En la transición del franquismo a la democracia, los sucesos del 3 de marzo de 1976 en Vitoria, que se cobraron cinco vidas, fueron un aviso de que la inercia represora no cesaría tan fácilmente
Un reportaje de Mikelats Ardanaz
Vitoria 3 de marzo de 1976. A las 17.00 horas es convocada una asamblea de trabajadores en la iglesia de San Francisco. La iglesia se halla abarrotada y rodeada de policía y manifestantes. El párroco impide la entrada de las fuerzas del orden en ella. Pero la Policía procede a desalojar el recinto eclesiástico.
-Se puede figurar, después de tirar 1.000 tiros y romper toda la iglesia de San Francisco, pues ya me comentará cómo está todo. (cambio).
-(…) ¡Muchas gracias! Eh, ¡Buen servicio!
-Dile a Salinas que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.
-(…) tengo dos secciones y media paralizadas, la otra media tiene todavía unos poquitos… o sea aquí ha habido una masacre. Cambio.
-De acuerdo, de acuerdo. Cambio.
-Muy bien… pero de verdad, una masacre.
Es una parte de la transcripción de la cinta que un ciudadano vitoriano pudo grabar a la frecuencia modulada de la Policía la tarde del 3 de marzo de 1976. Vitoria “la ciudad donde nunca pasa nada”, según José Antonio Zarzalejos, enviado gubernamental a Vitoria, llevaba desde comienzos de año sumergida en un continuum de reivindicaciones laborales y huelgas que concluyeron aquella tarde con la muerte de cinco trabajadores y centenares de heridos.
Recién comenzado el nuevo año dieron inicio las negociaciones para la renovación de los convenios colectivos en las diferentes empresas vitorianas y con ello, las discrepancias. Los problemas en cuanto al tema de la renovación de los convenios comenzaron en Forjas Alavesas, pero pronto pasaron a Mevosa, Aranzábal, Gabilondo, Ugao y Orbegozo entre otros. Si bien al principio, la negociación la hacía cada empresa por su cuenta, vista la constante negativa de patronal y empresarios y visto que las consignas eran similares, unificaron la lucha y dieron paso a una movilización conjunta. Lo que se reivindicaba era un aumento salarial a 6.000 pesetas, semana laboral de 40 o 42 horas más media hora para el almuerzo, jubilación con sueldo completo y el 100% del salario en caso de enfermedad o accidente.
Tras los primeros fracasos en las negociaciones se decide salir a la calle; manifestaciones y huelgas serán las nuevas armas de reivindicación y presión que usarán los trabajadores para tratar de que se cumplan sus proclamas. Así, tras dos meses de lucha, numerosos detenidos y muchas horas de trabajo perdidas, se convoca una huelga general, que afectaría a toda la capital alavesa, para la jornada del 3 de marzo. Se buscaba paralizar la ciudad entera para así presionar para que, por un lado, las condiciones fueran aceptadas y para que, por el otro, los detenidos por manifestaciones fueran liberados. Debemos recordar que a pesar de que Franco ya había muerto, la Ley de Asociación no estaba vigente y la huelga era un recurso ilegal.
A las 10 de la mañana, tras las pertinentes reuniones de cada empresa, se decide salir a la calle a invitar a los demás vitorianos a unirse a la lucha. Es una huelga que se sigue de forma masiva. Sin embargo, las manifestaciones son rápidamente reprimidas por la Policía que trata de tomar la ciudad para mantener el orden. Para las 17.00 había sido convocada una asamblea conjunta en la iglesia de San Francisco, en el barrio de Zamacola. La selección de este emplazamiento no es algo casual ya que tanto trabajadores como Policía sabían que desde la firma del Concordato con el Vaticano II en 1953 los recintos eclesiásticos eran territorios en los que el Estado no poseía autoridad, y por tanto, salvo que tuviera la orden eclesiástica pertinente la asamblea se podría realizar a resguardo de la Policía. O eso creían al menos, porque los agentes, siendo conscientes de que no podían entrar, decidieron romper las ventanas y disparar al interior botes de humo, gases lacrimógenos, pelotas de goma y balas. El gentío que se encontraba en la abarrotada iglesia trató de salir como podía de aquel recinto en el que a duras penas se podía respirar, pero se encontraron en el exterior con las fuerzas del orden que no dudaron en usar toda la fuerza de la que disponían. Tal y como describe uno de los mandos policiales, en la citada transcripción, “esto es una batalla campal (…) es la guerra en pleno, se nos está terminando la munición, las granadas, y nos están liando a piedras”. De fondo de esta conversación se distinguen disparos de metralleta, gritos y bocinas de coches, que mediante el pañuelo blanco que ponían en las ventanillas señalaban que acudían a los hospitales a trasladar a los centenares de heridos.
Cinco muertos El saldo más triste, las cinco personas que aquella fatídica tarde del 3 de marzo de 1976 perdieron la vida a manos de las fuerzas del orden. Un cuerpo de seguridad que no dudó en mostrar y demostrar que aun habiendo muerto Franco, la larga sombra del franquismo seguía muy presente y que si bien, en teoría, se había dado inicio a ese periodo conocido como Transición a la Democracia, el camino que habría que recorrer para llegar a ella iba a ser largo, duro y, por desgracia, sangriento.
Las calles que aquella tarde se tiñeron de rojo, pasados dos días se vistieron de negro para acoger al gentío que asistió al funeral celebrado por los fallecidos. Bajo la atenta y desafiante mirada de la Policía, la tensa calma que caracterizó aquel periodo se fusionó con el dolor de aquellos ciudadanos que ni tan siquiera pudieron reclamar responsabilidades políticas ni policiales. Aunque el auditor militar que llevaba el caso consideró que los hechos producidos por la Policía Armada “eran constitutivos de un delito de homicidio, conforme con el artículo 407 del Código Penal” al no haber podido determinar quiénes fueron los autores concretos de los disparos, el sumario fue sobreseído. Al igual que también quedaron impunes los responsables políticos, como el entonces gobernador civil que emitió la orden de desalojo, Rafael Ladin Vicuña; el ejecutor del mando operativo de la dotación policial, Jesús Quintana Saracibar; el que fuera ministro de Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, o el entonces ministro de Relaciones Sindicales, Rodolfo Martín Villa.
Si bien es cierto que penalmente hablando en aquel momento no hubo justicia, posteriormente, de la mano de la Asociación de Víctimas del 3 de Marzo se reabrió el caso y el Gobierno vasco concedió la condición de víctimas a los fallecidos. Recientemente, la jueza argentina María Servini reabrió el caso para esclarecer los sucesos.
Repercusión política La tarde del 3 de marzo de 1976, poco antes de que la Policía desalojara la iglesia, se reunía la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional para tratar el proyecto de Ley de Asociaciones Políticas. Estaban en aquella reunión, entre otros, Alfonso Osorio (ministro de la Presidencia), Adolfo Suárez (como ministro de la Gobernación, sustituyendo a Manuel Fraga que se encontraba en Alemania), Rodolfo Martín Villa (ministro Relaciones Sindicales) y el propio Arias Navarro (presidente de Gobierno). Terminada la reunión, con la batalla de Vitoria en marcha, Adolfo Suárez, como ministro de Gobernación en funciones, acudió al despacho para tomar el mando de la situación. Poco tuvo que hacer, salvo enviar un nuevo mando operativo a la ciudad y disuadir a un desbordado y dubitativo Arias Navarro de decretar el estado de excepción en la capital alavesa; que lejos de mejorar la situación, haría ver que el nuevo Gobierno no era capaz de mantener el orden en el país.
Este hecho no quedó como una simple anécdota, no al menos para uno de los personajes clave y determinante de este periodo, el rey Juan Carlos. Este pronto comenzó a juzgar la actuación de los personajes que se encargarían de llevar el rumbo de la nueva política y por ello, cuando tuvo ocasión de hablar con el ministro Osorio, de gran confianza para el monarca, no dudó en preguntarle por la actuación de Adolfo Suárez. Osorio, como ya lo hicieran otros ministros, resaltó la buena actuación del que entonces era ministro Secretario General del Movimiento, destacando además su capacidad de liderazgo en una situación tan complicada como la de aquellas jornadas.
El rey se fijó y vio en aquellos días la figura que sería la pieza visible del cambio de gobierno que conduciría a la democracia: Adolfo Suárez. El Gobierno de Arias Navarro, el primero de la Monarquía, se hallaba desbordado por las continuas pugnas políticas, crisis económica y conflictividad laboral y por ello cada paso que daba se analizaba con minuciosidad. Sin embargo, se vio que los pasos que daban iban en dirección contraria adonde se dirigía la política nacional. Debemos recordar que las huelgas del 3 de marzo no solo suponen un punto de inflexión en una tendencia huelguística en alza, sino que también es el trimestre con mayores movilizaciones y mayor conflictividad laboral, con más de 17.000 huelgas.
Los trabajadores gasteiztarras con la lucha de esos escasos tres meses demostraron que la organización sindical impuesta por el franquismo estaba obsoleta y que una nueva y diferente forma de organización y representación laboral era posible, viable y efectiva. Dejaron claro también que el pueblo quería participar en la vida política y que a partir de ese momento sería pieza fundamental del juego político. Hicieron ver además que los métodos y formas utilizadas por la Policía, y los mandos recibidos, seguían siendo iguales que en el periodo precedente, dejando ver que la larga sombra del franquismo seguía muy viva y habría de ser apagada con la luz de la democracia. Con todo, se vio que, el primer Gobierno de la Monarquía, y en especial su presidente Arias Navarro, era incapaz de liderar un país que reclamaba el cambio y no la continuidad del legado franquista.
Celebrados los funerales, aprobada una nueva ley sobre la regulación del derecho de asociación política y celebradas las pertinentes reuniones, los trabajadores volvieron a sus puestos de trabajo. Mientras que unos ficharon en sus puestos habituales, Pedro María Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo y Bienvenido Pereda lo harían en el libro de la historia, en las páginas negras del sombrío capítulo de la Transición.