Arizmendi y Aranburu, fusilamientos sin respuestas

Ochenta años después del fusilamiento de Ángel Arizmendi y Leoncio Aranburu a manos de falangistas en Ibero, muchas preguntas quedan sin contestar y mucho también es el esfuerzo de sus familias por mantener viva su memoria

Texto y fotos de Xabier Agirre Arizmendi

el 25 de octubre de 1936, los cuerpos sin vida de nuestro aitona, Ángel Arizmendi Irastorza, y de su amigo, el oiartzuarra, Leoncio Aranburu, fueron abandonados por falangistas de la escuadra del Águila en el pueblecito navarro de Muniain de Guezalaz. Apenas unas horas antes, habían sido puestos en libertad en la prisión de San Cristóbal. Ochenta años después, a sus descendientes nos queda la responsabilidad de perpetuar su memoria.

18 de julio de 1936, Ángel Arizmendi, primer abogado procurador de Donostia y dos veces decano del Colegio de Abogados, se encontraba en Lizarra, adonde se había dirigido como todos los años por esas fechas con su esposa, Juana Ayestaran, que sufría de asma y a quien el clima de Lizarra le sentaba muy bien. Desde su habitación del hotel Larramendi donde se hospedaban, vieron cómo llevaban detenido al alcalde nacionalista de Lizarra, Fortunato Agirre, quien fue fusilado el 29 de septiembre de ese mismo año. Al haberse declarado el estado de guerra, no pudieron abandonar Lizarra aquel día, aunque sí lo consiguieron hacer al día siguiente, desplazándose a su casa de verano de Oiartzun donde les aguardaban su hija mayor y la más joven, encontrándose las otras dos en la casa familiar de Donostia.

El 27 de julio, las tropas rebeldes, procedentes de Lesaka entraron en Oiartzun y montaron la comandancia militar en casa de Ángel Arizmendi, Arizmendi-nea, tomando al pie de la letra la inscripción grabada en el dintel de la puerta y que, desde luego, no les iba dirigida: Emen sartzen dana bere etxean dago. El día 30 de julio, Ángel Arizmendi fue detenido y pasó la noche en los calabozos de la casa consistorial. Al atardecer del día de San Ignacio emprendió viaje, a pie, junto con el resto de compañeros de infortunio, hasta Bera, para ser posteriormente conducidos en camiones al tristemente célebre fuerte de San Cristóbal de Pamplona, donde quedó recluido en el edificio de la segunda brigada.

A partir de ese momento se sucedieron las gestiones de la familia y amigos ante todo aquel que pudiera tener alguna influencia en aquella situación, principalmente con gente vinculada a la abogacía por sus numerosas relaciones profesionales en Donostia e Iruñea, y al tradicionalismo, incluso con la ayuda de algún militar como el capitán Hormaechea Camiña, comandante del valle de Oiartzun, que tenía varios familiares nacionalistas.

Luis Martínez Erro, en carta a Hormaechea fechada en Pamplona el 11 de agosto -con membrete de José Martínez Berasain-, le indicó que, puede comunicarles que la Junta Carlista de Guerra del Reino de Navarra se ha pronunciado con todas las decisiones favorables a favor del Sr. Arizmendi, y que, por lo tanto, queda a disposición del Coronel Sr. Beorlegui, que fue quien ordenó su detención. El 15 de septiembre, en carta mandada a San Cristóbal, F. Beldarrain le escribió: Pensamos renovar dentro de nuestras modestas posibilidades las gestiones a favor de Vds […] Yo sé que Beorlegui, ante las numerosas e influyentes sugestiones para libertarle a Vd, ha contestado reiterando sus órdenes de retención.

Denuncia de cuatro vecinos Las múltiples gestiones que siguieron realizándose, y que constan en la abundante correspondencia, se encontraron aparentemente bloqueadas por Beorlegui. El día 23 de septiembre cuatro vecinos de Oiartzun, encabezados por el alcalde nombrado por los sublevados, complicaron aún más la situación presentando esta denuncia:

Los que suscriben, Pablo Beiner Nigli, Martín Zalacain Eguino, José María Castro Isasa y José María Goñi Echagoyen, vecinos de Oyarzun (Guipúzcoa), considerándose en la obligación como buenos españoles, de participarle cuantos hechos conocen sobre la situación de determinados individuos, con relación al presente Movimiento Nacional salvador de España, tienen el honor de poner en conocimiento lo siguiente: Ángel Arizmendi Irastorza.- Este individuo, residente en Oyarzun el primer cabecilla y dirigente del movimiento nacionalista o separatista en esta localidad, principalmente desde 1931 a raíz del advenimiento de la República. Su casa, en cuya fachada figuran tallados sobre la piedra dos emblemas separatistas, ha sido el centro de reunión, donde bajo su dirección se controlaban con directivos del Partido Nacionalista Vasco, toda la política, asistiendo a dichas reuniones tanto el señor Alcalde y concejales del anterior Ayuntamiento como los elementos más destacados del presente Partido en la localidad. A poco de entrar en esta Villa las tropas nacionales tuvo lugar (según se puede comprobar por el Cabo Pesquera) con asistencia del señor Arizmendi una reunión clandestina de dichos individuos en casa del presbítero don José Larrañaga Urbieta, a la cual asistieron además, don Feliciano Beldarrain Aguirre, don Leoncio Aramburu y don Ángel o Daniel (borrado, escrito uno por encima de otro) Urriolabeitia Ibarrola, entre otros destacados cabecillas separatistas, cuyos nombres no recordamos. Además, el señor Arizmendi se destacó siempre por su antiespañolismo rabioso, manifestando repetidas veces, según se afirma, el deseo de exterminar a todos los que pensaran en español y que prefiere estar antes con los rojos que con los requetés. En las reuniones celebradas con los directivos nacionalistas en su domicilio, ha ejercido ese individuo verdadero cacicato sobre quienes asistían a ella, siendo su influencia muy destacada sobre todo cuanto en ellas se trataba, pero muy especialmente acerca de las normas directrices de la política local. Se dice que por indicaciones suyas tomaron armas contra el ejército varios muchachos de la localidad. Siguiendo las indicaciones y avisos dados por el Frente Popular, colocó su aparato de radio varios días en el balcón exterior de su casa a la máxima potencia, para transmitir al público las órdenes e instrucciones dadas con relación a la batalla empeñada en Guipúzcoa contra la tropa. Su señora, doña Juana Ayestaran fue hace cinco años la primera presidenta de las mujeres separatistas Emakume Abertzale Batza y confeccionó durante este movimiento, brazaletes para los milicianos separatistas aliados a los rojos.

Hay referencias que don Ignacio Aguinagalde y doña Flora Kennedy, Vda. de Romero, han trabajado intensamente en Pamplona por la libertad de algunos presos nacionalistas detenidos en Pamplona lo cual a nuestro entender está prohibido por la Junta de Defensa Nacional. Los señores Aguinagalde y viuda de Romero son vecinos de esta Villa. Si V. E. lo cree conveniente podemos darle cuando nos lo pida una relación completa de los individuos que según nuestras noticias han tomado las armas en esta contra el Ejército.

Fusilados Sobre las 9.00 horas del día 25 de octubre de 1936, Ángel Arizmendi y su amigo Leoncio Aranburu fueron puestos en libertad en el fuerte de San Cristóbal. Después de hacerles firmar su libertad, ya a la salida del fuerte, les preguntaron si querían confesarse. Extrañados por tal hecho, aitona preguntó a sus guardianes si pensaban matarles, porque de ser así, sí deseaba confesarse. Los falangistas de la escuadra del Águila, bajo el mando del tristemente célebre Galo Egüés, se hicieron cargo de ellos. Camino de la sierra de Andia, les llevaron a la iglesia de Ibero para que pudieran confesarse ante el párroco. Aitona le dejó sus pocas pertenencias para que se las hiciera llegar a su mujer, cosa que hizo, aunque mucho más tarde. Desde Ibero fueron llevados hasta Muniain de Guezalaz, término municipal de Ibero, donde los fusilaron.

Aitona dejaba una viuda muy delicada de salud y cuatro hijas; la mayor Mari Teres, nuestra ama, que con 25 años tuvo que hacerse cargo de la situación ante el estado de salud de su madre; Naty y Carmen, refugiadas en Iparralde, y Corito, de 16 años.

Tras consumar el crimen, los asesinos volvieron a Ibero para dar cuenta al alcalde de que habían dejado tirados dos cadáveres y que no tenían tiempo para enterrarlos, pues querían asistir a misa por ser la festividad de Cristo Rey. El alcalde, acompañado del médico, se hizo cargo de los cuerpos, llevándolos a enterrar a poca distancia, en la carretera de Izurzu, punto kilómetrico 22. La casualidad quiso que el médico reconociera a aitona, a quien conocía de sus estancias en Lizarra, y gracias a ello, la familia conoció la noticia de su asesinato y del lugar exacto donde se encontraba enterrado.

Última carta Entretanto, desconociendo aún los hechos, el día 30 de octubre, su hija Mari Teres le mandó una carta de ánimo, pensando que las gestiones iban por buen camino:

Veo que sigues recibiendo las cartas con muchísimo retraso y lo mismo nos pasa a nosotras, la última que recibimos fue la del día 22.

Estoy encantada de que te hayas convencido de que todo lo que digo es cierto para que así se te haga tu estancia en esa menos penosa y, por lo menos, puedas estar tranquilo.

[…] Estate seguro de que todo lo que te decía de tu situación es cierto pues estamos muy bien enterados.

Esta última carta fue devuelta al constar que Ángel Arizmendi había sido liberado el día 25. Cuando llegó a casa la noticia del asesinato y del lugar del enterramiento, nuestra ama consiguió acercarse hasta el lugar y alquilar el trozo de terreno que contenía los restos de su aita y de Leoncio Aranburu, procediendo a instalar un cerco para evitar que se labrara el lugar. El precio del alquiler fue de 100 ptas. anuales, como consta en los recibos. Pero, la pesadilla no había acabado. Todos los bienes de Ángel Arizmendi fueron incautados y, además, se le impuso una multa de 50.000 ptas. después de haberle matado.

Además, la batalla para el traslado del cadáver y su inscripción en el registro de defunciones no había hecho más que empezar. Todas las peticiones de autorización para el reconocimiento de su muerte y el traslado a Donostia del cadáver fueron sistemáticamente denegadas. Ya terminada la guerra, la casualidad hizo que, ante la ausencia del juez titular, su sustituto fuera un conocido de la familia. Este, Ignacio Orue, autorizó la exhumación y traslado de los restos, aunque todo ello con la máxima discreción: ni esquelas ni funerales, conducción directa al panteón familiar.

Ama, acompañada de su mejor amiga, que vino con su cuñado médico, fueron a Izurzu donde exhumaron los cadáveres, encontrándose intacto y perfectamente reconocible el de su aita, que llevaba un rosario al cuello. El 18 de diciembre de 2008 murió ama a los 97 años. Ella siempre nos educó en el rechazo a cualquier tipo de odio, aunque ella misma viviera traumatizada por el drama experimentado. En sus últimos instantes de vida, el mismo día de su muerte, nos siguió preguntando “¿por qué le mataron?” Pero, realmente, hay muchas preguntas que quedarán para siempre sin respuesta: ¿Quién ordenó el asesinato? El coronel Beorlegui había fallecido un mes antes. ¿La liberación de Arizmendi y Aranburu pudo ser real y, al enterarse, puede que los matones fueran en su busca? La hora del asesinato no fue la habitual para las sacas, y sí parece una hora más normal para una liberación real. ¿Puede que fuera en venganza por la primera muerte en el frente de un ciudadano de Ibero, el 6 de octubre? ¿Pudo influir el juramento el 7 de octubre de José Antonio Agirre, amigo de la familia y cuyo hermano Juan Mari era novio de la hija mayor de Ángel Arizmendi? Nunca lo sabremos.

No nos será posible durante muchísimo tiempo sustraernos al relato de hechos que muestran, con caracteres que estremecen, cuál fue el espíritu que empapó la rebelión militar española y cuál el afán de exterminio que nubló el corazón de los generales que la dirigieron. (G. Iñurrrategi – 1945)

Sin justicia ni reparación, solo nos quedan la memoria y la responsabilidad de perpetuarla.

Agur eta ohore aitona! Agur eta ohore zuri ere, ama.

Santoña, catorce hombres fusilados al amanecer

Por Luis de Guezala

BILBAO. EL lunes se cumple el 75 aniversario del fusilamiento en Santoña de catorce de los miles de prisioneros que se encontraban apresados en el penal de El Dueso. Era el 15 de octubre de 1937. La guerra había concluido en Euskadi pocos meses antes, tras la ocupación total de su territorio por las tropas franquistas a finales de junio. Los restos del Ejército vasco derrotado que pudieron llegar a Cantabria, tras un intento fallido para su evacuación por mar, habían sido capturados y sus componentes distribuidos por las cárceles y campos de concentración organizados por los sublevados.

Comenzaba así el franquismo para los gudaris supervivientes a la guerra. Aquellos hombres y sus familias conocieron pronto uno de los rasgos que más definieron y mejor caracterizaron a la dictadura franquista: la inmisericordia. Algo que, en un principio, podía parecer contrario al ideario de quienes se proclamaban católicos. Pero la inmisericordia se instauró desde el primer momento en que los sublevados lograron hacerse con el poder.

«¡Ha habido, vaya que sí ha habido, vencedores y vencidos!», bramaba en su discurso inaugural como alcalde impuesto a Bilbao, tras su ocupación, José María de Areilza. Y los vencidos no tenían derecho a nada. El fascismo y el totalitarismo negaban a los vencidos su condición humana y todos los derechos correspondientes a esta condición, empezando por el de la vida.

A finales de agosto, tras resultar imposible la evacuación por mar de los cerca de 15.000 gudaris copados en la costa cántabra, en Santoña y Laredo, los dirigentes nacionalistas vascos acordaron un pacto para rendir sus batallones a las tropas italianas, por el que se reconocía a estos combatientes su condición de prisioneros de guerra, con todas las garantías que esto suponía.

Esto era algo que los militares rebeldes españoles no toleraron. Desde el momento en que habían proclamado el golpe de Estado contra las autoridades legítimas republicanas e iniciado la sublevación, que titularon Alzamiento Nacional, todos los que se habían mantenido leales a la legalidad democrática vigente fueron considerados «traidores» nada menos que por «adhesión a la rebelión». En esta lógica, en lo que acabaría desembocando en una trágica guerra civil, no se reconocía por los sublevados otro carácter que el de traidores o criminales comunes a aquellos contra los que combatían, a diferencia de una guerra convencional entre dos Estados soberanos en la que se tiene por referencia la legislación internacional previamente convenida. Esto privaba a los vencidos de cualquier garantía establecida para los prisioneros de guerra, especialmente en lo concerniente a un trato digno y al respeto de sus vidas, máxime cuando uno de los principales objetivos de los vencedores era eliminar a sus enemigos.

El 4 de septiembre de 1937 las tropas italianas que custodiaban más de tres mil prisioneros hacinados en el penal de El Dueso, en Santoña, los abandonaron, entregándolos a militares franquistas. Las condiciones para los prisioneros empeoraron drásticamente con este cambio y, lo que fue aún peor, comenzaron los simulacros de juicios denominados consejos de guerra y los fusilamientos. A las nueve de la noche del 14 de octubre los carceleros Sigue leyendo Santoña, catorce hombres fusilados al amanecer