Síndrome traumático posvacacional

En ocasiones veo Ramones García con capa.

Víspera de vacaciones. En Internet ofertan un apartamento cuqui en un casco antiguo. Comentarios: «No hay tostadora». «Sin ascensor». «Se oyen campanas». Inexplicablemente lo reservo. Personados en el lugar de los hechos, el portal era de edificio derribado de Sarajevo. Silencio sepulcral, solo roto por los trompicones de las maletas por las escaleras y los jadeos. Al llegar arriba, más que la tostadora, echamos en falta un desfibrilador. Bonitas vistas a la catedral. Dong, dong, dong, dong. ¡Dong! La una. Qué curioso que toquen los cuartos. Dong, dong, dong, dong. ¡Dong! La una y cinco. Esto debe ser para los que a la primera apagan el despertador. Sin recuperar aún el aliento, ¡dong! La una y cuarto. Y así cada 15 minutos, las 24 horas. Dieciséis campanadas del tirón a las doce en punto y flashbacks de Ramón García con capa.

«Cada vez que suenen hay que quedarse parados. El que se mueva, friega», dijo la voz de la inconsciencia por mi boca para quitarle hierro al asunto. El crío se lo tomó al pie de la letra y se pasó más tiempo inerte que en movimiento. Qué estrés. Entre hacerme la muerta de día y que no se podía pegar ojo de noche no veía el momento de volver a trabajar. Lo bueno es que aprovechaba los cuartos para apagar y encender el aire acondicionado, alternando el iglú y la sauna. Acabé dándole al botón del mando hasta dormida. Ayer me quedé frita con el de la tele y estuve cambiando de canal cada 15 minutos. Síndrome traumático posvacacional lo llaman.

Arantza Rodríguez

Todo incluido

Deberían advertirlo en los catálogos de viajes: el régimen todo incluido no es aconsejable para aprensivos. Porque eso de llegar al hotel y que te coloquen una pulserita de plástico como la que te ponen en Urgencias da un mal rollo que no veas. De hecho, el primer día, el padre de las criaturas se echó una siesta con pérdida de consciencia en la tumbona de la piscina y cuando despertó y se miró la muñeca, pensaba que estaba en una camilla y le acababan de extirpar un riñón.

Su temor de que el menú fuera una bolsa de suero o, lo que es peor, un puré sin sal, se disipó al pisar el restaurante y ver sendas colas calibre Lanbide ante las fuentes de paella y pizza. Ni en época de racionamiento, se lo juro. El pepino rebozado, sin embargo, se antojaba acomplejado. Intacto, al igual que las alubias matutinas, parecía preguntarse: ¿qué hace un pepino como yo en un bufé como este?

Calorías aparte, si algo tiene un comedor para 430 personas es que pasa uno desapercibido. Anteayer, por despiste, bajé a desayunar en camisón y ni una sola mirada, oigan. Estaban todas concentradas en el hombre de los calcetines con chanclas. Estoy por hacer la prueba con el gorro de ducha, a ver si causa más impacto. Lo que peor llevamos, sin duda, es madrugar para pillar sombrilla. Hay quien acampa a la noche, como si fuera a comprar entradas para una final del Athletic, para marcar territorio con la toalla ¡a las ocho de la mañana! Solo nos falta fichar.

Basurto resort

Será fruto del aburrimiento, pero cada vez que echo raíces como acompañante en Urgencias me da por hacer paralelismos entre ir de vacaciones e ingresar en un hospital. Para empezar, en ambos casos puede haber overbooking y la cara de pasmao que se te queda es la misma cuando te dicen que no tienes asiento en el avión o cama en planta. El equipaje de mano, al igual que en el aeropuerto, debe ser de tamaño reducido, porque los armarios de las habitaciones de Basurto, con todos mis respetos, son más bien escoberos. Como te pille la apendicitis en invierno y tengas que meter un abrigo, date por perdido: no te quedará hueco ni para el neceser. Quizás tendría éxito, ahora que hay que reinventarse con la crisis, un negocio de envasado de pijamas, camisones y batines al vacío. Todo es ponerse.

Una vez que eres admitido, te plantan la pulserita del todo incluido y ya puedes comerte unas lentejas, meterte un chute de oxígeno o hacerte una ecografía que todo te sale gratis total. En cuanto a la vestimenta, no te dan albornoces como en los cinco estrellas, pero sí unos camisones muy cucos con ventilación trasera. La pena es que no puedas colgar de la manilla el cartelito de No molestar y que con el trasiego que hay por las mañanas no hay quien pegue ojo a gusto. Es como un servicio de habitaciones fragmentado hasta el infinito. Una persona se lleva la jarra de agua, otra friega el suelo, otra te pone el termómetro, otra te trae un café, otra el azucarillo… Lo bueno es que conoces gente. Y siempre hace calor.

No caigan en la trampa

No sé para qué les aviso porque seguro que a estas alturas más de uno ya ha caído en la trampa. La cosa habrá empezado de forma aparentemente inofensiva, tal que así: «Cari, encárgate tú del viaje para Semana Santa». Y no es por amargarles la fiesta, pero tienen todos los boletos para que termine con un: «Menuda mierda de vacaciones, para esto nos habíamos quedado en casa». La mayoría de sus parejas, todo hay que decirlo, se quejarán de puro vicio. Por el gustillo que da criticar cuando uno no ha pegado ni golpe. Que si en el bufé del hotel no tienen barritas de muesli ni chistorras, que si los masais podían haber escondido sus smartphones para posar en la foto

Pero también habrá quien protestará con razón. Pensar que a su marido le encantaría dormir en la habitación de Mickey Mouse en Disneyland París es bastante osado. No solo porque odia los ratones, sino porque ya ha cumplido 65 años. Tampoco contratar un paquete multiaventura cuando su novia está embarazada de ocho meses parece, a priori, muy acertado. A no ser que quiera que dé a luz en plan naturista, bajo el agua, mientras descienden por unos rápidos. Decantarse por la casita de los aitites en Burgos tampoco parece buena idea, teniendo en cuenta que irán sus cuñados con las gemelas diabólicas, el adolescente mosqueado por defecto y el San Bernardo. En mi casa, para evitar sobresaltos, firmamos antes de viajar un pacto de no agresión. Y luego ya vuelan los platos.