Los estragos de las Navidades

Las Navidades, por más que se empeñen algunos en disimularlo, causan estragos. Al padre de mis criaturas, sin ir más lejos, le sigue balando el cordero de Nochevieja en el estómago. O eso o le ha poseído el espíritu de la oveja Dolly. Una de dos. El caso es que está indispuesto, pero al menos reconoce que siguió las campanadas tomándose doce chuletillas de lechazo. No como otros, que se agarran una melopea, grado fin del mundo en la escala Richter, y luego llaman con voz cazallera diciendo que no pueden ir a la comida de Año Nuevo porque cogieron frío al salir del cotillón. Amos, hombre, que nos conocemos… También hay quien se ha dislocado la cadera en la cena de empresa, tratando de imitar al espasmódico rapero surcoreano que ha petado youtube. Si no fuera porque la de personal lo tiene grabado en el móvil, el tío jeta diría que se ha resbalado en un chino cuando iba a comprar espumillón.

Pero lo peor de todo, aparte del daño que haya podido causar en la capa de ozono el peinado de Imanol Arias, son los dichosos juguetes interactivos. Hay miles de damnificados que, desde Olentzero, entran de puntillas en el cuarto de sus hijos para que no les ladre o maúlle una bola de pelo. Obviando los inevitables amagos de infarto, las diez primeras veces que a uno lo detectan hacen gracia. Pero a estas alturas el único propósito del año es hacer callar a la mascota. Nosotros tenemos al perrito Go-Go sepultado en el canapé de la cama. Aun así, el puñetero jadea cuando al susodicho le bala el cordero.

Aquí no respira ni Dios

Tengo una hipótesis, absurda, lo sé, pero también Galileo Galilei fue un incomprendido y ahí está el tío, en la Wikipedia. Me apuesto un roscón seco de Reyes, digo, a que últimamente está aumentando la cantidad de oxígeno en el aire. Y a falta de probeta y ratoncillo de laboratorio, baso mi teoría en lo que oigo en el metro, el patio, la cafetería del curro y el ascensor. No es tan riguroso como un estudio científico, pero por ahí andará, y sale muy económico.

La tesis de todo a cien de que hay más oxígeno que nunca se sustenta en que cuatro de cada cuatro ciudadanos han dejado de respirar a pleno pulmón. Buena parte de ellos porque están en paro y se han tenido que apretar el cinturón. Tanto que, a estas alturas de la crisis, dan bocanadas como anchoíllas fuera del mar. Y encima a oscuras porque con lo que ha subido el recibo de la luz hay quien solo enciende la linterna de minero para freír las salchichas de la cena.

Otros muchos damnificados se han lanzado sin manguitos a la economía sumergida y no les queda otra que taparse la boca y la nariz. Me han hablado de una secretaria con un par de empleos y ningún contrato. Uno de sus jefes es abogado. Podría contratarle para que se autodenuncie. Por último, los que trabajan legalmente, en calma chicha, también lo hacen conteniendo la respiración. Algunos para pasar desapercibidos, bajo la amenaza de ERE o despido. El resto, porque, después de Navidades, si no meten tripa, no hay forma de abrocharse el pantalón.