Consoladores, la profesión del futuro

El coronel no tendrá quien le escriba, pero aquí la peña no tiene quien le escuche. Así que aprovechan los lugares en los que no tienes escapatoria, tipo cola del paro, y se desahogan. El otro día me sorprendió un incontinente verbal en un ascensor del hospital de Basurto. Lo que les digo, sin posibilidad de huir. El tipo acababa de recargar a regañadientes una tarjeta para ver la televisión. Fue cerrarse la puerta del ascensor y estallar. «No sé para qué se empeña tanto en ver la tele si, total, le queda una semana. Ya le decía yo que no bebiera tanto. No me hizo caso y mira. Encima, como mis hermanos pasan de todo, me estoy comiendo yo el marrón». Casi toda una vida comprimida en lo que se tarda en subir a un segundo piso. Como un tuit. Y, claro, servidora no sabía si darle el pésame por adelantado, corroborar que sus hermanos eran unos jetas o desviar la conversación hacia la ciclogénesis inexistente o el socorrido corrupto del día. Al final salí del paso esbozando media sonrisa, en plan te acompaño en el sentimiento, pero es lo que hay.

Me pregunto, con los miles de teléfonos que existen de atención al cliente, a dónde tienen que llamar los que quieren reclamar por su mierda de vida. Y también por qué aún nadie ha creado la figura del escuchador. Es obvio que se necesita. No hay más que pisar una sala de espera, que si le han metido una sonda por no sé dónde, que si qué malo está el menú sin sal. También se podrían llamar consoladores, pero me suena que ese nombre está pillado para no sé qué.

Basurto resort

Será fruto del aburrimiento, pero cada vez que echo raíces como acompañante en Urgencias me da por hacer paralelismos entre ir de vacaciones e ingresar en un hospital. Para empezar, en ambos casos puede haber overbooking y la cara de pasmao que se te queda es la misma cuando te dicen que no tienes asiento en el avión o cama en planta. El equipaje de mano, al igual que en el aeropuerto, debe ser de tamaño reducido, porque los armarios de las habitaciones de Basurto, con todos mis respetos, son más bien escoberos. Como te pille la apendicitis en invierno y tengas que meter un abrigo, date por perdido: no te quedará hueco ni para el neceser. Quizás tendría éxito, ahora que hay que reinventarse con la crisis, un negocio de envasado de pijamas, camisones y batines al vacío. Todo es ponerse.

Una vez que eres admitido, te plantan la pulserita del todo incluido y ya puedes comerte unas lentejas, meterte un chute de oxígeno o hacerte una ecografía que todo te sale gratis total. En cuanto a la vestimenta, no te dan albornoces como en los cinco estrellas, pero sí unos camisones muy cucos con ventilación trasera. La pena es que no puedas colgar de la manilla el cartelito de No molestar y que con el trasiego que hay por las mañanas no hay quien pegue ojo a gusto. Es como un servicio de habitaciones fragmentado hasta el infinito. Una persona se lleva la jarra de agua, otra friega el suelo, otra te pone el termómetro, otra te trae un café, otra el azucarillo… Lo bueno es que conoces gente. Y siempre hace calor.