Unos buenos servicios sociales

Pésimas noticias para los contumaces cofrades del cuantopeormejorismo y para los aventadores de las mil y una plagas que presuntamente padecemos en esta esquinita del mapa peninsular. Según un documentado estudio elaborado por un amplio grupo de cualificados técnicos, la CAV cuenta con los mejores servicios sociales del estado español, con una nota final de 7,95, una vez analizados 25 indicadores. La segunda en la clasificación es Nafarroa, con solo 5 centésimas menos. A partir de ahí, vemos una notable brecha respecto a la tercera (Asturias, con 6,2) y unas diferencias que se van ensanchando hasta lo grosero en relación a las últimas del pelotón, que son Canarias, Murcia y, qué cosas, Madrid, todas por debajo del 3,5. Queda claro, por lo que toca a Ayusilandia, lo que implica ser un paraíso fiscal no declarado: las festejadas bajadas de impuestos se traducen en inversiones ridículas para lo social. Pero esa es la esencia del ideario del partido que lleva 26 años gobernando en aquella comunidad.

Volviendo a lo nuestro, que es lo que nos interesa, la excelente nota no debe llevarnos, desde luego, a la autocomplacencia ni al ombliguismo. El mismo informe señala también los campos de mejora, y sobre ellos habrá que aplicarse, sin descuidar el mantenimiento del buen nivel general. En todo caso, no podemos dejar de sentirnos satisfechos al ver que el esfuerzo por atender a las capas más vulnerables de nuestra sociedad se refleja en evaluaciones externas como esta de la que hablamos. Las buenas intenciones no son nada sin el refrendo de los datos, como ha sido el caso. Y a quien le pique, que se rasque.

España nos sisa (y mucho)

La erosión silenciosa es el título de un robusto volumen —setecientas páginas de vellón— que recoge cómo a lo largo de los años el centralismo español rampante ha ido afanándole a la demarcación autonómica pequeñas dosis de autogobierno. No se trata de esas cuestiones que van a los titulares gordos y provocan visibles movidas que acaba resolviendo casi siempre a favor de Madrid el Tribunal Constitucional, juez y parte. Tampoco de las eternamente adeudadas transferencias que recoge negro sobre blanco el tan cacareado como incumplido estatuto de Gernika. Qué va. Son, como denunció la consejera Olatz Garamendi en la presentación de este censo general de mangancias, una suma continua de contumaces actuaciones fuera de los focos y el interés público que en conjunto han esquilmado el ya de por sí precario bosque de las competencias propias.

Hablamos de cuestiones en apariencia tan poco sospechosas como la concesión de tarjetas de aparcamiento para personas discapacitadas, un plan renove de automóviles o la normativa sobre claves digitales. Tal y como han documentado los servicios jurídicos de Lakua en un trabajo que profundiza hasta el vigésimo decimal, tacita a tacita, como en el célebre anuncio de café soluble de Carmen Maura que recordamos los viejenials, nos han ido arañando pedacitos de autogobierno. Quizá sea excesivo decir que España nos roba, pero está claro que nos sisa de un modo continuo e independientemente del color del gobierno. Es muy procedente la acusación que contiene este trabajo, pero no se puede quedar simplemente en el enésimo pataleo. Va siendo hora de parar los pies al rapiñador.

Oyarzábal, otro suspenso

Tiene uno que morderse las teclas cuando en la misma columna se van a encontrar Iñaki Oyarzábal y la escuela. Digamos simplemente que el gran surfista de la política no parece la persona más adecuada para hablar de la enseñanza. Claro que, atendiendo a su hoja de servicio, la ignorancia supina sobre una cuestión, la que sea, no ha sido óbice ni cortapisa para que se haya venido arriba en el verbo. En algún lugar de mi archivo sonoro debe estar la grabación de una intervención suya en un programa de Intereconomía Televisión en que relacionaba con ETA a las víctimas de la masacre del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz. Y no crean que fue, en ese caso, por maldad. Se trataba de pura ignorancia de la historia de su propia ciudad.

Esta vez, su proverbial osada deficiencia de conocimientos sí se ha dado la mano con la falta de escrúpulos y de respeto a la verdad al proclamar que la educación pública vasca genera un clima de odio a lo español. No fue una frase interpretable. Según consta en todas las crónicas y en el propio audio de la entrevista en Radio Euskadi, Oyarzábal acusa de dos maneras distintas a los miles de docentes de nuestra enseñanza pública de crear el caldo de cultivo que desemboca en agresiones como las que han sufrido en los últimos meses dos jóvenes dirigentes del PP alavés. Se trata de una imputación que trasciende lo injusto para situarse en lo nauseabundo y, en otro terreno, en lo querellable. Insisto en que, aunque las destinatarias de la andanada fueran las autoridades educativas, los directamente señalados han sido las trabajadoras y los trabajadores a pie de aula. No pueden tolerar un insulto así.

Nuevo curso sin tanto ruido

¡Aleluya! Parece que el nuevo curso escolar ha empezado de un modo infinitamente más razonable y calmado que el año pasado. Es verdad que los contumaces miembros de la tribu de M’Opongo (aprovecho para recomendarles la canción de Académica Palanca) siguen echando cagüentales por las esquinas. Y también se escucha de fondo el rezongar ventajista de ciertos llamados agentes educativos que, siempre al pille, echan la red a las aguas revueltas y, si no pescan algo, por lo menos embarran el patio. Fuera de ese ruido amortizado, la chavalería ha vuelto a las aulas con una normalidad más que notable. La misma que presidió, por otra parte, el curso anterior en cuanto los hechos contantes y sonantes se impusieron a las profecías apocalípticas.

Merece la pena que, como en la genial película Amanece, que no es poco, hagamos flashback y nos remontemos a doce meses atrás. O mejor, doce meses y una semana, porque fue con el comienzo exacto de septiembre cuando empezó todo el ceremonial catastrofista; agosto no es mes para reivindicar. Reconozco, como hará cualquier madre o padre, que yo no era ajeno a un puntito de incertidumbre. Nos enfrentábamos a una situación inédita y el principio más elemental de prudencia invitaba a tomar precauciones. Sin embargo, los Nostradamus de lance anunciaban la multiplicación por ene de los contagios y, sin rubor, culpaban a las autoridades sanitarias del seguro colapso hospitalario y funerario. Las medidas que se adoptaron, el gran trabajo de docentes y no docentes y la actitud del alumnado fueron suficientes para que todo fluyera sin apenas sobresaltos.

Condenar o no condenar

Les confesaré un secreto: a mí tampoco me gustan el verbo condenar ni el sustantivo condena como sinónimos de rechazar o rechazo. Aunque me consta que la tercera acepción de la RAE lo asimila a reprobar, el vocablo siempre me ha sonado excesivo y, si me pongo tiquismiquis, incluso un tanto vacuo y artificioso. Supongo que eso ha sido a fuerza de escucharlo durante decenios en labios de personas que parecían estar compitiendo por aparentar la mayor indignación en lugar de limitarse a lamentar y censurar sinceramente unos hechos. Los formulismos manoseados acaban perdiendo su sentido o, un paso más allá, convirtiéndose en caricaturas. Eso pasó, por ejemplo, con la letanía «mi/nuestra más enérgica repulsa», a la que puso banda sonora La Polla Récords.

Por todo esto, propongo que dejemos de enguarrarnos en las batallitas de los comunicados conjuntos. Más allá de la utilización de este o aquel término, busquemos la miga del asunto. Y si se trata, como en el caso reciente de la agresión de una descerebrada fanática a un joven del PP, la cuestión es tan simple como la expresión contundente y sin matices ni tics justificatorios de la denuncia de tal hecho. Es muy adecuado decir, como hizo Arnaldo Otegi, que es «reprobable, rechazable e inaceptable» y que «va en la dirección contraria a la construcción de la convivencia democrática». A partir de ahí, puesto que no nos hemos caído de un guindo, cabría pasar de las palabras a los hechos. ¿Cómo? Imponiendo la autoridad y el influjo que se tiene sobre los agresores y, sobre todo, no promoviendo actos contra la mentada convivencia democrática. Ya nos entendemos.

El negacionismo crece y crece

Ciertamente, no se puede decir que fueran cuatro y el del tambor. La manifestación negacionista del pasado sábado entre Irun y Hendaia contó con una asistencia más que nutrida. Las imágenes dan fe de ello. Centenares de personas —por supuesto, sin mascarilla y arracimadas las unas sobre las otras— de ambos lados de la muga recorrieron las dos localidades exhibiendo pancartas pedestres con lemas visionarios y coreando las consignas esotéricas de rigor. Lo hacían, una vez más, en nombre de la libertad. De la de contagiar alegremente un virus que en año y medio ha causado millones de muertes en el planeta y ha dejado incontables secuelas probablemente permanentes entre quienes lo han padecido.

Resulta tremendo (y ahí es donde quiero llegar con estas letras que me costarán un reguero de biliosas diatribas de los aludidos) ver el tamaño que va adquiriendo este movimiento que no acepta la evidencia que sus propios ojos deberían mostrarles. De convocatoria en convocatoria, crece la afluencia a estos saraos y, lo peor, también escala el engorilamiento de sus representantes que pretenden convencernos de que lo que está ocurriendo obedece a una conspiración mundial para secuestrar las conciencias y convertir en esclava a la humanidad. La cosa sería una extravagancia si todo se quedara en sus estrafalarias proclamas. Ocurre, sin embargo, como hemos visto en esta última ola, que el ejercicio de lo que reclaman como derechos individuales inalienables —no vacunarse y pasarse por la sobaquera las recomendaciones sanitarias— tiene consecuencias demoledoras en la salud de sus congéneres.

La cabeza de Jon Darpón

Ya lo dejé escrito en el momento álgido del desvergonzado montaje político-medíatico (curiosa ensalada de siglas, de egos y de intereses bastardos, la que se aliñó) a cuenta de los trapicheos en ciertas especialidades de la OPE de Osakidetza de 2018: no hay peor mentira que la que se construye con pedacitos de verdad. Porque sí, algunas adjudicaciones de plazas olían a chotuno y no dejaban de acumularse indicios de pufo en la actitud de los tribunales correspondientes. Ocurría que las motivaciones de los tejemanejes no tenían nada que ver ni remotamente con clientelismo político y, por encima de todo, que las actuaciones indignas se centraban en un determinado número de categorías profesionales de la élite de nuestro sistema sanitario.

Claro, eso vendía muy poco y, sobre todo todo, tenía escaso rédito político, o sea, politiquero. Por eso, a sabiendas de que era falso de toda falsedad, se difundió la especie vomitivamente mendaz de que el marrón alcanzaba a toda la OPE y que había sido orquestado personalmente por el entonces consejero de Salud, Jon Darpón y la directora de Osakidetza, María Jesús Mujika. Toda la artillería de la brunetilla síndical-político-plumífera cargó a saco y, finalmente, se cobró las piezas en forma de dimisiones. Las cabezas fueron exhibidas con júbilo por los cazadores ávidos de sangre. Dos años y medio y una pandemia después, la juez que lleva el caso y que no va a dudar en emplumar a los culpables de los fraudes reales, ha dejado claro que ni Darpón ni Mujika tuvieron nada que ver en el asunto. La redacción del auto deja en pelota picada a los denunciantes. Seguro que algunos dimiten mañana. O, bueno, pasado.

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