Monzón a Barcelona en busca de armas para defender Gipuzkoa. A juicio de Basaldua, la lentitud desesperante de las gestiones y el fracaso de las mismas en no pocas ocasiones llevaron al PNV a designar a Anton Irala como la persona que se trasladaría a Francia para hacer examen de la situación y de las posibilidades reales de adquirir armamento. Irala se entrevistó en París con Rafael Picabea y, a su regreso, inició gestiones con el mundo financiero, así como con consejeros de banca. “Todo fracasó, pues la duda, el recelo y la pasividad habían ganado sus espíritus mercantilizados”, estimaba el que fuera secretario del gobernador civil de Bizkaia.

Por este motivo, Irala y Monzón viajaron al país vecino con el objetivo de hacer un llamamiento desde territorio galo a los vascos del mundo con el fin de adquirir armamento. A este respecto, Basaldua valoraba: “Digamos que el patriotismo respondió mejor, en rasgo ejemplar y emocionante en uno de los casos concretos, que aquel que se hizo con anterioridad con la banca”.

Lingotes en pesqueros

Con esos mimbres, el PNV acordó con Eliodoro de la Torre, delegado del Departamento de Finanzas de la Junta de Defensa de Vizcaya, llevar a la práctica un plan, aceptado por el gobernador civil, “a base de disponer del oro -apunta Basaldua- que como reserva tenía el Banco de España en Bilbao”, en el mismo inmueble donde sigue a día de hoy, en la Gran Vía. “El plan se llevó a cabo entre julio y octubre de 1936”, acotaba Anton Irala en testimonios concedidos en 1989 a Eduardo Jauregi, investigador de Sabino Arana Fundazioa. Irala fue secretario general de la presidencia del Gobierno vasco, miembro de la Delegación vasca en París y delegado del Gobierno vasco en Nueva York.

La acción comenzó con la apertura de las cajas que contenían los lingotes de oro. Se procedió al correspondiente inventario “con todo detalle” y, a medianoche, se trasladó su contenido en dos automóviles al puerto de Ondarroa. El embarque de las cajas se registró a las dos de la madrugada: “Se hizo en cinco pesqueros, una caja en cada barco por si llegaran a tropezar con algún buque rebelde y para evitar de esa forma que su totalidad cayera en poder de los sublevados”. Al frente de la expedición viajaban De la Torre, Monzón e Irala.

Ya en aguas jurisdiccionales francesas, se transportó todo el oro en un solo barco con Eliodoro de la Torre al cargo hacia Donibane Lohizune y Baiona. Era sábado. Hubo que esperar al lunes. Solo el Credit Lyonnais admitía oro. De la Torre viajó a París y se quedaron al cargo Monzón y Picabea, que fueron quienes iniciaron las gestiones con Checoslovaquia e incluso Alemania, con la garantía de aquel dinero en depósito.

Las gestiones dieron sus frutos. En octubre, poco después de constituirse el Gobierno de Euzkadi, llegaba el primer barco con armas a Bilbao, procedentes curiosamente desde la ciudad alemana de Hamburgo, “ante la indiferencia de la policía y las autoridades fascistas”. Hasta entonces, según Basaldua, Bizkaia contaba con poco armamento para hacer frente a los sublevados. El Cuartel de Montaña registraba 1.200 fusiles, 16 ametralladoras Hotchkiss, dos morteros de 81 milímetros y doce de 50 milímetros y un cañón Schneider.

La Guardia Civil tenía 500 fusiles y cuatro ametralladoras. Asalto y Seguridad poseía otro medio millar de fusiles y seis ametralladoras, así como tres morteros de 50 milímetros. Los carabineros, por su parte, sumaban 300 fusiles y los miñones 110. La suma total era de 2.610 fusiles, 26 ametralladoras Hotchkiss, 17 morteros y un cañón Schneider de montaña.

Más adelante llegaría todo lo conseguido in extremis gracias al oro de Bilbao y a las donaciones de patriotas vascos de fuera de las mugas de los territorios de Hegoalde.

Patria vasca y Libertad: 120 años de la ikurriña

La ikurriña ideada por los hermanos Sabino y Luis de Arana y Goiri en 1894 ha trascendido su significado inicial, pasando de ser símbolo de la Patria vasca a ser, también, símbolo de la Libertad.

Un reportaje de Luis de Guezala. Fotografías Sabino Arana Fundazioa.

La ikurriña izada en la sede de Euskeldun Batzokija en el segundo piso de la calle Correo, esquina con El Arenal. (Sabino Arana Fundazioa).
La ikurriña izada en la sede de Euskeldun Batzokija en el segundo piso de la calle Correo, esquina con El Arenal. (Sabino Arana Fundazioa).

Este próximo lunes, 14 de julio, se cumplirán 120 años de vida de la ikurriña. Fue el sábado 14 de julio de 1894 cuando se izó por primera vez, con motivo de la inauguración de la primera formación nacionalista vasca, el Euskeldun Batzokija, en Bilbao, en el segundo piso del edificio de la calle Correo que hacía esquina con El Arenal, entonces numerado 34.

A las seis de la tarde tuvo el honor de izar por primera vez la ikurriña Ciriaco de Iturri y Urlezaga, por ser el socio de más edad, con 50 años, de entre los 94 fundadores del naciente Euskeldun Batzokija. Esta primera ikurriña correría la suerte de tantas de sus hermanas posteriores y el 12 de septiembre de 1895 sería incautada por las autoridades españolas al clausurar el Euskeldun Batzokija. Vivió poco más de un año. Pero ahora celebramos sus 120 años de existencia.

La ikurriña había sido ideada por Sabino de Arana y Goiri y su hermano Luis. En el proceso de construcción nacional que ambos emprendieron, como movimiento político y de defensa de la identidad vasca en peligro, consideraron que era muy importante la adopción de unos símbolos propios. Nombre del País, escudo, bandera e himno. Y el primero de estos símbolos fue, precisamente, la bandera, en principio imaginada solo como bandera de Bizkaia.

En el Archivo de Sabino Arana Fundazioa conservamos el boceto original de la ikurriña, dibujado posiblemente por Luis, arquitecto. Adelantándose a la moderna vexilología, los dos hermanos entendieron que la bandera de Bizkaia debía ser una traslación a ese tipo de emblema del que ya tenía históricamente, su escudo.

Así, sobre fondo rojo, que consideraban el original del escudo, y en representación de los habitantes del Señorío, iría un aspa verde, como cruz de San Andrés, verde como el Árbol y en referencia también a una semilegendaria batalla que sostuvieron en el siglo IX, en la festividad de este santo, los vizcainos en defensa de su independencia. Sobre todo ello una cruz blanca ocuparía un lugar más predominante que en el escudo, como expresión de la importancia suprema que Sabino de Arana daba a la trascendencia de la religión católica y los valores que le atribuía.

Los lobos del escudo, que el fundador del Partido Nacionalista Vasco consideraba representaban a los Señores de Bizkaia y, desde su republicanismo, consideraba exóticos y perjudiciales para Bizkaia, no tuvieron traslación a la bandera. Como en el diseño original se puede apreciar, los autores de la ikurriña realizaron desde un primer momento una versión para colgadura en balcones, con franjas horizontales con los mismos colores, rojo, verde y blanco.

Las dimensiones de la cruz y el aspa de esta primera ikurriña eran más estrechas que en la actual. El cambio vendría con ocasión de otro acontecimiento muy posterior, cuarenta y dos años después, también clave en el proceso de construcción nacional vasca: la Guerra Civil y la constitución del primer Gobierno vasco. El Gobierno vasco presidido por José Antonio de Aguirre, adoptaría el 19 de octubre de 1936 como su bandera oficial la ikurriña, a propuesta de su consejero de Industria, el socialista Santiago Aznar.

POR TIERRA Y MAR. La mayor anchura de aspa y cruz tuvieron como motivo que la ikurriña fuera distinguible a mayor distancia, en el contexto terrible de la guerra por tierra y mar. La bandera ideada en un principio para Bizkaia se había popularizado como la bandera de todos los vascos ya mucho antes de alcanzar rango oficial. En contra del criterio de Luis de Arana, que seguía entendiéndola solo para Bizkaia. El símbolo superó a sus propios creadores al popularizarse. En 1925 Euskaltzaleen Biltzarra ya la había adoptado para presidir sus actos. Y en 1931, cuando el Ayuntamiento de Durango consultó a Eusko Ikaskuntza qué bandera podía considerarse como nacional vasca o representativa del País Vasco, esta respondió que la exhibición de la ikurriña “no puede suponer en nuestros días idea alguna partidista, sino una expresión de la unidad espiritual de los vascos”.

La utilización en libertad de la ikurriña en Hegoalde duró lo poco que pudo resistirse al avance del ejército sublevado franquista. Tras la victoria militar del nacional-catolicismo español, quedó, como tantas cosas, fulminantemente proscrita. Las ikurriñas no capturadas fueron escondidas como se pudo, para evitar una represión despiadada sobre sus poseedores. En ganbaras o emparedadas. Dentro de colchones o disimuladas entre sábanas u otras ropas. O enterradas, como tesoros cuyo emplazamiento secreto llegó a transmitirse de generación en generación.

Muchas de ellas consiguieron sobrevivir a la guerra y a la dictadura y, hoy en día, las conservamos en Sabino Arana Fundazioa gracias a las numerosas donaciones de aquellos que consiguieron preservarlas en tan difíciles situaciones. Estas viejas ikurriñas, supervivientes de mil peripecias y desgracias, batallas y persecuciones, tienen el corazón de quienes las dibujaron y cosieron, las izaron y ondearon, defendieron y escondieron. Llevan el alma de los vascos que fueron, somos y seremos.

Pero no solo la ikurriña fue proscrita durante la larga dictadura franquista. Lo fue incluso la conjunción de sus colores. Que podían aparecer más o menos tímidamente en muy diferentes situaciones. Por poner un ejemplo, cuando el grupo de danzas vascas Dindirri volvió a bailar tras la guerra, sus dantzaris, vestidos de blanco, llevaban una txapela roja y un gerriko, no verde, sino azul… verdoso. Para evitar multas, sanciones, detenciones, palizas. Quedaba el argumento ante la Policía franquista de que el gerriko era azul. Y la imaginación para ver rojo, verde y blanco cuando los dantzaris actuaban.

A lo largo de la dictadura la ikurriña acabo siendo un elemento fundamental en su resistencia. Se pintaba en paredes o montes. Aparecía de mil maneras en actos públicos o eventos deportivos. Llovían diminutas ikurriñas de papel lanzadas con volanderas. Se colgaban ikurriñas de tendidos eléctricos para dificultar su retirada. Y también se colocaban de noche en las torres de las iglesias, para alegría popular hasta el momento de su retirada.

Incluso la catedral de Burgos amaneció un día adornada por la ikurriña, imagen que luego se difundiría en panfletos y publicaciones clandestinas. Llegó un momento, en aquellos oscuros y tristes años, en el que la ikurriña volvió a trascender sobre su significado inicial. Y pasó de ser símbolo de la Patria vasca a ser, también, símbolo de la Libertad. Ojalá que nunca deje de serlo.

Con denominación de origen Bilbao

Bilbao es hoy internacionalmente conocido gracias a la regeneración y modernización urbanística experimentada en las dos últimas décadas, una imagen vanguardista considerada como un activo en el presente pero muy diferente de aquellas otras que la ciudad ha proyectado a lo largo de sus 713 años de historia como Villa. Bilbao es, desde su fundación, el motor productivo y económico del País y, como tal, ha demostrado tener la capacidad y fortaleza de progresar y crecer de acuerdo con los tiempos, posicionado primero en enclave mercantil y después en una gran metrópoli industrial, cuyo drástico declive económico y social en los 80, desembocó en el denominado Efecto Bilbao, que es hoy portada de revistas y guías turísticas. Esa fuerza de trabajo y dinamismo ha sido su tarjeta de visita, generando en cada periodo histórico una imagen de ciudad que sus contemporáneos han promocionado, e incluso explotado como marca comercial de productos, identificándolos con la patria urbana que los fabricó o hizo suyos al comerciar con ellos.

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Productos BILBO-A El Bilbao de la Baja Edad Media y Moderna, conocido en el mercado anglosajón con su actual denominación oficial en euskera Bilbo, fue una próspera ciudad mercantil del eje atlántico que cimentó su mercado con la exportación de hierro del Señorío, la lana castellana y la importación de tejidos del norte europeo, a resultas de lo cual el término Bilbo-a pasó a identificar productos que eran originarios o distribuidos por la plaza bilbaina. Utilizado como sinónimo del hierro vizcaino se extendió rápidamente a manufacturas como los estoques Bilbo, del siglo XVI, apreciados por su flexible hoja de doble filo y aguzada punta; las espadas fabricadas un siglo después e identificadas como de empuñadura Bilbo type o los Bilboes, unos grilletes corredizos dispuestos sobre largas barras o con los que se encadenaban a los presidiarios. Objetos, repetidamente mencionados por los literatos ingleses, tal y como lo recoge Miguel de Unamuno en su poema Bilbao:

«Bilbao, el barco dice adiós a silbo/la mena roja llevase el Nervión/antaño, a Sheskpir (sic) al cantarle el bilbo,/el arte le cantaba del ferrón».

Con posterioridad, el término siguió vigente como apelativo de los espejos neoclásicos del Sigue leyendo Con denominación de origen Bilbao