El hombre de Aguirre en Venezuela

Se cumplen 80 años de la llegada del primer navío del exilio vasco a Venezuela coordinado por el Delegado del Gobierno vasco en el país americano, Ricardo de Maguregui

Un reportaje de Iban Gorriti

Fue delegado del Gobierno vasco, el hombre del lehendakari Aguirre en Venezuela, país al que llegó en el primer navío que buscó el exilio desde Euskadi. De hecho, fue también el delegado de los hacinados en aquel buque que viajaban con la ikurriña por bandera. El PNV confió en él, en Ricardo de Maguregui, según se conserva escrito en una carta de Luis de Arredondo datada el 23 de junio de 1939 en Anglet (Lapurdi).

“El PNV desea que esta primera expedición de vascos a Venezuela lleve un buen orden, y necesita tener conocimiento de todas las incidencias de lo misma, tanto durante el viaje como a la llegada a Venezuela y mientras van colocándose en los diferentes puestos nuestros compatriotas expedicionarios. Para este fin delega el PNV en usted la representación provisionalmente en tanto se establezca alguna delegación definitiva para este grupo expedicionario”, aporta en su literalidad el periodista Koldo San Sebastián.

Imagen de la tripulación del primer viaje de vascos al exilio venezolano desde Francia, portando la ikurriña. Fotos: Familia Maguregui

Gracias a su tesón se pudo garantizar la permanencia del Gobierno vasco en el exilio. De todo ello atesora recuerdos uno de sus hijos, Iker Maguregui Munitxa. “Nuestro padre nació por partida doble el 9 de julio”, destaca, y detalla que en aquella fecha de 1915 llegó al mundo en Algorta -se cumplen 104 años de ello- y que el 9 de julio de 1939 arribó “sin visa a Venezuela que le extendió sus brazos”. Son 80 años redondos desde entonces.

Amigo del lehendakari Aguirre, colaboró durante la Guerra Civil en el desalojo de heridos y refugiados. Para entonces tenía estudios de marino mercante, comenzó su singladura como oficial a temprana edad y se certificó como capitán de Altura,navegando luego por Europa y América.

Maguregui se vio, como otros, en la tesitura de buscar nuevos horizontes ante el avance de las tropas golpistas que cercaban Euskadi. Logró para su exilio un Igarobide, como detalla el pasaporte euskaldun que poseía “expedido en París el 2 de octubre de 1938 por el Gobierno vasco en el exilio”, subraya Iker.

Fue a principios del verano de 1939 cuando concluyeron las negociaciones entre el Gobierno vasco en el exilio y el Ejecutivo venezolano, que permitiría la migración de los primeros tres contingentes de vascos que arribaron al país caribeño. Una vez acordada la partida por el general Eleazar López Contreras, presidente de Venezuela de la época, tuvo lugar el éxodo del primer grupo.

“A este se sumó mi padre, joven oficial de la Marina Mercante, exiliado entonces en Francia tras la caída del Norte. Durante algún tiempo, había esperado un contrato para navegar en una compañía naviera filipina. Decide ir a Venezuela. Era el único del grupo vasco que aún no había recibido visado”, apostilla su heredero. Sin embargo, en el tren que le lleva a Le Havre para embarcar, Jesús Iraragorri, médico contratado por Venezuela, le entrega una carta del Euzkadi Buru Batzar del PNV nombrándole responsable de la expedición.

Tras atracar en Venezuela, Maguregui envió un telegrama a Villa Endara, sede del PNV, informando de la llegada a puerto. “Como curiosidad, se lee en el pasaporte que el Gobierno venezolano le da el visto bueno de entrada, sin embargo en Francia no ocurrió lo mismo: Nuestra autoridad consular en Le Havre no otorga el visto bueno correspondiente”. Aún así, partió.

Fueron 66 los pasajeros y sus respectivos familiares que conformaron aquel primer grupo de expedicionarios vascos que llegó a Venezuela. “Nuestro padre amó por igual a Euskal Herria y a Venezuela, pues si bien nació en Euskadi, Venezuela lo acogió en esa difícil contingencia, en su condición de exilado al igual que los demás miembros de la diáspora vasca, brindándoles la posibilidad de surgir empezando de cero y formar una familia junto a nuestra madre Iñese Municha”, asevera Iker Maguregui.

Clases en la Armada Vivió 65 años en ese país y falleció en Caracas en 2005. En aquellas décadas, vio la necesidad de crear una sociedad de beneficencia para atender a los heridos, enfermos y demás vicisitudes de los primeros inmigrantes, lo que constituyó el germen de Socorros Mutuos, primera entidad vasca que se creó en el país. Con el Gobierno de Eleazar López Contreras impartió clases en la Armada venezolana y después fundó la Escuela de Marina Mercante, contando con el título número 1 de capitán de Altura.

Como delegado en Venezuela del Gobierno vasco, sucedió a José María Garate. Fundó y dirigió en 1940 la Escuela Náutica de Maiquetía y le fue otorgada la Orden Francisco de Miranda, aportada por el presidente Rafael Caldera en 1997. “El sentimiento de amor por Euskadi y por Venezuela lo heredamos sus hijos y nieto, quienes no estamos dispuestos a olvidar nuestros orígenes. La historia de los Maguregui, al igual que la que no han difundido muchos protagonistas de la diáspora vasca, alimenta el placer por conocer la historia verdadera”, enfatiza Iker.

Pero… ¿existió alguna vez un exilio vasco?

La Guerra Civil y el franquismo forzaron un exilio que, en el caso vasco, fue muy diverso en ideología e identidad nacional

Un reportaje de Óscar Álvarez Gila

Entrada de las tropas franquistas en Bilbao, el 19 de junio de 1937. Fotos: Sabino Arana Fundazioa
Entrada de las tropas franquistas en Bilbao, el 19 de junio de 1937. Fotos: Sabino Arana Fundazioa

LA cuestión que encabeza este artículo no es retórica. O quizá sí lo sea. En todo caso es una pregunta que se nos ha planteado en muchas ocasiones a los que, de un modo más o menos frecuente, nos hemos acercado al conocimiento de ese interesantísimo, y a la vez esperanzador y triste momento de nuestro pasado más reciente que, a pesar de los años transcurridos, aún sigue gravitando en la memoria de la población vasca actual: la Guerra Civil.

Entre 1936 y 1939, un grupo de militares sublevado, apoyado por sectores de la derecha tradicionalista y diversos movimientos de corte totalitario, aliados con los estados que eran los máximos exponentes del fascismo europeo, acabaría derrotando en una sangrienta guerra al gobierno legítimo de la II República emanado de las urnas. En Euskadi, la Guerra Civil, aparte de provocar una dolorosa división interna entre los vascos, trajo también consigo la puesta en marcha de la tan ansiada autonomía y el nacimiento del primer Gobierno vasco, que intentó organizar la resistencia frente a la maquinaria bélica franquista entre 1936 y 1937. Tras varios meses de infructuosa defensa, la caída a fines de junio de 1937 de Bilbao y los últimos resquicios de territorio vizcaino en manos de los facciosos traería consigo, entre otras muchas dolorosas vías de represión que tendrían que sufrir los vascos leales, una específica: la obligación de abandonar forzosamente su patria para marchar hacia un exilio tan incierto como indeseado.

Las motivaciones, caracterización, ritmo y volumen del exilio fueron cambiantes a lo largo de la guerra. Desde este punto de vista, quizá tendríamos que hablar más de la existencia de exilios en plural, antes que de un exilio homogéneo y uniforme. Por su localización, la Euskal Herria peninsular presentaba unas características particulares en el contexto de los diversos territorios que se mantuvieron leales a la legalidad republicana. En los primeros compases de la guerra, la proximidad de la frontera hizo que se produjera un notable movimiento de personas desplazadas que huían de la propia guerra en busca de seguridad física, más que de protección ideológica. El avance de las tropas sublevadas por Gipuzkoa llevó a que esta corriente de refugiados tomara dos direcciones: algunos pudieron cruzar la frontera hacia Iparralde, otros, en cambio, se vieron obligados a buscar protección en Bizkaia, donde el recién creado Gobierno vasco pronto establecería un sistema de auxilio a los desplazados.

Éxodo por mar Pero ya en la primavera de 1937, la ofensiva contra Bilbao y el repliegue de las fuerzas leales del ejército, las milicias republicanas y los batallones del Euzko Gudarostea hacia Cantabria llevó a un nuevo éxodo, esta vez por mar, hacia Francia. Desde allí, las autoridades francesas obligarían a muchos a una repatriación forzada hacia Catalunya. Y ya en 1939, el fin de la Guerra Civil volvería a poner a muchos en el camino de Francia; y pocos meses más tarde, el inicio de la Segunda Guerra Mundial añadiría para muchos un nuevo capítulo de aquello que parecía un exilio sin fin, buscando la protección en el continente americano.

Por sus características, aún siguen siendo imprecisas las cifras que alcanzó el exilio de los vascos, entre las cifras elevadísimas que en su momento ofrecieron políticos vinculados del Gobierno vasco (los 160.000 exiliados de los que hablaba Ramón María Aldasoro, delegado del gobierno en Buenos Aires, en 1938) hasta cifras más modestas pero no por ello menos sangrantes, como los 80.000 exiliados que propone Koldo San Sebastián, o los 50.000 que reconoce Jesús Alonso Carballés. En todo caso, una sangría de muy grandes proporciones para un país tan pequeño.

La Historia no es el pasado, sino una ciencia que se encarga del análisis del pasado. Y para ello, lo hace usando una herramienta: el lenguaje. Los historiadores hacen, por así decirlo, como decía aquella canción de Bob Dylan que recordaba que el hombre puso nombres a todos los animales: es decir, estudian el pasado mediante la elaboración de definiciones que sirvan para clasificarlo y comprenderlo. Y por mucho que se esfuercen, las etiquetas que usan los historiadores para ello nunca son neutras, sino que están ligadas a la propia experiencia vital del historiador, a sus ideas, sus intereses y su propia visión del mundo.

El pasado es uno, la Historia es una ciencia, pero los relatos que hacen los historiadores pueden ser múltiples, siempre que se hagan desde el respeto a los principios del trabajo científico. Esto no es una debilidad, sino una característica propia de la historia, por lo que debemos entenderla desde un punto de vista positivo, ya que es desde el debate entre los diferentes relatos históricos donde se afianza el verdadero avance de la historia como memoria compartida.

El exilio vasco ha sido, de este modo, uno de esos campos donde han chocado diferentes interpretaciones de la historia. Así, por un lado, se sitúan aquellos que niegan su misma existencia. No me malinterpreten: no me refiero a los negacionistas -que haberlos, haylos- que consideran que la guerra no fue sino un divertimento y niegan incluso la existencia de la represión, los asesinatos y las fosas comunes. Hablo de aquellos que, reconociendo la realidad del exilio y estudiándolo a fondo, son renuentes a aceptar la existencia de un exilio vasco, diferenciado en sus particularidades de forma cualitativa del exilio general de los republicanos españoles. Son quienes arguyen la unidad de las fuerzas leales a la República incluso en su marcha forzada más allá de las fronteras, y que a lo sumo solo aceptan hablar de una participación vasca en lo que consideran el único objeto de estudio posible, el exilio republicano español.

Por el otro lado, están los que defienden (defendemos) que el exilio vasco ha de ser considerado como una categoría de análisis propia y definida, claramente relacionada con -pero nunca confundida- el exilio republicano en su conjunto.

‘Sociedad distinta’ Lo que se esconde detrás de este debate no es sino un reflejo de las particularidades que el caso vasco presentó dentro del conjunto de la evolución política estatal durante la época de la República y, más visiblemente, a lo largo de la Guerra Civil e incluso tras su finalización. Muchos años antes de que Canadá usara el término sociedad distinta para reconocer el carácter nacional de Quebec, el lenguaje político de la República española había acuñado un término similar, aunque no desde el respeto institucional sino desde la crítica ideológica: el Gibraltar vaticanista del que hablara Indalecio Prieto para referirse al primer proyecto de estatuto vasco (el Estatuto de Estella) venía a reflejar, en cierto modo, la realidad de una diferente estructuración y práctica política en Euskadi. El estallido de la guerra hizo aún más visibles estas diferencias. Por un lado, en Euskadi, a diferencia de España, no se estableció una ruptura entre los dos bloques, de izquierdas y derechas, en los bandos opuestos, defendiendo y atacando a la República, respectivamente.

El partido mayoritario en Euskadi, el PNV, no ocultaba su ideología moderada y su filiación católica, moldeados por una generación de políticos que había desarrollado, a lo largo de los años de la República, lo que podríamos considerar como un antecedente directo de lo que tras la guerra mundial se conocería como democracia cristiana. Para la sorpresa de muchos valedores de los sublevados, en la desorientación de los momentos iniciales del alzamiento militar pesó mucho en el nacionalismo vasco el decidido apoyo a las reivindicaciones de autogobierno por parte de las instituciones republicanas, antes que las llamadas a la unidad de los católicos lanzadas por la jerarquía de la Iglesia, en España y en el Vaticano. De este modo, la vinculación del PNV con el bando republicano, y por lo tanto, el involucramiento de un amplio sector de la feligresía y del clero vasco en contra del bando alzado, contribuyó a desvirtuar la imagen de Cruzada que habían querido imprimir a la guerra los valedores políticos, militares y religiosos del bando franquista.

No olvidemos que fue el territorio bajo el control del Gobierno vasco el único lugar de dominio republicano en el que la Iglesia católica mantuvo sus actividades en un ambiente normalizado, sin cortapisas ni persecuciones. Fue aquí donde se organizó el único cuerpo de capellanes militares con los que contaron los efectivos del bando republicano. El propio exilio vasco, encarnado en la legalidad de su gobierno y lehendakari, intento desde el principio centrar su discurso, como recoge Ander Delgado, en “demostrar que la dicotomía izquierdas revolucionarias que defienden la república frente a derechas católicas de orden enfrentadas a ella no podía ser aplicada en el País Vasco”.

Estas diferencias trascenderían al terreno del exilio, una vez que se consumaría la caída del frente vasco y, más tarde, la victoria franquista en la guerra.

Diversidad ideológica El exilio vasco, en primer lugar, presentaría de este modo una mayor diversidad ideológica en su composición. Más aún, llegó a existir incluso un exilio religioso, como un capítulo más de la represión que sufrieron amplios sectores de la clerecía vasca por parte, en una inmensa paradoja, de un Estado que se definía a sí mismo como católico y defensor de la religión. Además de los religiosos asesinados, encarcelados o extrañados a regiones alejadas, no menos de 500 sacerdotes tuvieron que ser enviados por sus superiores fuera de territorio estatal, en muchos casos reconociendo que lo hacían por prudencia, debido a las sospechas que el régimen franquista tenía sobre su lealtad ideológica. Conocidos son casos, por ejemplo, como el de Félix Markiegi: huido a Argentina, el obispo de Bahía Blanca lo tuvo en cuarentena enviándolo a una remota población de su diócesis, temiendo que como buen rojo-separatista fuera un mal ejemplo para sus sacerdotes. Además, como recuerdan Coro Rubio y Santiago de Pablo, “otra de las características del exilio vasco fue que mantuvo a lo largo de todo el franquismo una continuidad orgánica muy superior a la de otras instituciones del exilio republicano”. La supervivencia del Gobierno vasco en el exilio fue, de hecho, el modo de establecer un puente de legitimidad entre la primera experiencia autonómica y su recuperación tras la muerte de Franco.

¿Existió, por lo tanto, un exilio vasco? Sin negar la base común que compartían todos los exiliados -su oposición al régimen franquista y su derrota en la guerra-, es preciso reconocer que incluso los propios protagonistas de aquella situación eran conscientes, no solo de los elementos que los unían, sino también de los que los diferenciaban. Incluso entre los propios vascos, las lealtades ideológicas y las afinidades de origen se entrecruzaban en ocasiones, basculando entre los diversos polos de un exilio plurinacional y policéntrico. Es tiempo que en la recuperación de la memoria en la que estamos ahora inmersos, hagamos reconocer la diversidad del exilio como el reflejo de la diversidad ideológica y nacional del Estado del que procedía.