Frente Nacional (Reloaded)

Como perdí hace rato la costumbre de chuparme el dedo, tengo bastante claro que la propuesta de Mariano De Cospedal (o María Dolores Rajoy, me lío) para formar una santa alianza contra el pérfido soberanismo catalán es una de esas invitaciones que se hace sabiendo que va a ser rechazada. Aparte de los titulares de aluvión que se cosechan, tras recibir las calabazas de los interpelados, puede uno hacerse el digno y echar en cara a los refractarios su falta de coraje o, en el caso que nos ocupa, su españolidad de chicha y nabo. Si se da la remota circunstancia de que el guante sea aceptado, se queda como padre de la idea, con los derechos de pernada que eso implica.

La cuestión es que no va a ser. Solo la excrecencia magenta, que cotiza en mínimos históricos en el mercadillo de populismo cañí, ve con buenos ojos la traslación electoral (o, por qué no, la literal) de los ejércitos borbónicos de hace tres siglos. Los demás conminados se llaman andanas, con argumentaciones tan pero tan creíbles como las de Patxi López, que dice que a su partido nunca le han molado las trincheras… después de haber sido lehendakari gracias a un pacto de sangre contra el pecaminoso nacionalismo, previa ilegalización de la formación que hacía que no salieran las cuentas. La desmemoria se confunde con el rostro pétreo, vaya huevos.

Más allá del desahogo mostrado por el que no se iba a ir a Madrid pero se ha ido, quizá les sorprenda si les confieso mi pena ante el fracaso antes de nacer del Frente Nacional cospedaliano. Sería, al fin y al cabo, otra forma, tal vez esquinada, de ejercer el derecho a decidir, ¿no creen?

Inquisidores a go-gó

Indudablemente, la pifió el speaker del BEC, y la abrasadora conciencia de ello es, me atrevo a porfiar, la peor de sus penitencias. Más dolorosa, incluso, que haber perdido el puesto o verse como pasto de los devoradores de basura informativa alta en proteínas y huérfana de nutrientes. Seguro que en su moviola interna no deja de reproducirse en bucle el infausto momento en que se le ocurrió pespuntar la letra de la canción de Enrique Iglesias (eso sí es que es denunciable) que sonaba con la presencia ornamental de las cheerleaders (y eso, ni te cuento) en la cancha. Como bien sabemos los que piamos sin red y tenemos una larga lista de bochornosas melonadas soltadas frente a un micrófono, las transiciones las carga Satanás. Ocho de cada diez te salen rana, y algunas, como la del desventurado Charly, resultan un gambón épico. “¡Quién pudiera pasar una noche con una de las Dreamcheers!”, soltó ante miles de espectadores que, por cierto, tampoco parece que se revolvieran en sus asientos. Ni los que comprendían el idioma ni los que no.

Sí se quedó con la nada ejemplar copla una periodista, que lo publicó —por lo visto, con algún adorno— en un modesto y meritorio medio digital. Luego llegaron las réplicas en cabeceras de postín a la caza del click facilón, la torrentera en las redes sociales y, por resumir, el despido del autor del desafortunado comentario.

En el minuto exacto en que escribo, se han formado dos facciones de inquisidores. Unos quieren crucificar al speaker, y otros, siguiendo el clásico de apiolar al mensajero, a la periodista. Menos mal que muchos permanecen en la bendita sensatez.

Rotherham y los canallas

Rotherham, ¿les suena? Es bastante probable que no, a pesar de que lo que se ha sabido que ocurrió en esta ciudad inglesa durante 16 años constituye una inconmensurable ignominia que, en condiciones (medio) normales, habría sido noticia de apertura prolongada y material de abasto prioritario para tertulias y columnas. Estamos hablando —es decir, deberíamos estar hablando— de 1.400 menores sistemáticamente violadas, secuestradas, prostituidas, torturadas y vendidas por un puñado de libras. En un lugar del presunto primer mundo, en la llamada sociedad de la información, y prácticamente a la vista pública. Pero ni las autoridades políticas, ni la policía, ni los servicios sociales movieron un dedo. Tampoco, oh sorpresa, las beatíficas ONGs. Las víctimas que, venciendo el pánico, se atrevieron a denunciar lo que les habían hecho fueron tratadas de busconas o, en el mejor de los casos, de adolescentes fantasiosas. Las mandaban a casa advirtiéndoles sobre las consecuencias que podría tener abrir la boca. A las amenazas de sus extorsionadores se unían las de los representantes del sistema que supuestamente velaba por ellas.

Si no tenían conocimiento previo de la tremebunda historia, se estarán preguntando dónde estaban los —¡y las!— apóstoles del discurso de género, con su soniquete del empoderamiento y sus diatribas de la sociedad heteropatriarcal. Se lo desvelo: estaban y están echando tierra a todo esto. Aunque las víctimas pertenecían a la comunidad paquistaní, sus victimarios, también. Compréndanlos, no querían pasar por racistas. Era (y es) preferible guardar silencio. Cómplice, naturalmente.

Sube el paro, qué bien

Otra vez Twitter y las chachitertulias de a cien pavos el cuarto de hora fueron una fiesta. Había motivos para la desenfrenada algarabía progresí: el paro volvió a crecer en agosto. ¿No es maravilloso? Qué zozobra, oyes, durante los últimos seis meses de descensos, que aunque fueran a base de empleos de mierda y burdo maquillaje de los números, amenazaban con hacer creíble la idea de que empieza a escampar y al personal le va llegando, quizá no para un gintonic reglamentario con ensalada incorporada, pero sí para un marianito y unas gildas el domingo a mediodía. ¿Qué sería de los profetas del apocalipsis si la cosa vuelve a ir regulín? Solo planteárselo provoca escalofríos rampantes en el espinazo. Iría contra el orden natural que establece que tiene que haber unos desgraciados, cuantos más y en peor situación, mejor, para que la izquierda de caviar lo sea también de Dom Pèrignon.

Abomino de la falsaria euforia gubernamental y de sus datos hinchados con indecencia creciente según se va acercando el momento de votar de nuevo, pero guardo similar desprecio hacia los que, agarrados a un currazo, celebran sin disimulo que otros lo pierdan. ¿Otra vez la proverbial equidistancia del columnista cascarrabias? Será eso, y también la impotencia de contemplar una paradójica alianza —simbiosis, nos dijeron en el cole que se llamaba— entre quienes nos conducen al desastre y los que, para seguir teniendo munición, necesitan que se cumpla la autoprofecía fatalista. Siempre, claro, con efecto único en la carne ajena de los que, como nacieron para martillo, del cielo les llueven los clavos, quieran o no.

(No tan) eterno retorno

No soy de los que regresan al tajo arrastrando los pies y maldiciendo su mala estampa. En los tiempos que corren y viviendo muy decentemente de lo que (todavía) más le gusta a uno, resultaría obsceno. Es verdad que tampoco vuelvo al teclado y al micrófono como lo hacía en mi más o menos lejana mocedad, con la adrenalina hirviendo y rebosante de ganas de pisar mil charcos, entonando el “a mi, Sabino, el pelotón, que los arrollo”. Se templa uno —o lo van templando los hechos—, de modo que aprende a dosificar el entusiasmo para que dure todo el curso o, en el caso más realista, para que llegue, como poco, hasta el control de avituallamiento de navidad. En el éxito de la empresa ayuda mucho un buen látigo de siete colas —que sean nueve— para mantener a raya a la pérfida pereza, tentación omnipresente de los que, además de ser natural galbanoso, llevamos decenios con la sensación de voltear indefinidamente la misma noria.

Sensación falsa, me apresuro a anotar, pues si bien es cierto que muchos de los asuntos a los que dedicamos tinta y saliva parecen una repetición en bucle de lo ya vivido y ya contado, también lo es que cada equis se van incorporando al menú platos de estreno. Y lo mejor, muchos de ellos, inesperados, para pasmo y congoja de los que creían tenerlo todo bajo control. Su incertidumbre atribulada da sentido a este, mi oficio de trasegador de noticias y similares. El principio del fin del bipartidismo en España, el ocaso del foralismo rancio en Navarra o las urnas catalanas precedidas (casi ya) de las escocesas se nos insinúan en el porvenir inmediato. Aquí estaremos para contarlo.

El fin del sistema

Como el abuelo de Víctor Manuel, me he sentado en el quicio de la puerta —en mi caso, con el pitillo encendido entre los labios— a ver pasar el cadáver del bipartidismo, y creo que tres cuartos de hora después, el del sistema político español en pleno, incluyendo la monarquía de reestreno. Lo están aireando a todo trapo en los dos canales de teleprogre, entre anuncios de coches, colonias para machotes y el ultimísimo grito en cachivaches tecnológicos. Debe de ser que los publicistas y las empresas que hay detrás son la recaraba de la estupidez y venden su mercancía entre los que los quieren tirar por el barranco de la Historia. O a lo peor es justo lo contrario, que son bastante más avispados que la media, y saben que ahora mismo los bolsillos más desahogados y los caracteres más antojadizos se concentran en la audiencia de esos programas. El tiempo nos dirá si se están haciendo el harakiri o, como ha venido siendo desde que existe el capitalismo, si están cubriendo el jugoso nicho de mercado de los antitodo de pitiminí. “Moda punk en Galerías”, cantaba ya hace treinta años Evaristo, bañado a lapos por un público que hoy solo esputa (con perdón) cuando se lo manda el médico para unos análisis.

¿Por dónde iba antes de perderme en digresiones inútiles? ¡Ah, sí! Peroraba sobre la inminente vuelta a la tortilla de la que seremos testigos privilegiados y felices, según los que leen el porvenir en los posos del gintonic. A la casta, sea eso lo que sea, apenas le queda teleberri y medio. Será sustituida por un ejército de seres angelicales que nos inundarán de pan, amor y fantasía. Qué maravilla.

El ‘problema de los presos’

Lo que, obviando siglas y refugiándonos en los sobreentendidos al uso, llamamos el problema de los presos es estricta y casi literalmente lo que señala el enunciado: el problema de los presos. También, por supuesto, el de sus allegados, que padecen vicariamente su(s) condena(s), y en otro sentido, el de determinadas formaciones políticas por motivos que no es preciso explicar. Sería cuestión de preguntarlo específicamente, pero no parece que al resto de la sociedad le quite el sueño. Puede haber —y de hecho, yo creo que la hay— una parte estimable de la población dispuesta a un cierto nivel de movilización por sus derechos y hasta quienes les erigirían estatuas ecuestres en cada pueblo, pero si echáramos cuentas, me temo que es mucho mayor el número de personas a las que el asunto les trae sin cuidado. En unos casos, por la misma indolencia que muestra el cuerpo social hacia toda piedra que no le apriete directamente el zapato, y en no pocos, por la imposibilidad de mostrar empatía (no digamos ya simpatía) hacia unos seres humanos que no se han distinguido precisamente por esparcir la bondad sobre la faz de la tierra. Ni hablemos del sector, tampoco pequeño, que directamente quiere que se pudran en la cárcel y, si puede ser, en la más lejana e infecta, mejor.

Anoto todo lo anterior como mera descripción de escenario. No digo que me guste o me disguste, ni que me parezca justo o injusto, sino que es lo que hay, y que entiendo que son estas evidencias las que deben determinar las acciones concretas. Y esto, volviendo al principio, concierne más que a nadie a los afectados en primera persona.