Les pido siquiera 59 segundos de silencio por Albert Rivera. El que queda para completar el minuto pueden emplearlo en una estentórea carcajada a la salud (o así) del político hispanistaní que desde hace unos meses tiene por banda sonora un tango de Gardel con letra de Lepera. El chaval del Ibex (si es que sigue siéndolo) va de cráneo, cuesta abajo en la rodada, alternado las meteduras de cuezo con las de zanco, y estas, con cagadas bíblicas. Quién ha visto y quién ve al petimetre naranja del verbo florido (bien es verdad que topicudo y superficial) balbuceando sinsentidos ante cada alcachofa que le plantan frente al morro.
Empieza a dar tanta pena como grima en su papel de boxeador sonado, sin saber si la sombra que pretende golpear es la de Sánchez, Casado, Torra o Iglesias. Y la cosa es que todos los mentados le han birlado los Donuts y la cartera. En las mismísimas narices, además, y cuando ya se veía —y le veíamos, no nos engañemos— tocando pelo gubernamental, devenido en híbrido de Suárez y Macron. Pero, en la enésima reedición del cuento de la lechera, el cántaro se le hizo añicos en el recodo más insospechado del camino. La moraleja vuelve a ser que hasta el rabo todo es toro y que en política, igual que en la misma vida, no siempre ocurre lo que parece impepinable. Claro que eso mismo se puede interpretar también a su favor. Igual que el difunto y enterrado Pedro Sánchez venció dos veces al que parecía su destino manifiesto o que el pan sin sal Casado se merendó al aparato pepero, media docena de carambolas que ahora no nos imaginamos podrían devolver a Rivera al centro del tablero. No se fíen.