Madres que temen que a sus hijos les parta un rayo en la cocina

La noche del viernes el británico Adrian Bayford se enteró de que había ganado 188 millones de euros, mientras su esposa, Gillian, dormía a los niños. «¡Estaba intentando contarle que nos había tocado la lotería y ella no paraba de decirme que no hiciese ruido!», explicó él, sorprendido. Nosotras, Gillian, estamos contigo. A mí ahora mismo me regalan un viaje a Brasil y, en vez de pensar en caipiriña, mulatos y tangas, me preocupo de si me entrará la batidora en la maleta para hacer los purés al crío. De eso y de no volar con Ryanair, no sea que el avión lleve el combustible justo y tenga que parar a repostar en mitad del Atlántico.

La inquietud por los hijos, para más inri, no se pasa con la edad. Las amamas, por culpa de las alertas meteorológicas, viven en un sinvivir. Si por ellas fuera, tendrían a todos sus descendientes refugiados en un búnker. «¡Cómo vas a salir con los niños con esta ola de calor!», te reprenden a tus cuarenta y tantos. Y cuando no es la ola de calor, es la de frío o una ciclogénesis explosiva, que, entre ustedes y yo, intimida a cualquiera. Así, de enero a diciembre.

Lo peor es que se hereda. El otro día la psicópata que llevo dentro le espetó a mi hija: «No andes descalza por la cocina porque puede estar el suelo mojado, que caiga un rayo, entre por la ventana, rebote en la campana extractora, se redireccione hacia el charco y te electrocutes». La pobre me miró como si estuviese loca y se dio media vuelta. Vale, es muy difícil que ocurra, pero alguna posibilidad hay, ¿no?

¡Viva el amarillo!

No sé si me asusta más que un mocoso disfrazado de Batman me suelte «¡O te apadtaz o te mato!» o que una niña se pinte las uñas. ¡Qué espanto! De ahí a que patenten la depiladora infantil hay un paso. Porque los zapatos de plástico con tacón ya existen y exprimen los tiernos pies que ni en Guantánamo. Eso si las pobres consiguen mantener el equilibrio y no clavar la piñata de leche en el parqué flotante, que ya se han dado casos. Y a ver dónde va una princesita con el teclado averiado. Aunque, pensándolo bien, mejor que se acostumbren… teniendo en cuenta los andamios a los que se suben algunas crías de 14 años.

A la mía, de momento, le gusta jugar al balón, arreglar la cocinita con sus herramientas y disfrazarse de pingüino. Sospecho que tiene el gen hortera desactivado. Al menos, por ahora. Porque el otro día se paró en una juguetería justo delante de la voluminosa carroza-globo de la Barbie. Casi me da un infarto. Y no sólo por su estética barroca, sino porque, de haberle gustado, habría tenido que alquilar otra parcela de garaje. ¿Y a quién denuncias por daños y perjuicios: al diseñador, que obviamente no vive en un piso de 40 metros cuadrados, o a la tienda, que la exhibe, sin previo aviso, a la altura de una inconsciente de cuatro años? Por fortuna, siguió caminando, ajena al jugueterío sexista.

¿No va siendo hora ya de que muñecas y superhéroes sean, como el helado de piña, para el niño y la niña? Menos mal que a los objetores del rosa y azul siempre nos quedará el amarillo neutro de Bob.