Me ofrezco de ‘coach’ a la familia real

No es por presumir, pero tengo tal poder de persuasión que estoy barajando montar una secta. Así me gano un sobresueldo y apadrino a un parado de larga duración. La idea la vengo gestando desde Navidad, después de conseguir convencer a la niña, por cuarto año consecutivo, de que en vez de una aburrida batería pidiese a Olentzero un divertido juego educativo en inglés. Me siento fatal por engañarla vilmente y sé que de viejecita no irá a visitarme a la residencia, pero ¿qué quieren? ¿Que me denuncien los vecinos al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo? Porque si yo oigo eructar al inquilino de arriba, los baquetazos a los platillos tienen que retumbar hasta en Torrelavega.

Dirán que cualquiera es capaz de manipular a un menor, pero también he probado mis dotes con el padre de las criaturas. Anteayer descubrí un par de calcetines suyos en la basura y le convencí de que los había echado él y de que si no se acordaba sería porque estaba medio dormido, que es su estado natural desde que nació el gautxori, quiero decir el crío. Al principio lo negaba, pero fue insistirle diez veces y admitirlo. Justo cuando entró en la cocina el niño y arrojó el mando a distancia al cubo de reciclar. Lejos de retractarme, reforcé mi tesis: «¿Ves?, de tal palo tal astilla». Y coló. Vamos, que estoy por ofrecerme de coach a la familia real, ahora que Urdangarin trata de convencernos de que es inocente y Juancar no para de repetir: Sofi, te juro, o que me rompa la cadera ahora mismo, que no es lo que parece.

Yo no he sido

Hay quien les arrancaba las alas a las moscas, quien metía mano en el cepillo de la iglesia y quien trasquilaba a sus hermanos con las tijeras de podar pero, admitámoslo, en cuestión de travesuras éramos unos simples aficionados. Nada que ver con los dos chavales que hace unos días quemaron un castillo del siglo XIV al tratar de encender un cigarrillo. Me les imagino al llegar a casa. «¿Que habéis hecho qué?» ¡Zasca! o como quiera que suene una colleja en Eslovaquia, que es donde viven los dos fenómenos. Que el tabaco mata, pero un pescozón y dos años y un día sin videoconsola minan la moral.

Al menos, los piezas tenían once y doce años. No como el hijo de Sarkozy, que ya tiene quince y no deja de joder con la pelota, que diría Serrat. No va el niñato y le tira un tomate y unas canicas a una policía… Que a tu edad, majete, lo que toca es tontear con las chicas o hacer botellón. Además, ¿a quién se le ocurre hacer una trastada con la Guardia Republicana como testigo?

 Otra cosa es perpetrarla en la más estricta intimidad y, si te pillan, alegar que ha sido sin querer. Como cuando descubres que tu hija ha estampado su nombre con un rotu permanente en el sofá. «Ama, te juro que no ha sido apropos«. Pues como no hayas entrado en trance y te haya dirigido la mano un espíritu… También puede uno negarlo, aunque no siempre funciona. Es lo que parece haberle pasado a Urdangarin, que el juez no le ha creído. Y eso que cantó: Pío, pío, que yo no he sido.