De mayor quiero ser Yoko Ono

Ya ha pasado una semana desde que Yoko Ono visitó Bilbao y todavía no sé muy bien si admirar su brillante talento o pensar que se le ha fundido un plomo. No va y dice que «estamos cerca de un mundo en paz» porque los países no tienen dinero para fabricar más armas. Como si estas fueran estrictamente necesarias. Hay lugares, querida, donde se lapida, se viola en grupo, se mata a patadas o de hambre o se estrangula sin necesidad de drones ni bombas de última generación. Con las manos, los pies o lo primero que uno, de oficio maltratador, pilla de la encimera de la cocina. Vale que sin armamento pesado se extermina más lento, pero todos sabemos que una víctima a la vuelta de la esquina conmociona más que 40.000 civiles muertos en Siria.

La violencia, a pequeña escala, está presente hasta en el parque, donde el otro día un niño le asestó un puñetazo a otro en el estómago. «Eso te pasa porque tú también pegas», le reprendió el padre al agredido, encogido en el suelo. Los progenitores del futuro Chuck Norris ni aparecieron. Estarían en el bar, brindando por la paz mundial. Con este percal, cuesta vislumbrar ese «mundo bello» que atisba la artista. Y mira que yo también hago performances en las que me transformo de persona aparentemente normal en histérica varias veces al día, aunque solo delante de los críos. Definitivamente, de mayor quiero ser tan optimista como Yoko Ono o al menos vapear lo mismo.

Una familia de serie B

Tengo una familia de cine. Género, por clasificar. El padre de las criaturas, desde que anunciara oficialmente en la última reunión de vecinos el cese temporal de la convivencia con su bufanda del Athletic, por motivos de sobra conocidos, está rarísimo. De hecho, se ha apuntado a un curso de patchwork para hacerse una colcha con retales, cuando él siempre había sido más de punto bobo. Que haya cambiado la cervecita y el fútbol por el café, las pastas y la aguja de coser tiene un pase, pero que haya convencido a toda su cuadrilla -tenían que verles- es de película de Almodóvar.

En el filme quizá también tendría cabida la cría. El otro día la sorprendí caracterizada con la cabeza y las patas del disfraz de pingüino. «¿Qué haces?». «Jugar a la Antártida». Hasta ahí nada que objetar. «¿Y ella quién es, una foquita?», pregunté por mi sobrina, de 5 años, que yacía en el suelo, inmóvil. «No, una niña muerta. Muerta de frío». Me quedé ídem, lo juro. Bien pensado, la cría encajaría mejor en una cinta de Alex de la Iglesia. Y el inconsciente, en una de Chuck Norris, porque desde que aprendió a andar se pasa el día dándose de cabezazos con las paredes. Para mí que eso tiene que matar más neuronas que los porros sí o sí. Vamos, que estaba convencida de que tenía en casa a unos pedazo de artistas hasta que vi en las noticias que Bárcenas se había apuntado al paro. No sé quién le escribirá el guion, pero ni la Blancanieves en blanco y negro puede competir con él en surrealismo.