¿Facilitar o no facilitar la investidura de un gobierno con Pedro Sánchez como presidente y Pablo Iglesias como vicepresidente? He ahí el dilema del soberanismo catalán que —dejémonos de bobadas— es quien tiene los votos necesarios, incluso en forma de abstención, para que el pacto de los Picapiedra pase del par de folios con la firma de los susodichos a la realidad. Fíjense que lo que tras el 28 de abril parecía empresa factible ahora se ha puesto muy cuesta arriba. Y no será porque no se advirtió hasta la náusea durante el flirteo impostado del verano de que tras la sentencia del Procés el asunto se tornaría endiablado.
Por si eso no hubiera sido suficiente por sí solo, el Sánchez de la campaña electoral prometiendo trullo para los convocantes de referendos o presumiendo de que a un chasquido de sus dedos la fiscalía traería a Puigdemont engrillado ha elevado el precio del trato. Como poco, cabría exigir que el aspirante a dejar de estar en funciones se retractara de sus bravatas. No parece que vaya a ocurrir y aunque así fuera, tampoco se puede asegurar que serviría de algo cuando llevamos cuatro semanas de bronca sin tregua en las calles.
Ahí es donde Esquerra tiene que tomar aire y andar con pies de plomo. Será muy complicado explicar a los que llevan en el costillar una buena colección de porrazos que se va a permitir un ejecutivo liderado por el que ordenó a los uniformados actuar sin miramientos. Ya hemos visto a Rufián tratado de traidor y abandonando con la testuz gacha una movilización a la que acudió pensando que lo pasearían a hombros. No va a ser nada sencillo escoger entre lo malo y lo peor.