Ciudadanos ha entrado en fase terminal. Hay algo casi impúdico en su descomposición transmitida en riguroso directo. Cada poco, una deserción acompañada de palabras agrias. Son muy ilustrativos esos saltos del barco envueltos en decepción y rencor. Quizá no en todos los casos, pero sí en muchos, tal circunstancia tiene explicación en el tipo de personalidad que debía acreditarse para llegar a ser alguien en el partido naranja. El ejemplo perfecto es Toni Cantó, danzante de sigla a sigla que siempre era el más enfervorecido militante en las maduras y el más crítico en las duras. Suele pasar con los ególatras, que era una condición también muy repetida entre las cabezas visibles del chiringuito, empezando por su fundador y hundidor, Albert Rivera, y siguiendo por otros narcisos de manual como Girauta, Arcadi Espada, De Quinto, Aguado… La lista es interminable.
La cuestión es que, cuando se termine de certificar su defunción, prácticamente nadie va a echar de menos a la que llegó a ser tercera fuerza en votos en España. Tal vez solo esa ingenua parte del electorado que creyó que era posible un espacio de centro. Una candidez a la altura de la miopía que implica no haber visto que, como sufrimos en Euskal Herria, Ciudadanos defendía un esencialismo ultraespañol de trazo grueso. No se pierde nada.