Vitoria, 3 de marzo de 1976: jaque a la democracia

En la transición del franquismo a la democracia, los sucesos del 3 de marzo de 1976 en Vitoria, que se cobraron cinco vidas, fueron un aviso de que la inercia represora no cesaría tan fácilmente

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Un reportaje de Mikelats Ardanaz

Vitoria 3 de marzo de 1976. A las 17.00 horas es convocada una asamblea de trabajadores en la iglesia de San Francisco. La iglesia se halla abarrotada y rodeada de policía y manifestantes. El párroco impide la entrada de las fuerzas del orden en ella. Pero la Policía procede a desalojar el recinto eclesiástico.

-Se puede figurar, después de tirar 1.000 tiros y romper toda la iglesia de San Francisco, pues ya me comentará cómo está todo. (cambio).

-(…) ¡Muchas gracias! Eh, ¡Buen servicio!

-Dile a Salinas que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.

-(…) tengo dos secciones y media paralizadas, la otra media tiene todavía unos poquitos… o sea aquí ha habido una masacre. Cambio.

-De acuerdo, de acuerdo. Cambio.

-Muy bien… pero de verdad, una masacre.

Es una parte de la transcripción de la cinta que un ciudadano vitoriano pudo grabar a la frecuencia modulada de la Policía la tarde del 3 de marzo de 1976. Vitoria “la ciudad donde nunca pasa nada”, según José Antonio Zarzalejos, enviado gubernamental a Vitoria, llevaba desde comienzos de año sumergida en un continuum de reivindicaciones laborales y huelgas que concluyeron aquella tarde con la muerte de cinco trabajadores y centenares de heridos.

Recién comenzado el nuevo año dieron inicio las negociaciones para la renovación de los convenios colectivos en las diferentes empresas vitorianas y con ello, las discrepancias. Los problemas en cuanto al tema de la renovación de los convenios comenzaron en Forjas Alavesas, pero pronto pasaron a Mevosa, Aranzábal, Gabilondo, Ugao y Orbegozo entre otros. Si bien al principio, la negociación la hacía cada empresa por su cuenta, vista la constante negativa de patronal y empresarios y visto que las consignas eran similares, unificaron la lucha y dieron paso a una movilización conjunta. Lo que se reivindicaba era un aumento salarial a 6.000 pesetas, semana laboral de 40 o 42 horas más media hora para el almuerzo, jubilación con sueldo completo y el 100% del salario en caso de enfermedad o accidente.

Tras los primeros fracasos en las negociaciones se decide salir a la calle; manifestaciones y huelgas serán las nuevas armas de reivindicación y presión que usarán los trabajadores para tratar de que se cumplan sus proclamas. Así, tras dos meses de lucha, numerosos detenidos y muchas horas de trabajo perdidas, se convoca una huelga general, que afectaría a toda la capital alavesa, para la jornada del 3 de marzo. Se buscaba paralizar la ciudad entera para así presionar para que, por un lado, las condiciones fueran aceptadas y para que, por el otro, los detenidos por manifestaciones fueran liberados. Debemos recordar que a pesar de que Franco ya había muerto, la Ley de Asociación no estaba vigente y la huelga era un recurso ilegal.

A las 10 de la mañana, tras las pertinentes reuniones de cada empresa, se decide salir a la calle a invitar a los demás vitorianos a unirse a la lucha. Es una huelga que se sigue de forma masiva. Sin embargo, las manifestaciones son rápidamente reprimidas por la Policía que trata de tomar la ciudad para mantener el orden. Para las 17.00 había sido convocada una asamblea conjunta en la iglesia de San Francisco, en el barrio de Zamacola. La selección de este emplazamiento no es algo casual ya que tanto trabajadores como Policía sabían que desde la firma del Concordato con el Vaticano II en 1953 los recintos eclesiásticos eran territorios en los que el Estado no poseía autoridad, y por tanto, salvo que tuviera la orden eclesiástica pertinente la asamblea se podría realizar a resguardo de la Policía. O eso creían al menos, porque los agentes, siendo conscientes de que no podían entrar, decidieron romper las ventanas y disparar al interior botes de humo, gases lacrimógenos, pelotas de goma y balas. El gentío que se encontraba en la abarrotada iglesia trató de salir como podía de aquel recinto en el que a duras penas se podía respirar, pero se encontraron en el exterior con las fuerzas del orden que no dudaron en usar toda la fuerza de la que disponían. Tal y como describe uno de los mandos policiales, en la citada transcripción, “esto es una batalla campal (…) es la guerra en pleno, se nos está terminando la munición, las granadas, y nos están liando a piedras”. De fondo de esta conversación se distinguen disparos de metralleta, gritos y bocinas de coches, que mediante el pañuelo blanco que ponían en las ventanillas señalaban que acudían a los hospitales a trasladar a los centenares de heridos.

Cinco muertos El saldo más triste, las cinco personas que aquella fatídica tarde del 3 de marzo de 1976 perdieron la vida a manos de las fuerzas del orden. Un cuerpo de seguridad que no dudó en mostrar y demostrar que aun habiendo muerto Franco, la larga sombra del franquismo seguía muy presente y que si bien, en teoría, se había dado inicio a ese periodo conocido como Transición a la Democracia, el camino que habría que recorrer para llegar a ella iba a ser largo, duro y, por desgracia, sangriento.

Las calles que aquella tarde se tiñeron de rojo, pasados dos días se vistieron de negro para acoger al gentío que asistió al funeral celebrado por los fallecidos. Bajo la atenta y desafiante mirada de la Policía, la tensa calma que caracterizó aquel periodo se fusionó con el dolor de aquellos ciudadanos que ni tan siquiera pudieron reclamar responsabilidades políticas ni policiales. Aunque el auditor militar que llevaba el caso consideró que los hechos producidos por la Policía Armada “eran constitutivos de un delito de homicidio, conforme con el artículo 407 del Código Penal” al no haber podido determinar quiénes fueron los autores concretos de los disparos, el sumario fue sobreseído. Al igual que también quedaron impunes los responsables políticos, como el entonces gobernador civil que emitió la orden de desalojo, Rafael Ladin Vicuña; el ejecutor del mando operativo de la dotación policial, Jesús Quintana Saracibar; el que fuera ministro de Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, o el entonces ministro de Relaciones Sindicales, Rodolfo Martín Villa.

Si bien es cierto que penalmente hablando en aquel momento no hubo justicia, posteriormente, de la mano de la Asociación de Víctimas del 3 de Marzo se reabrió el caso y el Gobierno vasco concedió la condición de víctimas a los fallecidos. Recientemente, la jueza argentina María Servini reabrió el caso para esclarecer los sucesos.

Repercusión política La tarde del 3 de marzo de 1976, poco antes de que la Policía desalojara la iglesia, se reunía la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional para tratar el proyecto de Ley de Asociaciones Políticas. Estaban en aquella reunión, entre otros, Alfonso Osorio (ministro de la Presidencia), Adolfo Suárez (como ministro de la Gobernación, sustituyendo a Manuel Fraga que se encontraba en Alemania), Rodolfo Martín Villa (ministro Relaciones Sindicales) y el propio Arias Navarro (presidente de Gobierno). Terminada la reunión, con la batalla de Vitoria en marcha, Adolfo Suárez, como ministro de Gobernación en funciones, acudió al despacho para tomar el mando de la situación. Poco tuvo que hacer, salvo enviar un nuevo mando operativo a la ciudad y disuadir a un desbordado y dubitativo Arias Navarro de decretar el estado de excepción en la capital alavesa; que lejos de mejorar la situación, haría ver que el nuevo Gobierno no era capaz de mantener el orden en el país.

Este hecho no quedó como una simple anécdota, no al menos para uno de los personajes clave y determinante de este periodo, el rey Juan Carlos. Este pronto comenzó a juzgar la actuación de los personajes que se encargarían de llevar el rumbo de la nueva política y por ello, cuando tuvo ocasión de hablar con el ministro Osorio, de gran confianza para el monarca, no dudó en preguntarle por la actuación de Adolfo Suárez. Osorio, como ya lo hicieran otros ministros, resaltó la buena actuación del que entonces era ministro Secretario General del Movimiento, destacando además su capacidad de liderazgo en una situación tan complicada como la de aquellas jornadas.

El rey se fijó y vio en aquellos días la figura que sería la pieza visible del cambio de gobierno que conduciría a la democracia: Adolfo Suárez. El Gobierno de Arias Navarro, el primero de la Monarquía, se hallaba desbordado por las continuas pugnas políticas, crisis económica y conflictividad laboral y por ello cada paso que daba se analizaba con minuciosidad. Sin embargo, se vio que los pasos que daban iban en dirección contraria adonde se dirigía la política nacional. Debemos recordar que las huelgas del 3 de marzo no solo suponen un punto de inflexión en una tendencia huelguística en alza, sino que también es el trimestre con mayores movilizaciones y mayor conflictividad laboral, con más de 17.000 huelgas.

Los trabajadores gasteiztarras con la lucha de esos escasos tres meses demostraron que la organización sindical impuesta por el franquismo estaba obsoleta y que una nueva y diferente forma de organización y representación laboral era posible, viable y efectiva. Dejaron claro también que el pueblo quería participar en la vida política y que a partir de ese momento sería pieza fundamental del juego político. Hicieron ver además que los métodos y formas utilizadas por la Policía, y los mandos recibidos, seguían siendo iguales que en el periodo precedente, dejando ver que la larga sombra del franquismo seguía muy viva y habría de ser apagada con la luz de la democracia. Con todo, se vio que, el primer Gobierno de la Monarquía, y en especial su presidente Arias Navarro, era incapaz de liderar un país que reclamaba el cambio y no la continuidad del legado franquista.

Celebrados los funerales, aprobada una nueva ley sobre la regulación del derecho de asociación política y celebradas las pertinentes reuniones, los trabajadores volvieron a sus puestos de trabajo. Mientras que unos ficharon en sus puestos habituales, Pedro María Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo y Bienvenido Pereda lo harían en el libro de la historia, en las páginas negras del sombrío capítulo de la Transición.

1945. La victoria escamoteada

El final de la Segunda Guerra Mundial fue un momento transcendental en la lucha contra el franquismo: se veía próximo su final. Esa esperanza se desvaneció muy pronto. Pero la memoria permanece

Reportaje de Iñaki Goiogana

En la primavera de 1945 en el rostro de los exiliados vascos, y cabe decir que en la de todos los antifascistas vascos, se dibujaba una amplia sonrisa. Una sonrisa que no era otra cosa que la expresión de una esperanza en la pronta solución al conflicto iniciado casi una década antes con la guerra de 1936. Efectivamente, era cuestión de semanas que los Aliados llegaran a Berlín (la discusión era sobre quién haría ondear antes su bandera, si los occidentales o los soviéticos) y con ello finalizara la más cruel de las guerras habidas jamás y comenzara una nueva era en la que, si bien no se acabaría con los odios, las guerras y las diferencias entre los grupos humanos, los conflictos se encauzarían por caminos más civilizados. Durante los seis años de conflicto, a la vez que se luchaba en los frentes, se teorizó muchísimo sobre la posguerra. Las cinco décadas del siglo trascurridas habían demostrado de sobra que las personas eran muy capaces de casi borrar la existencia humana de la tierra, pero ahora, cuando finalizaba el lustro más mortífero de la historia, era el momento para poner las bases de un futuro lo más justo posible. Justo en lo social y justo en lo político.

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Los vascos no fueron ajenos a estos esfuerzos que buscaban un mundo mejor para el futuro inmediato. Las revoluciones, tanto de derecha como de izquierda, habían demostrado su cruel naturaleza. La derecha en el poder dejó desde el mismo inicio de la guerra de 1936, un reguero de sangre, prisión, trabajos forzados, opresión, etc. Y de la izquierda, si bien no había gozado de poder en Euskadi, no eran menos conocidos sus métodos en práctica allí donde gobernaba, si bien el generoso esfuerzo del pueblo soviético en la guerra contra el nazi-fascismo ayudó mucho a disimilar los procederes comunistas. Eran, pues, tiempos de optimismo.

Entre los vascos quien mejor encarnaba el espíritu optimista era su lehendakari, José Antonio Agirre, quien el mes de marzo de 1945 realizó un viaje de varias semanas a Europa, tocando en su periplo Londres, París y la Euskadi Continental. Volvía a Europa después de su exilio americano de gran parte de la II Guerra Mundial.

No era un viaje muy común. Agirre cruzó el Atlántico traído por el ejército americano, quien, además de proporcionar el avión para el trayecto, puso a disposición del lehendakari un oficial del servicio americano de inteligencia, la OSS. En esta verdadera maratón de entrevistas que mantuvo Agirre, se reunió, además de con las distintas autoridades vascas partidarias, sindicales y del Gobierno, con personalidades republicanas españolas, como el antiguo presidente del ejecutivo español, Juan Negrín, e internacionales. Entre estas últimas cabe destacar la reunión tenida con Georges Bidault, ministro de Asuntos Exteriores francés, y miembro de la Resistencia, especialmente bien relacionado con el Gobierno vasco por ser miembro fundador de la Liga Internacional de Amigos de los Vascos (LIAB) y por su militancia democristiana. En esta entrevista el lehendakari le comunicó a Bidault que el motivo de su viaje a Europa era “resolver, de acuerdo con las autoridades francesas, la situación de la emigración vasca, organizando al mismo tiempo los núcleos vascos alrededor del Gobierno de Euzkadi, para coordinar luego esta acción con las demás fuerzas democráticas peninsulares que combatían al régimen del general Franco”. Agirre manifestó al ministro galo que “los vascos estaban dispuestos a apoyar toda solución democrática que tuviera carácter de seriedad y aceptara la autonomía política del pueblo vasco”. Llegados a este punto, Agirre quiso aprovechar la entrevista para saber hasta dónde estaba dispuesta Francia a intervenir en la solución del conflicto peninsular, a lo que Bidault contestó: “Excepto la invasión, todo”.

Durante aquellos días y semanas, el lehendakari se reunió con otros líderes internacionales, y las respuestas que obtuvo fueron también parecidas, venían a coincidir en algo así como “preparen Vds. una solución moderada y unitaria a la dictadura franquista y nosotros daremos algún tipo de empujón para que ésta caiga”.

Aglutinar fuerzas Agirre, que no dejó de soñar con este momento y este género de respuestas desde que en junio de 1937 abandonara Euskadi expulsado por los franquistas, pisó el acelerador y se puso él mismo y, junto a él, todos sus colaboradores en la tarea de aglutinar a toda la oposición antifranquista, cediendo incluso en algunos puntos de su ideario nacionalista con el fin de lograr la ansiada derrota franquista. En aquellos meses finales de la II Guerra Mundial y comienzos de la posguerra, el lehendakari estuvo en México, donde se habían reunido los republicanos para recomponer las instituciones republicanas e hizo de hombre bueno entre las fuerzas españolas; estuvo en San Francisco en las reuniones de constitución de la ONU acompañando o, tal vez, llevando al Gobierno republicano, logró el Pacto de Baiona entre las fuerzas vascas, creó estructuras en el interior que representaban al Gobierno de Euzkadi como el Consejo Delegado, reunió a una serie de ilustres exiliados como Francisco Basterretxea en Buenos Aires a quienes pidió que redactaran planes y medidas para su inmediata aplicación en Euskadi nada más ser derribada la dictadura, etc.

Todo esto, además del esfuerzo desarrollado por las instituciones vascas a lo largo de la II Guerra Mundial. Efectivamente, desde nada más iniciarse el conflicto en septiembre de 1939, el ejecutivo vasco, a la vez que hacía suya la guerra y manifestaba que en realidad no era más que una continuidad de la iniciada en 1936, se ofreció desinteresadamente a los Aliados. Este ofrecimiento se sustanció en, por una parte, la colaboración de los servicios de inteligencia vascos con los Aliados, y, por otra, en labores de propaganda desarrollados en el Cono Sur. Además de estas labores de información y propaganda, hubo también intentos de crear unidades militares específicamente vascas que colaboraran en el esfuerzo militar. Así, una primera intentona que resultó fallida, fue la encabezada por Manuel Irujo en Londres, donde se propuso crear un batallón de fusileros marinos dentro de las fuerzas de la Francia Libre del general Charles De Gaulle, y otra, que tuvo final feliz, se sustanció en el batallón Gernika, integrado también en el ejército galo pero ya en suelo francés.

Embrión del ejército vasco El batallón Gernika fue una pieza muy importante dentro de los planes que el lehendakari trajo en la primavera de 1945 de América a Europa. Debía ser, junto a Euzko Naia, núcleos paramilitares organizados por el PNV en el interior, el embrión del ejército o de la policía vascos. Ambos cuerpos estaban pensados para que se encargaran, en caso de caída de la dictadura, precisamente de hacer que la transición del franquismo desembocara en una República moderada y federal con el mínimo coste en vidas humanas y pérdidas materiales. Esta fuerza debía prepararse y, de ser posible, entrar en combate contra el nazismo.

Meses antes del viaje del lehendakari a Europa, en agosto de 1944, al tiempo que era liberado Iparralde de la ocupación nazi, los consejeros Jesús María Leizaola y Eliodoro de la Torre encomendaron al comandante Kepa Ordoki que reuniera a todos los vascos encuadrados en el maquis que pudiera y formara con ellos un batallón a las órdenes del Gobierno vasco. Ordoki cumplió la orden y, meses más tarde, en abril de 1945, estos hombres entraron en combate en el Médoc, en las operaciones de eliminación de las bolsas de alemanes que habían quedado aisladas en la costa atlántica durante los combates seguidos para la liberación de Francia en el verano de 1944.

Pero aquella primavera de 1945, sin embargo, cuando finalmente los soviéticos izaron la bandera roja el 2 de mayo en el edificio del Reichstag y, una semana más tarde, Alemania se rindió incondicionalmente a los Aliados, empezaron ya a manifestarse síntomas que hacían presagiar que lo que era de justicia y parecía factible -una Europa democrática y socialmente avanzada, además de una Euskadi libre de la dictadura franquista- podría torcerse. Así, los soldados alemanes que se rindieron a los aliados occidentales no fueron desarmados hasta días más tarde cuando estuvo claro que los soviéticos, por el momento al menos, no iban a causar problemas. El 12 de abril de 1945 falleció el presidente estadounidense Roosevelt, siendo sustituido por Truman y en agosto se obligó a rendirse al Japón con el lanzamiento de dos bombas atómicas. Antes, en febrero, los anglo-británicos y los soviéticos se habían repartido sus zonas de influencia en el mundo. Es cierto también que se dieron los pasos para instituir la ONU, un organismo internacional ideado para dirimir los conflictos internacionales, que se promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que a la II Guerra Mundial, después de una inmediata posguerra terriblemente dura, le siguió un tiempo de oro para las clases menos favorecidas de la sociedad. Todos estas nubes y claros presagiaban lo que se conocería como guerra fría, con su continua amenaza de una guerra apocalíptica que habría dejado chicas las inmensas matanzas anteriores.

Esta guerra fría trajo consigo su peaje para Euskadi, el peor de los escenarios soñados por los exiliados. Haciendo realidad aquello de que es preferible lo malo conocido a lo bueno por conocer, los Aliados, comiéndose sus promesas, optaron por mantener erguida la dictadura franquista en lugar de tentar a la suerte con un sistema democrático que, supuestamente, habría podido desembocar en un Gobierno liderado por comunistas. Los planes para el futuro, los esfuerzos diplomáticos, la colaboración con los Aliados, el batallón Gernika, etc. quedaron, finalmente, en nada y la dictadura franquista desapareció con el mismo dictador, tres décadas más tarde.

La vida por un sueño Pero la primavera de 1945 estuvo llena de esperanzas y sueños. Uno de estos sueños frustrados fue, sin duda, el deseo de los hombres del batallón Gernika de luchar en tierra vasca contribuyendo a su liberación. Lo dieron todo, algunos gudaris incluso su vida, pero de poco sirvió. No pudo ser, o simplemente no fue por simples intereses geoestratégicos. Pero este sacrificio e injusto pago hace que su lucha deba ser recordada y no olvidada. Por ello, para traer a nuestro presente la gesta de aquellos hombres, se está rodando un documental que revivirá la historia del batallón Gernika. Para escenificar los exteriores de la batalla del Médoc se rodarán unas escenas en la batería de Punta Lucero, en la boca del Abra. De esta manera se unirá la historia con el deseo de aquellos gudaris. Se recreará la lucha en Médoc pero en Euskadi, en un lugar que seguro hubiera sido deseado por los miembros del batallón Gernika. De alguna forma, esta recreación simbolizará el nunca realizado desembarco aliado en la Euskadi dominada por la Dictadura del general Franco.

La calle que Bilbao arrebató al franquismo

SE CUMPLEN 50 AÑOS DE LA MUERTE DEL COMANDANTE DE GUDARIS AGUIRREBEITIA, A QUIEN EL PNV QUISO TRIBUTARLE UNA VÍA LOCAL.

UN REPORTAJE DE IBAN GORRITI

El comandante Carlos Aguirrebeitia falleció repentinamente en su domicilio el 3 de septiembre de 1964. (Foto: Archivo de Iñaki Anasagasti).
El comandante Carlos Aguirrebeitia falleció repentinamente en su domicilio el 3 de septiembre de 1964. (Foto: Archivo de Iñaki Anasagasti).

EL 3 de septiembre se cumplirán 50 años del fallecimiento de Carlos Aguirrebetia, quien fuera comandante de gudaris y quien, por unos días, tuvo una calle oficiosa a su nombre en el callejero de la villa de Bilbao. Por aquel entonces existía la vía de nombre fascista Comandante Velarde que daba a la Plaza Nueva y, en un acto de clandestinidad, afiliados del PNV, en una operación reivindicada por EGI, la rebautizaron colocando una placa en honor al comandante Aguirrebeitia.

Ocurrió el 1 de enero de 1965. «La revista Gudari se hizo eco del suceso e incluso publicó una fotografía de la acción», subraya el senador Iñaki Anasagasti. Aguirrebeitia era amigo del padre del jeltzale, y el hombre que preparó y dirigió la voladura del monumento erigido en el Arenal de Bilbao al golpista general Mola, el que amenazó con el pasquín «arrasaré Vizcaya, tengo medios sobrados para hacerlo». Carlos Aguirrebeitia fue uno de los jefes de la Resistencia Vasca en el interior. Afiliado al PNV desde muy joven, al iniciarse la guerra en Euskadi se alistó en el Ejército Vasco, partiendo para el frente de Lekeitio en el batallón Mungia, con el grado de teniente. Ascendió a comandante cuando no tenía más que 23 años. «A la cabeza de los batallones Mungia y Larrazabal, intervino brillantemente en las operaciones más sangrientas de la contienda», valoraban en la publicación Alderdi, según se puede consultar en Sabino Arana Fundazioa.

El mismo medio informó en 1964 de que «el día 3 de septiembre falleció repentinamente en su domicilio de Bilbao el comandante de gudaris don Carlos Aguirrebeitia, quien tuvo también una intervención decisiva en la preparación y desarrollo de las huelgas de 1947 y 1951. Por sus cualidades de organizador fue incorporado en 1958 al Bizkai Buru Batzar, y poco después al Euzkadi Buru Ba-tzar», ampliaban.

«Era -aporta Anasagasti- un reducido número de compatriotas el que, por medidas de seguridad, conocía a fondo su doble personalidad de hombre aparentemente apacible, dedicado exclusivamente a sus negocios y familia, tras la cual ocultaba la verdadera personalidad de activo Jefe de la Resistencia Vasca». A juicio del senador, Aguirrebeitia pertenecía, por su edad, a aquella generación de hombres jóvenes del 36, «y no de jóvenes a secas, que con concepto de responsabilidad y disciplina, obedeciendo órdenes de sus burukides, dejaron a un lado en el momento preciso las comodidades y conveniencia personal para lanzarse a defender Euzkadi en las trincheras, escribiendo con su sangre y heroísmo la página más concluyente de la historia de Euzkadi, la que logró alcanzar, bajo los postulados del PNV, las angulares piedras de un Gobierno y un Ejército propio reconocido por todos», observa.

Anasagasti recordó la acción antifascista de EGI cuando en un rastro vio que se vendía la placa original de la calle que enaltecía al fascista Comandante Velarde. Desde el Ayuntamiento de la villa capitalina confirman a DEIA que, en 1980, el Consistorio procedió a eliminar el nombre de las calles que se habían rebautizado por orden dictatorial el 23 de noviembre de 1940.

«En 1983, se quitaron algunas de las placas que quedaron, y una de ellas fue la de Comandante Velarde. Hoy esa calle lleva el nombre de Mitxel Labegerie», corroboran desde el Consistorio. Mitxel Labegerie murió precisamente en 1980, el 28 de julio, y está considerado como «el padre de la nueva canción vasca», así como «el primer diputado nacionalista de la Asamblea francesa». Nació en Uztaritze el 4 de marzo de 1921.

ACCIÓN DE LA RESISTENCIA Entre el cambio de nombre oficial de Comandante Velarde a Mitxel Labegerie, un día se llamó tras la citada matxinada Comandante Aguirrebeitia, como quedó publicado en la revista Gudari, editada en Caracas, Venezuela, bajo el titular «En homenaje al Comandante Aguirrebeitia, la Resistencia cambió el nombre a una calle de Bilbao». Ocurrió el primero de enero de 1965, como «sencillo pero emotivo acto de homenaje a la memoria del que, en vida, fue valeroso Jefe de la Resistencia Vasca, Comandante Aguirrebeitia», quedó impreso.

Para la elección del lugar -apuntaba la publicación-, se estableció previamente contacto con la Sección de Estadística del Ayuntamiento de Bilbao, cuyos funcionarios, conscientes de su misión al servicio del pueblo de quien dependen, prestaron las máximas facilidades y actuaron con diligencia, señalando que la calle más indicada a tal fin era la denominada hasta el momento calle del Comandante Velarde, personaje este totalmente desconocido en la villa y desligado en episodios históricos de Bilbao y Euskadi.

La placa con el nombre del Comandante Aguirrebeitia fue colocada a primera hora de la madrugada en presencia de representantes de EGI, PNV y Euzko-Gudarostea. A mediodía hubo misa en San Antón en euskera. Al acabar se fue a la Calle del Comandante Aguirrebeitia (transversal de la Calle Correo), desfilando en silencio ante la placa que le da nombre.

«Al siguiente día la placa continuaba puesta, y ya con las primeras luces, nuestros fotógrafos hicieron unas instantáneas, para la historia», escribían en Gudari. La noticia se extendió por todo Bilbao «hasta llegar a conocimiento de La Falange, que exigió al Ayuntamiento de la capital vizcaina que fuera inmediatamente retirada».