Bodrios y reconquistas, el discurso ‘schmittiano’ del franquismo

La visión que el jurista alemán Carl Schmitt realizó tras la victoria de Franco sobre la importancia de la homogeneidad nacional no concluyó con el franquismo sino que sus opiniones han estado presentes en los debates de la etapa democrática

Un reportaje de Adrián Almeida

Desfile conmemorativo de la ocupación de Bilbao por las tropas franquistas. Foto: ‘Libro de Oro de Bilbao. Bilbao 1937-1939’
Desfile conmemorativo de la ocupación de Bilbao por las tropas franquistas. Foto: ‘Libro de Oro de Bilbao. Bilbao 1937-1939’

Tras la derrota de los no alzados en la guerra civil, surge una generación en el Estado que, para el sociólogo Ander Gurrutxaga, estará “socializada en un doble código: por una parte, el del vencido en la guerra, (…) por otra parte, el del vencedor, la nueva generación ha conocido su código socializador en las escuelas, universidades, instituciones e incluso en la calle”.

Se constituye así una doble socialización. Por un lado, el espacio público, en donde se da el Nosotros Presente. Por otro, el Ellos Pasado, que oficialmente es un ellos y un enemigo, pero que es un ellos cercano: la familia o los amigos. La victoria franquista realizó, como señalaría el jurista alemán Carl Schmitt, “la distinción política específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir”: una distinción entre amigos y enemigos. Y de manera inversa, fue una invitación hacia el partisanismo para aquellas tendencias negadas y convertidas en el ellos oficial y a exterminar (los nacionalismos y el marxismo). Como recoge Franco Volpi, en el epílogo de la obra de Schmitt, Teoría del partisano, el partisano es un combatiente irregular, caracterizado por su movilidad, su compromiso político y su telurismo. Schmitt fue, de hecho, un pensador influyente en el nuevo Estado franquista al que se relacionaba con el pensamiento del conservador Donoso Cortés. Schmitt fue admirado también por Manuel Fraga.

Añadir, como ha recogido la profesora Luisa Elena Delgado, que “la influencia de Schmitt no terminó con el régimen franquista, antes al contrario, sus opiniones sobre el papel del Estado en la definición del enemigo, sobre su potestad de decidir sobre la excepción y, sobre todo, sobre la importancia de la homogeneidad nacional y el peligro que implica la división interna, han seguido bien presentes en los debates políticos y legales de la España democrática”.

El sentimiento de rechazo entre la izquierda a la nueva dictadura se transforma en un rechazo a la propia idea de España en la medida en que la victoria fascista se encarga de establecer una dictadura en cuya fase fundacional trata de orientar su idea -única- de lo que es España y los rasgos definitorios de lo que es un español. Todo lo que queda fuera de esa idea no es solamente divergente, sino que es un tumor en el cuerpo ideal, estanco y acabado de la nación española. En Euskadi y Catalunya, el tumor de la cuestión de clase, se funde con las aspiraciones nacionales y los rasgos objetivamente diferenciales (lengua, cultura, etc.) de estas comunidades.

Francisco de Cossío, periodista franquista, declaraba en su texto Hacia una nueva España: “Nos hallamos en una nueva Reconquista, y nuestra Granada, hoy, debe ser Barcelona, en donde hemos de extirpar a todos los traidores y salvar los buenos españoles que hay allí, prisioneros del separatismo”. El 8 de julio de 1937, el nuevo alcalde franquista de Bilbao, José Mª de Areilza, arengaba a los “soldados de España” desde el Teatro Campos de Bilbao: “La razón de la sangre derramada por Vizcaya es otra vez un trozo de España por pura y simple conquista militar.”

El historiador Núñez Seixas comentaba ante este tipo de declaraciones que “el lenguaje denotaba ya claramente que se trataba de una guerra por la unidad territorial, y no sólo espiritual, de España. En un principio, la toma de toda ciudad y todo pueblo por las tropas sublevadas (…) era considerada como una reincorporación a España”. En la misma línea, se han expresado, entre otros historiadores, Zira Box o Alberto Reig. No hay que olvidar que, a decir de Schmitt, la guerra moderna “trasladó el centro de gravedad conceptual de la guerra a lo político, es decir, a la distinción de amigo y enemigo”, de tal manera que la guerra moderna no es una guerra entre Estados; reglamentada y limitada. La guerra moderna es absoluta y total, en la medida en que el enemigo es un otro absoluto. Un criminal.

La ‘soberbia’ de Bilbao Así, el marqués de Valdeiglesias ante el bombardeo de Almería por un crucero alemán, advertía sin ambages: “el bombardeo no había sido dirigido contra España, puesto que la zona roja había dejado de serlo”. El 25 de junio de 1937, el diario Abc de Sevilla decía sobre la caída de Bilbao: “la soberbia del Bilbao insurrecto era tal vez la mayor de todas, porque en ella se reunían innumerables fuerzas del mal. Era un compuesto de todas las altaneras rebeldías, desde el obrerismo sin Dios, hasta el vasquismo que pretende poner a Dios por delante. No hay noticia en el mundo de un bodrio parecido. Las más antagónicas ideologías fraternizaban allí, suspendiendo eventualmente sus mutuas discrepancias ante una única razón de utilidad: la negación de España. El marxista ateo se avenía a luchar en los mismos batallones de los vasquistas cristianos, con tal de impedir la formación de una nacionalidad fuerte y unida, y los separatistas, con tal de hundir a España, se aventuraban a caer en una especie de neocristianismo realmente heterodoxo, o en un catolicismo que acaba por desobedecer las tendencias y las órdenes de Roma (…). Ese bodrio se ha deshecho ya”. Tras la victoria sobre Bilbao, los franquistas comenzarán a celebrar la llamada Fiesta por la Liberación de Bilbao. Unos homenajes a través de los cuales se fabricó, en palabras del historiador Aritz Ipiña, “un discurso mitificado, plagado de símbolos y ritos, en el que la guerra era mostrada como una lucha del bien contra el mal, la verdadera España contra la antiespaña, donde la única solución era la derrota total del enemigo”. El franquismo así (y el Abc en particular), como recoge el historiador José Ignacio Salazar Arechalde, identificó “Bilbao con una finca, España con su propietario y el nacionalismo con un precarista”.

El establecimiento definitivo de la dictadura da paso a la oficialización de los esbozos teóricos argüidos como causas del levantamiento nacional: la unidad de la patria, la unidad espiritual y el conservadurismo social. Tal establecimiento definitivo de unos principios fundacionales, derivará en la formación de los dos espacios sociales referenciados.

Exterminar al adversario La victoria en la guerra acabó con la vida de un enemigo físico, pero fue la dictadura quien se encargó, en base a la perpetuación de una contienda simbólico-represiva, de eliminar a los resistentes, los mundos, culturas, e imaginarios colectivos expresados por esa vida ahora muerta. Como dice el historiador Santiago Vega, se trataba de exterminar a los adversarios y a las ideas. La extinción de esas artes y maneras de pensar y la emanación de otros marcos de identidad, culminaría la tarea de la guerra moderna desarrollada por el franquismo. La criminalización del enemigo y el deseo de aniquilarlo absolutamente, constituyeron la base sobre la cual se sustenta el acto genocida del franquismo. Tal deseo aniquilacionista se impuso desde bien temprano. El 7 de octubre de 1936, se publica en La Voz de España el texto de Modesto Mendizabal Hay que españolizar Vasconia. El BOE del 24 de diciembre de 1936, se declaraba ilícita la producción, comercio y circulación de libros, folletos, impresos, grabados de carácter “disolvente”, arguyendo para la emisión de tal orden que “se ha vertido mucha sangre y es ya inapelable la adopción de aquellas medidas represivas y de prevención que aseguren la estabilidad de un nuevo orden jurídico y social”. En 1937 Franco decía combatir “contra todo lo que rebaja la dignidad humana”. En 1938 declaraba: “los criminales y sus víctimas no pueden vivir juntos”. La idea de criminales y víctimas ofrecía, según los historiadores Gutmaro Gómez Bravo y Jorge Marco, “dos simples imágenes que transformaron las normas morales de un importante sector de la sociedad española, y que asentaron las bases sociales de la dictadura”.

Con la dictadura, la dinámica del conflicto político se desenvuelve no solo en un campo de batalla físico, sino en los ámbitos público-privados de la vida los individuos. La idea de la guerra se retrae del campo de batalla real, al tiempo que el nuevo poder político trata de “reinscribir -en palabras de Foucault- perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y de otros.” Advertirá Gurrutxaga que “en el País Vasco esta relación va a ser vivida más dramáticamente, porque el cierre del espacio público que se produce en todo el Estado se le añade las características nacionales del pueblo vasco. La falta de un marco de expresión pública y el problema nacional se superponen y unifican en un país con una tradición nacional autónoma que, a lo largo de la historia, ha producido un código de funcionamiento social (…) de tal suerte que el conflicto por un marco de libertades públicas y el conflicto nacional son una misma cosa”.

Tras la derrota, el nacionalismo y el movimiento obrero, enemigos absolutos de las nuevas autoridades españolas, asentaron las bases de su colaboración conjunta, en el común rechazo al fascismo español, y al fascismo en general. En 1945, las fuerzas sindicales y políticas de ambas familias firmaron el Pacto de Baiona, el cual fue validado incluso por el Euzko Mendigoizale Batza (EMB), que había mantenido desde su nacimiento, una postura reacia a pactar con las izquierdas españolas, muy a pesar de que intelectuales de la rama Aberri y Mendigoxale, como Gallastegi, se hubieran situado cercanos a un nacionalismo obrerista o pequeño-burgués.

La derrota ante el fascismo y la definición de la antiespaña, provocó, en paralelo, la generación posterior de un nuevo nacionalismo vasco, que coaligará en una sola organización los presupuestos anatemizados por el franquismo: el nacionalismo y el socialismo. En efecto, la expresión del partisanismo en ETA, se caracteriza no sólo en el hecho del combate contra un nosotros oficial no reconocido, sino en el planteamiento del combate en un territorio limitable contra un enemigo global (el imperialismo).

El último boletín del Gobierno vasco que “nunca existió”

Imprimido en Turtzios el 28 de julio de 1937, en euskera y castellano, y hasta hace poco inédito, se hizo para trasladar el ánimo de que la guerra no estaba perdida

Un reportaje de Iban Gorriti

Borja Aginagalde, responsable del Patrimonio Documental del Archivo Histórico de Euskadi. Foto: Juan Lazkano
Borja Aginagalde, responsable del Patrimonio Documental del Archivo Histórico de Euskadi. Foto: Juan Lazkano

Que algo no se conozca no significa que no exista. Es el caso del Diario Oficial del País Vasco que nos ocupa en Historias de los vascos. La mayoría de investigadores y los propios empleados del Archivo Nacional Vasco, con sede permanente en Bilbao, concebían que el último boletín del Gobierno Provisional de Euzkadi se estampó en junio con la llegada de los franquistas a Bilbao el 19 de junio de 1937. Era el número 252 y databa del 17 de junio de aquel calendario. Sin embargo, no fue así, hubo uno posterior y que hasta esta publicación de hoy que recoge DEIA se encontraba inédito.

El último documento oficial y original del Departamento de Justicia y Cultura de la Diputación de Bizkaya tiene dos caras y se imprimió a dos columnas, en castellano y euskara, el 28 de julio de 1937 en Truzios, hoy Turtzioz. Fue la entrega 253.

A juicio del responsable de Patrimonio Documental del Archivo Histórico de Euskadi, Borja Aginagalde, esta gaceta fue manufacturada “con la voluntad férrea de que no se había perdido la guerra, de que se va a seguir gobernando, de que van a hacer el número siguiente… ¡Salta a la vista!”, enfatiza con júbilo. Y va más allá caminando por la misma senda: “Se percibe una convicción patriótica, fueran del partido que fueran. Más aún, porque siendo el último y bajo las bombas de aquellas jornadas… aún en su contenido se acordaron de su gente; hablan de indemnizaciones, por ejemplo”.

La existencia de esta edición era negada hasta que un historiador, Lorenzo Sebastián García, lo citó en una de sus divulgaciones. Surgió la duda y el consiguiente misterio. “Entonces, nos pusimos a buscarlo y apareció, pero no con el resto de boletines, sino que en una carpeta de nóminas de cobro. Entre ellas, allí estaba, porque precisamente una disposición del mismo, un aviso a quienes evacuaron de Bilbao para pagarles la nómina. Te pones a mirarlo y te resulta algo milagroso que en el contexto que estaba el Gobierno vasco pudiera haberse publicado”, acentúa Aginagalde.

un largo recorrido Quimérico es también pensar los viajes que ese legajo ha hecho en los posteriores 80 años que se cumplieron en julio. Desde el archivo capitalino de la calle María López de Haro matizan que los documentos migraron siempre con el Gobierno de Euzkadi, “con el lehendakari Aguirre” -pormenoriza-, y que estuvieron en el exilio en París, y que acabarían llegando al centro Irargi de Bergara hasta volver a mudarse al actual centro bilbaino. “Es un documento emocionante por cómo se llegó a hacer. Cómo durante un periodo tan convulso haya personas pensando en hacerlo… Es un interés por las personas que ahora está de moda, pero no es de ahora solo”, insiste Aginagalde.

El garante de Patrimonio sostiene que la existencia actual del Archivo también es algo milagroso. “Yo siempre he dicho que tenemos poco, pero lo que tenemos es un milagro. Manuel Irujo hizo mucho por ello. Tuvieron mucho coraje para conservar todo lo que se pudiera. Somos unos privilegiados. ¡Diseñaron e hicieron ese boletín estando rodeado por los franquistas!”.

El contenido es “normal”, califica. De esta manera, el sumario informa de un decreto que ordena la movilización de todas las clases e individuos de tropa y mozos pertenecientes al alistamiento de 1921, y de un segundo capítulo de Administración central, de la Secretaría General de Obras Públicas, sobre una relación de todos los vehículos que tenían los Departamentos del Ejecutivo, Corporaciones o entidades civiles. Igualmente, un aviso a los empleados y obreros referente a la indemnización acordada por el Gobierno de Euzkadi.

diferentes apartados El primer apartado atañe al Departamento de Defensa, que se pone en pie de guerra. “Las vicisitudes de la campaña han puesto de manifiesto la necesidad de acrecentar los efectivos militares”, decreta. Para satisfacer esa necesidad articula cinco puntos bajo el cargo del presidente y consejero de Defensa en funciones, Jesús María de Leizaola.

En el capítulo de Administración Central, el Secretario General de Obras Pública, Ricardo Urondo, pide “urgentemente” que aquellos vehículos ‘oficiales’ sean notificados para hacer una relación detallada. Como curiosidad, estas personas deben dirigir su información a un chalet de la calle Pablo Iglesias de Torrelavega, con el objeto de hacérselo saber al Ejército del Norte “antes del 1 de agosto”, queda redactado el día 27 de julio y publicado al día siguiente.

Y clausura el boletín un aviso a empleados y obreros que habiendo trabajado para el Departamento de Obras Públicas de Euzkadi, figurando en sus nóminas, y que quedaron cesantes a raíz de la evacuación de Bilbao, para el cobro de una “indemnización acordada por el Gobierno del País Vasco y en el plazo que media hasta el 5 de agosto, advirtiéndose que a quienes así no lo hagan, les parará el perjuicio a que hubiere lugar”.

“Tenían claro -zanja Aginagalde- que iban a seguir gobernando. Es un documento más importante por lo que no dice que por lo que dice. Quiero dejar clara esa voluntad de Gobierno, no por encima del bien ni del mal, que de eso no se trata, sino de que es el año Dos, como cita el boletín, y que piensan esto va a seguir. ¡Me parece que quienes hicieron posible su publicación fue una gente espectacular!”.

El boletín se presentará el próximo martes en el salón de actos del Archivo Histórico de Euskadi, en Bilbao, en la conferencia Prensa y Guerra, a partir de las 19.00 horas.

Sabino Arana un hombre de su tiempo, un visionario

La figura de Sabino Arana ha sido analizada desde muy diversos puntos de vista. En este reportaje, el autor realiza un paralelismo entre el fundador del nacionalismo vasco y el precursor del sionismo político, Theodor Herzl

Un reportaje de Jean Claude Larronde

Retrato de Sabino Arana y Goiri, fundador del nacionalismo vasco.
Retrato de Sabino Arana y Goiri, fundador del nacionalismo vasco.

Pierre Sudreau, un político francés del siglo XIX, dijo a propósito del matemático Blaise Pascal: “Perteneció a su tiempo por estar a la vanguardia”. Esta aseveración podría aplicarse muy bien a Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco. Arana es, de manera incontestable, un hombre de su tiempo, es decir, de los diez últimos años de su predicación nacionalista, que se extienden de 1893 hasta 1903, fecha de su muerte.

Es de su tiempo porque pertenece perfectamente a un contexto histórico, político, económico y social particular, el de la inmensa frustración sentida en Bizkaia después de la pérdida de lo que restaba de los Fueros, desde el final de la segunda guerra carlista. Este contexto coincide también con los años de la expansión económica y de la inmigración española. Igualmente, Sabino Arana es de su tiempo porque vincula -en los años de su primer período, de 1893 a 1898- los prejuicios y opiniones de su época, en particular sobre el origen de las razas humanas.

Está a la vanguardia porque, como dice Elías Amezaga (Biografía sentimental de Sabino Arana, Txalaparta, 2003) es un “visionario”. Yo podría añadir que es un profeta cuando su mensaje nacionalista subraya con fuerza y por primera vez de manera coherente que Euzkadi es una nación.

El nacionalismo vasco, tal como se desarrolla sobre todo después de su muerte, constituye la corriente política más importante de los territorios históricos vascos peninsulares en el siglo XX, por lo menos en el conjunto de la actual Comunidad Autónoma de Euskadi. Esta afirmación se podrá verificar tanto en los años de la Segunda República española, así como durante la guerra civil, la larga noche franquista y después de la muerte del dictador y el retorno de la democracia.

Me parece interesante para ilustrar este artículo, establecer un paralelismo entre Sabino Arana y Theodor Herzl (1860-1904), el fundador del sionismo político, exacto contemporáneo de Sabino Arana. Ambos hombres presentan muchos rasgos en común: la visión que tienen de sus pueblos respectivos y del sentido de su acción política propia. Su misión presenta muchas similitudes. Además, sus biografías presentan coincidencias, quizás anecdóticas, pero que resultan sugerentes.

Evoluciona con su tiempo Desde el comienzo de su acción política, es decir el año 1893 (Discurso de Larrazabal el 3 de junio, publicación de Bizkaitarra el 8 de junio), Sabino Arana se implica en la vida política del País Vasco y emprende varias luchas puntuales para preservar los intereses y los valores de dicho país: Gamazada (revuelta popular en Navarra contra una ley considerada por los navarros como anti-foral en 1893-94), revisión del Concierto Económico en 1894, apoyo al euskara, participación en campañas electorales a partir de 1898, etc. Es cierto que su primer mensaje es un mensaje muy radical y bastante duro, lleno de prejuicios en boga en aquella época y de unas desviaciones de lenguaje de las cuales se han aprovechado, más tarde y hasta hoy, todos los adversarios del nacionalismo vasco.

Pero Sabino Arana sabe evolucionar: aprovecha de manera incontestable la muy grave crisis política, intelectual, cultural y moral que afecta al Estado español en el decisivo año 1898, al fin de la cual, este país se encontrará privado de sus últimas colonias de Cuba y Filipinas. Es en septiembre de ese año cuando Sabino Arana fue elegido diputado provincial de Bizkaia.

La figura del nacionalismo vasco se modifica profundamente durante los años siguientes. La integración de la sociedad recreativa de Bilbao Euskalerria en los años 1898-99 en el seno del nacionalismo supone una evolución liberal, moderada y pragmática. La evolución españolista de Sabino Arana en 1902-03 es un episodio que tiene que estudiarse en este particular contexto, caracterizado además por una intensa represión madrileña, y no como un episodio excepcional y aparte, que constituiría un tercer episodio de la actividad de Sabino Arana; es este un error en el que, en mi opinión, incurren numerosos historiadores.

Por su parte, Theodor Herzl es, en esta misma época, un extraordinario hombre de acción (Sabino Arana escribió en El Correo Vasco en 1899: …ningún bien recibe la patria con vana palabrería, mientras los hechos, la acción no acompañe a la palabra). Como Sabino Arana, Herzl sacrifica su salud y sus bienes al servicio de su causa. La suya es la creación de un Estado judío que anhela y que le parece absolutamente necesaria, frente al desarrollo masivo del antisemitismo en los países occidentales y en Rusia en este fin del siglo XIX. Su actividad es incansable como la de Sabino Arana: escribe innumerables artículos en periódicos y revistas, además de libros y obras de teatro. Como Sabino Arana, el pensador sionista está profundamente afectado por la situación catastrófica de su pueblo, y por las persecuciones que soporta durante, en particular, los terribles pogromos. En la misma época, concibe también un repliegue estratégico (sería su evolución españolista) y Herzl plantea la idea de un hogar nacional judío en Uganda, la cual defiende en un momento y sin entusiasmo frente a sus discípulos estupefactos.

El visionario La gran idea de Sabino Arana fue, sin duda ninguna, la formulación de: Euzkotarren aberria Euzkadi da. Es esta idea de la nación vasca, de la patria vasca, la que constituye su principal aportación en el área de la política.

Concibe la organización de esta nación como una confederación dentro de los límites de sus siete provincias históricas. Es el primer político que destacó que el pueblo vasco de las dos orillas del Bidasoa tenía una comunidad de destino. Más allá de los marcos políticos y administrativos distintos rigiendo el destino del pueblo vasco, tanto ayer como hoy, Sabino encarna una unidad espiritual del pueblo vasco, unidad, por ejemplo, simbolizada en la ikurriña -bandera que concibió- pasando por encima de las divergencias políticas.

Como Sabino, Theodor Herzl fue un visionario y un profeta. Sus dos principales predicciones, o sea el triunfo ineluctable del antisemitismo tanto en los países fascistas como en otros, incluyendo a Francia con el régimen de Vichy, y la creación de un Estado judío, se concretaron medio siglo después de su muerte. Por cierto, en su época la gente acogió las ideas de Herzl con reticencias y estupor. Como suele ocurrir con los profetas, al principio, predicó solo a unos conversos. Pero pronto, la adhesión entusiasta de miles y miles de judíos de Europa del Este, le confirió en vida una aura de la que Sabino no tendría la oportunidad de gozar antes de fallecer.

El escritor Stefan Zweig, presente en su funeral, escribió en aquella ocasión: No era un mero escritor o un mediocre poeta quien acababa de fallecer, sino uno de esos creadores de ideas que emergen en muy pocos momentos de la historia de los países y de los pueblos.

Se podría decir lo mismo de Sabino Arana. Después de su muerte, se le consideró como un auténtico, si no el mayor, genio político del pueblo vasco. Muchos de los que polemizaron ardientemente con él (Arturo Campión, Resurrección María de Azkue, Miguel de Unamuno, entre otros) reconocieron sus grandes méritos y le rindieron homenaje.

Y es que, ¿no había conseguido, en efecto, despertar, por lo menos en Bizkaia, el hondo sentimiento patriótico adormecido en el corazón de cada vasco?, ¿no había, también, restituido al euskera, hasta entonces despreciado, toda su dignidad? Por la herencia política y cultural que dejó, Sabino Arana, más que el último vasco del siglo XIX, es el primer vasco del siglo XX.

Sabino Arana, como Theodor Herzl, había comprendido que el imaginario guía a los pueblos. Su mensaje es una exhortación al orgullo, a erguirse y al desafío: “Basta de ser lo que no sois. Sed orgullosos de ser vascos”. Por eso, pese a sus detractores, en su mayoría españoles, hoy perdura la profunda huella de Sabino Arana.

La desconocida historia de Pedro Baigorri

45 años después de su muerte por el Ejército colombiano en una emboscada cuando preparaba un grupo guerrillero, la familia de Pedro Baigorri sigue buscando sus restos. Las ideas revolucionarias y la cocina fueron sus pasiones

Un reportaje de Unai Aranzadi

Pedro Baigorri, cocinero en el Hotel Yoldi de Iruñea.
Pedro Baigorri, cocinero en el Hotel Yoldi de Iruñea.

Hubo funeral, pero no sepultura. Más allá de una escueta nota de la embajada de España en Colombia, la familia no recibió nada en su casa de Iruñea. Ni cuerpo, ni restos óseos, ni cenizas. Ni tampoco un relato veraz de cómo lo mató el Ejército colombiano. Nada. Corría el final de 1972, y tanto para el régimen conservador de Misael Pastrana, como para la dictadura de Francisco Franco, Pedro Baigorri Apezteguia (Zabaldika, 1939) era un revolucionario más a borrar del mapa. Aunque todo el barrio de la Txantrea se volcó en el responso, y la homilía del párroco fue transgresora para los tiempos que corrían, tras este llegó un silencio de 45 años que por primera vez rompen los hermanos Baigorri frente a mi bloc de notas. Por increíble que resulte, hasta este año no se había publicado un sólo documento que probara la existencia de un personaje tan fascinante como Pedro. Algo concluyente que trascendiera al mito, al rumor, a una cita de pasada. ¿Quién era aquel cocinero vasconavarro que, según unos pocos testigos, murió tratando de abrir un foco guerrillero?

Caminando por Mañeru, la merindad navarra de donde vienen los Baigorri Apezteguia, a Pablo, hermano menor de Pedro, le brotan los recuerdos. “Cuando mataron a Pedro, la policía interrogó en la comisaría de Pamplona a mi padre, y después estuvimos vigilados día y noche durante mucho tiempo. Menos mal que mi padre era guardia retirado y aquello atenuó algo la presión que hicieron”. Porque el padre de los Baigorri era guardia civil. “Un guardia civil de ideas republicanas que se metió en el cuerpo al quedarse sin trabajo tras la guerra”, asegura Pablo y corrobora Angelines, su hermana mayor. “Es que tras el golpe del 36, le mataron a un amigo sindicalista y él tuvo que huir al monte, pero tras la intermediación de un conocido pudo salvar la vida, y lo que le dio la seguridad plena fue meterse al cuerpo, no sólo por trabajo, sino para quitarse la fama de republicano que arrastraba”, explica.

Siendo un adolescente, Pedro Baigorri, un aficionado a los trucos de magia que destacó en el barrio por su habilidades para el judo, entró en la cocina del Hotel Yoldi como pinche. Corría el año 1954, y el alojamiento pamplonica vivía su década dorada. Charlton Heston, Deborah Kerr o Anthony Quinn, eran algunas de las muchas estrellas que pasaban por su comedor en Sanfermines. Entre fogones, Pedro fue tratado como un hijo por uno de los cocineros. Según recuerdan sus hermanos, un guipuzcoano vasquista con ideas de izquierda. Tras unos pocos años en la cocina del Hotel Yoldi, su padrino a los fuegos le abrió las puertas del Hotel María Cristina en Donostia. Angelines, cinco años menor que Pedro, recuerda un detalle importante. “Desde Pamplona hasta San Sebastián hubo dos cosas que no dejó nunca. Las clases de francés, y el judo”. Todo apunta a que Pedro planeaba un salto al otro lado de la muga, donde la familia cree que tenía contactos políticos. “Pero antes de abandonar la cocina del María Cristina le pasó una anécdota muy curiosa”, recuerda con humor Angelines. “Uno de los días que el Azor estaba anclado en La Concha con Franco a bordo, le ordenaron que cocinara para el generalísimo. Y allí que fue a prepararle unos platos”. Pasado un año en Donostia, Pedro anunció que se marchaba a París.

Hervidero de ideas En la romántica Rue de la Harpe, situada en pleno corazón del barrio latino, Pedro no sólo encontró alojamiento y trabajo en un restaurante cercano, sino además, el espacio vital que buscaba: jóvenes que hablaban su mismo idioma y todo un hervidero de ideas revolucionarias, en gran medida, traídas por los primeros refugiados políticos que iban huyendo de las dictaduras latinoamericanas. También se matriculó en la Nouvelle Université para seguir aprendiendo francés, lugar en el que en 1960 conoció al que sería el amor de su corta vida, Colombia Moya; una hermosa bailarina mexicana de cierto renombre internacional que decidió dar un respiro a su ajetreada carrera en la capital gala.

Cincuenta y seis años después de aquel flechazo, Colombia Moya accede a verse conmigo para hablar por primera vez sobre su pasado en causas de las que teme dar muchos detalles. “Teníamos amigos comunes, y militamos juntos haciendo esas cosas que se hacían entonces”, recuerda cautelosa. Colombia, que se llama así por su madre, natural de aquel país, se esfuerza en no dar detalles de siglas u organizaciones, pero deja entrever que Pedro y ella estuvieron implicados en actividades clandestinas. “Haciendo un recado de incógnito en Bélgica, tuvimos que viajar en tren y compartir piso en Bruselas. Fue así como empezamos nuestra relación afectiva”. Ella lo recuerda como un chicarrón algo provinciano pero muy noble en sus principios. También algo exótico por su meteórica carrera como chef, pues con sólo 21 años, Pedro dio el salto al Príncipe de Gales, un conocido hotel de lujo en el que fue jefe de grupo.

En aquellos años tan definitorios, los padres de Pedro viajaron a París para abrazar a ese hijo responsable que mes a mes, les enviaba parte de su sueldo a casa. “En aquel viaje, Pedro le dijo a mi madre que quería llevarla con él a Rusia, un país que por las cosas en las que andaba visitó”, recuerda Pablo. “Para mí”, dice su hermana, “que cuando le dijo a mi madre que fuese con él a Rusia, lo que Pedro quería era estar con ella a solas y poderle explicar cómo entendía el mundo y las cosas que iba a terminar haciendo, pero al final no se dio la oportunidad y mi madre siempre se quedó con pena de no haber podido aprovechar ese viaje”, recuerda Angelines.

Con el flamante éxito del Movimiento 26 de Julio en Cuba, gran parte de la flor y nata revolucionaria visitaba asiduamente la delegación cubana de París, y aunque no se sabe exactamente cómo fue, resulta plausible que allí Pedro hiciera muy buenas migas con la embajadora, Rosa Simeón. No sólo porque compartían ideas de izquierda, sino porque la ascendencia de Rosa también clavaba sus raíces en Navarra. “La cosa es que en París, Pedro conoció a Núñez Jiménez, quien fuera barbudo en la Sierra con Fidel, y luego director del Instituto Nacional de Reforma Agraria”, resume Colombia Moya. “Él le invitó a Cuba para comenzar una plantación de champiñones dentro de una gran cueva, así que después de que él se fuera, yo le seguí más tarde llevando yo misma los champiñones. Debía ser el año 1962”. Los meses que Pedro estuvo sólo en Cuba, vivió en el hotel Habana Libre, pero con la llegada de Colombia, la pareja se instaló en un chalet de Miramar, pegado a la residencia del influyente Núñez Jiménez. “Muy rápidamente, Pedro empezó a codearse con lo más alto. Le tenían confianza todos”, asegura la mejicana. “Fidel le apreciaba mucho, y también Raúl. Recuerdo el día que conocí al Che en una cena de nuestro círculo. Fidel era muy expresivo y hablador, pero el Che observaba en silencio desde su esquina. Era muy hermoso y muy agradable. Me pareció como un ángel”. Pedro no sólo se ocupó del proyecto de los champiñones, sino también de otros asuntos de la industria turística. En esa labor, fue, además de asesor en cuestiones de hostelería, responsable de la importación de vino navarro a Cuba. Un pedido enorme a bodegas Sarriá que aún es recordado por algunos de sus más veteranos empleados. “Pero un día tuvimos una discusión muy fuerte y rompimos”, recuerda Colombia Moya. “No le volví a ver más, aunque cuando supe de su muerte, me dio mucha lástima”, admite con tristeza.

Curso de guerrilla Fue en esa etapa solitaria cuando Pedro conoció a Tulio Bayer, un médico colombiano que en 1962 tuvo un sonado éxito al frente de una efímera guerrilla del Oriente colombiano. Junto a este, estaba William Ramírez, un joven estudiante de sociología con el que tuve la oportunidad conversar largo y tendido en su casa de Bogotá. “Tulio, Pedro y yo hicimos el curso de guerrilla de los cubanos. Muy bueno e intensivo, como de tres meses o más. Aprendimos cosas como usar explosivos, armas y comunicaciones. Al terminar, cuando llegó la hora de viajar a Colombia para iniciar nuestra insurrección, lo hicimos pasando por París, como maniobra de distracción para que no se viese que veníamos de Cuba”. A su paso por Europa en 1967, Pedro pudo acercarse a Pamplona para ver a su familia. Sería la última vez que lo verían con vida. Con Tulio Bayer, William Ramírez y Pedro Baigorri nacía una nueva y singular guerrilla de tres. De esta fueron testigos los escasos colombianos que habitaban su área de operaciones en la Sierra Nevada de Santa Marta. “Nosotros estábamos acampados a media altura. Alrededor nuestro y por debajo, campesinos, y subiendo, los indígenas”, recuerda William Ramírez. Siendo una tropa de tres, sin apoyo logístico y nula financiación, aquella aventura estaba abocada al fracaso; y por si fuera poco, Tulio comenzó a abusar del trago. Según afirma William, “se la pasaba emborrachándose, escribiendo y fumando, hasta que un día le dije a Pedro que había que hablar claro con él. Lo hicimos, pero Tulio lo negó todo, y desde entonces el tipo sabía que yo era su opositor allá”. Un día, con la excusa de querer cazar el alimento del día, Tulio disparó a William. De aquel episodio, el sociólogo guarda un detalle que revela parte de la personalidad de Pedro. “Yo quise hacerle un juicio de guerra a Tulio para matarlo por intentar darme, pero cuando se lo dije a Pedro, me miró con pánico, como diciendo, ¿usted está loco? Así que al final, simplemente nos fuimos”.

De vuelta en la capital, William, Pedro y otros jóvenes de izquierda crearon una milicia urbana en tanto que solicitaron un encuentro con la cúpula del ELN para discutir su posible incorporación a la guerrilla guevarista. Mientras, para poder sobrevivir económicamente, Pedro recuperó su oficio de chef en una de las mejores cocinas de la ciudad, la del Hotel Presidente. Pero el tiempo iba pasando y el ELN no les recibía, así que tras un par de años de exasperante espera, Pedro ideó una alternativa mediante la cual dar cauce a sus ideales revolucionarios. Alfredo Molano, compañero de Pedro en la milicia urbana de Bogotá, y uno de los cronistas que mejor conoce la historia de las guerrillas, lo recuerda así. “Él era un personaje muy misterioso, y muy atractivo por lo tanto. Misterioso porque venía de la vieja escuela clandestina que se daba en los años cincuenta. Fíjate que en París, él estuvo trabajando con los argelinos del Frente Nacional de Liberación…”. Según Molano, Pedro se fue al Departamento del César para activar, junto a un puñado de campesinos, un nuevo foco guerrillero. Sin embargo, la gesta no duraría mucho. La primera semana de octubre de 1972 el Ejército le preparó una emboscada en la que murió acribillado junto a otros dos campesinos. Según Molano, “lo mal enterraron en la Serranía del Perijá tras cortarle una mano para identificarlo”. 45 años después, la familia lo sigue buscando.

El padre Arrupe un hombre para los demás

Pedro Arrupe marcó una trayectoria determinante en la Compañía de Jesús al llevarla a una nueva realidad con la búsqueda de la justicia social como compañera de la promoción de la fe. El empeño le proporcionó alegrías y sinsabores

Un reportaje de Jon Artabe

En 1938, el padre Arrupe fue destinado a la misión de Japón donde le tocó vivir el bombardeo atómico de Hiroshima.
En 1938, el padre Arrupe fue destinado a la misión de Japón donde le tocó vivir el bombardeo atómico de Hiroshima.

EL martes 14 de noviembre se cumplirán 110 años del nacimiento de Pedro Arrupe, vigésimo octavo prepósito general de la Compañía de Jesús, el segundo de origen vasco después de su fundador, San Ignacio de Loyola. Los jesuitas han organizado varios actos de celebración en Arrupe Etxea, en Bilbao, en honor al jesuita bilbaíno que los lideró en uno de los momentos más cruciales de su ya larga historia de casi 500 años.

Pero, ¿quién fue el padre Arrupe? De padres originarios de Mungia, Pedro Arrupe nació en Bilbao el 14 de noviembre de 1907 en la calle de la Pelota (en la actualidad una placa indica la casa donde nació). De familia de clase media, perdió a su madre a los 8 años y, más tarde, mientras estudiaba en la universidad, a su padre. Estudió en el colegio de los Padres Escolapios y desde niño participó en la Congregación Mariana de San Estanislao de Kostka, promovida por los jesuitas. Cursó sus estudios de Medicina en Madrid, donde compartió pupitre con un futuro premio Nobel, Severo Ochoa, y tuvo como profesor al que sería presidente del Gobierno de la República en 1937, Jesús Negrín. Mientras estudiaba Medicina tuvo sus primeras experiencias con la pobreza, asistiendo a familias pobres, marcándole profundamente la experiencia de una visita a una viuda y sus hijos en su hogar de Vallecas. Más tarde, tras la muerte de su padre, acompañado de sus hermanas, realizó un viaje a Lourdes en el que tras asistir a tres sanaciones milagrosas decidió hacerse jesuita, ingresando en Loyola.

Durante su preparación como jesuita, a Arrupe le tocó vivir los avatares por los que pasó la orden. Entre ellos, la salida de los jesuitas de España después de la llegada de la II República y el decreto de disolución, y, tras la expulsión, durante su estancia en Bélgica, la huida del avance nazi, pasando a Holanda, y, más tarde, la marcha a los Estados Unidos para proseguir en su formación.

Destinado a Japón Tras su periplo europeo y norteamericano, Arrupe fue destinado como maestro de novicios a Japón, tierra recorrida por su querido San Francisco Javier. La historia le llevó a estar en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, día en el que la ciudad japonesa fue bombardeada con la bomba atómica. La onda expansiva le sorprendió al futuro general de los jesuitas en la sede del noviciado, a pocos kilómetros del epicentro de la explosión. La violencia de la deflagración le arrojó al suelo de su despacho, desde donde pudo observar que las agujas del reloj se habían detenido. Según explicaba el padre Arrupe, algo se paró también en su vida en aquel momento. Pero, sin detenerse ante la adversidad, el jesuita bilbaino hizo del noviciado un hospital de campaña, donde atendió a cientos de víctimas de la explosión. Fue también el primer occidental que entró en la ciudad devastada. Aquella experiencia lo marcó para el resto de su vida, y, en adelante, le hizo recorrer el mundo para dar testimonio de su experiencia.

En Japón, don Pedro descubrió que la injusticia del hombre para con su prójimo podía ser inmensa y, a la vez, la necesidad del cristiano de tratar de evitar la injusticia en todas sus expresiones. Su fama como testigo de Hiroshima se extendió por todo el mundo, llevándole primero a ser nombrado provincial de la orden en Japón y, más adelante, en 1965, tras la muerte del prepósito general Jean-Baptiste Janssens, a ser elegido en la trigésimo primera Congregación General de los jesuitas nuevo líder de la Compañía de Jesús.

A partir de entonces, al jesuita bilbaíno le correspondió dirigir una de las organizaciones más importantes de la Iglesia católica, en uno de los momentos más inestables tanto para la Iglesia como para la Humanidad. Eran los años posteriores al Concilio Vaticano II, que correspondieron con el Mayo del 68, la guerra fría, la cultura jipi, el Che Guevara… Un mundo en constante ebullición en el que el cambio se acelerará a todos los niveles como jamás se había visto. En este clima, la Iglesia trató de actualizar su mensaje para responder a los nuevos retos planteados por la Humanidad y en esta labor Arrupe condujo a la Compañía entre los que querían seguir como hasta entonces, y los que pretendían cambiarlo todo.

Fe y justicia Y aquí se labró su obra más imperecedera. Arrupe, fiel al seguimiento de Cristo, trató de llevar a la Compañía de Jesús a la nueva realidad, constatando que ya no se podían dar respuestas antiguas a los problemas del momento. Trató de orientar la vida religiosa, no sólo promoviendo la fe, sino también la justicia. Entendió que los jesuitas, por fidelidad al Evangelio, tal y como venían haciéndolo a lo largo de la historia, debían promover la justicia social, aunque fuera a costa de la vida de muchos de ellos y de la incomprensión de algunos sectores de la Iglesia y de la sociedad.

Los jesuitas no sólo debían amar y servir, estaban obligados a defender a los débiles y a los sufrientes. Esto supuso un tiempo nuevo para la Compañía de Jesús, que según algunos estudiosos significó una tercera etapa en la historia de la orden ignaciana. La primera correspondería a la fundada por San Ignacio en 1540, la segunda comenzaría con la restauración de la orden tras la supresión de 1773, y la tercera estaría marcada por el liderazgo de Arrupe y caracterizada por el denominado giro social.

Según Arrupe, la Iglesia no podía dar la espalda a las injusticias humanas, y debía ser verdaderamente profética, denunciando cualquier injusticia, y tratando de transformar el mundo en un lugar más justo. Sin embargo, para algunos críticos del general jesuita, el giro social significaba olvidarse de la fe y abandonar la verdadera misión de la Compañía, una mera claudicación frente al comunismo. Estos críticos resumían su pensamiento con la frase: “Un vasco creó la Compañía, y un vasco la destruirá”. A pesar de esta oposición, alimentada por unos medios de comunicación que amplificaron la imagen de conflicto entre la Compañía y el Vaticano, Arrupe no desfalleció en su empeño.

La llegada de Juan Pablo II no logró suavizar las críticas a la Compañía, y la incomprensión con el Vaticano aumentó. El voto jesuita de obediencia al Papa llevó al general vasco a renunciar a su cargo, pero Juan Pablo II no aceptó la dimisión, e hizo que el padre Arrupe tuviera que continuar al frente de la Compañía a pesar de no sentirse con fuerzas para ello.

En sus últimos viajes, dejándose interpelar por el sufrimiento de los boat people del sudeste Asiático, término con el que se conoció a los más de dos millones de vietnamitas que, a bordo de embarcaciones precarias, trataban de escapar del régimen comunista de su país entre 1975 y 1992, ideó la creación del Servicio Jesuita al Refugiado, primera organización internacional dedicada exclusivamente a la ayuda a los refugiados y que hoy en día continúa en su labor de ayuda a los desplazados.

En 1981, a la vuelta de un viaje a Filipinas, el padre Arrupe sufrió una trombosis cerebral que le dejó incapacitado, además de limitarle severamente la comunicación. Esto era suficiente para convocar una nueva Congregación General con el fin de elegir un nuevo sucesor. Sin embargo, el Vaticano intervino eligiendo una comisión que, durante dos años, organizó la transición. Fueron momentos difíciles para la Compañía, que solo se superaron con la elección del nuevo general en la persona de Peter Hans Kolvenbach en 1983.

Más cerca de Dios Mientras, Arrupe, desde su habitación en la curia de Roma, cuidado por su enfermero, vivió diez años más, iluminando con su fragilidad y su testimonio la nueva etapa de la Compañía que él lideró en su renovación. Como él dijo, aquellos momentos de sufrimiento, significaron un momento de máxima dependencia respecto a Dios, lo que para Arrupe supuso la experiencia más cercana a Dios de su vida. Pedro Arrupe falleció en 1991, dejando un imperecedero recuerdo en la Compañía y en la Iglesia.

La llegada del Papa Francisco ha revitalizado el legado de Arrupe. Ambos se conocieron, ya que Francisco fue provincial de los jesuitas en Argentina entre 1973 y 1979. El estilo de Francisco, su preocupación por los inmigrantes, refugiados, enfermos, niños, hasta su estilo mediático, alegre y jovial ante las masas, recuerda al de Arrupe; entusiasmado y comprometido con acercar el mensaje del Evangelio a las personas y realidades que necesitan salvación.

Francisco, al inicio de su pontificado, en la misa que celebró en 2013 el día de San Ignacio en la iglesia del Gesù, iglesia madre de los jesuitas en Roma, se acercó a la tumba de Arrupe y acarició la imagen que aparece en la lápida. Fue todo un reconocimiento al padre Arrupe y a su legado. Un legado que había sido, en cierta manera, silenciado debido a las tensiones que habían surgido con ciertos sectores de la Iglesia, pero que ahora van aflojándose, y que poco a poco hacen que el legado de este vasco universal vaya haciéndose cada vez más visible. Todo ello apunta a que el legado de Arrupe en los próximos años florecerá.

Pero es quizás el momento también para que no sólo los jesuitas, sino todos en general, especialmente los vascos, seamos capaces de recuperar el recuerdo de un bilbaino, cuya vida y obra contribuyó a formar su época. Como él decía: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido”. Y verdaderamente, el mundo no siguió siendo el mismo.

Por ello, no es vano decir que Arrupe fue un vasco universal. Le correspondió estar en algunos de los lugares y momentos más cruciales de los años que le tocó vivir, pero, sobre todo, en su búsqueda de un mundo en el que los más débiles y los que más sufren tuvieran cabida en la historia, intentó transformar al mundo.

Don Pedro Arrupe fue un hombre que tuvo que navegar en una época histórica tempestuosa, pero que trabajó sin descanso para que la Iglesia y la Compañía de Jesús fuesen capaces de ser más fieles al Evangelio.