Mateo Balbuena, el republicano centenario que todavía publica libros

El comunista Mateo Balbuena, teniente en la Guerra civil, presentó el pasado viernes a sus 102 años su decimoquinto ensayo: ‘La sumisión de las masas’

Un reportaje de Iban Gorriti

SOBREHUMANO”. Con solo una palabra le califica el periodista Aitor Azurki, autor del libro de gudaris y milicianos Maizales bajo la lluvia, a Mateo Balbuena Iglesias, quien llegara a teniente republicano y que el pasado viernes a sus activos 102 años presentó su decimoquinto libro.

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Aconteció en la casa de cultura Ignacio Aldekoa de Gasteiz. El ensayo La sumisión de las masas es una crítica implícita al adocenamiento. “No me he quedado conforme ni esta vez ni hace tres semana en un museo. Me cortan, no me conceden el tiempo necesario para hablar”, denuncia a DEIA quien detecta “deficiencias en la compresión histórica, incluso, por parte de historiadores”.

En tan inusual acto -contados autores centenarios continúan cultivando el pensamiento- estuvo acompañado, entre otros, por José María del Palacio. “Mateo Balbuena es un veterano comunista, crítico con la sacralización de esa ideología, pero al fin y al cabo fiel ese espíritu”, valoraba e iba más allá: “Hace gala de una inquietud y rebeldía por la emancipación social que son el secreto de su envidiable salud a los 102 años”.

Pronto cumplirá 103. “El secreto es pasar hambre: levantarme de desayunar con hambre, lo mismo de comer y cenar. A eso sumo ejercicios físicos y mentales”, explica quien cada viernes baja andando del caserío a Amurrio, a seis kilómetros, para ir a comprar. Regresa en autobús. “Suelo comprar cuatro puros Farias. Los deshago y los fumo en pipa el viernes por la noche, el sábado y el domingo. Entre semana, nada”.

Y continúa cultivando su huerto y escribiendo. Ya prepara el libro número 16. “Me estoy documentando y ambientando en un estudio sobre la sociedad y el Estado. El origen del Estado”, avanza.

el primer libro con 16 años Mateo Balbuena Iglesias nació el 21 de septiembre de 1913 en Villamartín de Don Sancho, León. Fue teniente del Batallón Leandro Carro (PC) y de Carabineros en el Ejército Republicano. Con 16 años publicó en Madrid el relato Nosotros y casi ocho décadas después, ahora, el libro que ha venido escribiendo en diferentes tardes en San Martín de Lezama, concejo que pertenece a Amurrio (Araba). Su caserío perteneció a la famosa familia de músicos Arriaga.

Mateo, quien también residió en Barakaldo y Basauri, fue finalista del Premio Planeta en 1964. Es el mayor de diez hermanos. Por ello le enviaron a servir al comercio de unos amigos. “¿Por qué he tenido que abandonar mi casa?”, se preguntaba. En aquellos días una frase le caló: “Lo que está ocurriendo en Rusia es muy importante”. Comenzó a leer cuanto caía en sus manos y a frecuentar el Ateneo Obrero de Gijón.

En 1932, ingresó en las Juventudes Comunistas y le nombraron Secretario de Agitación y Propaganda. Participó en la huelga del 34 en Oviedo y se trasladó a Cruces. En Barakaldo, participó en la fusión de las JSU de Euskadi y fue secretario local. El 17 de julio de 1936 convocó reunión urgente de la JSU para requisar armas en Olabeaga, Lutxana… “El 22 julio, una docena de milicianos salimos de Bilbao a San Sebastián a rendir a los rebeldes en el Hotel María Cristina. El 24 participamos en el acoso a los cuarteles de Loiola”, evoca.

Amenazada Orduña, se movilizó un centenar de milicianos comunistas, anarquistas y socialistas, en seis camiones, a las órdenes del capitán Espías, y ya encuadrado en el Batallón Leandro Carro, le nombran teniente. “Nos abandonan o traicionan los altos oficiales, pero mi sección se mantuvo dispuesta a resistir”. Tras evacuar Bilbao, es herido en la mano izquierda y le retiran a Santander y a Gijón. Al perderse Gijón, abandona el hospital y en un pesquero llega al El Havre (Francia). Pero retorna al Estado por Figueres. Le nombran instructor de la 65º Brigada. Ante la derrota republicana arenga a su tropa para huir a Francia y continuar la lucha.

Tras 28 días de travesía vestido de civil es apresado en Broto (Huesca), juzgado en Jaca y encarcelado. Queda libre. Logra empleo en una mina ubicada “sobre Bilbao” por las mañanas y por las tardes imparte clase. Retomó la lucha clandestina con el EPK-PCE y en 1942 fue detenido y encarcelado en Larrinaga.

Nuevamente en libertad vigilada, en 1944 se casa con Consuelo Lopetegui, maestra. Tuvieron dos hijas. Abren una academia en Basauri y le reclama el alcalde: “¿Cómo es que yo le he firmado esta licencia si le tenemos vigilado?” Le dan permiso para ser empresario, pero no para ser profesor. “Franqui -por Franco- fue quien nos la quitó y nos dedicamos a vivir de ahorros, de la huerta y a escribir, liberados del capitalismo. Lo digo en este libro: con el capitalismo la clase trabajadora queda aislada, de ahí el lloriqueo. El trabajador sigue por la necesidad de la burguesía de desarrollar sus propios valores. Los artesanos sí son conscientes de su trabajo”.

Historia de un último verdugo

Gregorio Mayoral fue el ejecutor de la última pena de muerte llevada a cabo en Agurain en 1897. El 27 de abril de aquel año fue ejecutado por el método del garrote vil Ángel Martínez Lagrán, un posadero acusado de haber asesinado a un tratante de ganado.

Un reportaje de Fernando S. Aranaz

El 27 de abril de 1897 fue ejecutado en Salvatierra por el método del garrote vil Ángel Martínez Lagrán. El condenado, que era posadero, estaba acusado de haber asesinado a un tratante de ganado aguraindarra, apellidado Arróniz. La ejecución tuvo lugar en las afueras de la villa, extramuros, en un alto que entonces se llamaba la Ventica, porque existía allí una venta, en el camino que iba hacia Langarika y Alaitza. Muy cerca estaban las casas de labranza del barrio de las Eras de San Martín y todo lo demás era campo. Actualmente allí se extiende uno de los nuevos barrios de Agurain, pero la denominación de una de sus calles recuerda la antigua Ventica.

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El verdugo que llevó a cabo la ejecución se llamaba Gregorio Mayoral Sendino. Había nacido en Cavia, localidad de la provincia de Burgos, a 15 kilómetros de la capital, en 1861. La de Ángel Martínez Lagrán fue su tercera ejecución. Antes había ajusticiado a un tal Domingo Bezares, en Miranda de Ebro en 1892, y a Rafael González Gancedo, en 1889 en la localidad de Tinéu, en Asturias. La costumbre en la época era la de ejecutar públicamente a los reos en el lugar donde habían perpetrado sus fechorías, para conseguir un efecto ejemplarizante y, también, para aplacar las ansias de venganza de los allegados de las víctimas. Así ocurrió, por ejemplo, con Juan Díaz de Garaio, más conocido como el Sacamantecas, quien fue trasladado en 1879 a Gasteiz desde la cárcel de León para ser ejecutado, tal como se relata en la película Cuerda de presos, dirigida en 1956 por Pedro Lazaga, adaptando una novela de Tomás Salvador. En agosto de aquel mismo año, 1897, Gregorio Mayoral ejecutó a Michele Angiolillo, un anarquista italiano acusado del asesinato de Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno de España, cuando tomaba las aguas en el balneario de Santa Águeda, en Mondragón.

El etnógrafo aguraindarra Kepa Ruiz de Eguino ha investigado este asunto en el archivo del Ayuntamiento de Agurain y en el de Vitoria-Gasteiz, localizando además artículos periodísticos de aquella época. Ente ellos hay una entrevista publicada en el Diario de Burgos a un familiar de Gregorio Mayoral, en la que éste es descrito como un hombre de orígenes muy humildes, que fue pastor en su juventud y que acabó siendo verdugo para escapar del hambre. Gregorio Mayoral Sendino ejecutó en su vida profesional a más de 60 reos. Era un verdugo itinerante, que acudía allí donde era contratado para una ejecución. Viajaba de patíbulo en patíbulo, llevando en una funda de guitarra sus instrumentos de trabajo. Este detalle era una muestra de su profesionalidad, ya que usaba herramientas propias, ya que consideraba que las que había en las cárceles y los juzgados estaban en muchos casos deterioradas y oxidadas. Gregorio Mayoral era un verdugo orgulloso de su eficacia, que alardeaba de liquidar a los reos en no más de segundo y medio.

Gregorio Mayoral es descrito como un hombre bajito y regordete, de rostro cetrino y expresión tranquila, que vestía con sencillez pueblerina. Fue pastor en su pueblo, pero su familia se trasladó a Burgos capital, buscando un futuro mejor. Allí, Gregorio ejerció de zapatero y de peón de albañil, ingresó en el Ejército, pero no valía para la vida militar, así es que sin trabajo y debiendo atender a su anciana madre, decidió presentarse a concurso como funcionario del Estado, para un puesto que había quedado vacante, el de verdugo. A su madre le costó muchas lágrimas aceptar el nuevo oficio de Gregorio, pero al final el sueldo de 1.750 pesetas anuales acabó con sus reticencias.

El escritor Ricardo Gullón, quien entrevistó a Mayoral poco antes de su muerte, expresó cómo el verdugo “asumió siempre su oficio con naturalidad, como si despachar a los condenados fuera ejercicio tan normal como tramitar un expediente de aguas”. Gregorio Mayoral murió en Burgos en octubre de 1928, de muerte natural. Ejerció su oficio casi hasta aquel día. Ya viudo, vivía en una pobre vivienda de las afueras de la capital castellana, al cuidado de su nieta Paquita, puesto que su hija y madre de la pequeña se había fugado con un soldado. Nunca tuvo remordimientos por los condenados que había enviado al otro mundo, por el contrario lo consideraba como un trabajo normal, en el que actuaba siguiendo órdenes oficiales y que ejercía con la máxima profesionalidad. Aún más, Gregorio Mayoral se sentía, según sus palabras, orgulloso de haber conseguido humanizar el garrote vil. Una película, ésta de Luis García Berlanga con guión de Rafael Azcona, El Verdugo, realizada en 1963, se inspiró en la figura de Gregorio Mayoral, a quien interpretó Pepe Isbert.

El garrote vil Gregorio Mayoral realizó diversas mejoras en este instrumento. “No hace ni un pellizco –manifestó en una entrevista con el periodista José Samperio-, ni un rasguño, ni nada; es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos…”. Sus colegas admiraban el trabajo de Mayoral, destacando la precisión y rapidez con que manejaba el garrote vil.

El Ayuntamiento de Salvatierra, cuyo alcalde era Domingo de Azkarraga Zabala, solicitó la conmutación de la pena de muerte de Ángel Martínez Lagrán, firmada por numerosos vecinos. Se trataba de una iniciativa del vitoriano Guillermo Elío Molinuevo, quien en 1916 llegaría a ser alcalde de Vitoria, que resultó infructuosa. Martínez Lagrán fue trasladado a Agurain en tren, desde la cárcel de Vitoria, el viernes día 26 de abril. Llegó a las cinco de la madrugada y, tras realizar los trámites procedentes, fue puesto en capilla a las ocho de la mañana. La víspera había llegado a la villa el verdugo, Gregorio Mayoral. El Gobierno Civil de Álava recordó al Ayuntamiento de Agurain la prohibición de establecer puestos de venta de comidas y bebidas, así como la de la venta ambulante en el sitio de la ejecución y en el trayecto de la capilla hasta el mismo “a fin de que en el acto resulten el recogimiento y el debido respeto”. La estancia del verdugo en Salvatierra originó al Ayuntamiento un gasto de 31 pesetas y 30 céntimos.

Gregorio Mayoral dispuso la argolla de hierro en torno al cuello de Ángel Martínez Lagrán, realizó su trabajo con eficacia, cubrió el rostro del ejecutado con un paño negro y se marchó, tan silencioso y sereno como había llegado, comentando como solía “con la música a otra parte”.

Ésta es la historia de Ángel Martínez Lagrán y Gregorio Mayoral Sendino, cuyas vidas se cruzaron, fatalmente para el primero, una mañana del sábado 27 de abril de 1897, festividad de la Virgen de Montserrat. Historia que, una vez más, nos demuestra que no es lo mismo hacer justicia que ajusticiar.

De la memoria del padre al libro del hijo

El donostiarra Miguel Usabiaga gana el Premio Nacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches con ‘El sueño de Colberg’

Un reportaje de Iban Gorriti

Encontró a Nicolás Colberg, protagonista de su galardonada novela, gracia al rastro fiel de la memoria de Marcelo Usabiaga, su padre. El aún vivo histórico comunista vasco recordaba a un amigo polaco. Este le había contado que el golpe de Estado militar de julio de 1936 le había sorprendido en Galicia. Participaba en un congreso de unificación de las juventudes comunistas y socialistas.

Con esos datos en la mente del padre y con el lapicero del hijo, Miguel halló un tesoro, un artículo en el periódico El Pueblo Gallego del infausto día 18 de julio de 1936. En el mismo, en las hemerotecas aún se lee que Adolfo Golber estaría al día siguiente en el citado congreso, en Pontevedra, al que seguiría “un baile amenizado por una afinada orquesta” (sic). “Eso clavó el nombre, pues mi padre recordaba Colberg, Golberg, o algo así. Con su nombre real di con alguna información más sobre él, que era estudiante de derecho en Madrid. Seguramente porque al ser judío polaco en esa época las universidades en Polonia tenían números clausus para judíos, y por eso muchos jóvenes emigraban para estudiar a Francia o Bélgica. A Alemania no; recordemos que allí los gaseaban. Pero no encontré foto, e indagué muchísimo, en archivos aquí y en Polonia”.

Quien transmite con tanta intención es Miguel Usabiaga, arquitecto nacido en Donostia el 10 de abril de 1961. De su intelecto y la memoria longeva de su padre han florecido lustrosas novelas de corte histórico. La última y premiada aún no ha visto su publicación El sueño de Nicolás Colberg acaba de ganar la séptima edición del Premio Nacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches (Madrid). Para que la persona lectora se haga una idea de la importancia de este premio, la obra de este guipuzcoano se ha impuesto a otras 129 novelas entregadas desde un total de 23 países.

Usabiaga se dedicó a buscar huellas de aquel joven, y ahí, poco a poco, se incardinó la novela. “En parte ante la inexistencia de datos. Aunque sí supe que Nicolás sobrevivió a los montes de León. Y que luego estuvo en Barcelona y Valencia, en la guerra, pero de nuevo ahí volví a perder su pista ya definitivamente”, precisa. En este punto de inflexión, optó por dar ficción a otra vida imaginaria.

A colación de ello, Usabiaga avanza a DEIA la dedicatoria que llevará este libro: “En memoria de Adolfo Golber, joven estudiante polaco que combatió en las filas republicanas durante la Guerra Civil española; que viaja incrustado en alguna estrella, y para el que me he permitido imaginar otro destino, otra vida posible”. En la novela, se narra ese proceso de búsqueda, desde la memoria ágil de Marcelo. Una trama que arranca de una forma azarosa, en la curiosidad de un joven a quien Usabiaga padre le ha contado eso, en los años ochenta.

La búsqueda traspasa las fronteras del Estado español, porque él piensa, que, si ha sobrevivido a la Guerra Civil, quizá ha vuelto a su país. Allí es ayudado por una chica polaca. Los dos jóvenes, en la distancia van armando y conociendo el periplo de Colberg. Para su sorpresa, lo que la mujer descubre en Polonia va a poner en riesgo su vida, pues Nicolás, el brigadista, fue represaliado en los años del estalinismo, y desempolvar eso pone en evidencia a algún poderoso que no duda en emplear cualquier método para que no se sepa su pasado oscuro.

El joven español acude a ayudar a la chica, y juntos se convierten en detectives, en una especie de road-movie, de thriller político. “Así que es una novela negra, pero también un libro de los que se llaman ‘de aprendizaje’, porque los jóvenes, él y ella, cambian y crecen a los largo de la obra con todo lo que les va pasando”.

Usabiaga autor de obras como anteriores como El alcalde de Florisdorf, La joven guardia o la también premiada El caso Martana presenta, por lo tanto, a un joven “revolucionario, comunista, español, moderno, que ve los desvíos, cuando no aberraciones, cometidos en nombre de sus ideales, los más hermosos y emancipatorios ideales, le revela… ¡Y no sigo!”, sonríe.

SUSCITAR EMOCIÓN El Premio Nacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches que han ganado escritores de la talla de Francisco Nieva supuso una alegría para el autor donostiarra. “Mucha, porque hay mucho tiempo, energía, ilusiones, caminos que se recorren y rectifican, lucha con las palabras por contar una historia en verdad y que llegue con esa verdad y suscite además emoción. Después, ahora, más tranquilo, supone mucha satisfacción, porque me anima a seguir contando mis historias, porque ese premio es la confirmación de que esas historias interesan a los otros”, apostilla.

El hecho de haber ganado entre 130 novelas de una veintena de países “redobla la satisfacción”, agrega y va más allá: “Da más ánimo para seguir escribiendo, sacando verdades”, como me decía ayer un amigo”. Y lo sigue haciendo en su próximo trabajo. “Es una investigación, muy completa pero heterodoxa, sobre los fusilamientos de Pikoketa, Oiartzun”, subraya. En aquel lugar los fascistas mataron a Bernardo Usabiaga, hermano de Marcelos.

Concluye Miguel: “He reconstruido la memoria oral, de familiares, y di voz a otros olvidados, los extranjeros que espontáneamente acudieron a defender Irun y la República, en los primeros días, de los que se sabe poco, y de los que quizá alguno también cayó en Pikoketa o cerca”.

‘Tiragomas’, el gudari de hierro clave en la liberación de París

Se cumplen este mes 47 años de la muerte de este vizcaino de Arrazola, en el mismo año que se conmemora el septuagésimo aniversario de la liberación de la capital gala

Un reportaje de Iban Gorriti

tiragomas’’, un hombre de hierro, “el vasco que más valor demostró en la liberación de París de los alemanes”. Así lo definió José Miguel Romaña Arteaga en su libro La Segunda Guerra Mundial y los vascos (Bilbao, 1988). La figura de este vizcaino ha sido una de las que han podido caer en el olvido cuando las crónicas y los testimonios de quienes lucharon junto a él contra el fascismo y el nazismo le ensalzan como héroe. El gudari del batallón Arana Goiri y del Rebelión de la Sal es recordado por ejemplo porque durante la liberación de París de los alemanes, “durante el ataque a la Cámara de los Diputados, dio pruebas de un gran espíritu combativo matando a seis alemanes y apoderándose del armamento”, queda impreso en el libro de Romaña Arteaga. Por otra parte, el secretario y responsable del grupo de recreación histórica de la asociación Sancho de Beurko, Guillermo Tabernilla, también tiene palabras taxativas sobre esta figura histórica: “A gudaris como Tiragomas no los paraba nadie”.

Emeterio Soto Campesino, ‘Tiragomas’, rodeado con un círculo junto a otros gudaris del batallón Arana Goiri.Foto: Juan Bilbao Yarto
Emeterio Soto Campesino, ‘Tiragomas’, rodeado con un círculo junto a otros gudaris del batallón Arana Goiri.Foto: Juan Bilbao Yarto

El acta de nacimiento de Tiragomas, al que ha tenido acceso el apasionado de hechos históricos vascos Juan Luis García, le pone nombre y apellidos. La partida de nacimiento de la anteiglesia de Arrazola -valle de Atxondo- deja constancia de que el 3 de marzo de 1909 nació Emeterio Soto y Campesino en el enclave vizcaino. Hijo de Robustiano Soto (30 años), jornalero llegado a Arrazola de un pueblo de Palencia, y casado con María Nieves Campesino (23 años). Euskaldun desde niño, a pesar de que su madre y padre eran castellanos, Emeterio residió años más tarde en Santurtzi y falleció el 6 de octubre de 1967, por lo que se cumplen este mes 47 años de su defunción.

Durante la Guerra Civil, Emeterio Soto Campesino fue gudari del batallón Arana Goiri, de la compañía Kortabarria. Además, en la Sabino Arana Fundazioa cuentan con una nómina de junio de 1937 a su nombre del Batallón Rebelión de la Sal, compañía Urtusaustegi, la cuarta del citado grupo. El libro de Romaña Arteaga señala que Emeterio Soto era un “ferviente abertzale” que se alistó en 1936 a las filas del batallón Arana Goiri, “donde dio sobradas pruebas de su arrojo. Era un vasco de hierro, indomable como Lezo de Urreztieta, alto, fuerte y muy bragado”, según testimonio de Juan José Arriola Ugalde.

Guillermo Tabernilla, de Sancho de Beurko, aporta, por su parte, datos que contextualizan la presencia en la Resistencia de Tiragomas en Francia. Así, explica que cuando el Consejo Nacional de Euzkadi firmó el pacto con la Francia Libre de Charles De Gaulle para incorporar voluntarios vascos a una unidad de combate en mayo de 1941, “quizás ni se imaginasen las dificultades que ello supondría”, valora; unas de orden político -la negativa del Gobierno británico por las presiones de las autoridades franquistas-, y otras de orden práctico, pues fue muy difícil la recluta de hombres para esa nueva unidad y tuvo que recurrirse en gran medida a sudamericanos -soldados de fortuna y aventureros, no necesariamente de origen vasco-, frustrándose lo que podía haber sido una realidad: el 3º Batallón de Fusileros Marinos Vascos, que no pasó de la fase de organización al ser disuelto en 1942.

Tabernilla precisa que dos años antes De Gaulle ya había experimentado “la enorme dificultad” de crear un ejército que combatiese a los nazis al margen de la Francia del armisticio, y se tuvo que conformar con poco más de 1.200 voluntarios, de los que la mitad eran antiguos republicanos españoles que combatían en la 13ª Demi Brigade de la Legión Extranjera.

Tras la guerra civil Tras la que califica como “durísima” Guerra Civil, con los miembros del Ejército de Euzkadi “en la cárcel o en vías de ser liberados, no pocos de los mejores muertos y todos ellos sometidos a feroces represalias, el vasco se había desmovilizado psicológicamente y ya no tenía mentalidad de combatir en una guerra lejana, aunque fuese contra un enemigo común, salvo aquellos más irreductibles e indomables, gran parte procedentes de la izquierda, que estaban repartidos por todo el mundo, no pocos de ellos malviviendo en la Francia ocupada y otros en las filas de la Legión Extranjera. Tiragomas era uno de esos irreductibles”.

El secretario de Sancho de Beurko adjetiva a Emeterio Soto, Tiragomas, como un “nacionalista vasco, gudari voluntario que luchó en los más feroces combates” de la campaña de Bizkaia formando parte de la compañía Kortabarria del batallón Arana Goiri. Superviviente del Saibigain.

“Su recuerdo -agrega Tabernilla- nos ha llegado a pinceladas y, en mi caso, a través de su compañero, el gudari de Trapagaran Juanito Bilbao Yarto, que siempre me habló con admiración de su valentía. Ese es el gran mérito de Tiragomas, formar parte de ese núcleo de irreductibles que no se rindieron nunca. Si el Consejo Nacional de Euzkadi hubiese contado con ellos en 1941 quizás la historia hubiese sido diferente, pues tuvieron que pasar casi cuatro largos años hasta que se hiciese realidad el batallón Gernika. Lo que sí estaba claro es que a gudaris como Tiragomas no los paraba nadie”.

En el libro La Segunda Guerra Mundial y los vascos, de José Miguel Romaña Arteaga, se cita un testimonio aportado por Juan José Arriola Ugalde, gudari y compañero de este guerrillero en la compañía Kortabarria del Arana Goiri de Felipe Bediaga. “Tiragomas fue el máximo exponente del heroísmo vasco en la conquista de la capital francesa, fue un tipo irrepetible: era un valiente y un buen compañero, muy apreciado por todos”.

El 25 de agosto de 1944, día de la liberación de París, Tiragomas estaba allí, “un curtido gudari que se batió como un león”. Pons Prades escribió en su libro Republicanos españoles en la II Guerra Mundial: “En los combates de Luxemburgo, fuertemente fortificado por los alemanes, luchan codo con codo hombres de Fabien, entre los que se encuentran los españoles Huet, Pachón, Zafón y Tiragomas, y soldados de la Novena”. El vizcaino ayudó a poner en libertad a guerrilleros españoles presos de los nazis en la Ópera y en la entrada a la Cámara de los Diputados, en el cuerpo a cuerpo, dio muerte a seis alemanes. “Y se apoderó de su armamento”, agregan.

En la referencia bibliográfica citada de Romaña Arteaga lamentan que el vizcaino, ya residente en Santurtzi, falleciera en 1967, tan pronto para la memoria histórica, “pues podía haber aportado sin duda valiosos datos de las Resistencia y de otros vascos que lucharon junto a él”.

Abbadia, templo del conocimiento y embajada universal

Antoine d’Abbadie vivió con pasión sus facetas de explorador, geógrafo, astrónomo y lingüista, con una especial atención al euskera, pero muchos le recuerdan sobre todo por el castillo que mandó construir hace 150 años

Un reportaje de Viviane Delpech

150 años ya, o mejor, 150 años solo, que fue solemnemente implantada la primera piedra del castillo de Abbadia por su extravagante propietario, Antoine d’Abbadie. Solo, porque, a pesar de su apariencia de recuerdo medieval perdido en unos acantilados oceánicos, este fascinante edificio es de verdad una construcción moderna, que refleja las preocupaciones de una época de búsqueda identitaria y de progreso de la industria en Francia.

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La construcción del castillo de Abbadia abarcó veinte años, de 1864 a 1884. Foto: C. Rebière-Balloïde Photo

Pero, ¿a quién le surgió esta idea loca de edificar un castillo neogótico, decorado con un extraño bestiario de piedra, compuesto por salas islámicas, pinturas etíopes, un observatorio astronómico y una capilla medieval y orientalista? Interesarse en Abbadia implica obligatoriamente conocer a su emblemático creador, Antoine d’Abbadie (1810-1897), quien fue un protagonista de ámbito internacional tanto por sus centros de interés como por sus orígenes.

De hecho, la historia empieza durante la Revolución Francesa de 1789. Oriundo del pueblo de Arrast, en Xiberoa, su padre Arnauld-Michel, hijo de un notario real monárquico, huyó a Andalucía y luego a Inglaterra para escapar del requerimiento militar revolucionario. En el Reino Unido, esposó a una irlandesa católica, llamada Elizabeth Thompson, en 1807. La pareja tuvo seis niños, de los cuales Antoine, nacido en 1810 en Dublín, era el mayor.

El restablecimiento de la monarquía en 1815 favoreció la vuelta de Arnauld-Michel a Francia. Su familia y él se instalaron entonces en Toulouse, en 1818, y en París, nueve años más tarde. Su doble nacionalidad de facto proporcionó a Antoine una cultura rica y diversificada. Ya de niño, sus principales rasgos de carácter eran la curiosidad y la apertura al mundo. Tenía como libro de cabecera el relato de viajes del explorador escocés James Bruce, quien había descubierto en 1790 la fuente del Nilo azul en Etiopía. También era un apasionado de la literatura clásica y moderna, en particular de los autores románticos como Chateaubriand o Walter Scott.

Leyenda del Nilo, un motor de vida Cuando finalizó el bachillerato en el colegio real de Tolosa en 1827, decidió realizar su valiente sueño de toda la vida, que, por vergüenza, solía esconder: descubrir la fuente del Nilo blanco. Efectivamente era un desafío tan viejo y mítico como el mundo, en el que fracasaron numerosos exploradores, algunos tan legendarios como Alejandro el Grande o Ciro II de Persia. También representaba una pugna de política internacional contemporánea que oponía especialmente a Francia y a Gran Bretaña e implicaba el progreso industrial, el ascenso científico y el control -y el poder- de territorios desconocidos. Desde ese momento, su vida cotidiana de joven romántico se vio condicionada por sus clases de Derecho y de Ciencias en la Sorbona. También preparó su ambiciosa expedición con ejercicios físicos, corriendo por ejemplo decenas de kilómetros en las montañas vascas. Y encontró a exploradores experimentados que le relataban sus peregrinaciones arriesgadas a través del mundo.

Así, después de una primera expedición a Brasil, d’Abbadie se reunió con su hermano Arnauld (1815-1891) en Egipto en 1837. Durante once años permaneció en África oriental y en la región del mar Rojo, recorriendo los montes, las selvas y las sendas etíopes, negociando con los soberanos locales y mezclándose con la población indígena. Se le puede imaginar deambulando descalzo, vestido con ropa oriental, la cabeza cubierta con un turbante, hablando fluidamente cuatro idiomas etíopes, y, al contrario de sus congéneres europeos, rechazando las armas en favor de un bastón.

Los principios de su expedición se apoyaban en valores e intereses que ilustran fielmente la personalidad de fuertes contrastes de d’Abbadie. Se dedicó simultáneamente al estudio etnográfico y lingüístico del pueblo, a la práctica cartográfica y también, dando un aspecto político-religioso a su estancia, al desarrollo de misiones católicas y a la expansión diplomática francesa en esta parte estratégica del mundo. Por todo eso, la población local le consideraba a la vez como un sabio y un monje, un tanto extraño porque se movía siempre con sus instrumentos de astronomía y de cartografía.

Sus años de investigación acabaron por llevarle a una ubicación hipotética de la fuente mítica en el centro de Etiopía, donde su hermano y él plantaron la bandera francesa en 1846. D’Abbadie empezó entonces su vuelta a Europa, que completó tres años después.

Así, al principio de los años 50 del siglo XIX, tuvo que familiarizarse de nuevo con el modo de vida occidental. Procedió a la valoración de sus extractos etnográficos y geográficos, por ejemplo trazando el primer mapa de Etiopía o redactando el primer diccionario amárico-francés. Pronto recibió premios prestigiosos por su descubrimiento -erróneo- del Nilo, como la Gran Medalla de Oro por la Société de Géographie de Paris o la Legión de Honor por el Estado francés. Además, la Académie des Sciences, a quien ulteriormente legó su castillo, le eligió corresponsal en 1852 y miembro titular en 1867.

El renacimiento vasco Paralelamente, d’Abbadie supo situar en primera línea sus propios orígenes, siguiendo sin duda el ejemplo de su padre quien había contribuido en las primeras publicaciones sobre el euskera. Un año antes de su viaje, d’Abbadie publicó, en colaboración con su amigo xiberotarra Agustín Xaho, un estudio gramatical del idioma vasco.

Tras el paréntesis africano, volvió con mucha más fuerza y motivación para reavivar el interés por su cultura paterna. En pleno contexto de emergencia de los regionalismos, se encontró con una audiencia particularmente receptiva. Organizó a partir de 1851 en Urrugne sus famosos concursos de poesía y de pelota, donde entregaba premios. Esos juegos, llamados Lore jokoak, se diversificaron rápidamente incluyendo bertsolaris, irrintzina, ezpata-dantza, aurresku, carreras de portadoras de agua o de natación… y se exportaron a los dos lados de los Pirineos. En resumen, se convirtieron en lo que Pierre Bidart calificó de “fiestas totales” celebrando la identidad y el alma vascas. En 1892, los euskaldun rindieron homenaje a d’Abbadie ofreciéndole un makila de honor y el afectuoso apodo Euskaldunen aita, durante las fiestas de San Juan de Luz organizadas bajo su famoso lema Zazpiak bat.

A esta valoración social y tradicional se asoció una dimensión intelectual, que concretó d’Abbadie con su estudio filológico y su colección de 1.136 obras en euskera, porque defendía la tesis de que idioma, cultura y biología son interdependientes, como lo formularon más eficientemente Aranzadi y Barandiaran. Lógicamente intentó identificar, aunque vanamente, los orígenes del euskera, usando extractos antropológicos y comparaciones con idiomas etíopes, ya que se adhería a la hipótesis usual de la época, la que tomaba partido por sus raíces africanas.

El castillo, encarnación artística Además de su sacerdocio científico, d’Abbadie tenía supuestamente planes personales, que comenzaban por la construcción de una burguesa residencia de veraneo en la cornisa oceánica de Urrugne. Este símbolo de estatus social le metía igualmente en una búsqueda más impresionante que, desde su punto de vista, los cocodrilos del Nilo, y que era el matrimonio…

Tras nueve años de tramitaciones complicadas por su perfil de explorador y su edad mayor, encontró a Virginie Vincent de Saint-Bonnet, oriunda de la zona de Lyon, con la que se casó en 1859. Desde entonces, organizaron sus vidas entre ciencias y formulismos mundanos. De esta manera persiguieron el proyecto de residencia ya empezado por el arquitecto Clément Parent en 1858 con un observatorio astronómico en forma de torre almenada.

Ante la despedida de sus dos primeros arquitectos, la pareja recurrió urgentemente, en 1864, a Eugène Viollet-le-Duc, el líder carismático del movimiento neogótico, quien, de entrada, tomó cartas en el asunto. Bajo la égida de las teorías arquitectónicas del racionalismo nacionalista, las obras se compartieron entre el genial maestro, autor del plan, de las elevaciones y del bestiario esculpido, y su talentoso discípulo, Edmond Duthoit, quien atendió las obras y concibió la decoración, el mobiliario y el nuevo observatorio.

D’Abbadie decidió bautizar su imponente mansión El castillo de Abbadia en homenaje a la casa de sus ancestros en Arrast. El castillo vincula sus gustos y sus valores como si fuera una fantasía biográfica y arquitectural. Eso se manifiesta en primer lugar en el plan funcionalista organizado entre tres alas, dedicadas a la devoción, la acogida y la ciencia, haciendo coexistir singularmente el observatorio con una amplia capilla y apartamentos burgueses.

Por lo que se refiere al formidable mestizaje de fuentes geográficas e históricas, se inscribe en la moda del eclecticismo expandida bajo el Segundo Imperio francés. No impide la originalidad de ciertas influencias, como las escenas etnográficas etíopes del vestíbulo, o al contrario, explica el conformismo con otros estilos en boga, como el fumadero o el salón árabe. Pero la inclinación del neogótico y la organización casi-feudal de la propiedad, con su trentena de aparceros, revela una posición política reaccionaria, idealizando el Antiguo Régimen, que a menudo trasparece en la correspondencia de d’Abbadie. Por fin, su retrato se lee poderosamente en las innumerables inscripciones sembradas en el edificio, declinadas en los catorce idiomas que controló el explorador, tanto más cuanto que realzan sus valores morales fundados en una austera filosofía católica y una sorprendente apertura a la alteridad.

Entre aquellas virtudes, una sentencia destaca la humildad; la del erudito frente al conocimiento y la del hombre frente a la existencia. Diciendo Ez ikusi, ez ikasi, se refería a un experimento desafortunado, en que d’Abbadie había literalmente perforado las paredes del castillo para construir un telescopio desde el que observar el monte Larrun y que nunca pudo funcionar. Un fracaso desastroso que quiso asumir públicamente con esta sabia inscripción. Como un compendio literario, Abbadia recopila así montones de cuentos insólitos, al igual que Las mil y unas noches que alimentaron en parte el imaginario de sus propietarios.