Los estragos de las Navidades

Las Navidades, por más que se empeñen algunos en disimularlo, causan estragos. Al padre de mis criaturas, sin ir más lejos, le sigue balando el cordero de Nochevieja en el estómago. O eso o le ha poseído el espíritu de la oveja Dolly. Una de dos. El caso es que está indispuesto, pero al menos reconoce que siguió las campanadas tomándose doce chuletillas de lechazo. No como otros, que se agarran una melopea, grado fin del mundo en la escala Richter, y luego llaman con voz cazallera diciendo que no pueden ir a la comida de Año Nuevo porque cogieron frío al salir del cotillón. Amos, hombre, que nos conocemos… También hay quien se ha dislocado la cadera en la cena de empresa, tratando de imitar al espasmódico rapero surcoreano que ha petado youtube. Si no fuera porque la de personal lo tiene grabado en el móvil, el tío jeta diría que se ha resbalado en un chino cuando iba a comprar espumillón.

Pero lo peor de todo, aparte del daño que haya podido causar en la capa de ozono el peinado de Imanol Arias, son los dichosos juguetes interactivos. Hay miles de damnificados que, desde Olentzero, entran de puntillas en el cuarto de sus hijos para que no les ladre o maúlle una bola de pelo. Obviando los inevitables amagos de infarto, las diez primeras veces que a uno lo detectan hacen gracia. Pero a estas alturas el único propósito del año es hacer callar a la mascota. Nosotros tenemos al perrito Go-Go sepultado en el canapé de la cama. Aun así, el puñetero jadea cuando al susodicho le bala el cordero.